Socialdemocracia (Crisis de la) |
Ariel Jerez Novara
Juan Carlos Monedero
Universidad Complutense de Madrid
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El
político burgués vive completamente sumergido en la democracia
política; las formas de aquélla le esconden la sociedad misma.
La actitud de los gobiernos, sus diferentes relaciones con los partidos
políticos, la posición de los partidos en las Cámaras,
los pequeños sucesos de los pasillos y de los círculos parlamentarios,
los artículos de fondo de los principales periódicos: he
aquí todo su mundo. Max Adler (1926)
I.
La crisis de la socialdemocracia.
Desde finales de los años setenta las ciencias sociales
vienen diagnosticando la existencia de una "crisis de la socialdemocracia",
que en una suerte de interpretación organicista debiera saldarse,
tras haber alcanzado una "edad de oro" en la década anterior, con
la desaparición de esta fuerza política en un breve plazo
de tiempo. Para algunos autores como Dahrendorf (1983) lo que tocaba a su
fin era no sólo una decada sino todo un "siglo socialdemócrata",
en el cual esta fuerza política habría conseguido hacer ciertos
sus principales contenidos programáticos.
El análisis de la crisis se centraba de manera casi exclusiva
en la pérdida de posibilidades electorales de los partidos socialdemócratas,
encontrándose ese necesario declive en la conjunción de cuatro
problemas (Merkel, 1994):
(1) el bloqueo de la coordinación keynesiana, con la
pérdida, merced a la internacionalización de la economía,
de la capacidad de los gobiernos nacionales para encarar las crisis económicas
y, especialmente, el aumento del paro (Sharpf, 1989);
(2) los cambios en la estructura social de "clases medias", con
la caída del empleo en la industria y el crecimiento en el sector
servicios, acompañados por la fragmentación de los trabajadores
como clase (Alonso, 1994; Ortí, 1992);
(3) la transformación de las preferencias sociales, con
la emergencia de los llamados "valores postmateriales" (Inglehart, 1977;
1991) o "postconsumistas" -ser antes que tener- (Riechmann, 1991) y el surgimiento
de nuevos problemas de alianzas; aparición de un nuevo "dilema electoral"
entre los habituales votantes de la socialdemocracia (vinculados a la clase
obrera tradicional) y los nuevos votantes (orientados hacia los valores
postmaterialistas o postconsumistas), así como de novedosos conflictos
surgidos a la hora de acompasar diferentes sensibilidades o de lograr un
renovado acuerdo corporatista;
(4) la pérdida de la ofensiva en el discurso, motivado
principalmente por la caída en desgracia del keynesianismo, eje
de la propuesta intelectual socialdemócrata; al tiempo, la renuncia
a cualesquiera referencias análiticas marxistas hacía patente
la ausencia de explicaciones de caráter global o de paradigmas explicativos
alternativos.
No obstante, argumentar en relación a la crisis de la
socialdemocracia presenta un doble problema; por una lado, tal declive no
es estrictamente cierto en términos electorales, sobre todo si atendemos
a la participación alcanzada por estas fuerzas políticas en
los gobiernos occidentales (Armingeon, 1994). Por otro, si bien los porcentajes
de votos y la participación en diferentes gobiernos relativizan tal
crisis, son cifras que poco aportan sobre la vigencia y oportunidad histórica
de una ideología y de su manera de entender el mundo y la política,
aspectos que son de naturaleza cualitativa. Por nuestra parte vamos a atender
a un concepto diferente de crisis, centrado en su carácter de "mutación
importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico,
ya históricos o espirituales" o de "situación de un asunto
o proceso cuando está en duda la continuacion, modificación
o cese" (Real Academia Española, 1984). En este sentido, las crisis
son "un cambio cualitativo en sentido negativo o positivo, una vuelta sorpresiva
y a veces hasta violenta y no esperada en el modelo normal según el
cual se desarrollan las interacciones en el interior del sistema en examen"
(Pasquino, 1981: 454).
Las apreciaciones que aquí se realizan sobre la crisis
se mueven en un nivel de generalización alto. Esto se debe a que
van a ser abordados los macroprocesos derivados de las tendencias estructurales
de la actual fase de desarrollo capitalista, que para diversos autores
ha implicado la ruptura de la lógica de dominación, así
como el colapso disfuncional de diversas instituciones sociales y políticas
que mantenían las pautas de interacción social dentro de
los parametros definidos por el proyecto de la modernidad (partidos políticos,
parlamentos, familia). Desde esta perspectiva pueden quedar un tanto difuminados
algunos rasgos que diferencian los específicos entramados sociales
sobre los que se ha apoyado la socialdemocracia y los distintos papeles
que ha jugado en cada coyuntura nacional según pertenezcan a América
Latina o a Europa, según correspondan a la Europa del norte o a la
Europa meridional o dependiendo, entre otros factores, de los sistemas de
partidos nacionales, de la existencia de partidos comunistas consolidados,
de la edad de su democracia o del compromiso democrático de su derecha
o de determinados grupos sociales (Hine, 1994).
En este sentido, el análisis de la crisis de la socialdemocracia
debe enmarcarse en el análisis de una crisis más amplia que
diversos autores definen como crisis de civilización (Schaff,
1987; Morin/Kern, 1993). La socialdemocracia, como fuerza política
concreta en el gobierno o en la oposición, o como sensibilidad ideológica
hegemónica dentro de la izquierda occidental, ha sido pieza clave
en el moldeado de las estructuras y dinámicas del capitalismo desde
1945. Es pertinente por tanto constatar su responsabilidad, por acción
u omisión, en la actual coyuntura de crisis al haber estado presente
como relevante actor en la mayor parte de los desarrollos políticos
de la posguerra. Esta petición de responsabilidad no ha de ser confundida
con negación alguna de la necesidad de que el Estado de bienestar
-pieza maestra socialdemócrata ahora en peligro- haya de seguir
configurando la base sobre la que sustentar cualquier nueva politica que
tenga por objetivo encauzar los problemas sociales y ecológicos
que gravitan sobre las sociedades ocidentales de fin de milenio, siempre
que se mantenga presente una perspectiva humanista que, inevitablemente,
exigirá la renovación del socialismo democrático respecto
de su actuar en las últimas cinco décadas.
II.
Del movimiento al partido. Entender la actual crisis
de la socialdemocracia requiere una perspectiva histórica que apunte
aunque sea someramente los diferentes momentos en los que se va perfilando
su paso de movimiento social a partido. Este proceso de institucionalización,
situado dentro de la lógica competitiva de la democracia, va haciendo
que su presencia en la sociedad civil vaya quedando eclipsada por
su reforzada presencia en la sociedad política. Se pueden
distinguir en este camino cuatro grandes etapas (Sotelo: 1991):
(1) 1830-1864: etapa fundacional del socialismo. Formación
de la clase obrera. Creación de la I Internacional. Influencia primordial
de Karl Marx.
(2) 1864-1914: arraigo de los partidos obreros. Integración
social de parte de la clase obrera. Fracaso de ésta en el intento
de impedir la Primera Guerra Mundial y construir un internacionalismo de
clase. Surgimiento del revisionismo. Convivencia pacífica de diferentes
versiones del marxismo. Creación de la II Internacional;
(3) 1914-1945: Preparación y ejecución de la revolución
bolchevique. El socialismo democrático toma cuerpo frente al marxismo
revolucionario (frente al comunismo de tipo leninista). III Internacional
y división del socialismo en dos bloques irreconciliables tras la
breve experiencia de los Frentes Populares.
