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viernes, 26 de agosto de 2011

Formación intelectual, filosófica y política del Uruguay desde los bandos a la Revolución de las Lanzas.






Apuntes del Prof. Miguel J. Lagrotta

No podemos iniciar este trabajo sin recordar que la Constitución de 1830 estuvo vigente hasta 1919 cuando empieza a regir esta última. En dicha Constitución no hay menciones a partidos políticos, pero a los seis años de vigencia ya habían surgido las divisas partidarias. Al finalizar el mandato Fructuoso Rivera (1830-1834) los grupos que se organizaron durante las guerras civiles y montoneras se organizan y continúan gravitando bajo las órdenes de sus jefes militares devenidos ahora en caudillos, pero sin ninguna sujeción al sistema legal.
La presidencia de Manuel Oribe (1834-1838) marcada por sus problemas con Rivera originaron la etapa fundacional de nuestros partidos de forma militar y de montonera, más que de una forma ideológica y mucho menos con programas políticos, pero si con adhesiones muy grandes de las masas que se alineaban detrás de ellos naturalmente de un modo incondicional.
Desde los inicios de la vida constitucional, Rivera debe enfrentar levantamientos de los caudillos que no habían logrado trascender en el gobierno, pero que sí mantenían el poder sobre sus seguidores. Juan Antonio Lavalleja fue el más afectado por la lucha entre el gobierno y el poder.

Esta fue la disyuntiva que generó la discordia a lo largo de todo el siglo XIX. El momento más duro fue durante la Guerra Grande, uno de nuestros más importantes intelectuales, el Dr. Andrés Lamas, integrante del Gobierno de la Defensa va a convertirse en el iniciador de una campaña contra las divisas colorada y blanca. Incluso funda una publicación( La Nueva Era) en la que comienza a reclamar el fin de las divisas, causantes, según él de todos los males de la República.
Joaquín Suárez, luego de decretada la Paz del 8 de Octubre, decreta la prohibición de las divisas partidarias con el objetivo de tranquilizar la situación en un momento dificil.
En realidad lo que Lamas sostenía era la intrascendencia de la polarización en divisas sin contenidos y sin proyectos ideológicos o de país. El fracaso de la Fusión va a originar el renacimiento de las divisas con mucha mayor fuerza posteriormente.
La Revolución de las Lanzas, en los comienzos de la década de 1870, va a marcar claramente al país en aspectos políticos, sociales y económicos. Es el momento en que comienza a escucharse la voz de los sectores universitarios, definidos ideológicamente y en forma despectiva como sectores doctorales. Van a manifestar que las divisas o los partidos Colorado y Blanco son los culpables de las Guerras Civiles. Surgen, entonces movimientos principistas, que son sectores surgidos en el seno de las divisas tradicionales, presentando un mensaje renovador, manejando ideas y principios liberales clásicos pero con un profundo respeto a la Ley.
El Club Libertad(20 de mayo de 1872) va a aglutinar a los integrantes de la vieja tradición colorada, como José Pedro Ramírez, Julio Herrera y Obes y José Bustamante. Simultáneamente se funda el Club Colorado, con integrantes de mayoría católica. El Club Radical estaba integrado por José Pedro Varela y Carlos María Ramírez que a su vez tenían  medios de difusión: La Paz y la Bandera Radical.
El Club Radical en sus estatutos establecía: "(...)se desvinculación con los Partidos Tradicionales(...)el Clu Radical es una asociación nueva e independiente que no reconoce solidaridad con ninguno de los partidos del pasado"
En 1871, La Bandera Radical, realiza un análisis de la situación nacional, las guerras y sus consecuencias afirmando que eran responsables y el obstáculo para el desarrollo industrial y económico porque violan "el sagrado derecho de propiedad" que era el principio fundamental y principal del liberalismo de 1870. La consecuencia era, además, las complicaciones en el orden jurídico y en el desarrollo de la sociedad. Finalmente resumen todo en el ataque a los partidos políticos tradicionales:
"fuera de su tiempo, de los sucesos que les dieron vida, de los errores que los hicieron necesarios, los partidos actuales son inconciliables con el espíritu de las instituciones democráticas(...)inconciliables con el principio de la nacionalidad.
Carlos María Ramírez manejaba los principios de "organización, libertad y progreso" que constituían, además la línea de Andrés Lamas, la critica era, en definitiva la carencia de ideas. Pero en realidad el problema se encontraba en el sistema electoral que no preveía ninguna forma de "coparticipación" que determinara que el partido perdedor solo podría reclamar un lugar por medio del uso de las armas. Comienza a configurarse el modelo de coparticipación. La política del Presidente Lorenzo Batlle de gobernar con su partido Colorado, tuvo como consecuencia la exclusión de los blancos. Estos, expulsados del poder, por la acción de Venancio Flores y la intervención brasileña y bonaerense se mantenían en la abstención política, no reconociendo los resultados electorales por considerarlos fraudulentos. El 10 de febrero de 1868 Timoteo Aparicio, partiendo de Concordia, había emprendido el intento de apoderarse de Salto fracasando. El 17 de julio de 1871 gubernistas y revolucionarios se encontraron en las puntas del arroyo de San Juan en la cuchilla de los Manantiales y los revolucionarios fueron nuevamente derrotados. El Gral Anacleto Medina murió en el combate, en tanto en Montevideo el 18 de Julio de 1871 se inauguraba el servicio de Aguas Corrientes de la Capital y la fuente en el centro de la Plaza Constitución, labrada en mármol de Carrara, esta coincidencia motivó un comentario de El Siglo: "Aquella fuente de agua cristalina no es el emblema de nuestra situación política, bastardeada cada día más por un gobierno que solo recibe inspiración en la impura fuente de sus conveniencias personales y de círculo"
La Revolución de las Lanzas concluye con la primera aprobación por ambas colectividades de una formula de coparticipación para el partido minoritario, conocido en la historiografía como la Paz de Abril. Es un hecho muy importante desde el punto de vista político, se refiere al reconocimiento oficial del otro por parte de cada colectividad, más importante aún porque el marco legal no admitía dicho reconocimiento. Es el acuerdo de 1872 el que garantiza de forma verbal el compromiso de conceder cuatro Jefaturas políticas al partido opositor, fue una solución realista y que acordaba la existencia de un sistema político bipartidista esto trajo debates académicos y reflexiones profundas. Para Justino Jimenez de Aréchaga en su cátedra de Derecho Constitucional, incluye el tema de la coparticipación en su curso. Un alumno al presentae su tesis, José F. Arias concluye:" (que) los gobiernos que excluyen a los partidos de la Representación Nacional, no solamente estrangulan la soberanía del pueblo sino que también provocan las guerras civiles"
Conclusión
El proceso puede resumirse siguiendo a Castellanos y Pérez que esquematizaron el desarrollo de la instauración de la politica pluralista en el Uruguay en cuatro puntos
a) los bandos y los partidos tradicionales
b) luchas de caudillos y doctores en el interior de las colectividades políticas tradicionales
c) la modernización y las resistencias a la misma en la economía agraria, en cuanto determinates de conductas políticas; la dialéctica de civilización y barbarie
d) las guerras civiles y el comienzo de las luchas cívicas y los jefes civiles

Hemos trabajado sobre el primer punto en el cual se desarrolla propiciando la unanimidad en torno a un ideal total definido por los derechos individuales y el sistema de elección de lo gobernantes planteados por la Constitución de 1830, por momentos los levantamientos, por momentos la fusión, por momentos la ética de los principios, pero con los caudillos queriendo eliminar a sus adversarios buscando una monocracia muy personalista. Este modo de ver la política es desplazado por la coparticipación, no por la alternancia en el poder que no soluciona del todo la solución de los desequlibrios mediante la lucha armada.

