miércoles, 30 de marzo de 2011
En clase de Historia
Imperialismo, causas de la Primera Guerra Mundial y esquemas generales.
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domingo, 27 de marzo de 2011
sábado, 26 de marzo de 2011
viernes, 25 de marzo de 2011
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¿Qué es el liberalismo?
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23 de marzo de 2011 | Universidad de San Carlos de Guatemala | Duración:61 minutos
jueves, 24 de marzo de 2011
martes, 22 de marzo de 2011
lunes, 21 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
jueves, 17 de marzo de 2011
martes, 15 de marzo de 2011
lunes, 14 de marzo de 2011
viernes, 11 de marzo de 2011
El largo camino de la supremacía naval británica en la vision del Dr. Antonio Lezama, Programa de Arqueología Subacuática (PAS), Departamento de Arqueología, Facultad de Humanidades y Cs. de la educación.
Simposio "En torno a las Invasiones Inglesas: relaciones políticas, económicas y culturales a lo largo de dos siglos. Montevideo 16, 17 y 18 de Agosto de 2006. Universidad de la República. FHCE.
El largo camino de la supremacía
naval británica
__________________________________________________________________________________________________________________________
Antonio Lezama*
Inglaterra fue, durante cerca de 150 años, desde comienzos del siglo XIX hasta la 2ª guerra mundial, la “reina de los mares”. Su superioridad naval se impone en todos los rangos: tonelaje flotante, poder de fuego, puertos de reabastecimiento, velocidad, comunicaciones. Gracias a ella logra establecer, durante la mayor parte del período lo que, a nivel marino, podría calificarse como “pax británica”. Esta situación le permitirá habilitar el “libre comercio”, que sirve de base a su propia consolidación como potencia hegemónica capitalista la que, desarrollo productivo mediante, le permite mantenerse a la vanguardia de la carrera armamentista y sostener su dominio de los mares.
La sincronía entre su carácter de principal potencia industrial y su dominio marítimo puede llevarnos a simplificar la explicación de esa realidad histórica estableciendo simples relaciones de causa/efecto. Este trabajo pretende solamente apuntar algunas observaciones sobre la complejidad de ese proceso –hubo potencias industriales que nunca lograron sentar las bases de un desarrollo naval duradero y hubo potencias navales que nunca lograron el desarrollo industrial necesario- y señalar algunos detalles que, inscritos en la larga duración, nos resultan particularmente significativos para la comprensión del mismo.
Estos detalles sugieren la necesaria conformación de lo que debemos llamar una cultura marítima -una acumulación de saberes y procederes- como factor clave para comprender esa particular capacidad de desarrollarse como potencia marítima que le permitirá a Inglaterra, como en el episodio que hoy nos convoca, imponer sus intereses a miles de kilómetros de distancia.
Es que la navegación no puede ser, como veremos, solamente una cuestión de conocimientos y de riquezas, es, esencialmente, una cuestión de equilibrios profundos -aquellos que hacen a la reproducción de las prácticas culturales- los que sólo pueden asegurarse en las raíces identitarias de una determinada cultura, en su matriz cultural.
La navegación es una cuestión de equilibrios.
Una multitud de equilibrios físicos, mecánicos, estructurales, económicos, sociales, mentales o psicológicos, etc. entran en juego para determinar el éxito o el fracaso de una empresa de navegación.
La mejor manera de plantear la cuestión de los equilibrios es partir del análisis de lo que podemos denominar su unidad operativa, el barco, el elemento que cumple la función concreta de unir dos puntos jeográficos con el propósito de cumplir una determinada misión.
Para simplificar el problema, adoptando una óptica que ya es tradicional (ver por ejemplo Crumlin-Pedersen, 1996; Muckelroy, 1987; Pomey y Rieth, 2005), el barco es explicado dividiéndolo en tres grandes aspectos:
1) Como máquina. El barco es –aún en sus expresiones más simples como ser una canoa monóxila- un invento capaz de sostener un determinado peso sobre el agua y de hacerlo avanzar en una determinada dirección. Aquí tendremos que ver los equilibrios físicos, las fuerzas que se oponen; tendremos que ver los materiales y sus equilibrios estructurales; tendremos que ver las fuentes de energía y de su aprovechamiento.
2) Como empresa. El barco tiene una (o varias) función (es) que cumplir. Militar, comercial, de correo, etc. Aquí analizaremos los equilibrios entre propósitos y diseños estructurales; la eficiencia en el aprovechamiento de recursos disponibles. El equilibrio entre la máquina y su destino.
3) Como comunidad. El barco, en la mayoría de los casos, supone concentración de gente y convivencia durante períodos más o menos prolongados. Aquí el equilibrio es antropológico. Biológico primero, hay que mantenerse vivo, pero también cultural, hay que reproducir los gestos que permiten al barco cumplir su destino y a la máquina su funcionamiento y evitar aquellos que puedan dificultar la convivencia.
Planteemos el ejemplo de la navegación a vela en la que el viento lo comanda todo. De su carencia o de su exceso dependerá el éxito o el fracaso de la empresa. Si falta, el viaje se alarga y, más allá de los costos comerciales o de la pérdida de oportunidades en el plano militar, pueden faltar los alimentos, consumirse la leña, escasear o corromperse el agua potable, deteriorarse las condiciones de higiene y de salud de pasajeros y tripulantes; si se desencadena, puede dañar la estructura del buque o llevarlo a chocar contra las costas.
Si construimos un barco más grande para subsanar esos problemas rompemos los equilibrios estructurales que resisten la fuerza que el agua ejerce sobre el casco. Si lográramos subsanarlos –construir un casco más fuerte- esto aumentaría el peso del barco y pondríamos en juego los equilibrios de fuerza que aseguran su desplazamiento. Podríamos aumentar la superficie de vela para aprovechar mejor el viento, pero consiguientemente hay que conseguir y fijar mástiles más altos –cuándo la buena madera se hace cada vez más escasa, cuando velas y cuerdas son todavía artesanales, ampliando el tema a los equilibrios ecológicos y comerciales- con un mayor número de vergas, pero consiguientemente con un mayor número de tripulantes, a los que hay que alojar y que alimentar y que, consiguientemente van a ocupar el espacio anteriormente previsto para cargas, fuerzas militares, pasajeros, etc. Sin hablar del aumento de las dificultades de convivencia, de higiene, etc.
Los equilibrios se multiplican y diversifican ante las distintas situaciones. Si desarrollo un mayor poder de fuego disponiendo de cañones de mayor calibre, el barco tiene que desplazar un mayor volúmen de agua para sostener el peso correspondiente, se vuelve más pesado, más lento y corro el riesgo de que la mayor eficacia lograda en un plano, el poder de fuego, sea contrarrestada por la falta de movilidad.
Necesito entonces diseñar cascos con mejor desempeño, que superen los equilibrios anteriores de formas y superficies de velamen. Para ello son necesarias la experiencia, los diseñadores, las cabezas y las habilidades prácticas funcionando conjuntamente con la posibilidad de aprovisionarse de los nuevos materiales necesarios.