(4) 1945-1995: consolidación del estalinismo. Adquisición
por parte de la socialdemocracia de rasgos propios diferenciados de la tradición
decimonónica. Consolidación de la socialdemocracia como una
de las principales fuerzas políticas occidentales leales al sistema
capitalista. Quiebra del modelo soviético y manifestación de
la crisis dentro de la socialdemocracia. Esta última etapa puede a
su vez dividirse en tres momentos diferentes (Petras, 1995): (1) socialdemocracia
del bienestar social. Implantación y consolidación del Estado
del bienestar; (2) Socialdemocracia neoliberal. Crisis económica,
aumento del paro y ajuste estructural desde presupuestos liberales (3) Pérdida
del referente socialista y asunción de un nítido perfil de
gestores de la crisis. Emergencia del discurso defensor de la "razón
de Estado" y la "gobernabilidad" frente a los presupuestos ideológicos
emancipadores de la tradición socialista. Explosión de la corrupción
individual y de partido.
La primera etapa socialdemócrata, tras la Segunda Guerra
Mundial -la señalada como su "edad de oro"-, tuvo su expresión
más generalizada en los trabajos de A. Crosland, especialmente en
su The Future of Socialism (1956). Esta se resumía en los
principios del liberalismo político, la economía mixta, el
Estado del bienestar, la política económica keynesiana y un
compromiso con la igualdad social (Paterson y Thomas, 1992). La socialdemocracia
definía sus contornos y encontraba refuerzo para orientarse en la
dirección en que lo hizo tanto en la arena política -existencia
de la guerra fría- como en la económica -existencia de una
onda larga expansiva en occidente entre 1948 y 1968- (Mandel, 1980). Sus
rasgos característicos serían los siguientes:
En primer lugar, la aceptación de la economía capitalista se combina con una amplia intervención del Estado a fin de contrarrestar el desarrollo desigual. En segundo lugar, se utilizan métodos de regulación keynesianos para conseguir crecimiento económico, salarios elevados, estabilidad de precios y pleno empleo. En tercer lugar, la política estatal consiste en redistribuir el excedente de forma progresiva, a través de programas de bienestar social, la seguridad social y la legislación sobre impuestos. Y, finalmente, la clase obrera está organizada en un partido socialdemócrata mayoritario estrechamente ligado a un poderoso movimiento sindical centralizado y disciplinado (Kesselman, 1982)
En primer lugar, la aceptación de la economía capitalista se combina con una amplia intervención del Estado a fin de contrarrestar el desarrollo desigual. En segundo lugar, se utilizan métodos de regulación keynesianos para conseguir crecimiento económico, salarios elevados, estabilidad de precios y pleno empleo. En tercer lugar, la política estatal consiste en redistribuir el excedente de forma progresiva, a través de programas de bienestar social, la seguridad social y la legislación sobre impuestos. Y, finalmente, la clase obrera está organizada en un partido socialdemócrata mayoritario estrechamente ligado a un poderoso movimiento sindical centralizado y disciplinado (Kesselman, 1982)
En esta etapa, gracias al crecimiento económico de la
posguerra (facilitado por el apoyo norteamericano al capitalismo europeo
a través del Plan Marshall y por la creación de mecanismos
financieros internacionales controlados por los Estados Unidos), y a su
correlato en forma de pleno empleo, se logró que los conflictos de
clase se moderaran considerablemente. La disminución de la polarización
social que ya observara Bernstein en los años 20 tomaba cuerpo real
y las proclamas socializantes poco a poco iban desapareciendo, primero de
la praxis socialdemócrata y después de sus discursos y programas.
Las teorías, esencialmente marxistas, según las cuales la
pauperización del proletariado, la disminución de la tasa
de ganancia o las contradicciones inherentes al capitalismo condenaban a
ese sistema económico al fracaso se veían temporalmente superadas
gracias a una conjunción de factores que alejaban la sensación
de fracaso del capitalismo al diferir en los problemas en el espacio (ajustes
vía deterioro del medio ambiente o explotación del tercer
mundo), en el tiempo (incremento del déficit público estatal
que compensaba la disminución de la tasa de ganancia) o sacrificando
segmentos sociales o modelos de vida (sociedades de los dos tercios; asunción
del individualismo posesivo y atomización social; pérdida de
referentes humanistas comunitarios).
El proceso de "desmarxistización" de la socialdemocracia
se constata en la Declaración de la Internacional Socialista
sobre fines y tareas del socialismo democrático, hecha en Frankfurt
el 3 de julio de 1951, y, de manera conspicua, en el Programa Básico
del Partido Socialdemócrata Alemán, acordado en el Congreso
de Bad Godesberg en noviembre de 1959 (Sotelo, 1991), y desde donde se exportaría
al resto de la socialdemocracia europea. El problema de la institucionalización
había sido previa y arduamente debatido en el seno del movimiento
socialista desde sus inicios. El conflictivo paso del movimiento socialista
a partidos socialdemócratas nacionales, ya estuvo como núcleo
de la discusión acerca de las estrategias políticas a seguir
en el propio campo del socialismo democrático en el periodo de entreguerras
(en el debate Rosa Luxemburgo, Kautsky y Bernstein), pero no se materializará
totalmente hasta que los partidos socialdemócratas asumieran, en
el periodo de posguerra, la democracia competitiva y la cura keynesiana
como solución propia.
En la medida en que la actividad política de la ciudadanía
ha tendido a reducirse al momento electoral, diversos contenidos de trascendencia
política aunque de naturaleza socio-cultural se han ido mostrando
formalmente incompatibles con la lógica competitiva de la democracia
liberal, lo que se ha traducido en un progresivo distanciamiento entre el
movimiento social originario comprometido en la defensa y promoción
de esos contenidos y el proceso que discurre en las instituciones políticas
del Estado (Offe, 1988).
Cierto es que la propia creación del Estado de bienestar
aparece como una excepción a esta lógica incompatibilizadora
de la democracia liberal. La conflictividad mostrada por las relaciones
mercado-sociedad en el mundo laboral bien podría haber parecido
difícilmente compatible y universalizable en los momentos originarios
de la socialdemocracia. No obstante, si esto ha sido posible y se ha logrado
la incorporación de los segmentos organizados de la clase obrera al
sistema político liberal ha sido gracias al alto nivel de movilización
y organización alcanzado por la clase trabajadora, que impidió
la represión de sus demandas y logró su compatibilización
en los márgenes del marco institucional de la democracia competitiva.
La articulación del pacto keynesiano con sus mecanismos corporativos
de dirección y planificación - en lo referente a inflación,
productividad y empleo- ha encontrado su sustento en formas no parlamentarias
de representación, de resolución de conflictos y de adopción
de decisiones (consejos económicos de representación tripartita
entre patronales, sindicatos y gobiernos).
No obstante, y a pesar de los consistentes réditos políticos
y electorales de esta estrategia durante casi tres décadas, dos
factores relativizan su éxito desde una perspectiva histórica
más amplia, especialmente si se entiende que la crisis de los setenta
no fue la causa sino la señal que estaba esperando la economía
occidental para expresar su enfermedad (Castells, 1980). Al articularse
la estrategia socialdemócrata en la variante tecnocrática
corporativa dentro de un proceso de especialización de la vida política,
la institucionalización de este ámbito de negociación
del mundo del trabajo industrial fue adquiriendo en el contexto de una estructura
social en profunda mutación un carácter progresivamente particularista
(y excluyente) a los ojos del resto de la sociedad, especialmente allí
donde actuaba la socialdemocracia "corporativista" (Esping-Andersen, 1990).