Ver:
Caetano, G./Alfaro, M.Historia del Uruguay Contemporáneo. FCU/ICP Pp.45 y Ss. Montevideo 1995.
Delio Machado, Luis María.Nuevo enfoque sobre los orígenes intelectuales del Batllismo FCU Pp. 129 y Ss. Montevideo. 2007.
Reyes Abadie, W./ Vázquez Romero, A. Crónica General del Uruguay, tomo 5 Modernización.EBO Pp. 139 y Ss. Montevideo, 2000.


lunes, 22 de agosto de 2011

correo.liccom.edu.uy/bedelia/cursos/historia/EL_NACIMIENTO_DEL_URUGUAY_MODERNO.pdf

EL NACIMIENTO DEL URUGUAY MODERNO EN LA
SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX

ia600300.us.archive.org/17/items/porlapatrialare01herrgoog/porlapatrialare01herrgoog.pdf

Digitalizacion de Por la Patria
La Revolución de 1897 y sus antecedentes por
Luis Alberto de Herrera

Modernización: del militarismo-civilismo al primer batllismo. por Jaime Yaffé

Política y economía en la modernización: Uruguay 1876-1933
Jaime Yaffe (Universidad de la República, Uruguay)


Introducción

En Uruguay el proceso de modernización transcurrió en dos fases sucesivas: la primera en
el último cuarto del siglo XIX (períodos “militarista” y “civilista” entre 1876 y 1903) y la segunda en las tres
primeras décadas del siglo XX (período “batllista” entre 1903 y 1933).
En ambas fases se produjeron dos procesos simultáneos: la modernización económicosocial
y la modernización política. Mientras que se confirmó, aunque renovado, el modelo ganaderoexportador,
el sistema político en su conjunto experimentó importantes transformaciones. Entre estas
últimas figura la modernización del Estado. Este consolidó su capacidad coactiva y expandió
tempranamente sus atribuciones económicas y sociales.
Esta ponencia observa las vinculaciones entre el proceso de modernización económicosocial
y la modernización política en Uruguay, intentando identificar una pauta de relación entre ambos
fenómenos que pueda utilizarse como eje de comparación con otras experiencias de modernización.
En tanto el centro de interés se ubica en la modernización del estado uruguayo y su
relación con las dimensiones económicas y sociales, es casi inevitable que, al buscar los orígenes
desde los cuales iniciar el seguimiento de ese fenómeno, la mirada se dirija en primera instancia,
hacia la época del “primer batllismo” (1903-1916). Sin embargo, si bien cierto es que ese momento es
efectivamente de lanzamiento e implantación de las bases del estado social y empresario en
Uruguay, el primer batllismo no debe ser visto como un clavel del aire, que se posó en el sistema
político y en la sociedad uruguayas sin tener raíces en esos terrenos. Por el contrario este momento
de eclosión reconoce un proceso de germinación previa, el estado batllista, estado social y
empresario entre otras cosas, es ruptura en tanto salto cualitativo del modelo de estado y de
relaciones estado-economía-sociedad, pero es también continuidad, en la medida en que viene a
apoyarse en procesos ya desatados en la última década del siglo XIX..
El momento batllista de modernización del Uruguay, una de cuyas facetas principales fue
el desarrollo de un Estado social y empresario, tiene entonces fundamentos decimonónicos. El
batllismo del siglo XX constituyó una segunda fase modernizadora precedida de una primera ocurrida
en el último cuarto del siglo XIX.. En este sentido, la primera y la segunda modernización pueden
considerarse dos fases sucesivas y vinculadas de un mismo proceso. Sin embargo, las claves
políticas y económico-sociales son diferentes en cada uno de los dos momentos. También difieren
ambos momentos de la modernización en la pauta de relación entre sus facetas económico-social y
política.

A continuación expongo algunos rasgos definitorios de la política y la economía del
Uruguay premoderno. Luego me detengo en el registro de las claves económicas y políticas de las
dos fases de la modernización de aquel Uruguay tradicional. Finalmente, en las conclusiones, se
resumen los elementos centrales de ambas fases y se comparan prestando atención preferente a las
relaciones política-economía.

El Uruguay comercial, pastoril y caudillesco:
estado débil pero preeminente y economía tradicional (1830-1875)
El establecimiento formal del estado uruguayo data de 1828-30 con la instalación de un
gobierno provisorio primero y la puesta en marcha de la Constitución que le dio forma definitiva dos
años más tarde. Pero no fue sino hasta el último cuarto del siglo XIX que el Estado pudo
consolidarse efectivamente como cuerpo institucional capaz de imponer su autoridad en todo el
territorio nacional en base a un cierto monopolio de la violencia física. Mientras tanto el estado fue
débil política y financieramente. Sin un sistema de impuestos nacional el estado estuvo sujeto al único
e insuficiente ingreso de las aduanas del puerto de Montevideo. Carecía de un ejército nacional con
superioridad de recursos materiales y humanos que le hiciese capaz de imponer autoridad por sobre
los ejércitos caudillistas en todo el territorio nacional. No disponía de un aparato administrativo
ajustado a criterios de racionalidad y organización burocrática. Por último, gobernaba sobre un
territorio cuyos límites estaban indefinidos y cuya escasa población configuraba un gran vacío
demográfico. En resumen: carecía de todos los atributos y buena parte de los recursos de un estado
moderno. Recién hacia el último cuarto del siglo XIX los adquiriría
Paradójicamente ese estado débil resultaba de cualquier forma relativamente
preeminente. El estado uruguayo vino a implantarse en una sociedad que mostraba ya desde sus
orígenes coloniales ciertos rasgos de debilidad, o más bien de ausencia, de sectores capaces de
constituirse en hegemónicos. Uruguay no conoció la constelación tríptica y típica del estado
oligárquico latinoamericano apoyado en la alianza social y política conformada por la iglesia, la clase
terrateniente y el ejército. Esto se debió en buena medida a la debilidad relativa que en nuestro caso
afectó, desde la época colonial, a estos tres factores de poder (Real de Azúa 1984; Barrán 1998). En
definitiva, en estas tierras, la autoridad estatal, primero española, luego independiente, fue la única
capaz de constituirse en fuerza organizada con peso suficiente para imponerse al resto de la
sociedad. De allí que el Estado fuera desde entonces y a pesar de su precariedad e inconsistencia
institucional, fuerza preeminente sobre este territorio, en el marco de una sociedad civil genéticamente
débil.
La estructura económico-social heredada de la época colonial no sufrió alteraciones
significativas a la largo de las cinco primeras décadas de vida independiente. La economía tradicional
estaba caracterizada por el absoluto predominio de la ganadería vacuna extensiva y de la actividad
comercial centrada en el puerto de Montevideo. La propiedad de la tierra fue difusa (por la
superposición de títulos de diverso origen y la generalizada apropiación ilegal de tierras fiscales) y
permaneció indefinida hasta el período militarista. Este fue el origen de una conflictividad social
permanente entre propietarios, entre propietarios y hacendados sin títulos (ocupantes o simples
poseedores); y entre propietarios y/o ocupantes y el Estado. La fuerza de trabajo no poseedora de
tierras (ya fuese en propiedad o simple posesión) se vinculaba a las unidades de producción
ganadera (estancias) en formas fuertemente personalizadas y paternalistas. 1
El principal producto de la ganadería basada en la pradera natural y el vacuno criollo era
el cuero con destino a la exportación hacia Europa. El resto del animal era aprovechado en forma
marginal y limitada. Los saladeros generaban una reducida demanda de carne destinada a los
mercado esclavistas (Brasil y Cuba). En la década del 60 del siglo XIX se produjo una primera
transformación de la ganadería tradicional: la incorporación de la producción ovina introdujo algunas
modificaciones modernizantes en las formas de trabajo y agregó un nuevo producto, que en pocas
décadas desplazaría al cuero a un segundo lugar, en la limitada oferta exportadora del país.
La actividad comercial constituyó el segundo eje de la economía tradicional tenía en el
comercio de tránsito regional su punto fuerte: Montevideo fue hasta fines del siglo XIX un centro
privilegiado para el comercio de toda la región platense dando lugar al surgimiento de una próspera
pero inestable burguesía mercantil jaqueada a menudo por las frecuentes guerras y revoluciones que
desconectaban a Montevideo del resto del territorio (los repetidos “sitios” terrestres a la ciudad) y por
momentos la aislaban de las rutas del comercio internacional (los menos frecuentes “bloqueos”
navales del puerto). Esa burguesía mercantil no se constituyó como un agente social totalmente
separado de la clase terrateniente latifundista sino que en repetidas ocasiones se produjo, una
concentración de ambas actividades económicas en las mismas figuras o familias. El alto comercio
montevideano daría también origen a los primeras bancos del país institucionalizando parcialmente la
actividad financiera en la que de igual forma siguieron teniendo un protagonismo destacado los
prestamistas particulares que especulaban con la deuda pública de un Estado crónicamente
desfinanciado.
Con esa estructura económico y social característica del “Uruguay comercial, pastoril y
caudillesco” (Alonso - Sala 1986 y 1990), heredada en lo esencial de la colonia, conviviría el débil
Estado creado en 1828. El Estado oriental, que desde 1830 se denominaría “uruguayo”, se instauraba
luego de una persistente tormenta revolucionaria que arreció sobre y en la sociedad oriental entre
1811 y 1828 sin que su resultado fuese una transformación de esa estructura. Durante el período
revolucionario, salvo por escasos y efímeros momentos, se vivió una situación de constante dualidad
de poderes de diverso signo toda vez que el poder del Estado, ya fuera español, porteño, oriental,
portugués o brasileño (que por todas esas manos diferentes y enfrentadas pasó el estado oriental a lo
largo de esos 18 años), debió enfrentar la amenaza de un poder revolucionario que desde adentro o
desde el exterior reclamaba el monopolio de la fuerza dentro de los límites por demás difusos y
confusos de la “Banda Oriental”.
El Estado independiente instalado en 1828 viviría hasta por lo menos 1876 en una
paradójica situación de debilidad y centralidad. En medio y a pesar de una persistente escasez de
recursos financieros y medios administrativos, aquel Estado era la única fuerza capaz de imponer
1 El conflicto social por la tierra alimentó también las luchas políticas características de l a época y contribuyó afortalecer las relaciones de tipo caudillista que cruzaban internamente a los hacendados y los ligaban a su vez a las sectores populares de la campaña. Por su parte, el predominio de la modalidad paternalista en las relaciones entre hacendados y peones constituía el entramado social del fenómeno socio-político caudillista que impregnaba tambiénlas relaciones entre hacendados.
alguna autoridad, el único centro de decisión para una sociedad en proceso de estructuración y
siempre asediada por la violencia política a que la (se) sometía el permanente recurso a la revuelta
armada y subsiguientes guerras civiles en la que ningún sector se mostraba capaz de constituirse en
hegemónico.
A partir de 1876 es posible identificar tres momentos históricos sucesivos a lo largo de
los que se producirá el proceso de fortalecimiento de la autoridad estatal sobre todo el territorio
nacional primero y de ampliación de su espacio de incidencia luego. La historiografía nacional ha
aportado suficiente luz sobre nuestro proceso histórico en general y sobre la evolución del estado en
particular como para afirmar con un grado relevante de seguridad que estas fases de consolidación y
desarrollo del estado uruguayo pueden condensarse en: el militarismo (1876-1886), el civilismo (1886-
1903) y el primer batllismo (1903-1916) 2.
La primera modernización (1876-1903):
estado oligárquico y modelo ganadero exportador
En su faceta económico social la primera modernización estuvo centrada en el
medio rural y su resultado no fue una transformación sino la confirmación, aunque renovadora, del
modelo agroexportador con base en el predominio de la ganadería latifundista y extensiva. El Código
Rural sancionado en 1876 y reformado en 1879 estableció constituyó el marco jurídico de un nuevo
orden rural. La modernización rural operada en el período militarista (1876-1886) consistió en la
definitiva afirmación de la propiedad privada de la tierra mediante el estímulo y la casi imposición
(medianería forzada) del alambramiento de las unidades productivas y la regularización y registro de
los títulos de propiedad sobre la tierra así como las marcas y señales sobre el ganado.
Consecuentemente se puso fin a la precariedad de un mercado de tierras que hasta entonces había
coexistido con la volatilidad y relativa indefinición de la propiedad de la tierra y los ganados que en
ella pastaban.
Al mismo tiempo, el alambramiento de las estancias “liberó” mano de obra al separar del
factor tierra a gran número de hacendados sin títulos que hasta entonces habían permanecido como
simples poseedores y ocupantes de tierras. Complementariamente el Estado desarrolló una fuerte de
coacción (creación de las policías rurales) sobre las formas de sobrevivencia alternativas a la
contratación laboral de los desposeídos de la tierra reprimiendo la vagancia y el abigeato. Sin
embargo esto no condujo a la completa creación de un mercado de trabajo. Ello se debió a que, por
un lado, la demanda de trabajo rural asalariado, dadas las condiciones propias de la ganadería
extensiva, se mantuvo en niveles bajos salvo variaciones estacionales. Y, por otro lado la economía
urbana, con una más que incipiente manufactura preindustrial, tampoco generaría una demanda de
trabajo que pudiere canalizar la disponibilidad de mano de obra generada por el alambramiento. Por
otra parte la inmigración europea abundante en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX,
satisfacería preferentemente la demanda de trabajo urbana.
2 El fenómeno conocido como “primer batllismo” se agota en 1916 produciéndose a partir del “alto de Viera” de ese
año un notorio cambio en las políticas públicas. Sin embargo, desde el punto de vista del proceso de modernización
aquí estudiado los años veinte son particularmente relevantes. Por ello corresponde extender por lo menos hasta 1933
la ubicación temporal de la segunda modernización.