Puede resultar que mi nuevo diseño requiera de nuevas infraestructuras, de puertos que puedan abrigar el nuevo tipo de embarcaciones, los que difícilmente podrán hacerse por decreto, sin poblaciones adaptadas a esos trabajos, sin vías de comunicación con el interior y los productos necesarios a la construcción y abastecimientos de los barcos.
Las nuevas tecnologías no podrán tampoco desarrollarse sin asegurar también el hierro para fundir los cañones, la pólvora, los artilleros, las raciones, etc. Otra vez equilibrios en los planos de desarrollar habilidades, de mantener los intereses, de asegurar los circuitos.
Es la existencia de una cultura marítima la que permite el mantenimiento de esos equilibrios. Una estructura que ha ido conformándose en la práctica de responder a los requerimientos que plantea la actividad naval, la que “naturalmente” tendrá recursos para responder a estos. Hay gente pensando en cómo hacer mejores barcos, hay gente que considera prestigioso el comandarlos, hay gente que tiene por tradición laboral la actividad marina, hay lugares de concentración de esas poblaciones, de intercambio de informaciones de anécdotas de las que resulta la solución cotidiana para un sinúmero de situaciones que se plantean en el mar –desde el dolor de muelas hasta la cocción de alimentos-, hay tradiciones artesanales, hay estímulos a la actividad comercial, hay una conciencia política en las clases dirigentes, etc., etc.
Trataremos entonces de exponer como, en la larga duración inglesa, casi predeterminada por su carácter de ínsula, se van planteando algunos de estos factores.
El desarrollo naval inglés.
Parece indudable el peso del determinismo geográfico en el destino naval de la Gran Bretaña. Se trata de grandes islas, autosuficientes, en principio –allí hay todo lo necesario para la sobrevivencia de la especie- pero islas en fin, a las que, desde el Paleolítico Superior, no se puede acceder de otro modo que no sea navegando.
A esa temprana tradición naval debemos agregarle la existencia de puertos naturales que facilitan la navegación de cabotaje; cursos de aguas que permiten conectar la costa marítima con el interior gracias a la posibilidad de penetración de pequeñas embarcaciones; abundantes bosques de los que sacar la madera para construir barcos y yacimientos de minerales que estimularon una muy temprana actividad minera y de fabricación de herramientas.
La navegación será siempre así una de las opciones más fáciles cuándo la sociedad británica tenga necesidad de intercambios. El marco favorable a la libertad de decisiones, que progresivamente se va creando desde 1215, a partir de la imposición por la nobleza de la “Carta Magna”, habilitará ese camino.
La pesca, la participación en los circuitos comerciales del Mar del Norte y el temprano desarrollo de la industria textil y de sus necesidades de importación y exportación harán el resto. Inglaterra no tiene todavía una flota en el sentido de organización, pero tiene mucha gente que sabe construir barcos y que sabe navegar y un desarrollo económico que tempranamente se aprovecha de ese saber.
Salvo lo dicho, hasta aquí, nada particularmente destacable, Inglaterra se inscribe en las tradiciones navales nórdicas, no conociéndose, hasta el momento -recordemos que es una actividad mal documentada- aportes particulares en el desarrollo técnico de la navegación aunque seguramente los hubo.
Cuándo a fines del siglo XV los descubrimientos realizados por Portugal y Castilla cambien el escenario de la actividad económica mundial, los ingleses estarán naturalmente prontos para entrar a competir. La postura política de las potencias ibéricas, basada en reclamar la exclusividad del beneficio de las zonas descubiertas, excluyendo a los demás países europeos, determinará que, desde el comienzo, los intentos de expansión naval se hagan bajo el signo de Marte. Comercio mundial y carrera armamentista serán sinónimos a lo largo de los siguientes tres siglos.
Para caracterizar el marco en el que comienzan a desarrollarse estos acontecimientos recordemos que los reyes de Castilla se consideraban a sí mismos "como Señores que son de las dichas mares Océanas", ni más ni menos que todos los océanos -expresión utilizada en las capitulaciones con Cristóbal Colón- otorgándole a este el pretencioso título de “Almirante de la mar océano”.
Con esa concepción, derivada de su ultracatolicismo –los reyes mandan por delegación divina y es el Papa, su vicario en la tierra (que entonces es español), el que establece los límites de las juridicciones- los monarcas de Castilla y Portugal pretendieron repartirse las rutas marítimas con el famoso tratado de Tordesillas de 1494.
Esas pretensiones serán inmediatamente rechazadas por los demás países ribereños, Franceses, Ingleses, Holandeses –por citar los principales-. Quienes comienzan, casi desde el primer día, a competir por el acceso a las nuevas riquezas.
A medida que transcurre el siglo XVI y se van propagando las informaciones sobre rutas comerciales y tesoros en metales preciosos, se vuelve cada vez más atrevida acción de los corsarios –sobretodo tratando de hacer y haciendo, presa sobre los tesoros americanos- holandeses, franceses y, principalmente, ingleses, que desafían el dominio ibérico asentado en Tordesillas.
La actividad corsaria pasa de ser endémica a ser sistemáica. Esta constará con el consentimiento tácito o explícito de la monarquía inglesa y alcanzará su apogeo con las audaces campañas de Francis Drake (que saquea el Callao y Panamá en 1579) quien fue armado caballero como premio de sus azañas y Thomas Cavendish quien saqueó Santos en 1591.
Es importante entender como estas expediciones van familiarizando, entrenando a la oficialidad inglesa en las rutas marítimas internacionales, siendo capaces de explotar aún las más difíciles, como el pasaje al océano Pacífico por el cabo de Hornos (De Bordejé, 1992:205).
La corona también apoyará empresas específicamente de decubrimiento de nuevas rutas, como las intentadas entre 1607 y 1631, buscando el paso hacia el Asia por el noroeste del continente americano.
Destaco, para marcar como se van estructurando las diferencias en el desarrollo naval de Inglaterra y de España, que la de Castilla será una política de estado puesta al servicio de una ideología fundamentalista. El monarca pretenderá disponer de todos los recursos disponibles, barcos, armas, etc., con el único e hipotético beneficio para los participantes dueños de esos bienes de participar en el reparto del botín. Esta situación, ante la posibilidad de secuestro de las embarcaciones, provocará la decadencia inmediata de la construcción naval española, que estaba en manos de particulares, la que debe volverse una empresa estatal, generadora de abismos de ineficiencia.
Por el contrario, para los ingleses, estas nuevas exigencias navales serán un negocio privado –más allá del apoyo político y muchas veces de participación como socia de la corona- del que tienen que sacar el máximo beneficio posible lo que, a su vez, los obliga a invertir en eficiencia: mejores barcos, mejor poder de fuego, etc. Será el mesianismo ultracatólico del rey de España Felipe II el obligará a los ingleses a plantearse la necesidad de una marina de guerra y sostener, ahora como nación, la competencia por las rutas comerciales.