Por otra parte, en la medida en que la solución keynesiana
ha mostrado profundas brechas a partir de la crisis del petroleo de los
años setenta, y comienza a vislumbrarse desde la lógica de
la reproducción transnacionalizada del capital los problemas de
"ingobernabilidad" que presenta el pacto keynesiano, éste ha ido perdiendo
vigencia paulatinamente, al tiempo que ha puesto de manifiesto cómo
el abandono de aquellos elementos transformadores de la tradición
socialista creaba un "vacío referencial" que arrojaba a la socialdemocracia
en brazos de la más desnuda gestión y del más estricto
presentismo (Galbraith, 1992). Sus declaraciones acerca del logro de una
sociedad más justa y más libre, propias de las exigencias electorales
en sistemas de partidos "acaparadores", veían con cada vez mayor
dificultad una articulación real en el corto plazo, siendo el resultado
final la consiguiente frustración de la ciudadanía y una actitud
receptiva hacia discursos populistas.
Cuando la crisis económica cambió la voluntad
de los capitalistas y sus gestores en cuanto al mantenimiento del Estado
del bienestar conforme a los parámetros mantenidos hasta la fecha,
la socialdemocracia demostró que estaba intelectualmente inerte para
encontrar recetas válidas acordes con la razón de ser de su
ideología y su diferenciación respecto del resto de fuerzas
de centro y derecha. Este problema se agravaba si se repara en que esta situación
de crisis fiscal, que estaba acompañada por profundos y rápidos
procesos de innovación tecnológica, traía consigo
la pérdida de su gran caballo de batalla electoral: la sociedad
de pleno empleo.
Esa situación de desarme ideológico emancipador
de la socialdemocracia desembocó en el recurso a las recetas neoclásicas
como forma de salir de la crisis, entorpeciéndose a su vez la consiguiente
unidad de acción con los sindicatos afines. Estas recetas asentaban
su edificio en una ideal situación de equilibrio (a su vez asentada
en la Ley de Say según la cual toda oferta crea su propia demanda)
y en la consecuente necesidad de reconstruir las coordenadas económicas
de estabilidad, ignorándo las potencialidades de los actores más
allá de la ferrea dictadura de las variables monetarias, y utilizando
como instrumentos privilegiados la reducción de los salarios o el
recorte del déficit público a menudo vía privatizaciones.
Mientras el keynesianismo recurría a los poderes públicos
para solventar los problemas del libre mercado -especialmente el paro-
la receta neoliberal culpa de los problemas de la economía a la intervención
estatal o a la avidez sindical que no acepta salarios conforme a la condición
de equilibrio. Igualmente, la renuncia ideológica a aspectos teóricos
que asumieran y recurrieran a la movilización social, y la herencia
de la orientación keynesianismo cuyo eje no era el ciudadano consciente
sino el Estado benefactor, reforzaba la centralidad de los mecanismos estructurales
donde la labor de los individuos o grupos sólo tomaba cuerpo en forma
de cifras contables (o en explosiones de descontento de cada vez más
dificil canalización) y no como potencial movilizador y reivindicativo.
La política colonizaba todos los aspectos de la sociedad al tiempo
que la socialdemocracia renunciaba a explicar a la ciudadanía las
dificultades de construir una política socialista dentro del marco
invariado del mercado capitalista. Una vez asumido el sistema capitalista
(a menudo con argumentos teóricos de converso) resultaba fráncamente
difícil encontrar soluciones más allá de las estrictamente
ortodoxas. En esa situación las responsabilidades de gobierno ya
eran menos un instrumento de cambio social que un acicate para insistir en
las recetas liberales.
A partir de esta coyuntura, gran parte de la tarea de los intelectuales
socialdemócratas ha sido demostrar que la política de sus
gobiernos es más redistributiva y sensible hacia los gastos sociales
que su gran competidora electoral -la derecha democristiana-, centrando
aquí su acreditación para mantener la denominación
de origen socialista toda vez que tal política era "la menos mala
de las conocidas" (Claudín y Paramio, 1990; Maravall, 1990). Efectivamente,
ese diferencial en cuanto al gasto público es empíricamente
demostrable, pero, como estos mismos intelectuales reconocen, los márgenes
políticos, sociales y económicos para que este diferencial
se mantenga son cada vez más estrechos (Maravall, 1995), a lo que
habría que añadir que este diferencial, tendencialmente,
llegará a ser imperceptible.
En definitiva, la socialdemocracia había olvidado que
desde hacía cuando menos un siglo todos los avances ciudadanos se
alcanzaron en lucha contra el nuevo laissez faire tanto del mercado
como de los gobernantes (Blackburn, 1993), bien reconstruyendo el poder del
Estado (derechos civiles y políticos), bien regulando el funcionamiento
del mercado implicando a la administración en la marcha de la economía
(derechos sociales). Puede por tanto afirmarse que la socialdemocracia,
merced a estos procesos, cuyo impacto en las estructuras socioeconómicas
fue subestimado, "perdió su fuerza y su coherencia intelectual en
algún momento de los años setenta" (Paterson y Thomas, 1992).
Es entonces cuando arrecian las críticas a la socialdemocracia
desde todos los sectores políticos, y ésta, convertida en una
fuerza política de enorme relevancia, no encuentra la posibilidad
de reconstruir su discurso, optando por mantener e insistir en las coordenadas
políticas asumidas en los diferentes "Programas de Bad Godesberg"
y pagando por ello el precio de una crisis de identidad -que no siempre electoral-
que dificulta sobremanera la posibilidad de referirse a su actuación
gubernamental como socialdemócrata conforme a las pautas clásicas,
es decir, aquellas que siempre reservaron, incluso en sus corrientes más
moderadas, un lugar visible a la voluntad transformadora. El punto final
de la propuesta bernsteiniana según la cual le correspondía
a la socialdemocracia desterrar la radicalidad de su discurso asumiendo
en su programa los fines reformista que estaba concretamente realizando desde
su vertiente parlamentaria, se traducía posteriormente en el deslabazamiento
de su propuesta de cambio y la negación puntual de cada una de las
razones que motivaron su nacimiento cuando la clase obrera comenzó
a articularse a finales del siglo pasado. Cuando la crisis económica
y, escasos años despúes, la caída del comunismo dejaron
al descubierto su escaso contenido ideológico, no resultaría
extraño que explotasen, junto a sus propuestas políticas de
estricto contenido gerencial del capitalismo, un sinnúmero de casos
de corrupción que mostraban cuán débiles eran los lazos
ideológicos de buena parte de aquellos que estaban construyendo el
socialismo democrático en el mundo occidental. El aireamiento selectivo
de estos casos (existentes en todas las fuerzas asentadas acríticamente
en el sistema democrático liberal) a través de unos medios
de comunicación en manos de personas vinculadas a propuestas políticas
conservadoras -cuando no reaccionarias-, equiparaba a la socialdemocracia
con otras fuerzas políticas cuyo objetivo político nunca
fue la transparencia en la gestión de la cosa pública. Perdido
el referente ideológico, no mostrando especiales diferencias respecto
a otras fuerzas políticas gobernantes en cuanto a la gestión
del poder, restaba la integridad personal como aspecto diferencial (vinculada
a determinadas trayectorias de los individuos en consonancia con el ideario
democrático de los partidos), pero ésta se ha visto en buena
medida quebrada al salir a la luz los comportamientos delictivos o socialmente
reprobables de muchos responsables políticos vinculados a este credo
político (Italia, Francia, España, Bélgica, Venezuela,
Grecia, Japón).
III.
Los problemas ausentes de la socialdemocracia: omisiones
y renuncias. La crisis de la socialdemocracia forma parte de un prolongado
y más amplio proceso histórico, en donde si bien convergen
crisis más amplias -de la modernidad, de la izquierda o de la democracia,
en las que ella participa-, también se pueden analizar fases o elementos
que atañen específicamente a la socialdemocrcia en la medida
en que fueron centrales en su debate ideológico y han marcado el
rumbo del pensamiento político del siglo XX. En esta dirección
podemos agrupar estos elementos en cuatro grandes problemas: (1) los situados
en el ámbito ideológico strictu sensu; (2)los derivados
de la gestión de un aparato de Estado dentro de la lógica
competitiva de la democracia liberal; (3) la ausencia de una reflexión
crítica sobre el desarrollo capitalista, (4) la desconsideración
del problema de la cultura emancipadora.