Esta incompleta formación de un mercado de trabajo a escala nacional explica a su vez
la incompleta formación del mercado interno. Si bien en el último cuarto del siglo XIX comienza a
delinearse la integración espacial del territorio uruguayo a través de la expansión del tendido de
líneas de ferrocarril, las limitaciones al desarrollo del consumo derivadas de la precaria vinculación
de una parte de la población rural al mercado de trabajo así como la importancia del autoconsumo,
limitarían seriamente la constitución de un mercado interno de bienes a escala nacional. Por último,
tampoco el mercado de capitales tendría una dimensión nacional en este período. El desarrollo de un
sistema bancario a partir de mediados del siglo XIX se limitó a la capital Montevideo y se asoció
fuertemente a la actividad comercial y a la especulación con deuda pública. Ni la escala nacional ni la
vinculación con la producción se reconocen en el sector bancario nacido durante la primera
modernización.
En su faceta política la modernización operada durante el período militarista tuvo en el
fortalecimiento del estado su elemento central. El estado uruguayo logró centralizar el poder político al
tiempo que se institucionalizó. Alcanzó el (casi) monopolio de la fuerza física, logrando por primera
vez desde su instalación formal en 1830, centralizar e imponer su autoridad sobre todo el territorio
nacional3 estableciendo el orden interno a partir de la modernización de su aparato militar y de la
instalación y aprovechamiento de una infraestructura mínima de transportes y comunicaciones, al
tiempo que se modernizaba y racionalizaba, en ciertos casos se montaba por primera vez, su aparato
administrativo y se sancionaba un ordenamiento jurídico nacional. Con el militarismo, el estado
desarrolla una fuerza y presencia propias que refuerzan el lugar ya preeminente que ocupaba aún en
tiempos convulsionados. Más allá de esta consolidación del poder etático, se insinúan ya algunos
anticipos de avance del estado en el área económica y social. Téngase presente al respecto que la
primera ley proteccionista que conoció el Uruguay independiente data de 1876 y que la creación del
sistema público de enseñanza primaria obligatoria y gratuita data de 1879.
Con los gobiernos civilistas que ocupan el último tramo del siglo XIX aquella tendencia
expansiva hacia funciones de tipo secundaria ya insinuada bajo el militarismo se amplía y asume una
notoriedad que habilita a considerar este período como el antecedente más firme de la fase batllista
del desarrollo del estado uruguayo en sus dimensiones sociales y económicas. La crisis económica de
1890 estimuló la reflexión acerca de la condición dependiente y precaria de la estructura económica
3 Y aún esto admite relativizaciones y exige precauciones a la hora de afirmarlo si se consideran dos fenómenos.
Uno: la persistencia y el peso del fenómeno caudillista en el medio rural hasta inicios del siglo XX prolongó la
fragmentación y regionalización del poder político más allá de la centralización operada bajo el militarismo. Dos: laforma en que se concretó la coparticipación política inaugurada en 1872 entre blancos y colorados generó una dualidad de poderes: por un lado el gobierno central con sede en Montevideo controlado por los colorados y, por el otro, los caudillos blancos que, desde las jefaturas políticas asignadas y con el respaldo de sus propios ejércitos, administraban una parte del territorio nacional con cierta independencia del gobierno central. La persistencia de estos dos fenómenos explican por qué tanto la capacidad estatal de imponer autoridad en todo el territorio como el sustento de esta capacidad en un monopolio de la violencia física se verán sujetos a frecuentes desafíos, por lo menos hasta 1904, fecha culminante en el proceso de consolidación del actor estatal en Uruguay, por cuanto se produce y derrota el último alzamiento armado que desafía el poder de aquel con chances de victoria y se pone fin al reparto de jefaturas políticas departamentales como modalidad concreta de la coparticipación política entre blancos y colorados.
En el período “militarista” (1876-1886) el Estado dio el gran salto en su capacidad de control sobre la fuerza física alcanzando la supremacía técnica necesaria para reprimir con éxito los habituales desafíos armados al poder estatal.
Sin embargo recién al inicio del período “batllista” (1903-1933) con la derrota de una última revolución blanca de
importancia (1904) el Estado alcanzó el monopolio efectivo de la fuerza física.
nacional, dando lugar a un conjunto de diagnósticos y proyecciones que navegaron en un clima
general de conciencia a nivel del mundo intelectual y del elenco gobernante acerca del necesario
protagonismo del estado como elemento central en cualquier plan de superación de la crisis y de
desarrollo económico de largo aliento. El hecho es que además de este clima intelectual esta idea se
concretó en diversas iniciativas que terminaron en la asunción por parte del estado de un conjunto de
actividades económicas: la construcción y administración del puerto montevideano, la generación y
distribución de energía eléctrica en la capital, la fundación del Banco de la República, entre otras
iniciativas. El resultado es que el siglo terminaba con un Estado uruguayo que ya se desempeñaba
como agente económico en ciertas áreas claves de la aún precaria estructura económica nacional:
finanzas y crédito, comercio, generación de energía; un estado que tenía también desarrolladas una
de las patas fundamentales de todo estado social: contaba con un aparato educativo de cobertura
universal para el nivel primario con dos décadas de acumulación y crecimiento.
La expansión del Estado hacia el área económica se produjo en el marco de la
perpetuación del sistema político oligárquico hegemónico y excluyente. Bajo el imperio de la Primera
Constitución (la de 1830) la ciudadanía continuó estando fuertemente restringida. El derecho al
sufragio siguió siendo el privilegio de una minoría ilustrada y el acceso a los cargos de gobierno
continuó rigiéndose por criterios de exclusión censitaria. La participación política de las masas se
producía por canales informales a través de las divisas blanca y colorada configuradas como huestes
caudillistas. De igual forma la competencia política institucional estaba fuertemente limitada por el
fraude electoral y el manejo exclusivista de las instituciones públicas de parte de los colorados. El
pluralismo en clave bipartidista (blancos y colorados) sobrevivió en la práctica, por la mutua
aceptación que implicaba el mecanismo de coparticipación instaurado a partir de 1872.
En resumen, si bien existía una participación política masiva canalizada a través de las
divisas y las adhesiones caudillistas, y los dos partidos que se configuraron a partir de las divisas
blanca y colorada se aceptaban mutuamente compartiendo incluso espacios de poder (jefaturas
políticas departamentales), el sistema político globalmente considerado siguió pautado por su
configuración tradicional que cabe caracterizar como oligárquico excluyente (por privar de derechos
políticos a la enorme mayoría de la población) y hegemónico (por perpetuar el predominio del Partido
Colorado en el gobierno y excluir de las posibilidades de acceder al mismo al Partido Nacional).
Habría que esperar al siglo XX para que la modernización alcanzase al conjunto de las instituciones
políticas. La primera modernización política, la del siglo XIX, se redujo al Estado.
La segunda modernización (1903-1933):
reformismo económico-social y democratización política
El batllismo, al hacerse cargo de la conducción de aquel estado en los primeros años
del siglo XX, vino a profundizar un proceso de expansión que estaba en curso. Hacia 1903 el
estado uruguayo ya era un estado intervencionista. El proceso de construcción del estado
empresario y del estado social ya se había iniciado algo más que tímidamente en el último cuarto
del siglo XIX. Los equipos gobernantes que habían llevado adelante la conducción del país
durante el último tramo del siglo XIX evidenciaron en su obra una ruptura pragmática con el
liberalismo económico. En verdad, aún cuando ideológicamente se tratara de liberales puros al
viejo estilo clásico, la experiencia de la crisis de 1890 había provocado tal conciencia de la
necesidad de un estado económica y socialmente activo que el estatismo práctico que llevaron
adelante contrasta con el discurso liberal predominante. Tal contradicción no escapaba a los
gobernantes que la encarnaban, su evidencia estimuló la elaboración de una justificación: si bien
el liberalismo es el modelo teóricamente correcto, la realidad de un país altamente dependiente
de los vaivenes del mercado internacional, lleva a la necesidad de tomar medidas de corte
estatista como mecanismo defensivo, amortiguador frente a los avatares de la incierta coyuntura
internacional.4
¿Cuál fue entonces el lugar y el rol de ese primer batllismo (1903-1916) que el sentido común de
los uruguayos, estimulado por la enseñanza escolar y liceal, tiende persistentemente a identificar
como un momento casi rupturista y a la vez fundacional del Uruguay moderno y del estado
empresario y social? Con él, la expansión del estado encontró un momento de culminación en el
proceso que venimos describiendo. El estado intervencionista en lo económico y lo social no
germinó con José Batlle pero sí se afirmó y expandió bajo sus gobiernos. El aporte específico de
este primer batllismo fue el de agregar a ese intervencionismo ya existente una orientación
preferencial hacia lo que podríamos identificar como los sectores populares urbanos de aquel
Uruguay de principios de siglo, más específicamente con la fuerza laboral urbana. Con el
batllismo no nació el estado intervencionista sino el “estado deliberadamente interventor y
popular” (Barrán – Nahum 1984)