La unión entre Castilla Portugal que, entre 1580 y 1640, se da de hecho, como consecuencia de la entronización de Felipe II como rey de Portugal, aparejará el consiguiente reforzamiento de la flota castellana, disimulando los graves problemas estructurales que hemos señalado para su mantenimiento y desarrollo. Es entonces que Felipe II, quien pretende el control de las rutas de navegación en el 90% de la superficie navegable, quien ha recibido los tesoros americanos y que además puede contar con los barcos -y la experiencia náutica- de los portugueses, decide la invasión de las Islas Británicas.
El intento se llevará a cabo en 1588 con la expedición conocida como la “Gran Armada”, cuyo fracaso significó el derrumbe de la supremacía naval ibérica. La expedición fue un esfuerzo económico gigantesco, reuniéndose 130 embarcaciones, 7 barcos de más de 1000 toneladas y 50 de entre 500 y 1.000 toneladas, Se planteaba como objetivo la derrota de los ingleses en tierra y no su derrota naval, esta última se produciría como consecuencia de la caida de los puertos. La inmensa flota tenía como función principal proteger y trasladar, desde los Países Bajos, un ejército de 15.000 hombres.
El episodio pone de manifiesto el retraso táctico y tecnológico de la armada castellana, la que mantuvo la apuesta estratégica del abordaje, llevando absurdamente las galeras del Mediterráneo al Canal de la Mancha –donde mantenerlas a flote ya era una proesa- y multiplicidando las armas de pequeño calibre destinadas a ese fin. En el mismo sentido es que los barcos españoles iban armados con cañones de tierra, los que por sus dimensiones era muy difícil recargar en el mar, con el propósito de realizar una única descarga al momento del abordaje.
Paralelamente Inglaterra apostó a barcos más maniobrables con tripulaciones experimentadas –Francis Drake es el jefe de la armada-. Apuesta, sobretodo, al cañón marino, de caño relativamente corto, con cureñas especialmente adaptadas a la maniobra, con los que se podía mantener una cadencia de tiro suficiente para –sumando a la mayor movilidad mencionada- evitar el abordaje.
En los hechos, los cañones no fueron todavía lo suficientemente poderosos como para destruir la flota enemiga –no hubo un solo barco español hundido a cañonazos- pero mientras la flota inglesa salió prácticamente indemne del enfrentamiento, España perdió la mitad de su flota –aunque sólo 1/3 de las tripulaciones- como consecuencia de la sumatoria de las impericias y las tormentas que debió enfrentar (Martin y Parker, 1988).
Nuevamente es necesario señalar el origen de algunos equilibrios, la navegación en los mares tormentosos del norte hacía que se buscara disminuir el volumen de las velas y favorecer las maniobras en los temporales. La flota española, con sus arboladuras diseñadas para otros vientos, no estuvo en condiciones de maniobrar eficazmente en el Canal de la Mancha.
La derrota de la “gran armada” contribuyó a reafirmar la vocación naval inglesa como consecuencia del reconocimiento de que las fronteras de Inglaterra debían establecerse sobre el agua. Simultáneamente, el aumento de los costos del estado inglés y las permanentes dificultades que, con el progresivo afianzamiento del parlamento, se encuentra la monarquía para fijar nuevos impuestos, lleva a que esta apueste a procurárselos en los recursos que se generan entre el corso y el comercio marítimo. De ahí a establecer políticas que tiendan a asegurar la consolidación monopólica de dichas empresas hay un paso muy pequeño, que será dado, y que luego será seguido con la determinación de tener una flota específica de guerra para asegurar su libre navegación.
Este proceso culmina con la proclamación por Oliverio Cromwell del “Acta de Navegación” (1651), que establece definitivamente ambos aspectos: el monopolio de las exportaciones y el de intermediación con productos de otros países para las embarcaciones inglesas y el principio de la construcción de una "Muralla de madera", formada por los barcos que deben extender las fronteras de Inglaterra hasta “las costas de los demás países”.
Como resultado de esta decisión Inglaterra construye 100 barcos entre 1650 y 1658, 80 de ellos exclusivamente de guerra. A mediados del siglo XVII ya tiene una flota de entre 120 y 150.000 toneladas. Es muy importante, desde el punto de vista económico y de la ampliación de las flotas, las capturas hechas en "corso" durante las guerras. Por ejemplo, durante la segunda mitad del siglo XVII Inglaterra capturará entre 3.700 y 4.400 barcos, particularmente holandeses (aunque pierde también una cifra importante).
Es necesario abrir un paréntesis para recordar los enormes costos que implica esta actividad, fácilmente comparable con la reciente “carrera armamentista” por la concentración de recursos que significa. No olvidemos que esta es una producción artesanal en la que todo tiene que ser hecho a mano, por ejemplo, es recién a fines del siglo XVIII, que un elemento tan menor como las poleas, comienza a fabricarse industrialmente. La duración promedio de un barco del siglo XVII es solamente de 25 años y a fines del siglo XVIII no llega a 15 años. Esta disminución en la vida útil se da como consecuencia de la toma de conciencia de que el mantenimiento es más caro que la construcción.
Se precisan 18 meses, en promedio, para la construcción de un navío hasta su lanzamiento, 2 años para que esté en condiciones de navegar. A los 5 años precisa un primer carenado, que le da vida por 3 o 4 años más y entonces es necesario un reacomodo más importante. A los 13 o 14 años hay que decidir entre rehacerlo o abandonarlo.
Paralelamente, el crecimiento del poder naval inglés y la pretensión de excluir a otras banderas de su comercio marítimo la llevarán al enfrentamiento contra Holanda, la primera perjudicada por dicha política.
La marina holandesa había sido, con sus “Gueux de la mer”, el pilar de su lucha por la independencia de España y había sido la primera en desarrollar un cuerpo profesional, adaptado tanto para el comercio como para la guerra. La flota holandesa crece sostenidamente desde fines del siglo XVI y, hacia 1640/1650, cuenta con unas 400.000 toneladas; llegando a construir, entre 1650 y 1700, cerca de 2.000 barcos por año. Hacia fines del siglo XVII cuenta con una flota de 900.000 toneladas y 20.000 barcos, mientras los ingleses disponen de 500.000 toneladas y el resto de Europa suma 2.000.000 de toneladas.
Sin embargo, pese a contar con una flota más importante, y el haber ganado en el campo de batalla las tres guerras navales en las que enfrentó a Inglaterra a lo largo del siglo XVII (1652-1654; 1665-1667 y 1672-1674), el resultado final será la supremacía inglesa.
Estos enfrentamientos son una buena oportunidad para resaltar el problema de los equilibrios. Se enfrentarán dos flotas de características similares en cuánto a su origen pero los barcos holandeses, por las características de sus puertos, precisan menos calado, lo que trae como consecuencia barcos más redondos, de menor tonelaje y por lo tanto menor velamen, lo que significa menos potencia, menos capacidad de carga y menos poder de fuego. Paralelamente, el esfuerzo naval holandés se hace en detrimento de su flota comercial –es la misma que la de guerra- mientras que resulta en un permanente reforzamiento de la armada inglesa.