(1) Problemas ideológicos: La conflictiva dinámica
de recomposición del capitalismo en Europa en las primeras décadas
del presente siglo determinó la evolución del movimiento
socialista, que se sumergió en la schmittiana lógica de amigo-enemigo
que prevalecía en las diferentes guerras civiles que asolaban
al continente. Una consecuencia de esto fue que a partir de la II Internacional
existió una desvinculación en el discurso socialista de las
ideas de reforma y revolución y de democracia y socialismo. Si bien
es cierto que esta situación configuró una estructura de
oportunidades políticas que obligó a asumir las reformas
como único camino viable, el abandono de los objetivos transformadores
de largo plazo, vinculados a las energías utópicas, llevó
a considerar que la formulación de un objetivo general para el movimiento
obrero debía considerarse como carente de valor (Bernstein, 1982).
El reformismo asumió que lo que importaba era el camino (las reformas)
y no el objetivo (el socialismo), cometiendo el error estratégico
de evaluar sus logros como producto exclusivo de sus opciones tácticas,
descontextualizando su marco de acción de una coyuntura histórica
más amplia que era la que había permitido sus logros. En este
sentido es meridiana la apreciación de Rosa de Luxemburgo al afirmar
desde el núcleo de ese proceso que:
La
lucha por las reformas no genera su propia fuerza independientemente de
la revolución. Durante cada periodo histórico, las luchas
por las reformas se llevan a cabo sólo en el sentido indicado por
el ímpetu de la última revolución; y continúa
hasta tanto el impulso de ella sigue haciéndose sentir (...) en
cada periodo histórico la lucha por las reformas se lleva a cabo
solamente dentro del marco de la forma social creada en la última
revolución. Resulta antihistórico representar la lucha por
las reformas como una simple proyección de la revolución y
a ésta como una serie condensada de reformas (Rosa Luxemburgo,
1967: 88).
En este sentido, la acción huelguística revolucionaria
en las primeras década del siglo y la consolidación de la
URSS como superpotencia en la postguerra son factores históricos
que explican en buen medida las concesiones parlamentarias que las clases
dominantes burguesas realizaron en la construcción del Estado del
Bienestar, un mal menor ante la eventual socialización de la economía
capitalista (Offe, 1991; Esping-Andersen, 1990; Hobsbawm, 1995).
La ausencia de esta reflexión de fondo - sobre la interacción
existente entre las diferentes estrategias mantenidas por distintas familias
socialistas dentro de este complejo proceso histórico- constituye
uno de los mayores obstáculos que gravitan sobre la actual crisis
de la socialdemocracia -como parte de la señalada crisis más
amplia de la izquierda- ante la fase globalizada de recomposición
capitalista.
En relación a una eventual acción convergente de
la izquierda, la socialdemocracia está atrasada en la reelaboración
crítica de sus logros respecto del movimiento comunista occidental.
Si ésste, salvo algunas excepciones y con diferentes velocidades,
viene entonando su mea culpa respecto al estalinismo desde finales
de los sesenta, permitiendo ese reconocimiento de errores comenzar un trabajo
conjunto que se vería dificultado de mediar una interesada reconstrucción
histórica, la socialdemocracia insiste a menudo en su carácter
anticomunista (herencia de la guerra fría), realizando forzadas
reconstrucciones del pasado que lejos de estar al servicio de la verdad o
del futuro buscan en la supuesta maldad histórica de la izquierda
no socialdemócrata la justificación de la gestión política
del presente. No resulta ocioso señalar cómo Antonio Gramsci,
un pensador ajeno tanto a la tradición socialdemócrata como
al estalinismo -aunque con una polémica abierta respecto a su comprensión
de la dictadura del proletariado- y con un discurso claramente defensor de
la especificidad occidental y de la importancia de los elementos superestructrurales
en las transformaciones sociales permanece dentro de la reflexión
socialdemócrata comunmente ignorado (Paramio, 1992; Tezanos, 1993;)
o se rescata para resaltar su contribución a la "confusión
teórica" (Castañeda, 1995: 235).
Justificado por la incertidumbre que el desarrollo del capitalismo
ha arrojado sobre el futuro de la humanidad es necesario retomar hoy la esencia
de la discusión entre reforma y revolución, reflexionando sobre
la naturaleza esencialmente conflictiva del proceso social, negando la naturaleza
inherentemente positiva del consenso y su identificación acrítica
con la idea de democracia. La democracia reclama igualmente, para poder recibir
tal nombre, la fuerza constructiva y alternativa del disenso.
En la actual coyuntura histórica es pertinente disentir
del consenso existente en torno a la idea de que el buen gobierno es la
administración tecnocrática de la res pública que,
por otra parte, es orquestada de forma ilusoria y desrresponsabilizadora
por unos medios de comunicación social al servicio de una estructura
de poder en la que convergen los intereses de los partidos políticos
y unas corporaciones económicas crecientemente oligopólicas.
En definitiva, para recuperar la conciencia de que la transformación
y el control de una estructura de poder que produce los problemas que amenazan
el futuro de la humanidad o debilita los contenidos humanistas en el presente,
se exige la construcción de bases de poder desde la que generar
alternativas al "pensamiento único" (Ramonet) existente. Este proceso
que implica retomar la movilización social con su correlativa conflictividad
política, perfectamente asumible dentro de los parámetros
dialógicos en los que se mueven las instituciones democráticas
creadas en la historia reciente de occidente.
(2) La gestión socialdemócrata del Estado en
la democracia liberal: El conformismo con el programa mínimo,
la paulatina renuncia al programa máximo y el intencional deterioro
de la palabra revolución -vinculada exclusivamente a violencia-,
posibilitó que los socialdemócratas se relajasen en sus intenciones
transformadoras y empezasen a disfrutar sin tensiones dialécticas
de las posiciones institucionales conseguidas, según su discurso,
gracias a la "política parlamentaria".
El éxito del tándem "organizaciones obreras-partidos
socialdemócratas" a lo largo de casi cinco décadas, con el
logro de mejoras de las condiciones de vida de los trabajadores, terminó
de conceder a los partidos de clase un halo de intangibilidad -iniciada
cuando estos partidos eran la única garantía de mejora de
los obreros (von Beyme, 1986)- que habría de transformarse en una
coraza cada vez más insensible ante cualquier crítica alertadora
de previsibles degeneraciones del principio de democracia interna o del principio
de burocratización. Este problema ya afloró en la década
del veinte en el debate abierto por Luxemburgo, Trotski y Gramsci y sus
posteriores seguidores, respecto a los cuidados necesarios para que la división
funcional del trabajo entre partidos y sindicatos no derivase en un distanciamiento
entre política y sociedad ni entre cúpulas y bases. Extensión
de este debate fue la discusión en torno a la idea de la dictadura
de proletariado, la infabilidad del partido y el papel del líder
(bien conocida es la expresión de Rosa Luxemburgo en su crítica
al centralismo democrática, retomada por Trotski, según la
cual el partido sustituía al pueblo, el comité central al partido
y, finalmente, el secretario general al comité central), aportaciones
leninistas que han constreñido el desarrollo de la izquierda no sólo
en su momento inicial sino al cobrar vida propia más allá del
contexto en el que fueron desarrolladas.