Este primer batllismo impulsó una amplia política de industrialización,
nacionalizaciones y estatizaciones que hicieron del estado un agente económico de primer orden
para las dimensiones de la estructura económica del país. Al mismo tiempo la apuesta a la
diversificación productiva como vía para romper el predominio ganadero se concretó en el
impulso del desarrollo agrícola y la industrialización. Mientras que el primero fracasó, la
segunda se concretó parcialmente. Salvo el caso de la industria frigorífica, que se instaló y
desarrolló a partir de 1905, se trataba de una industria cuya modalidad predominante era el
pequeño taller manufacturero con baja dotación de trabajadores y escasa incorporación
tecnológica. La política de nacionalizaciones y estatizaciones se desarrolló con particular ímpetu
entre 1911 y 1915 operándose un gran crecimiento del sector público de la economía.
La modernización económica operada bajo el primer batllismo estuvo centrada en la
dinamización de la economía urbana industrial y en el crecimiento de las empresas públicas
aunque, al fracasar en sus planes de reforma rural y fiscal, no alcanzó a trastocar las bases del
modelo agroexportador heredado del siglo XIX . Allí están las bases del creciente peso social y
político de los sectores populares y medios urbanos. La clase obrera manufacturera y el
funcionariado público se expandieron al son del incipiente crecimiento de la industria
manufacturera y del desarrollo del aparato del estado.
En el plano social el estado conducido por el batllismo desarrolló una amplia
legislación social y laboral al tiempo que instrumenta efectivamente un giro en la ubicación del
estado frente al conflicto social en un momento de florecimiento del sindicalismo uruguayo. El
estado asume un rol franca y declaradamente neutral frente a los conflictos sociales y se
manifiesta abiertamente favorable a la organización colectiva de los trabajadores y a la mejora de
la condición social de los mismos siempre y cuando se canalice dentro de la normativa legal
vigente. En tal sentido en el estado se despega de la connivencia represiva con las patronales y
asume un rol de equidistancia práctica aunque con discurso de apoyo a los reclamos obreros. Al
mismo tiempo, abundan los proyectos de legislación laboral y social que se impulsan en las
cámaras legislativas y aunque muchos de ellos quedan varados en la discusión parlamentaria y
no saltean las vallas que se les presentan, igualmente es amplia la legislación sancionada en la
materia.
En tanto el batllismo dio renovado impulso al intervencionismo con un fuerte tono
popular, los sectores acomodados y conservadores de la sociedad uruguaya se vieron impelidos a
abandonar su tradicional prescindencia política y encaran su organización y movilización. La
articulación exitosa de los sectores conservadores de ambos partidos tradicionales con las
organizaciones gremiales de las clases acomodadas inquietadas por el impulso batllista, lograron
poner freno al mismo y obligar al batllismo a entrar en una “política de pactos y compromisos”
(Nahum 1975) que en los años 20 significó un verdadero congelamiento, que no retroceso, del
impulso estatista que tuvo su punto culminante entre 1911 y 1915. La derrota electoral del
batllismo en 1916 dio pie al “alto” del presidente Feliciano Viera a las reformas económicas y
sociales, en principio no más que un anuncio público que se concretaría en el curso de los años
siguientes dando lugar al advenimiento de una “república conservadora” (Barrán – Nahum
1987; Caetano 1991 y 1992).
Al tiempo que el “alto de Viera” de 1916 frenó el reformismo social y económico
del primer batllismo, y con él el avance del estado social y empresario de orientación
deliberadamente popular, el sistema político vivió a partir de 1916 una profunda modernización
de signo democratizador. La renovación política encontró su cause legal en la reforma de la
Constitución de 1830 y en la revisión de la legislación electoral que se completaría en los años
siguientes.
La Segunda Constitución (1917) supuso, conjuntamente con el andamiaje legal que
fue configurando el nuevo sistema electoral, una notable reformulación de las instituciones
políticas uruguayas. Bajo el nuevo formato institucional el viejo orden político, hegemónico y
excluyente, encontró su final y dio paso a una modernización en una clave doblemente
democrática: como ampliación de la participación política y como consagración del pluralismo
político. En primer lugar, la marginación política de los sectores populares fue superada
parcialmente al establecerse el sufragio universal masculino eliminándose de esa forma las
exclusiones de orden social, económica y cultural5. En los años veinte el sistema político
uruguayo completó su configuración electoral y la política uruguaya se electoralizó rápidamente
con una participación ciudadana sostenidamente incrementada. En segundo lugar, se consagró y
aseguró el pluralismo político a través del establecimiento de un sistema de garantías que
rodearon al nuevo sistema electoral (voto secreto entre otros) y a la adopción de la representación
proporcional para la adjudicación de los cargos legislativos y de formas de representación
(aunque no proporcionales) en el poder ejecutivo que pasó a tener una instancia colegiada. De
esta forma quedó asegurando el acceso de la minoría nacionalista a los órganos de gobierno y la
posibilidad cierta de desafiar el predominio colorado y alternarse en el ejercicio del gobierno y
en el control del estado.