Inglaterra había apostado a barcos más maniobrables y al cañón, logrando ente 1590 y 1660, un importantísimo avance en la cadencia de tiro. A partir de 1640 desarrolla el “navío de línea", especialmente adaptado para los combates de artillería. Su triunfo se basará en el desarrollo del “navío de línea” y en la organización de la flota de guerra en "rangos".
Derrotada Holanda, la que desde 1702 estará dinásticamente unida a Inglaterra, esta última (que desde la unificación de las coronas escocesa e inglesa en 1707 será "El Reino Unido de Gran Bretaña") logra una casi total hegemonía marítima, creándose una nueva talasocracia, pese a la rivalidad francesa.
A fin del siglo XVII, mientras España construye en el Cantábrico barcos de 70 cañones, Inglaterra y Francia ya los construyen de 3 puentes con hasta 100 cañones, incluso de 36 libras en la batería baja. En una proporción de 1 a 9, en 1740 la armada española tiene sólo 18 navíos y 15 embarcaciones menores mientras Inglaterra tiene 100 navíos y 188 embarcaciones menores.
Para 1702 ya cuenta con 3.300 barcos que cargan 270.000 toneladas (82 toneladas de promedio), en las primeras décadas del siglo XVIII llega a las 400.000 toneladas y hacia 1800 tiene16.500 barcos que cargan 2.780.000 toneladas (168 toneladas promedio).
La supremacía inglesa se basa en las particulares características de su devenir histórico, que le permitirán concentrar sus energías como nación en un permanente desarrollo económico basado en su capacidad de controlar el comercio marítimo. Para esto, siguiendo el ejemplo de Holanda, construirá una flota de guerra a cuyo frente instalará un organismo el “Almirantazgo”, capaz de promover y asegurar, en forma continua y sistemática, la formación de oficiales navales, la preparación de tripulaciones, la incorporación de adelantos tecnológicos y de recursos para la construcción naval, como la utilización del forro de cobre para el casco de las embarcaciones, cuyo uso se generaliza en el último cuarto del siglo XVIII..
El almirantazgo es la clave de la supremacía inglesa desde comienzos del siglo XVIII hasta la segunda guerra mundial. Respaldado por una política de estado será el gran responsable de la continuidad de la política naval en todos los planos: Número de barcos, calidad, selección de oficiales, entrenamiento de los marineros, etc.
Recordemos que un navío de 70 cañones precisa de 400 a 500 hombres, uno de 74 precisa 750 y uno de tres puentes más de 1.000. La escasez de marineros es permanente; la ventaja de Inglaterra es que dispone de recursos para mantener la flota navegando y así, aunque el reclutamiento de gente sin entrenamiento es esencialmente forzado, como sucede también en las demás naciones, este va a ser rápidamente adquirido por la permanencia en el mar. Por ejemplo, en la marina inglesa era habitual embarcar una banda de música para entretener a la tripulación durante las tareas rutinarias (Haythornthwaite 1994:12).
Esa capacidad de formación se revela también en las características particulares que va tomando el cuerpo de oficiales de marina, sobretodo desde fines del siglo XVIII, caracterizándose como una mezcla de noble y sabio, necesariamente al tanto de lo "últimos" conocimientos y obsesionados por mantener la ventaja en la capacidad de maniobra, en el mayor poder de fuego, precisión de tiro, etc., que serán la base para sus victorias navales.
Para entender su eficacia, sobre todo en comparación con Francia y España sus principales rivales, es necesario recordar que el “Almirantazgo” contó con la autonomía económica y que además actuó en un mercado abierto con los mejores precios. Por ejemplo, Inglaterra se abastece de madera directamente en el puerto ruso de Riga; como es un buen cliente, se asegura siempre las mejores maderas dejando para la competencia las de calidad inferior.
La rivalidad franco-británica (siglo XVIII).
Francia, aun en mayor medida que Inglaterra, en razón de su proximidad con la Península Ibérica, conoció, desde sus inicios, las nuevas perspectivas económicas que ofrecía el descubrimiento de América. Los corsarios de sus puertos atlánticos aumentarán su actividad y la monarquía francesa, que por boca de su rey Francisco Iº había explícitamente rechazado el reparto de los océanos hecho en Tordesillas, promoverá viajes de descubrimiento y explotación económica de los nuevos territorios.
Esta política se orientará en dos direcciones: hacia la costa del Brasil, donde chocará violentamente con Portugal, hasta su expulsión definitiva (recién en 1567 los franceses son definitivamente expulsados de la bahía de Guanabara) y, a partir de 1541, con la exploración francesa del Canadá que se intensifica a partir de 1603.
Sin limitantes en recursos (incluyendo los puertos) Francia mantendrá -muchas veces adelantándose-, una reñida competencia, en lo militar y lo tecnológico, por el dominio naval con Inglaterra. Francia e Inglaterra se embarcarán, entre 1680 y 1815, lo que Acerra y Meyer (1990) califican de "Segunda guerra de 100 años".
A mediados del XVII Francia tiene una flota de entre 120 y 150.000 toneladas, casi la misma que Inglaterra en ese momento. Sin embargo, como en el caso de España (aunque casi un siglo antes) el crecimiento de la marina militar francesa será protagonizado por el ministro de gobierno. En 1664 -cuando Colbert empieza a ocuparse del asunto- Francia sólo tiene 18 navíos de línea, en 1674 ya cuenta con 100 navíos de guerra. La construcción a ese ritmo implicó tanto una planificación extrema como una improvisación permanente. En 1670, se adopta el sistema de "rangos", logrando, a fines del siglo XVII, tener la flota más poderosa. Esto traerá como consecuencia la alianza entre Inglaterra y Holanda.
Sin embargo, Francia no contará con nada comparable al "Almirantazgo" inglés. En contraposición con el sistema Inglés, la monarquía francesa mantuvo una política errática en relación al desarrollo de la marina: la nobleza no encontrará una carrera prestigiante en el mar, los requerimientos técnicos, la provisión de recursos y el reclutamiento no resultan de un sistema armonioso (para la construcción y la provisión de los barcos la dirección corresponde al "intendente del puerto", lo que trae permanentes conflictos entre civiles y militares).
A título de ejemplo, en tiempos de Luis XIV, Francia cuenta con unos 65.000 marinos, que solo alcanzan para equipar de 65 a 70 navíos de línea y sus correspondientes fragatas. Francia, frente a una permanente escasez de marineros, recurre, como Inglaterra, a la leva forzosa, pero ya cuando tiene que usar la flota de guerra y por lo tanto sin tiempo previo de entrenamiento.
Se verá además seriamente perjudicada por el espionaje "industrial" y "científico" y por la copia y reutilización permanente de los barcos capturados como en el caso del "Invincible", buque insignia de la marina francesa, capturado en su primer travesía (1744).