Sin embargo, la necesidad de este debate se vería postergada
merced a la "etapa feliz" en términos de bienestar que vivió
la Europa de la posguerra, etapa amplificada y distorsionada por el florecimiento
de los medios de comunicación de masas en el contexto ideológico
de guerra fría. Esto ha posibilitado un movimiento antitético
en el que los ciudadanos se despreocupan de la política al tiempo
que la politica se tecnocratiza, se desideologiza y extrema la conversión
de los partidos en "partidos acaparadores" (Kirchheimer) cuya principal preocupación
es alcanzar mayores cotas electorales.
Esta situación fue derivando hacia la especialización
burocrática, en gran medida justificada por la expansión
y complejización del aparato de Estado y la necesidad del conocimiento
experto. En este proceso, la militancia y la identidad socialdemócrata
fue vinculándose a esta gestión técnica, reforzándose
el conocimiento experto frente al político, gravitando con un elevado
grado de autonomía en el proceso decisorio gubernamental. Por su
parte, los partidos políticos respondían a los nuevos retos
con un proceso de especialización a partir de la división del
trabajo que diferenciaba claramente a los militantes con responsabilidades
dentro del partido en las siguientes categorías: miembros de la
organización interna dedicada a atender el momento electoral o el
funcionamiento cotidiano del aparato, tecnócratas-gestores de los
distintos organismos estatales, ideólogos que elaboran programas
y piensan sobre el fututo del partido desde las necesidades de justificación
de la acción presente y líderes de creciente perfil medíatico.
Estas tareas se desarrollan dentro de una cierta dinámica competitiva
dentro del poder del aparato partidario, alcanzando una dinámica
convergente en el momento electoral, aunque sin lograr una unificación
orgánica en la consecución de nuevos horizontes temporales para
el trabajo partidario. La ausencia de objetivos de largo alcance termina convirtiendo
estas actividades, que son un medio, en fines en sí mismas. Consecuencia
de ello es una nueva distribución del poder dentro de los partidos
a favor de los cargos que cuentan con recursos institucionales -vitales en
la consecución de votos, en detrimento de las bases e, incluso, de
los grupos parlamentarios, si bien en este aspecto las dinámicas nacionales
abren un variado abanico de posibilidades. Merecen una mención las
secretarías generales de los partidos socialdemócratas. Éstas
son ocupadas comúnmente (de forma más obvia en el socialismo
meridional) por personas que llevan incluso decenas de años en las
labores de máxima responsabilidad en el partido y/o, en su caso, en
el gobierno. La existencia de la figura del "delfín" garantiza una
línea de continuidad que dificulta especialmente la renovación
de ideas y de equipos. Vinculado a esto hay que señalar el uso corriente
por parte de estas fuerzas de "heroes salvadores" -cierto que también
como consecuencia del creciente poder mediático- que se sitúan
por encima de la organización y sobre los que se hace pivotar la
existencia misma del partido. Estos "héroes" pasan a representar
por antonomasia al partido, obviando la discusión interna, rebajando
a la militancia a la simple función de acompañantes del líder
y sometiendo al partido al riesgo de los avatares que acompañen a
una única persona, al tiempo que debilitan el carácter coral
que tradicionalmente reclama el ideario socialdemócrata para la ciudadanía
y la militancia).
Por otro lado, prevalece en el discurso socialdemócrata
la inevitabilidad de las medidas tomadas, constituyendo la inapelabilidad
de lo realizado el eje de la discusión política, con el consiguiente
cierre de toda posibilidad de construir una crítica que pueda imprimir
una nueva dirección en su programa político. La renuncia
al pleno empleo, el apoyo a guerras sólo justificadas a partir de
un dudoso contenido solidario y la renuncia a apoyar con similar contundencia
causas más objetivamente acordes con la declaración universal
de los derechos humanos, el retraso en la asunción de cuestiones
de defensa del medio ambiente o su sacrificio en aras de otro tipo de razones,
una concepción exclusivamente pragmatica en la construcción
europea, el uso justificatorio de la razón de Estado, una dinámica
cooptativa y desactivadora en relación a los diversos movimientos
sociales o el abuso del poder para fines privados, son posicionamientos
que, pese a su justificación en nombre de la gobernabilidad, la competitividad
o la inevitabilidad, alejan a la socialdemocracia de la matriz emancipadora
que ha caracterizado a la cultura de la izquierda.
Los fenómenos de corrupción vinculados a la financiación
ilegal de sus partidos (violentando con su mayor disponibilidad para el
gasto electoral las reglas del juego democrático), y su posterior
y necesario incremento de la degeneración inicial al traducirse en
fenómenos de enriquecimiento personal (algo no muy extraño
cuando no existe un referente global que otorgue sentido a la labor política
más allá del mantenimiento de una cuota de poder) han terminado
por borrar ciertas diferencias que caracterizaban el uso del poder por
parte de la izquierda. Estos procesos de institucionalización burocratizadora,
que de una manera u otra responden a las exigencias de la gobernabilidad
de la democracia competitiva (conquistar el poder y conservarlo), han ido
minando los valores éticos que dinamizaron los comienzos del movimiento
socialista y sobre los que reflexionó en profundidad el marxismo
austriaco del periodo de entreguerras.
(3) La reflexión sobre el desarrollo capitalista:
la evolución tecnológica impulsada a partir de la revolución
microelectrónica ha llevado al capitalismo en su última fase
a una dinámica global que excede con creces la internacionalización
de la economía iniciada con el siglo: la mundialización de
los mercados financieros y la transnacionalización del proceso productivo
han superado de forma irreversible el espacio de gobernabilidad económica
que hasta los años sesenta se encontraba enmarcado por las fronteras
del estado-nación.
Desde los espacios no regulados del ámbito internacional
poderosas corporaciones económicas multinacionales realizan movimientos
masivos de capitales (beneficiándose de la política de déficit
público vinculada a la ejecución del Estado del bienestar)
que condicionan fuertemente el ámbito de decisión de las autoridades
económica nacionales. Éstas se hallan limitadas en un escaso
margen de maniobra para escapar a la lógica competitiva impuesta
por estos imperios económicos sin territorio ni población
y, por tanto, carentes de responsabilidades sociales o ambientales como las
que poseen aquellos que han de pedir su opinión a los electores.
Está lógica competitiva se ve refrendada por unas instituciones
económicas internacionales que realizan sus diagnósticos y
recomendaciones considerando esta situación como un dato positivo:
la competitividad de la lógica del mercado es el mejor remedio para
curar las enfermedades socioeconómicas de los pueblos y las malas
costumbres políticas de los gobiernos. Vuelve a emerger así
una concepción darwinista de lo social que había sido arrinconada
en el pensamiento social de occidente gracias a debates político-ideológicos
prolongados a lo largo de más de un siglo.
La caída del muro de Berlín, en tanto que momento
catártico del fin de la experiencia del socialismo real, hizo
posible que la idea de mercado trasladase su creciente hegemonía
desde el ámbito del pensamiento económico al debate político.
En esta discusión la socialdemocracia no sólo no estaba preparada
para enfrentar nuevos o viejos argumentos, sino que, por el contrario, gran
parte de sus reconocidos líderes e ideológos asumieron los
posicionamientos a favor de un mercado omnipotente, participando de la crítica
neoconservadora a la planificación estatal para, por un lado, justificar
la inevitabilidad de las medidas privatizadoras (mercantilizadoras) tomadas
por sus gobiernos y, por otro, para desacreditar a sus competidores electorales
de la izquierda.