Observando en conjunto el período 1903-1933, la modernización política operada en
el mismo reconoce dos fases. En la primera, correspondiente al “primer batllismo” (1903-1916)
el componente central de esa renovación estuvo en la creciente expansión de los atributos y del
aparato del estado. En la segunda, correspondiente a la “república conservadora” (1916-1933)
el elemento central de la modernización política está en la democratización del sistema político.
Llamativamente la modernización no supuso un recambio del sistema de partidos políticos
tradicionales, sino que por el contrario los viejos partidos sobrevivieron y se volvieron también
partidos modernos. Paradójicamente la segunda modernización política confirmó la
“permanencia y fortalecimiento del tradicionalismo político” (Caetano – Rilla 1991), la
supervivencia remozada y tonificada de los viejos bandos blanco y colorado, transformados en
partidos políticos modernizados.
Entre 1903 y 1916 el fuerte impulso reformista en materia económica y social se
desarrolló en el marco de un sistema político aún excluyente y hegemónico. La modernización
económica y social tuvo como correlato político un gran redimensionamiento del rol del Estado.
Las novedades políticas que se procesan a partir de 1916 constituyen una profunda
modernización del sistema político uruguayo caracterizada por la ampliación de la participación
política ciudadana y la institucionalización del pluralismo. Puede decirse con toda propiedad que
la reformulación institucional de 1917 marcó el nacimiento de la democracia uruguaya. Al
mismo tiempo entre 1916 y 1930 el batllismo se vio obligado a entrar en una política de pactos y
compromisos con otras fracciones políticas de su propio partido y de fuera. El reformismo
económico y social y con él la expansión del estatismo se detuvo casi completamente. El tipo de
relaciones estado-economía-sociedad anudado bajo el primer batllismo se cristalizó, en tanto ni
se desanda el camino ni se avanza, aunque la intención y el tono popular y hasta obrerista del
intervencionismo fue relevado por el primado de la preferencia hacia los reclamos de los sectores
patronales conservadores. Mientras que el sistema político se democratizó, el reformismo
económico y social entró en una fase de casi congelamiento y en esta doble y paradójica realidad
reside la clave de la “república conservadora” uruguaya.
El año 1930, cuando las costas uruguayas se vean visitadas por los primeros vestigios de la
depresión capitalista internacional desatada por el crack neoyorkino de 1929, el que marcará el inicio de
un segundo impulso reformista viabilizado políticamente por la alianza política del batllismo neto y el
nacionalismo independiente (Jacob 1983). Pero este viraje político que de concretarse probablemente
hubiera llevado hacia un nuevo punto las relaciones estado-economía-sociedad, se vio prontamente
frenado por el golpe de estado de 1933 que lejos, una vez más, de revertir los tímidos avances estatistas
de los años previos, los congeló y por lo mismo los perpetuó en sus rasgos esenciales. De esta forma la
segunda modernización llegaba a su fin y el Uruguay inciaba con el “terrismo” (1933-1942) un nuevo ciclo
político y económico.

Conclusión:



Como señalé en la introducción de esta ponencia y lo repetí a lo largo de la misma, la
primera y la segunda modernización del Uruguay pueden considerarse dos momentos de un mismo
proceso. Sin embargo, las claves políticas y económico-sociales son diferentes en cada uno de los
dos momentos. Las dos fases de la modernización difieren también en la relación entre sus facetas
económico-social y política.
En el aspecto económico y social, la del siglo XIX, especialmente bajo la operada bajo el
“militarismo” (1876-1886), fue una modernización básicamente rural. Supuso la consolidación del
modelo ganadero exportador, orientada a una más completa inserción en el circuito comercial del
capitalismo desde una condición periférica. Se desarrolló sustancialmente de acuerdo a las
demandas de buena parte de la oligarquía latifundista y mercantil: la afirmación de la propiedad
privada de la tierra y el ganado, el disciplinamiento y represión de la peonada rural, el saneamiento
financiero y monetario.
La del siglo XX, especialmente bajo el “primer batllismo” (1903-1916), estuvo centrada
en la modernización de la economía y la sociedad urbanas -fracasando en su intento de hacerlo con
el medio rural-, en la apuesta parcialmente exitosa a la diversificación productiva (agrícola e
industrial), así como al desarrollo de los servicios (comercio, turismo, finanzas, transportes), en la
recuperación del control nacional de la economía (política de nacionalizaciones y estatizaciones). El
batllismo no logró su objetivo de romper con el predominio del modelo ganadero exportador
tradicional, pero significó una gran dinamización y modernización de otras áreas de la economía.
Mientras que la primera modernización transitó por el camino de una modernización
política centralizadora, autoritaria y excluyente; la segunda desbordó el cause oligárquico de la
primera y anduvo el camino de la democratización, la participación política ciudadana y –aún contra la
vocación jacobina de buena de la conducción batllista y colorada- pluralista.
La modernización política del siglo XIX supuso una tardía institucionalización y
consolidación del Estado uruguayo como agente con capacidad coercitiva efectiva, aunque aún no
totalmente monopólica, sobre el territorio y la población nacional, así como la confirmación de un
orden político oligárquico y excluyente . Por su parte, la del siglo XX, bajo la premisa de un poder
estatal ya consolidado, estuvo pautada por un doble impulso a la vez democratizador del sistema
político y redimensionador del rol del Estado en un sentido intervencionista. Se ha señalado (Panizza
1990) que allí reside una originalidad genética de la formación política uruguaya: la casi
simultaneidad de los fenómenos de consolidación institucional y modernización democrática al
producirse tardíamente la primera y tempranamente la segunda.
Desde otro ángulo de análisis la conducción política de la primera modernización
prescindió de los partidos políticos que se vieron desalojados del ejercicio del gobierno y del
protagonismo político. El militarismo se apoyó en el ejército, en la clase terrateniente, en la burguesía
mercantil y en los inversores extranjeros: todos los que demandaban el orden político y el
saneamiento de las finanzas. En la segunda modernización los partidos, que se habían reorganizado
y vuelto al primer plano de la vida política con el “civilismo” (1886-1903) fueron protagonistas del
proceso de modernización. Lejos de ser barridos en el curso del proceso de modernización,
sobrevivieron transformándose, constituyéndose en partidos modernos. En Uruguay, el proceso de
modernización confirmó, renovándolo, el tradicionalismo político y su formato bipartidista blanco y
colorado. También se confirmó y consolidó el protagonismo y la centralidad de esos partidos
tradicionales en la conducción del estado, en el rumbo de las políticas públicas y en la mediaciones
con la sociedad civil.
El caso del Partido Colorado reviste mayor interés por ser el partido que hegemonizó la
conducción del estado ininterrumpidamente durante la mayor parte del período de modernización. De
su seno nació el batllismo que protagonizaría la segunda modernización. Desde la última década del
siglo XIX se fue conformando y se consolidó en las primeras del siglo XX un “elenco político
profesional” (Barrán – Nahum 1979-1987, T.1) que a la cabeza de un estado consolidado y en
expansión operó exhibiendo un importante grado de autonomía política respecto a los sectores
económicamente dominantes.
Esta profesionalización de un elenco político colorado fue una de las bases de la
“autonomía relativa del Estado uruguayo” (Finch 1980). La histórica debilidad de la sociedad civil, en
particular de sus clases dominantes, y la temprana y paradójica preeminencia de un estado que
recién se consolidó con la primera modernización militarista dieron por resultado esa relativa
autonomía estatal. Cuando hacia fines del siglo XIX se conformara un elenco político profesionalizado
sin ataduras inhibitorias con los sectores económicos predominantes, se completarían los
fundamentos de lo que de otra manera no podría explicarse: la irrupción de una conducción política
colorada que desde el Estado predica y despliega una acción reformista orientada a la transformación
del modelo económico ganadero exportador y a la incorporación política y la reparación social y
económica de los sectores populares. Sin embargo, la peripecia de la modernización muestra los
límites de esa autonomía: el mismo núcleo rural y mercantil que impulsó y sostuvo la modernización
militarista, logró en 1916 articular el bloque social y político que frenó el avance del reformismo propio
de la modernización batllista, aunque no intentó (¿quiso?) desandar el camino ya transitado.
Por último, la relación entre modernización política y modernización económico-social en
las dos fases estudiadas revela una diferencia básica desde la perspectiva de la modalidad
predominante de relación estado-economía. La primera fase de la modernización, en particular bajo el
militarismo, respondió básicamente a una orientación liberal: el estado se centralizó e institucionalizó,
(casi) monopolizó el ejercicio legítimo de la violencia física, garantizó la propiedad privada, estableció
el marco jurídico legal, montó el andamiaje administrativo nacional, desarrolló el control ideológico de
la sociedad (escuela pública). La segunda estuvo pautada, en particular desde 1911, por una pujante
expansión del rol del estado como orientador, regulador y participante directo del proceso
económico6. Con los antecedentes y fundamentos heredados del “civilismo”, la modernización
batllista supuso una notable alteración de la pauta liberal predominante en la modernización del siglo
XIX. El intervencionismo se expandió bajo la modalidad estatista7: el estado montó un conjunto de
empresas públicas que controlaron sectores claves de la economía nacional (transportes, crédito,
seguros, construcción, electricidad, agua y gas). En 1930, al cumplir Uruguay su primer centenario
como estado independiente, el sector público de la economía ocupaba un lugar y desempeñaba un
rol en la estructura económica nacional notablemente diferentes respecto al que tenía al iniciarse el
siglo XX.