Las fallas estructurales mencionadas harán imposible que, pese a los supremos esfuerzos intentados en diversas ocasiones, la marina francesa pueda nunca imponerse frente a la inglesa.
La política de desarrollo sistemático de la fuerza naval francesa será abandonada luego de la firma del tratado Utrecht (1713). Mientras en 1702 tenía 120 barcos de guerra, en 1715 tiene sólo 46, llegando en 1720 a un mínimo de 35. Es sin embargo una época de florecimiento comercial, particularmente con las Antillas. Pero, aparentemente, no hay continuidad en el esfuerzo económico, los capitales exitosos en el comercio se orientan luego hacia la propiedad de la tierra y el ennoblecimiento.
A partir de 1730 se retoma la construcción militar naval francesa aunque ya concientes de la imposibilidad de alcanzar a Inglaterra y de la necesidad de apoyarse en una política de alianzas. Los enfrentamientos serán casi permanentes: la guerra de sucesión de Austria (1740-1748) le costó a Francia e Inglaterra unos 3.300 barcos a cada una; la guerra "de los siete años" (1756-1763), guerra de la independencia Americana (1777-1782) –única instancia en la que hubo una ventaja franco-española- y los episodios relacionados con la Revolución Francesa hasta la batalla de Trafalgar en 1805.
La presencia naval inglesa en el Río de la Plata
La presencia de marinos ingleses en el Río de la Plata se remonta a las primeras expediciones de exploración. Sabemos que Sebastián Caboto, cuya carrera naval se inicia en Inglaterra, trajo como piloto a Enrique Patimer, en 1527, lo que nos hace suponer que este ya tenía experiencia en la navegación transoceánica.
La siguiente referencia a la presencia inglesa, de 1581, tiene que ver con las expediciones corsarias, especialmente la comandada por John Drake –sobrino de Sir Francis- la que se accidentó a la entrada del Río de la Plata dando origen a uno de sus topónimos más importantes el “banco Inglés” (primeramente identificado como “laja del inglés”) y que terminó con la prisión de los sobrevivientes en las cárceles de la Inquisición en Lima.
La presencia de corsarios ingleses es señalada nuevamente para 1582 cuando “Eduardo Fontano” habría estado en la isla de Martín García (Lozano, 1874: 245), pero es en 1587 que, por primera vez se produce la captura de embarcaciones a la altura del Río de la Plata (Varnhagen, 1927: 29).
Probablemente el corso y el comercio fueran dos caras de una misma expedición. Sabemos que, para esa fecha, se habían tejido lazos, incluso familiares, con la población del puerto de San Vicente (San Pablo, Brasil), desde donde se solicitaba a Londres un listado de mercancias particularmente demandadas, a saber: “sombreros, camisas, cerraduras de puertas y baúles, papel, vasos, espejos, platos de estaño, especias, jabón, clavos, cintos de cuero, hachas, martillos, hierro, etc.”, las que efectivamente llegaron el 3 de febrero de 1581 (Varnhagen, 1927: 481).
La actividad comercial con los extranjeros, holandeses, franceses e ingleses, aunque mal documentada por su carácter clandestino, es constante todo a lo largo del siglo XVII (Villalobos, 1965 : 10-11). Moutoukias señala que de los 158 barcos “arribados” –es decir que se vieron obligados a llegar al prohibido puerto de Buenos Aires, durante la segunda mitad de dicho siglo, con motivo de diversas emergencias- el 50% son holandeses, el 24,2 portugueses, el 10,5, españolas, el 9,64 inglesas, y el 5,64% francesas (Moutoukias, 1988:62). Es importante destacar que, en el mismo período, sólo llegaron legalmente 34 barcos. Señalemos de paso que las “arribadas forzosas” prácticamente desaparecen de los registros de Buenos Aires luego de la fundación de Colonia del Sacramento en 1680.
Encontramos otro testimonio de esta presencia inglesa en la descripción hecha por Acaratte du Biscay, comerciante francés que se hace pasar por español, quien, al llegar a Buenos Aires en 1655 encontró en el puerto “veinte buques holandeses y dos ingleses, cargados de regreso con cueros de toro, plata en láminas y lana de vicuña, que habían recibido en cambio de sus mercaderías” (Acaratte, 1943: 29).
Será a partir del tratado de Utrech, de 1713, que la creciente superioridad naval inglesa empieza a ser reconocida internacionalmente, admitiéndose, por no poder impedirlo, su comercio. Es el caso de la creación de la “South Sea Company”, a la que la corona española debe contratar para asegurar el abastecimiento de esclavos a sus colonias americana.
En el caso del Río de la Plata, la presencia de esta compañía dará lugar a una importantísima presencia de embarcaciones inglesas durante el período 1715-1739, tiempo en el que llegaron 61 naves, que transportaron 18.400 negros esclavos y –so capa- abundantes mercancías. Pedro Lozano, testigo de estos acontecimientos, los describe así: “estos [los ingleses] á vuelta de su negra mercadería introducen tanta multitud de otras que desaguan por esta vía, y extravían, hacia su reino, buenas parte de la riqueza del opulentísimo cerro de Potosí, pues según consta en sus mismas gacetas” (Lozano, 1873: 144).
La presencia inglesa en el Río de la Plata seguirá aumentando a medida que se afiance la hegemonía de Inglaterra en el comercio marítimo, fluctuando, aunque nunca deteniéndose, en función de los episodios bélicos. Esta presencia que obliga a la corona española a tomar medidas, como la expulsión de los ingleses de las Malvinas en 1769 y la consiguiente instalación “una armadilla” para su control, de la que surgirá, en 1781, el Apostadero de Montevideo.
Cabe destacar en este sentido, la impresionante flota, de guerra y de comercio que ocupó el Río de la Plata durante los episodios de las “Invasiones Inglesas” entre 1806 y 1807 (unas 100 embarcaciones, 70 de ellas mercantes).
Finalmente quiero señalar que esta presencia naval inglesa a dejado numerosos testimonios arqueológicos, como los restos localizados en la bahía de Maldonado correspondientes a los navíos “Sea Horse”, un barco negrero, que procedía de Buenos Aires, que naufragó el 29 de setiembre de 1728 en la punta sur de la isla Gorrití; y el “Agamemnón”, naufragado el 16 de junio de 1809 en la cercanía de la punta norte de la isla Gorriti; buque de guerra que retornaba a Río de Janeiro.
La “pax” inglesa, la navegación de los siglos XIX y XX.
La imposición del dominio inglés sobre los mares establecerá una “pax” inglesa, que promoverá el desarrollo de las marinas y del comercio marítimo en general.
La navegación de los siglos XIX y XX se verá profundamente impactada por los acelerados cambios tecnológicos que se producen como consecuencia de la revolución industrial. Mencionaremos aquí sólo los hitos más importantes: la navegación a vapor y la fabricación de cascos de hierro, los que serán retomados en el capítulo consagrado a la evolución de las construcciones navales.