Identificando la planificación con la pésima versión
que se dió en el socialismo real, principalmente en la URSS (lo que
puede dar muestras de un precario bagaje ideológico), y optando por
la renuncia a una gestión diferente del Estado en occidente, la socialdemocracia
abdicó a la hora de enfrentar en términos políticos
la falacia neoconservadora del mercado libre, la utopía liberal
por excelencia ahora triunfante. En la pacatería ideológica
que equipara la planificación con "trasnochados jacobinismos", se
ignora que las multinacionales planifican sus estrategias de mercado
e inversión, en perfecta sincronía con el mundo de la comunicación,
en horizontes temporales que superan con mucho los planes quinquenales de
los antiguos países de economías planificadas (Filias, 1993).
Cuando el objetivo sigue siendo la consecución del máximo
beneficio en una situación de libre competencia, la lógica
concentradora de la propiedad continúa rigiendo la estrategia de estas
empresas, en la que están contempladas las tácticas para evitar
las legislaciones antimonopolio que puedan existir en determinados Estados.
En este sentido, la socialdemocracia, a pesar de que sus grandes
éxitos históricos se deben a los límites que puso
a la lógica del mercado con la planificación inherente a
la cura keynesiana, no termina por articular un discurso que se
oponga a esta contradictoria concepción principista del mercado,
donde la visión cooperativa entre ambos términos -planificación
y mercado- asuma la conflictividad social que acompaña a esta relación
histórica. Todo ello a pesar de las grandes posibilidades que la
informática abre tanto para la planificación, incluso a escala
planetaria, como para la descentralización coordinada. En este ámbito,
la gran paradoja está en que a pesar de los lúcidos intelectuales
con los que cuenta en sus filas, muchos de los cuales siguen considerando
válidas los postulados científicos del pensamiento marxista,
la política socialdemócrata de partido y gobierno sigue actuando
dentro de opciones y soluciones de carácter nacional (o zonal), sin
terminar de considerar en toda su perspectiva los problemas derivados de
la lógica transnacional de la actual fase de desarrollo capitalista.
(4) El abandono de la cultura transformadora. En el plano
cultural se encuentra uno de los mayores problemas de la socialdemocracia,
que se ha traducido en su principal laguna en términos de estrategia
política y que, por tanto, constituye el nucleo del fracaso en sus
esfuerzos emancipadores de la sociedad capitalista.
La asunción de la noción privado-público
de la tradición liberal, con su inherente filosofía individualista,
ha minado la posibilidad de la construcción social de la noción
de responsabilidad colectiva. Entre el espacio de privacidad dedicado a
la intimidad de la vida familiar y el espacio público ocupado por
los representantes políticos -progresivamente autonomizados en un
ámbito estatal en complejización y alejados de la sociedad
real por la engañosa cercanía medíatica - la
ciudadanía cuenta con escasos recursos políticos. Su principal
recurso es el acto electoral, necesario pero no suficiente, que al tiempo
que está temporalmente acotado, se encuentra cada vez más preso
de la lógica de la publicidad y el consumo (aquella que consideran
al votante como consumidor de un producto político producido por la
empresa partido), y, por tanto, mediado por los diversos poderes económicos
y audiovisuales.
Esta erosión de la dinámica democrática,
si bien puede ser ideológicamente cuestionada, es compensada con
una gestión pragmática del Estado, cada vez más identificada
con el Estado benefactor. La socialdemocracia empieza a diferenciarse del
resto de las opciones políticas no por aumentar el poder de control
sobre el Estado sino por apoyar el aumento de las demandas sociales sobre
el mismo, atendiendo a éstas de una forma paternalista tal que impide
la construcción de una ciudadanía activa que inevitablemente
cuestionaría, ampliándolos, los mecanismos de participación
política previstos en la democracia competitiva (y esto no por cuestiones
de "privilegio ontológico" de la clase obrera (Mouffe, Laclau, 1987)
ni por ningún tipo de moral superior inherente a la citada clase
(Mandel, 95), sino por un simple impulso antropológico vinculado
al "mejor vivir"). En este sentido, se renunció a socializar la política,
a democratizar al Estado y a fomentar en términos culturales y educativos
una reflexión sobre el poder asentada sobre la correlativa corresponsabilización
social. Esto no implica que la evolución de los derechos ciudadanos
no sea positiva en lo que implica de desmercatilización de aspectos
básicos para el desarrollo de una vida digna, sino que destaca el
hecho de que en la evolución histórica concreta se constata
la renuncia a ascender todos los peldaños de la escalera democrática
al no haber insistido en los aspectos participativos que democratizan el
poder no en su ámbito distributivo sino reproductivo.
Como ya se ha señalado, desde los años treinta
se cuenta con una reflexión teórica, la de Antonio Gramsci,
que aporta elementos claves para entender la centralidad de la dinámica
cultural en el cambio social. Nociones como hegemonía, intelectual
orgánico o sentido común atienden a la permanente interacción
dialéctica en las relaciones de consenso/coerción entre la
sociedad civil y las instituciones del Estado (Gramsci, 1970). Esta realidad
da sobradas muestras de un hecho central: en tanto en cuanto la socialdemocracia
no piense políticamente la transformacion de los más importantes
mecanismos de reproducción social - la educación y los medios
de comunicacón social a partir de los que se elabora la opinión
pública- no podrá superar la crisis que sufre en tanto que
fuerza con un ideario transformador. No hace falta extenderse respecto
de la forma en que los media, en particular la televisión,
han modificado las pautas de relación subjetiva, de sociabilidad
y de dominación sociales. Estos cambios han afectado al entendimiento
individual de la realidad social, que aparece descontextualizada de procesos
sociales básicos como el trabajo, la reivindicación laboral
o política o la noción de globalidad. Igualmente opera sobre
la pasividad del espectador -mero consumidor de imágenes, a menudo
irreales-, al tiempo que modifica el tiempo libre y enfatiza determinados
valores, redefiniendo pautas de socialización que atomizan a los
ciudadanos insistiendo en su vertiente de compradores en un mercado embellecido
(el "narcisismo consumista" (Lash, 1986).
En la medida en que la publicidad es la que marca el valor del
tiempo en pantalla, los mensajes políticos se han visto obligados
a reducirse, simplificándose en una suerte de frases de efecto que
tienden a igualar todos los discursos políticos; de esta manera
la forma empieza a ser el contenido, se magnifican los personajes y se desvalorizan
las ideas, por lo que la mercadotecnia gana terreno en la política.
A pesar de las facilidades de información, paradójicamente
no se conocen mejor sus programas políticos. Al contrario, los partidos
políticos han visto modificada su actividad: se retrocede en los
mecanismos de articulación de propaganda tanto interna como externamente
(la militancia cuenta menos, y los oradores televisivos expanden su poder
dentro de los partidos). La televisión ha transformado la manera
de entender el mundo y la izquierda, y la socialdemocracia en particular,
no se han planteado disputar esta visión del mundo por medio de un
uso alternativo de los medios. El poder de los medios de información
ha consistido en amplificar unas parcelas de la realidad y esconder otras.
Antaño, una de las batallas de la socialdemocracia fue contrarrestar
la hegemonía de opinión de los periodicos burgueses con la
prensa proletaria y los clubs de cultura socialista. Contra la unidireccionalidad
y verticalidad de la televisión no hay más alternativas que
la horizontalidad y reciprocidad de otras formas de usar el medio: una televisión
ciudadana, no dinamizada por la lógica del consumo de la publicidad.
IV.
Dilemas y perspectivas de la socialdemocracia.