Bibliografía
Academia Nacional de Economía (1986): “Contribución al pensamiento económico en el Uruguay”,
Montevideo.
Alonso, Rosa – Sala, Lucía (1986 y 1990): “El Uruguay comercial, pastoril y caudillesco”, 2 tomos,
Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
Barrán, José Pedro (1974): “Apogeo y crisis del Uruguay pastoril y caudillesco (1839-1875)”, EBO,
Montevideo.
Barrán, José Pedro (1998): “El Uruguay de la modernización (1870-1933)”, en Jorge Brovetto y
Miguel Rojas Mix (editores) “Uruguay. Sociedad, política y cultura. De la restauración democrática a la
integración regional”, CEXECI (Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamérica) –
Universidad de la República (Montevideo-Uruguay), España
Barrán, José Pedro – Nahum, Benjamín (1967-1978): “Historia rural del Uruguay moderno”, 7 tomos,
Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
Barrán, José Pedro – Nahum, Benjamín (1979-1987): “Batlle, los estancieros y el imperio británico”,
8 tomos, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
Barrán, José Pedro – Nahum, Benjamín (1984): “El problema nacional y el Estado: un marco
histórico”, en Autores Varios “La crisis uruguaya y el problema nacional”, Cinve-Ediciones de la Banda
Oriental, Montevideo.
Bertino, Magdalena – Millot, Julio (1991 y 1996): “Historia económica del Uruguay”, tomos 1 y 2,
Instituto de Economía – Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo.
Caetano, Gerardo (1991 y 1992): “La república conservadora”, 2 tomos, Editorial Fin de Siglo,
Montevideo, 1991 y 1992.
Caetano, Gerardo – Rilla, José (1991): “El sistema de partidos: raíces y permanencias”, en Gerardo
Ceaetano – Pablo Mieres – José Rilla – Carlos Zubillaga “De la tradición a la crisis. Pasado y
presente de nuestro sistema de partidos”, Claeh – Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
cuatro pilares: educación pública, salud pública, seguridad social y vivienda. Para un seguimiento sistemático del
desarrollo de estos cuatro componentes del “estado social batllista” puede consultarse Filgueira 1994.
7 El intervencionismo no se desarrolló en este período en su faz regulatoria sino que estuvo casi exclusivamente
vinculado a la modalidad estatista de intervención directa en el proceso económico a través de la creación de
empresas estatales. Hay aquí una diferencia con otros períodos de redefinición intervencionista de las relaciones
estado-economía en la historia del Uruguay.
Filgueira, Fernando (1994): “Un estado social centenario. El crecimiento hasta el límite del estado
social batllista” en Filgueira, Carlos - Filgueira, Fernando “El largo adiós al país modelo. Políticas
sociales y pobreza en el Uruguay”, Arca, Montevideo.
Finch, Henry (1980): “Historia económica del Uruguay contemporáneo”, Ediciones de la Banda
Oriental, Montevideo.
Jacob, Raúl (1983): “El Uruguay de Terra (1931-1938)”, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
Méndez Vives, Enrique (1975): “El Uruguay de la modernización (1876-1904)”, Ediciones de la
Banda Oriental, Montevideo.
Nahum, Benjamín (1975): “La época batllista (1905-1920)”, Ediciones de la Banda Oriental,
Montevideo.
Panizza, Francisco (1990): “Uruguay: batllismo y después. Pacheco, militares y tupamaros en la crisis
del Uruguay batllista”, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo.
Real de Azúa, Carlos (1964): “El impulso y su freno. Tres décadas de batllismo”, Ediciones de la
Banda Oriental, Montevideo.
Real de Azúa, Carlos (1984): “Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?”, Ciesu-Ediciones de la
Banda Oriental, Montevideo.

viernes, 19 de agosto de 2011

Articulo de Carlos Demasi. La relación batllismo-Estado: Un concepto problemático


La relación batllismo – Estado: un
concepto problemático.
Carlos Demasi
Fundación Vivián Trías
Cuaderno N°25