Con respecto a la navegación a vapor aunque hay ensayos anteriores, el motor vapor recién comienza a tener éxito comercial a partir del barco “Clermont”, botado en 1807 por Fulton, en el río Hudson. El primer barco a vapor en cruzar el Atlántico es el "Savannah" en 1819 y recién en 1840 la "Cunard-Line" establecerá un servicio regular de vapores correo entre Inglaterra y Norteamérica.
Sin embargo la imposición del vapor será lenta, hasta 1840/50, el vapor se usará casi exclusivamente para el transporte ya que no sirve en el plano militar dada la fragilidad de las ruedas laterales.
Aunque algunos otros barcos cruzaron el Atlántico no se constituyó un servicio regular hasta 1840 en que la empresa recién creada Cunard Line, lo estableció entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Estos eran de madera, con ruedas accionadas por vapor, contaban además con mástiles y un aparejo de barca que se usaba cuando el viento era favorable. Alcanzaba una potencia de 1.500 CV (suministrada por sus 2 máquinas) y propulsaban el barco a unos 9 nudos
Surgen defensores y detractores de los vapores a hélice, llegando a 1845, cuando se lleva a cabo una competencia entre dos vapores de guerra ingleses, uno propulsado por paletas, el otro con hélices . El resultado de la competencia fue que el vapor Rattler, era más potente al ser capaz de remolcar al de paletas. Uno de los barcos propulsado por paletas (en aguas poco profundas) y hélice( en alta mar), fue el Great Eastern, botado en 1858. A partir de entonces se trabajó en el perfeccionamiento de las hélices, las que recién se imponen en la marina comercial desde 1865, con el motor "compound".
El Ingeniero I.K. Brunel, fue el diseñador del Great Britain (1843), el primer barco a vapor, propulsado a hélice y totalmente de hierro en cruzar el Atlántico.
Paradojalmente, el siglo del vapor y de la revolución industrial será asimismo el del apogeo de la navegación a vela que mantendrá su vigencia hasta la primer mitad del siglo XX. La utilización de cascos de acero permitió superar las limitaciones estructurales de los cascos de madera y aumentar el tamaño de los veleros (en madera no se pueden sobrepasar las 3.500 toneladas). El primero de este nuevo tipo –“Clippers”- es el americano "Ironside" de 1836. El más grande que se construya será el "Preusen" (Alemania 1902) con 53 velas y 8.000 toneladas de desplazamiento. En 1914, todavía los veleros representan un cuarto de la flota total y tienen el mismo tonelaje que a mediados del siglo XIX y, hasta 1950, aun con la generalización de los motores diesel, las flotas de pesca siguen siendo esencialmente a vela.
Será la apertura de los canales interoceánicos, la disminución en el consumo de combustible de los motores y la generalización del horario de trabajo de ocho horas (que obliga a incorporar un nuevo turno de tripulación) los que terminarán definitivamente con los veleros de comercio, superiores hasta entonces en las grandes distancias.
La segunda guerra mundial fue todavía una guerra naval en el sentido de darle la victoria a aquellos que pudieron mantener abierto el sistema de comunicaciones y, si bien medida en tonelaje la supremacía se desplazará hacia los EEUU, mientras que la carrera armamentista se desplazará hacia el dominio del espacio aéreo, Inglaterra seguirá siendo un actor principal a nivel marino, como lo demuestra su capacidad de respuesta en episodios tan cercanos como el de las Malvinas.
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Referencias
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Pomey, P. y Rieth, E. (2005): L’Archéologie Navale. Editions Errance; Paris - France.
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Villalobos, S. 1965 Comercio y Contrabando en el Río de la Plata. Ed. Eudeba. Buenos Aires.
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Notas
* Dr. Antonio Lezama, Programa de Arqueología Subacuática (PAS), Departamento de Arqueología, Facultad de Humanidades y Cs. de la educación.
1. La expresión “matriz cultural” es una idea, más que un concepto. Con ella quiero expresar que del sinnúmero de variables que conforman una determinada cultura, hay algunas que –como el ADN en la biología- determinan aptitudes y comportamientos, de cuya reproducción depende que una cultura sea “más una cosa y menos otra”. Permítaseme poner el ejemplo del Uruguay, como cultura futbolera, en donde nadie precisa justificar la práctica del fútbol –una de las principales vías de la carrera de los honores nacionales-, en donde los ocios están centrados en su práctica u observación, en donde los espacios abiertos están “naturalmente” destinados a canchas, donde todos conocemos sus reglas y las intimidades de su aplicación, en síntesis, debe ser el único país del mundo que testea el 100% de su población masculina para determinar su potencialidad futbolística. La escala demográfica del Uruguay sin duda impone limitaciones, pero recordemos el caso similar de Brasil para convencernos que, contra esa base cultural, como contra la cultura marítima inglesa, no se puede.
2. No podemos dejar de referir, aunque nos apartemos brevemente de la navegación inglesa, las funestas consecuencias que tuvo para Castilla el aferrarse a esta política de origen bajo imperial romano y desgastar sus mejores recursos en intentar imponer el catolicismo a ultranza, tratando de reprimir por la fuerza los cambios que, en todos los planos, se darán a lo largo del siglo XVI.
3. La medida de la capacidad de un buque en toneladas se origina en la práctica de almacenar la carga en toneles de madera. Originalmente la medición de la cantidad de toneles en un buque se hacía utilizando un aro de hierro, de dimensiones similares al diámetro máximo de los barriles, operación denominada “arqueo”. El primer reglamento de “arqueo” conocido es de 1614. Los “toneles” son diferentes de las “toneladas”; según Fernández de Navarrete (1964: 3) “los toneles estaban con las toneladas en razón de cinco a seis, o que 10 toneles hacían 12 toneladas”.
4. 1º + de 90 cañones; 2º entre 80 y 90; 3º entre 50 y 80; 4º entre 38 y 50; 5º entre 18 y 38 y 6º menos de 18.
5. 1º de 120 - 70 cañones, 2.400-1.400 toneladas; 2º 68-62 cañones, 1.300-1.100 t.; 3º 66-48 toneladas, 1.100-850 t.; 4º 44-35 cañones, 800-550 t.; y 5º 34-28 cañones, 550-60 t.
6. Así se describe el episodio en los archivos de la Inquisición: “Richarte Ferroel, ingles, que venia en un navío que se perdió en el Rio de la Plata, i después de haber permanecido algun tiempo entre los indios se fue a Buenos Aires, de donde lo llevaron a Lima. En el Tribunal confesó que en su corazon siempre habia sido católico, aunque después se habia apartado de esta creencia; pero como diese muestras de arrepentimiento i contrición, salió con insignias de reconciliado, llevando hábito i cárcel perpetuas i cuatro años de galeote, sin sueldo [...] Juan Drac, tambien ingles, primo del célebre Sir Francis Drake, de veinte i dos años de edad, quien preso en idénticas circunstancias al anterior, dijo que le pesaba mucho haber sido luterano, por lo cual fue condenado solo a tres años de reclusión, con prohibición de ausentarse de Lima, bajo pena de relapso.” Citado por Toribio Medina, 1887: 254.