El dilema crucial de la socialdemocracia, compartido con el resto de fuerzas
de izquierda, consiste en definir la idea de progreso y establecer los pasos
concretos para su aplicación (ni análisis sin propuestas,
ni propuestas sin análisis). Esta compleja tarea adquiere un
mayor grado de dificultad desde el momento en que se asume que la actual
indefinición ideológica -la auténtica crisis de
la socialdemocracia- obliga a defender, frente al renovado ímpetu
de las fuerzas que dinamizan un mercado de escala planetaria, un programa
cuyo mínimo ha de ser la conservación de las conquistas
sociales y morales del pasado -con atención a los nuevos problemas
de medio ambiente y sin olvidar la generalización de esos logros
a aquellos colectivos aún no integrados-, y su máximo una
"estrategia de poder" que permita hacer cierta en el menor plazo posible
su definición utópica transformadora.
La labor de conservación debe articularse desde un uso
renovado de las instituciones políticas existentes. Aún reconociéndose
la absoluta validez de los mecanismos de democracia representativa y de los
partidos políticos democráticos, ha de entenderse la necesidad
de su complemento con nuevos mecanismos de participación para los
diferentes actores sociales. Fórmulas de incorporación -no
de colonización- entre los partidos políticos y los movimientos
sociales aparecen en la agenda de las prioridades de una ideología
emancipadora (Reichmann, 1994).
La socialdemocracia vive otro gran dilema al plantearse la necesidad
de crear mecanismos que generen una gobernabilidad legítima
(consentida tras un discurso libre) en ese espacio transnacional gobernado
por un mercado mundial al que dinamiza la lógica financiera especulativa
que, paradójicamente, empieza a cuestionar el alto grado de consumo
y bienestar del primer mundo, beneficiario de la actual configuración
de la estructura económica mundial. El entonces Presidente francés
Mitterrand, en una de sus últimas apariciones oficiales, con motivo
de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague,1995), dejaba
entrever una preocupación clave en este aspecto cuando, en solitario,
apoyaba como gobernante de un país del norte la propuesta de establecer
impuestos especiales a los movimientos internacionales de capital. Tambien
es destacable que en esta cumbre se presentó, a propuesta del foro
alternativo de ONG's, un código de conducta para las empresas transnacionales
que finalmente sería desestimado por el foro oficial, quien realmente
podía hacerlo ejecutivo.
Desde esta perspectiva, se hace cada vez más evidente
la necesidad de recuperar el viejo sueño ilustrado - el gobierno
mundial kantiano- como núcleo de la nueva utopía desde la que
movilizar y organizar las energías sociales para enfrentar la inercia
de un sistema aparentemente autorregulado. El paciente trabajo de armonización
reglamentaria, monetaria, social y política emprendido en Europa
hace ya medio siglo, a pesar de su timidez es un ejemplo a extender al resto
del mundo, si bien reequilibrando sus aspectos económicos y sus aspectos
sociales (Jerez, 1993).
Junto a esta meta revolucionaria -en tanto objetivo de transformación
de largo alcance-, el socialismo posindustrial se enfrenta a un segundo
dilema: cuestionar la idea de progreso material perpetuo y asumir una reflexión
de fondo, la antiproductivista (Gorz, 1988), que tradicionalmente
le ha sido ajena.
En esta dirección, se plantea a la socialdemocracia la
necesidad de una alianza estratégica con los nuevos movimientos
sociales en torno a dos temas principales y complementarios. Primero, el
cuestionamiento, a partir de la reflexión sobre los límites
medioambientales, del consumo ilimitado. La obsolescencia programada de
productos puede ser racional desde el punto de vista mercantil pero no lo
es desde el punto de vista socioambiental. Ante este problema, no se puede
confiar a soluciones tecnológicas el problema de los desequilibrios
ecológicos de la biosfera, ya que no deja de ser una confianza en
la correcta asignación de recursos del mercado: la demanda de soluciones
creará su propia oferta. Al problema de los tiempos -el establecer
medidas cuando los daños sean irreversibles-, hay que añadir
el problema de la distribución social -entre las clases- y geográfica
-norte y sur- de estas soluciones "autorreguladas". El capitalismo en crisis
busca su ajuste allí donde menos resistencias encuentra, siendo
el primer referente -por su incapacidad de plantear protestas en el corto
plazo- la esquilmación del medio ambiente como forma de reconstruir
la tasa de ganancia.
Un segundo problema vinculado a esta dimensión antiproductivista
se encuentra en la cuestión participativa. Las propuestas de participación
que manejan los nuevos movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales
se mueven en dos direcciones básicas: (1) cuestionando el monopolio
del conocimiento experto, crítica que, como segundo momento, conlleva
una democratización de la responsabilidad social sobre el proceso
decisorio institucional más allá de la cultura paternalista
del Estado de bienestar; y (2) una redefinición del trabajo productivo
- no necesariamente asalariado pero de utilidad social- al que atienden
gran parte de esas organizaciones y movimientos que configuran lo que empieza
a llamarse Tercer Sector (no lucrativo, no gubernamental, de iniciativas
privado-sociales encaminadas a la búsqueda del bien común por
medio de rearticular un espacio público, no necesariamente estatal).
En este marco es donde hay que situar la crítica a la
principal respuesta socialdemócrata a la ofensiva neoliberal, el
ingreso mínimo garantizado. Esta propuesta no puede entenderse
al margen de una profunda reflexión cultural global a medio plazo
(los cambios culturales precisan un horizonte temporal de al menos una generación)
que entienda que en una sociedad de clases y con un contexto medíatico
que potencia la privacidad, el escapismo consumista y la no participación,
tal ingreso, pese a solucionar situaciones de máxima indigencia, insistirá
en bordear el núcleo del problema. El Estado benefactor se combina
en este momento con amplios procesos de desintegración social, agresividad
y violencia inherentes al vacio psicológico producto del hundimiento
de la cultura del trabajo, procesos contra los que la gestión estatal
está fracasando. De esta manera, la solución no habría
de encontrarla en la desconsideración de tal ingreso, sino en la puesta
en marcha de mecanismos participativos que puedan reconstruir los vínculos
comunitarios ineludibles para otorgar una dimensión de utilidad social
a este tipo de salario, al tiempo que ayude a disminuir la brecha social
vinculada a las diferentes relaciones laborales.
La voluntad participativa de determinados actores sociales (movimientos,
ONG's, asociacionismo civil) para implicarse en la producción legislativa
que atañe a sus ámbitos de actuación así como
en la gestión de las políticas públicas ahí
desarrolladas puede aportar dinámicas de interés desde diferentes
puntos de vista: (1) por la legitimación de las autoridades públicas
merced a su voluntad democrática; (2) por la eficacia, informando
del proceso decisorio y supervisando el manejo de fondos públicos;
(3) en relación a la justicia redistributiva, optimizando el uso
de recursos y coadyuvando a la desprivatización de determinadas
áreas de los negocios públicos privatizada por actores mercantiles.
La puesta en marcha de este tipo de participación requiere, desde
el punto de vista de la reflexión y la acción partidarias,
la apertura de un debate acerca de la necesidad de repolitización
de la gestión cuasiautomática de la cosa pública
y de resocialización de la política. En este proceso de redefiniciones
la utilización de mecanismos de democracia semidirecta pueden colaborar
en la polítización de aspectos gubernamentales básicos.
La articulación de estos mecanismos puede superar la noción
de participación liberal de nuestra democracia (basada en la inhibición
postelectoral, la desconfianza en el ciudadano y la supuesta inevitabilidad
de la democracia formal como condición "necesaria y suficiente"
(Monedero, 1995)- para cultivar una democracia de tipo socialista, cuya
razón de ser está en la incorporación social de la
política en su cotidianeidad, entendida como preocupación
y compromiso con lo público, de manera que, sin renunciar a los
compromisos formales, pueda avancerse en los contenidos reales de la igualdad
de oportunidades.