1. Caracteres del problema.
Desde hace ya bastante tiempo, el batllismo ocupa un lugar central en el
imaginario de los uruguayos: la identificación o el rechazo con esta corriente política fue durante décadas el parteaguas de la política en este país. Pero con el transcurso del tiempo, este concepto ha cambiado de características: en un principio, el batllismo se identificaba claramente con “todas las actividades políticas del Sr. Batlle” (Libro del Centenario, 1925, 612), para distanciarse levemente luego: el título de la obra de Giudice: “Batlle y el batllismo”, de 1928, ya los presenta como dos entidades diferenciadas. Pero siempre persistía la idea de que el “batllismo” dependía directamente de la iniciativa y la energía de Batlle y Ordóñez: estudiar a Batlle equivalía a conocer el batllismo. En esta línea, probablemente la obra más destacable sea el “Batlle creador de su tiempo” de M. Vanger.
Pero esta tendencia interpretativa comenzó a cambiar en la segunda mitad del
siglo pasado, especialmente a partir de la publicación de “El impulso y su freno” (1964) de C. Real de Azúa, probablemente el producto más valioso de la revisión del batllismo iniciada por aquellos años. Desde esta perspectiva la novedad del batllismo aparecía relativizada por la existencia de antecedentes importantes, como por sus limitaciones intrínsecas: es así que el batllismo que era concebido como un agente autónomo que inventaba continuamente su acción sobre una sociedad virtualmente pasiva, ahora pasaba a ser sólo agente más que se movía en un escenario complejo, compartido con otras fuerzas poderosas que podían modificar y aún llegaban a paralizar sus iniciativas.
En esta concepción (que podríamos definir como “sistémica”), el batllismo debía enfrentarse a la presión de las estructuras, esas “cárceles de larga duración” que habrían aprisionado a Batlle y lo habrían conducido, incluso contra su voluntad a resultados inesperados e incluso no deseados.
Es en esta mirada historiográfica que aparece la relación de Batlle con el Estado como un eje central, que incluso se transforma en el corazón conceptual del análisis. El Estado, que era una simple herramienta para la acción transformadora de Batlle, se transformó en la substancia misma del movimiento político con el cual casi llega a confundirse: así se invoca al “Estado batllista” o se habla del batllismo como “partido del Estado”. Creo que en este cambio pueden observarse dos resultados: por una parte, tal vez la más llamativa, el batllismo ha pasado a identificarse con la identidad nacional en el siglo XX y así es que dentro del concepto “batllismo” entran todos los aspectos que se consideran definitorios de la “uruguayidad”. Resulta curioso ver cómo la conflictividad que caracterizó a la acción de Batlle y el debate que despertaba cada mención a sufigura, han dejado lugar a la casi unánime  aceptación que tiene hoy en todo un escenario político donde casi no se registran voces disonantes. Quisiera citar dos ejemplos de esta unanimidad y un contraejemplo, porque me parece un aspecto especialmente ilustrativo. En 1994 decía Y. Fau: los valores introducidos por José Batlle y Ordóñez a principios de siglo (libertad, democracia, tolerancia, solidaridad, justicia social y la valoración del Estado) forman parte hoy de la idiosincracia de los uruguayos en la que se reconocen los batllistas, los que no lo son y aun los que se definen erróneamente como antibatllistas.
Esto, que podría parecer un resultado del fervor partidario, encuentra un eco
curioso en las opiniones de Jorge Zabalza:
Particularmente soy un admirador [de Batlle y Ordóñez]. El Uruguay es batllista, y ese Uruguay sobrevivió a la dictadura. […] El sistema de amortiguadores,
negociaciones, mediaciones, compromisos, todo eso que es la vida política del
Uruguay, nace con el batllismo. [Aldrighi, 2000]
Si buscamos las pruebas documentales que apoyen estas afirmaciones, sin duda nos llevaríamos una sorpresa porque podríamos encontrar testimonios de lo contrario en cada caso; pero lo interesante no es el valor de las afirmaciones en cuanto “verdad histórica” sino la existencia misma de tales dichos. Como verificación inversa, quisiera recordar que en la búsqueda de explicaciones del resultado del referéndum sobre la ley de empresas públicas de 1992, se atribuyó un peso importante a la exclamación de I.de Posadas: “Derrotamos al batllismo!” cuando en una primera instancia no se alcanzó el número de adhesiones necesarias. En este marco, cualquier crítica al batllismo
parece un ataque a la país. Pero creo que hay una segunda consecuencia de este enfoque sistémico que asimila el batllismo con el Estado, y que corre paralela con esa homogeneidad de opiniones: en el recorrido de una visión a otra, han desaparecido las explicaciones que den cuenta de la originalidad del batllismo. Creo que es oportuno revisar qué hubo de aporte efectivo de Batlle en relación a su concepción del Estado, y en qué aspectos su actuación aparece como la continuación de la política anterior. Por eso quisiera
referirme a algunos aspectos problemáticos de esta asimilación entre “batllismo” y Estado”, y a sus efectos sobre la comprensión del batllismo como movimiento político y como referente histórico.
2. La doble concepción del Estado en Batlle y Ordóñez.
A partir de la construcción historiográfica del concepto de Estado en Batlle y
Ordóñez (que toma por base las afirmaciones del propio Batlle y de sus seguidores), encontramos que ella contiene dos aspectos diversos que pueden verse como contradictorios: por un lado el Estado aparece como el representante de toda la sociedad tomada globalmente (y en ese sentido es que se hace cargo de actividades empresariales, por ejemplo), mientras que por otro se instala por encima de la sociedad y actúa como un elemento mediador en los conflictos de clase. En esta doble concepción del rol del Estado aparecen reunidos aspectos que no se complementan de
manera armoniosa sino que mantienen una relación conflictiva en la que lo vemos asumir comportamientos que aparecen contradictorios.
A) El Estado como representante de toda la sociedad.
La acción del Estado como representante de la sociedad considerada
globalmente se muestra principalmente en su intervención en la esfera económica, entendiendo como tal tanto la intervención con créditos y concesión de privilegios, como la actividad empresarial directa. En muchas oportunidades el mismo Batlle o los legisladores de su grupo defendieron la modalidad de la intervención estatal en elmanejo de aquellas empresas que (a juicio de Batlle) deben ser administradas “en beneficio de toda la sociedad”. En esta categoría entran claramente los servicios públicos y algunas “aventuras científicas” como el Instituto de Geología y Minería y el Instituto de Química Industrial. Como resumen Barrán y Nahum:
El Banco de Seguros al reducir sus primas fomentaría el seguro contra accidentes de trabajo. El Hipotecario debía “salvar de la usura al crédito real… y hacer efectivo el préstamo barato”. El Banco de la República “no debe tener por norte la conquista de ganancias, sino la difusión amplísima del crédito”. En suma, todas las empresas estatales debían cumplir objetivos sociales. El Poder Ejecutivo sostuvo que ese era “el fundamento moral que autorizaba la invasión del Estado en el dominio de actividades que han correspondido a la industria privada”, y que de no cumplirlo, el Estado “no haría otra cosa que sustituir el mal inherente al egoísmo del interés privado, por otro análogo de molde oficial.” (Barrán y Nahum, 1983, 46)
Como se ha señalado muchas veces, el Estado ya era interventor mucho antes
de Batlle y Ordóñez: por lo menos desde el gobierno de Latorre ya brindaba garantías a las inversiones extranjeras y aseguraba monopolios; y la mayor originalidad de un Batlle en materia de intervención económica del Estado no le correspondería a José sino a su padre Lorenzo, quien aparentemente fue el primer presidente que hizo intervenir al Estado para resolver una crisis financiera como ocurrió en mayo de 1868.
Tampoco la experiencia del Estado en el manejo de empresas era una novedad en el Uruguay, y en ese sentido el batllismo puede presentarse, sin dificultad, como el continuador de una práctica que registraba antecedentes por lo menos desde los comienzos de la década del noventa del siglo XIX. Los objetivos y hasta los argumentos que Batlle esgrimirá para justificar el “empresismo” del Estado, pueden verse ya circulando en el país desde varios años antes.
Pero si antes de 1903 la actuación del Estado era vista como una necesidad
asumida de manera un tanto culposa, y las empresas de propiedad estatal eran
resultado de las contingencias económicas más que de la voluntad política: la Usina Eléctrica era administrada por el Estado en espera de un posible comprador; por su parte el BROU funcionaba como una empresa de propiedad exclusiva del Estado debido a la actitud prescindente de los inversionistas privados que no ocuparon el generoso espacio que les abrió la ley de 1896. Pero la prédica de Batlle y Ordóñez transformó esa presencia en una “necesidad” política: el Estado “debía” ser el único y permanente propietario y administrador de aquellas empresas que por sus especiales características, afectaban a toda la sociedad.
Esta (aparentemente) temprana y permanente vocación interventora del Estado
ha sido explicada por la historiografía, a partir del postulado de la debilidad general de la sociedad uruguaya: el Estado sería el único poder “fuerte” en una sociedad particularmente débil, sin una burguesía poderosa ni desarrollada, ni grupos de presión empresariales capaces de mantener una acción continuada y eficaz en el impulso de sus objetivos económicos. La continuidad de la acción del Estado comparada con la actuación episódica de esta débil burguesía vernácula, explicaría su capacidad de intervención y su activa presencia en los ámbitos económicos.
Sin llegar a afirmar que esto carezca de validez, parece del caso introducir
algunos elementos problematizadores. En primer lugar, habría que recordar que “la debilidad del Estado” (y no la de la sociedad) es uno de los argumentos que se utilizan habitualmente para explicar la inestabilidad política que caracterizó al país en las primeras décadas de su historia: recién con el militarismo se habría iniciado el proceso de consolidación de un poder central fuerte, y éste habría culminado recién después de la elección presidencial de Batlle. Este proceso de consolidación es el aspecto que más se destaca cuando se repasa la actuación de gobiernos como el de Latorre, por
ejemplo. Pero esto nos plantea un problema que podemos resumir así: si ese Estado era tan fuerte, ¿cómo se explica que el primer gobierno de Batlle estuviera virtualmente jaqueado durante más de dos años, por las decisiones de Aparicio Saravia?