7. Por supuesto, sin que desaparezcan totalmente los enfrentamientos y las guerras, en particular, en lo que a la navegación transatlántica se refiere, no debemos dejar de señalar la guerra entre la propia Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica entre 1812-1814. Aprovecho a señalar la importancia del temprano desarrollo naval de los EEUU. Para 1775, un tercio de la flota comercial inglesa había sido construido en las trece colonias, quizás también un 10% de la flota comercial francesa. Esta producción se verá estimulada durante la guerra de independencia, cuando utilizan para el corso, los rápidos "schooners". En 1790, la marina de los EEUU cuenta con 160.000 toneladas, tanto como la española.
8. Correspond en a unos 16 Km/h
El largo camino de la supremacía
naval británica
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Antonio Lezama*
Inglaterra fue, durante cerca de 150 años, desde comienzos del siglo XIX hasta la 2ª guerra mundial, la “reina de los mares”. Su superioridad naval se impone en todos los rangos: tonelaje flotante, poder de fuego, puertos de reabastecimiento, velocidad, comunicaciones. Gracias a ella logra establecer, durante la mayor parte del período lo que, a nivel marino, podría calificarse como “pax británica”. Esta situación le permitirá habilitar el “libre comercio”, que sirve de base a su propia consolidación como potencia hegemónica capitalista la que, desarrollo productivo mediante, le permite mantenerse a la vanguardia de la carrera armamentista y sostener su dominio de los mares.
La sincronía entre su carácter de principal potencia industrial y su dominio marítimo puede llevarnos a simplificar la explicación de esa realidad histórica estableciendo simples relaciones de causa/efecto. Este trabajo pretende solamente apuntar algunas observaciones sobre la complejidad de ese proceso –hubo potencias industriales que nunca lograron sentar las bases de un desarrollo naval duradero y hubo potencias navales que nunca lograron el desarrollo industrial necesario- y señalar algunos detalles que, inscritos en la larga duración, nos resultan particularmente significativos para la comprensión del mismo.
Estos detalles sugieren la necesaria conformación de lo que debemos llamar una cultura marítima -una acumulación de saberes y procederes- como factor clave para comprender esa particular capacidad de desarrollarse como potencia marítima que le permitirá a Inglaterra, como en el episodio que hoy nos convoca, imponer sus intereses a miles de kilómetros de distancia.
Es que la navegación no puede ser, como veremos, solamente una cuestión de conocimientos y de riquezas, es, esencialmente, una cuestión de equilibrios profundos -aquellos que hacen a la reproducción de las prácticas culturales- los que sólo pueden asegurarse en las raíces identitarias de una determinada cultura, en su matriz cultural.
La navegación es una cuestión de equilibrios.
Una multitud de equilibrios físicos, mecánicos, estructurales, económicos, sociales, mentales o psicológicos, etc. entran en juego para determinar el éxito o el fracaso de una empresa de navegación.
La mejor manera de plantear la cuestión de los equilibrios es partir del análisis de lo que podemos denominar su unidad operativa, el barco, el elemento que cumple la función concreta de unir dos puntos jeográficos con el propósito de cumplir una determinada misión.
Para simplificar el problema, adoptando una óptica que ya es tradicional (ver por ejemplo Crumlin-Pedersen, 1996; Muckelroy, 1987; Pomey y Rieth, 2005), el barco es explicado dividiéndolo en tres grandes aspectos:
1) Como máquina. El barco es –aún en sus expresiones más simples como ser una canoa monóxila- un invento capaz de sostener un determinado peso sobre el agua y de hacerlo avanzar en una determinada dirección. Aquí tendremos que ver los equilibrios físicos, las fuerzas que se oponen; tendremos que ver los materiales y sus equilibrios estructurales; tendremos que ver las fuentes de energía y de su aprovechamiento.
2) Como empresa. El barco tiene una (o varias) función (es) que cumplir. Militar, comercial, de correo, etc. Aquí analizaremos los equilibrios entre propósitos y diseños estructurales; la eficiencia en el aprovechamiento de recursos disponibles. El equilibrio entre la máquina y su destino.
3) Como comunidad. El barco, en la mayoría de los casos, supone concentración de gente y convivencia durante períodos más o menos prolongados. Aquí el equilibrio es antropológico. Biológico primero, hay que mantenerse vivo, pero también cultural, hay que reproducir los gestos que permiten al barco cumplir su destino y a la máquina su funcionamiento y evitar aquellos que puedan dificultar la convivencia.
Planteemos el ejemplo de la navegación a vela en la que el viento lo comanda todo. De su carencia o de su exceso dependerá el éxito o el fracaso de la empresa. Si falta, el viaje se alarga y, más allá de los costos comerciales o de la pérdida de oportunidades en el plano militar, pueden faltar los alimentos, consumirse la leña, escasear o corromperse el agua potable, deteriorarse las condiciones de higiene y de salud de pasajeros y tripulantes; si se desencadena, puede dañar la estructura del buque o llevarlo a chocar contra las costas.
Si construimos un barco más grande para subsanar esos problemas rompemos los equilibrios estructurales que resisten la fuerza que el agua ejerce sobre el casco. Si lográramos subsanarlos –construir un casco más fuerte- esto aumentaría el peso del barco y pondríamos en juego los equilibrios de fuerza que aseguran su desplazamiento. Podríamos aumentar la superficie de vela para aprovechar mejor el viento, pero consiguientemente hay que conseguir y fijar mástiles más altos –cuándo la buena madera se hace cada vez más escasa, cuando velas y cuerdas son todavía artesanales, ampliando el tema a los equilibrios ecológicos y comerciales- con un mayor número de vergas, pero consiguientemente con un mayor número de tripulantes, a los que hay que alojar y que alimentar y que, consiguientemente van a ocupar el espacio anteriormente previsto para cargas, fuerzas militares, pasajeros, etc. Sin hablar del aumento de las dificultades de convivencia, de higiene, etc.
Los equilibrios se multiplican y diversifican ante las distintas situaciones. Si desarrollo un mayor poder de fuego disponiendo de cañones de mayor calibre, el barco tiene que desplazar un mayor volúmen de agua para sostener el peso correspondiente, se vuelve más pesado, más lento y corro el riesgo de que la mayor eficacia lograda en un plano, el poder de fuego, sea contrarrestada por la falta de movilidad.
Necesito entonces diseñar cascos con mejor desempeño, que superen los equilibrios anteriores de formas y superficies de velamen. Para ello son necesarias la experiencia, los diseñadores, las cabezas y las habilidades prácticas funcionando conjuntamente con la posibilidad de aprovisionarse de los nuevos materiales necesarios.
Puede resultar que mi nuevo diseño requiera de nuevas infraestructuras, de puertos que puedan abrigar el nuevo tipo de embarcaciones, los que difícilmente podrán hacerse por decreto, sin poblaciones adaptadas a esos trabajos, sin vías de comunicación con el interior y los productos necesarios a la construcción y abastecimientos de los barcos.