Un nuevo problema surge al preguntarse si las sociedades querrían
este tipo de participación. Posiblemente sean sectores minoritarios
los que perciban la participación como un mecanismo que va más
allá de la presión de tipo corporativo para cubrir determinada
demanda. Estos sectores intentan recuperar, a través de la participación,
una significado de la idea de calidad de vida que tenga presente sus connotaciones
de sociabilidad compartida y de ciudadanía, frente a la ideología
feliz del consumismo narcisista, de carácter individualizador, egoista,
compulsivo y antipolítico.
Estos sectores participativos tendrán escasas posibilidades
de expandirse si, como se ha señalado, no se abordan los problemas
ligados a los medios de comunicación y a la industria cultural que
construyen la hegemonía de unos valores antisociales en el capitalismo
de la aldea global.
En esta esfera se presenta el tercer dilema. A pesar de reconocer
el valor de las conquistas socialdemócratas a lo largo de décadas
en el marco capitalista, se plantean como reversibles a partir de su articulación
con la dinámica adquirida por un sector económico de una trascendencia
cultural no ponderada. En este sentido, se presenta la necesidad de hacer
efectiva la función social de los medios de comunicación,
tanto los de propiedad privada como pública, realizando una socialización
democratizadora de sus contenidos que cuestione la dictadura de las audiencias
que no es otra que la de los propietarios. Es la la única vía
para que, como plantea Habermas, el mundo de vida adquiera visibilidad
en una opinión pública en la que sólo aparece como
relevante las urgencias y necesidades del mercado y del Estado, pero nunca
los planteamientos críticos realizados por los sectores organizados
de la sociedad civil (Habermas, 1991). Éstos podrían dar
usos alternativos de los medios audiovisuales en la explicación
de la complejidad del mundo de hoy, paso ineludible en la consecución
de la comunidad de diálogo.
Afrontar
estos dilemas supera los recursos humanos e ideológicos de la socialdemocracia,
y exige una rearticulación de las fuerzas políticas de tradición
emancipadora. Por tanto, )cuál es la perspectiva para que las fuerzas
políticas y la ideología socialdemocracia participen en la
emergencia de un sujeto histórico transformador?
La clase obrera "clásica", que orientó como sujeto
la reflexión política del pensamiento marxista a lo largo
de este siglo, ha sido transformada cualitativamente y arrinconada numéricamente
a través de los cambios en las estructuras productivas del capitalismo
tardío. En la medida en que las esperanzas depositadas por algunos
teóricos de la izquierda en los nuevos trabajadores del conocimiento
y la información - que pese a ser asalariados son poseedores de un
saber específico y, por tanto, son susceptibles de ser, al menos subjetivamente,
clase dominante- se desvanecen, es pertinente interrogarse sobre qué
grupos sociales confomarían este nuevo sujeto de vocación transformadora.
El núcleo sociológico más importante pasan a ser las
clases medias, que pese a estar mayoritariamente subordinadas a
la lógica de dominación del capital, siguen siendo una clase
puente que en determinadas coyunturas rearticula y orienta las alianzas
sociales y políticas partidarias. En grandes rasgos, y tal como
observa Offe respecto de los movimientos sociales, hay un sector amplio
de clases medias vinculada al sector público, específicamente
a sus áreas sociales, del que emergen los articuladores y líderes
de los nuevos movimientos sociales de carácter progresista.
Por su parte el sindicalismo de clase se ve abocado a responder
con nuevas estrategias a la presión fragmentadora del sindicalismo
de resultados, que durante las últimas décadas ha marcado
la dinámica del conflicto laboral, enfatizando casi con exclusivadad
la vigilancia a las conquistas conseguidas en el pasado y en la reposición
salarial de segmentos cada vez más minoritarios del mercado laboral.
En
este sentido, los sindicatos de clase tienen su propio dilema al encontrarse
ante la disyuntiva de, o bien contemplar cómo descienden sus tasas
de afiliación y su capacidad de representación y movilización,
o realizar el análisis crítico de su gestión y superar
el alejamiento de sectores cada vez más amplios de trabajadores.
Esta labor de reestructuración del movimiento sindical - con colectivos
con grados muy diferenciados de organización e, incluso, inorgánicos,
dada su posición de marginación y dependencia - es ineludible
si realmente se plantea superar unas estrategias defensivas ()dónde
se sitúa el punto de partida de lo defendible? )en lo prometido y
no alcanzado? )en cada momento concreto? )respecto del punto más
alto existente?) tendencialmente condenadas al fracaso y al enquistamiento
corporativo por su aislamiento de la sociedad. Sin obviar que en los comienzos
es realmente complicado conseguir una acción unitaria de las distintas
sensibilidades sindicales, los núcleos más dinámicos
van abriendo, con gran lentitud, su agenda de trabajo al resto de los problemas
vinculados al mundo laboral de la sociedad postindiustrial. La reducción
de la jornada laboral con la intención de repartir el trabajo ante
una situación de desempleo debido a causas tecnológicas;
la organización de mecanismos de comunicación, para garantizar
las condiciones mínimas de trabajo y de cumplimiento de los derechos
laborales en áreas caracterizadas por su precariedad, tales como
el empleo parcial y juvenil o la contratación a través de
agencias privadas de empleo, así como en el ámbito internacional
para evitar el tan denunciado dumping social-; la organización
de los parados de larga duración en torno a la reducción de
la jornada de trabajo y la redefinición del trabajo de utilidad social
son algunos aspectos de esta reflexión.
Al mismo tiempo esta recomposición estratégica
en el ámbito laboral y sindical no puede renunciar a buscar la convergencia,
tanto a nivel local y sectorial, de los distintos campos de conflicto que
protagonizan los nuevos movimientos sociales, buscando su racionalidad
común (Offe 1988), su mínimo denominador (lo que une antes
que lo que separa).
En esta línea, desde la perspectiva político organizativa,
la forma de estrutura de partido arrecife (Reichmann, 1994), puede
permitir: 1) la comunicación infomadora y formativa entre las actuaciones
de los distintos ámbitos así como el apoyo en sus momentos
de conflicto; 2) la entrada de estas reivindicaciones dentro de la lógica
de las instituciones políticas con el fín de solicitar el
apoyo de ciudadanos que no están directamente implicados en estos
procesos, otorgándoles visivilidad en los distintos momentos del
proceso político (Parlamento e instituciones del Estado, medios
de comunicación y campañas electorales). Sin duda, esta labor
de rearticulación política es díficilmente compatible
con la imposición de los tiempos electorales y requiere enfrentar
de forma activa la autonomización de los funcionarios políticos
en relación a la conquista de las responsabilidades gubernamentales.
Como ya se apuntó respecto de la discusión "reforma-revolución",
la dinámica "lógica electoral/institucional-frente ideológico"
son las dos caras de una misma moneda que han de estar dialécticamente
enfrentadas pero nunca al margen uno de otro.
Este proceso de superación de crisis de la socialdemocracia,
que en realidad es el eje central de la rearticulación de la izquierda,
requiere ingentes energías sociales que las opulentas y cómodas
sociedades occidentales, hoy por hoy, no parecen dipuestas a ofrecer. En
este sentido, el análisis aquí realizado transpira cierto pesimismo
posmoderno desde el momento que existen serias dudas de si será necesario
ver de cerca la catástrofe -ecológica, bélica, neoautoritaria-
para que la sociedad reaccione, o si de hecho estamos imposibilitados para
hacerlo incluso en esa situación. Mientras tanto, la sensibilidad
de izquierda está condenada a permanecer, más allá
del gramsciano optimismo de la voluntad, en las islas de subculturas que
corresponden a las distintas tradiciones emancipadoras -comunistas, libertarias,
ecologistas, teologías de liberación- en una postura que sólo
puede aspirar a conectar dichas islas dentro de una lógica de la
resistencia, creando un siempre amenazado archipiélago de libertad-solidaria.
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