Recordemos que éste no ocupaba ningún lugar en la estructura estatal y que su poder no se apoyaba en la relación con el Estado sino que ocurría a la inversa: en una revolución cuyos ecos todavía resonaban, le había arrebatado al Estado las jefaturas políticas y así controlaba la tercera parte del país.
Por otro lado, la afirmación de la debilidad de la burguesía en este país también
puede ser cuestionada. La historia de los veinte años posteriores a la firma de la paz de 1851 muestra cómo este país, arruinado por nueve años de sitio, vivió un proceso de vigoroso crecimiento económico que alcanzó una cúspide a mediados de los años sesenta. Fue durante ese período que se produjo lo que Barrán y Nahum llamaron “la revolución lanar” y el puerto de Montevideo incrementó espectacularmente su tráfico de intermediación. En ese lapso y por la acción del capital y de empresarios nacionales, se impulsaron empresas tales como el ferrocarril, la compañía del gas y el servicio de agua
corriente de Montevideo; recordemos que en 1857 se había autorizado el
funcionamiento del primer banco y apenas diez años después ya estaban funcionando siete casas bancarias. Paralelamente el impulso privado modernizó la capital: se instaló el saneamiento y el alumbrado público, y se construyeron lujosas residencias particulares. El poder de los comerciantes de intermediación era lo suficientemente grande como para sacar y poner presidentes, o arrastrar a la quiebra a un financista denivel internacional como el Barón de Mauá. Y estos antecedentes no deben considerarse “cosa del pasado” en 1900: por el contrario, existen evidencias de que el capital privado no era tan débil aún en la post-crisis del noventa y en la época de Batlle,
ya que fue por la iniciativa privada nacional que se instaló el primer frigorífico en el país; y si bien es cierto que la iniciativa privada no aceptó integrar el capital del BROU, en cambio se volcaba a la fundación de otros bancos.
Por lo tanto, si bien no es difícil invocar la existencia de un experiencias
intervencionistas anteriores a Batlle y Ordóñez, aparece más compleja la explicación de esos antecedentes. Para buscar sentido a la intervención del Estado en el caso uruguayo no alcanzaría con invocar su fuerza frente a la debilidad del resto de la sociedad. Sería necesario explicar cómo se fortaleció tan rápidamente y por qué parecen tan débiles las otras fuerzas sociales, especialmente los propietarios del capital.
B) El Estado como mediador entre las clases sociales.
Más original en cambio, aparece la acción del batllismo cuando interviene en los conflictos sociales. Según el concepto habitual, en este plano el Estado se
transformaba en un mediador (situado por encima o al margen de la sociedad), y así
aparecía frecuentemente en los documentos de la época. Para citar solamente un ejemplo (que no proviene de Batlle aunque éste difícilmente estuviera en desacuerdo), decía un diplomático uruguayo desde París en 1907:
En nuestro país es más fácil prevenir ese inmenso movimiento que amenaza enEuropa hasta el sentimiento mismo de la patria. Una legislación obrera sabia y equitativa […] puede impedir revueltas y conmociones que son a veces muy
justificadas por la tiranía de los patronos. La República tiene, además de su rol
político, una misión social que cumplir, elevando la condición intelectual y
económica de los desheredados…[Barran y Nahum, 1981, 145]
Es muy claro que en este plano resulta difícil encontrar antecedentes a la acción del Estado; la explicación de las actitudes “obreristas” del batllismo y de la “neutralidad benévola” de Batlle en algunas huelgas desarrolladas durante sus presidencias no puede ser mediatizada por la invocación a una “tradición” estatal. Por el contrario, ésta presentaba al Estado como guardián de los derechos de los empresarios amparado en la legalidad vigente, que restringía el derecho de asociación pero salvaguardaba la “libertad de trabajo”. La defensa de las asociaciones obreras como la forma de“protección de los más débiles”, de las huelgas como legítimo medio de lucha, o de la
acción de los “agitadores” como agentes del progreso social, significaba sin duda la adopción de actitudes novedosas que al ser defendidas desde el mismo centro del poder, resultaban muy chocantes para las clases dirigentes. Tanto los contemporáneos en su momento como los historiadores más tarde, se encargaron de señalar las ambigüedades y contradicciones de esta política que unas veces apoyaba veladamente a los obreros y otras los dejaba librados a sus solas fuerzas: los contemporáneos apuntaron sus críticas a la “sinceridad” de Batlle, mientras que los historiadores han cuestionado la eficacia de un política llevada adelante con tantas limitaciones.
Parece del caso señalar que la concepción de la sociedad en Batlle difiere
profundamente de la de sus críticos. Aparentemente Batlle no concebía a la sociedad como compuesta por clases sino por individuos, por lo que no aceptaba las explicaciones supraindividuales para dar cuenta de la dinámica corriente de la sociedad. Por esa razón es que la “justicia” de un reclamo no dependía de quien la hiciera sino del “cómo” y “por qué” era hecha. El concepto marxista de “proletariado” aparece como ajeno a la mentalidad de Batlle, y entonces no imaginaba a los obreros (considerados individualmente) como “los más perjudicados” de la sociedad; igualmente cuando escuchaba críticas dirigidas contra el “burgués explotador”, siempre respondía con la afirmación: “hombres buenos hay en todos lados”. Es decir: el individuo no debe
ser considerado explotador sólo por ser burgués, ya que también habría “buenos burgueses” que trataran dignamente a sus obreros; y correlativamente no debía suponerse que una huelga era siempre “justa” sino que la justicia del reclamo aparecía siempre definido por sus circunstancias específicas.
3. La originalidad del batllismo.
Entonces: si observamos con atención la originalidad del Estado uruguayo en el período del batllismo, ésta no parece estar tanto en la acción que despliega sino en el carácter que asume ésta. De hecho, es a partir de Batlle y Ordóñez que se admite el cumplimiento necesario de determinadas funciones por parte del Estado, incluso de aquellas que antes parecían ser puramente contingentes o completamente ajenas.
Parece clara la existencia de antecedentes en el caso del “empresismo” estatal,
un dato que por supuesto no estaba oculto a la vista de Batlle. Tales antecedentes aparecen invocados para justificar la viabilidad de algunos proyectos “avancistas”: por ejemplo la administración estatal del BROU sirvió de argumento para defender la existencia de un Banco de Seguros, y la experiencia en la administración de la Usina Eléctrica pudo invocarse cuando se puso en duda la capacidad del Estado para administrar empresas. Pero es necesario destacar que las intervenciones estatales que precedieron al batllismo tuvieron un carácter casual y contingente: no estaba en la
intención originaria del Estado transformarse en el único accionista del BROU (de hecho, en 1903 todavía esperaba la inversión de capital privado) ni en administrador de la Usina, verdadero “presente griego” heredado del cataclismo financiero del ’90. El rasgo innovador del batllismo se evidencia cuando aparece una justificación doctrinaria de esa intervención, que la transforma en una política de carácter permanente; es decir, aquel argumento que defiende que Estado debe ser el empresario en algunos casos
determinados, y debe mantener ese carácter más allá de las contingencias.
Algo similar puede decirse del “obrerismo” batllista y de la legislación social. Con él apareció el argumento de que el Estado debía funcionar como mediador en los conflictos sociales, como un recurso apto para alcanzar un desarrollo social equilibrado en cuanto amparaba a los más débiles y frenaba a los más poderosos. Esto supone la posibilidad de que en algunos casos el Estado actúe en beneficio de los obreros, pero no supone que lo haga en todos los casos; también Batlle hubiera podido decir que “era colorado y no socialista” como argumentaba Manini Ríos cuando se transformó en su adversario dentro de filas. El aspecto novedoso de estas actitudes llamó fuertemente la
atención en la época, y fue el elemento que contribuyó a reconfigurar el escenario político: a favor o en contra del “inquietismo” o de las “novelerías” de Batlle fue el eje estructurador de las definiciones políticas; por eso es que resulta tan especialmente llamativa la unanimidad del presente.
La presencia de un Estado interventor no aparecía como una evidencia en su
época, y el rastreo de los antecedentes decimonónicos del intervencionismo batllista ha sido más el resultado de la reconstrucción historiográfica que de los testimonios de la época. Es decir que los contemporáneos percibían en el batllismo un intervencionismo de carácter diferente, y ese dato tiene relevancia porque nos muestra hasta qué punto los antecedentes invocados pudieron haber incidido sobre los actores. Lo inverso parece ocurrir con el “socialismo” de Batlle, que no era tal cosa pero así aparecía en la época: visto a la luz de las ideas, el discurso de Batlle tiene pocos elementos que lo identifiquen como socialista.
A pesar de que algunos historiadores han explicado el empresismo estatal del
batllismo como la continuación de tendencias anteriores, no podemos descuidar el airede novedad que esta intervención tenía, ya que así era vista por sus contemporáneos:
tal vez resultara novedosa la persistencia de la acción o la permanencia de los
resultados, o el hecho que sus argumentos transformaran esa estrategia en doctrina.
Pero lo curioso es que aquellos antecedentes que estaban frescos y vivos ante los ojos de los contemporáneos, hayan desaparecido del debate de la época y aún de la memoria social, y que en cambio sea la figura de Batlle la que ocupa todo el espacio del “intervencionismo”; sin duda, lo llamativo para los contemporáneos era el impulso innovador y no la continuidad, y esto es un dato que no es posible descartar sin más.
Tal vez en este momento esté quedando a la vista que aquella visión que
identifica el batllismo con el Estado ya no resulta tan poderosamente explicativa, y que hoy parece más interesante subrayar la imagen de innovación social antes que el posible error de concepto en que habrían caído los contemporáneos de Batlle al considerarlo novedoso. Aún en 1928 el batllismo era definido como “un partido reformista” (Giudice), y si bien la explicación resulte insatisfactoria en cuanto centraliza excesivamente la argumentación en la acción personal de Batlle y Ordóñez, no
debemos olvidar que en esa definición se encierra el aspecto más importante del batllismo como movimiento histórico. En la búsqueda de explicaciones del batllismo como fenómeno histórico se ha echado mano de los análisis estructurales, y con ello se ganó en profundidad y se ampliaron las dimensiones en análisis. Pero, para retomar la metáfora de Real de Azúa, lo que permanece inexplicado es “el impulso” del batllismo y no “su freno”.