Las nuevas tecnologías no podrán tampoco desarrollarse sin asegurar también el hierro para fundir los cañones, la pólvora, los artilleros, las raciones, etc. Otra vez equilibrios en los planos de desarrollar habilidades, de mantener los intereses, de asegurar los circuitos.
Es la existencia de una cultura marítima la que permite el mantenimiento de esos equilibrios. Una estructura que ha ido conformándose en la práctica de responder a los requerimientos que plantea la actividad naval, la que “naturalmente” tendrá recursos para responder a estos. Hay gente pensando en cómo hacer mejores barcos, hay gente que considera prestigioso el comandarlos, hay gente que tiene por tradición laboral la actividad marina, hay lugares de concentración de esas poblaciones, de intercambio de informaciones de anécdotas de las que resulta la solución cotidiana para un sinúmero de situaciones que se plantean en el mar –desde el dolor de muelas hasta la cocción de alimentos-, hay tradiciones artesanales, hay estímulos a la actividad comercial, hay una conciencia política en las clases dirigentes, etc., etc.
Trataremos entonces de exponer como, en la larga duración inglesa, casi predeterminada por su carácter de ínsula, se van planteando algunos de estos factores.
El desarrollo naval inglés.
Parece indudable el peso del determinismo geográfico en el destino naval de la Gran Bretaña. Se trata de grandes islas, autosuficientes, en principio –allí hay todo lo necesario para la sobrevivencia de la especie- pero islas en fin, a las que, desde el Paleolítico Superior, no se puede acceder de otro modo que no sea navegando.
A esa temprana tradición naval debemos agregarle la existencia de puertos naturales que facilitan la navegación de cabotaje; cursos de aguas que permiten conectar la costa marítima con el interior gracias a la posibilidad de penetración de pequeñas embarcaciones; abundantes bosques de los que sacar la madera para construir barcos y yacimientos de minerales que estimularon una muy temprana actividad minera y de fabricación de herramientas.
La navegación será siempre así una de las opciones más fáciles cuándo la sociedad británica tenga necesidad de intercambios. El marco favorable a la libertad de decisiones, que progresivamente se va creando desde 1215, a partir de la imposición por la nobleza de la “Carta Magna”, habilitará ese camino.
La pesca, la participación en los circuitos comerciales del Mar del Norte y el temprano desarrollo de la industria textil y de sus necesidades de importación y exportación harán el resto. Inglaterra no tiene todavía una flota en el sentido de organización, pero tiene mucha gente que sabe construir barcos y que sabe navegar y un desarrollo económico que tempranamente se aprovecha de ese saber.
Salvo lo dicho, hasta aquí, nada particularmente destacable, Inglaterra se inscribe en las tradiciones navales nórdicas, no conociéndose, hasta el momento -recordemos que es una actividad mal documentada- aportes particulares en el desarrollo técnico de la navegación aunque seguramente los hubo.
Cuándo a fines del siglo XV los descubrimientos realizados por Portugal y Castilla cambien el escenario de la actividad económica mundial, los ingleses estarán naturalmente prontos para entrar a competir. La postura política de las potencias ibéricas, basada en reclamar la exclusividad del beneficio de las zonas descubiertas, excluyendo a los demás países europeos, determinará que, desde el comienzo, los intentos de expansión naval se hagan bajo el signo de Marte. Comercio mundial y carrera armamentista serán sinónimos a lo largo de los siguientes tres siglos.
Para caracterizar el marco en el que comienzan a desarrollarse estos acontecimientos recordemos que los reyes de Castilla se consideraban a sí mismos "como Señores que son de las dichas mares Océanas", ni más ni menos que todos los océanos -expresión utilizada en las capitulaciones con Cristóbal Colón- otorgándole a este el pretencioso título de “Almirante de la mar océano”.
Con esa concepción, derivada de su ultracatolicismo –los reyes mandan por delegación divina y es el Papa, su vicario en la tierra (que entonces es español), el que establece los límites de las juridicciones- los monarcas de Castilla y Portugal pretendieron repartirse las rutas marítimas con el famoso tratado de Tordesillas de 1494.
Esas pretensiones serán inmediatamente rechazadas por los demás países ribereños, Franceses, Ingleses, Holandeses –por citar los principales-. Quienes comienzan, casi desde el primer día, a competir por el acceso a las nuevas riquezas.
A medida que transcurre el siglo XVI y se van propagando las informaciones sobre rutas comerciales y tesoros en metales preciosos, se vuelve cada vez más atrevida acción de los corsarios –sobretodo tratando de hacer y haciendo, presa sobre los tesoros americanos- holandeses, franceses y, principalmente, ingleses, que desafían el dominio ibérico asentado en Tordesillas.
La actividad corsaria pasa de ser endémica a ser sistemáica. Esta constará con el consentimiento tácito o explícito de la monarquía inglesa y alcanzará su apogeo con las audaces campañas de Francis Drake (que saquea el Callao y Panamá en 1579) quien fue armado caballero como premio de sus azañas y Thomas Cavendish quien saqueó Santos en 1591.
Es importante entender como estas expediciones van familiarizando, entrenando a la oficialidad inglesa en las rutas marítimas internacionales, siendo capaces de explotar aún las más difíciles, como el pasaje al océano Pacífico por el cabo de Hornos (De Bordejé, 1992:205).
La corona también apoyará empresas específicamente de decubrimiento de nuevas rutas, como las intentadas entre 1607 y 1631, buscando el paso hacia el Asia por el noroeste del continente americano.
Destaco, para marcar como se van estructurando las diferencias en el desarrollo naval de Inglaterra y de España, que la de Castilla será una política de estado puesta al servicio de una ideología fundamentalista. El monarca pretenderá disponer de todos los recursos disponibles, barcos, armas, etc., con el único e hipotético beneficio para los participantes dueños de esos bienes de participar en el reparto del botín. Esta situación, ante la posibilidad de secuestro de las embarcaciones, provocará la decadencia inmediata de la construcción naval española, que estaba en manos de particulares, la que debe volverse una empresa estatal, generadora de abismos de ineficiencia.
Por el contrario, para los ingleses, estas nuevas exigencias navales serán un negocio privado –más allá del apoyo político y muchas veces de participación como socia de la corona- del que tienen que sacar el máximo beneficio posible lo que, a su vez, los obliga a invertir en eficiencia: mejores barcos, mejor poder de fuego, etc. Será el mesianismo ultracatólico del rey de España Felipe II el obligará a los ingleses a plantearse la necesidad de una marina de guerra y sostener, ahora como nación, la competencia por las rutas comerciales.
La unión entre Castilla Portugal que, entre 1580 y 1640, se da de hecho, como consecuencia de la entronización de Felipe II como rey de Portugal, aparejará el consiguiente reforzamiento de la flota castellana, disimulando los graves problemas estructurales que hemos señalado para su mantenimiento y desarrollo. Es entonces que Felipe II, quien pretende el control de las rutas de navegación en el 90% de la superficie navegable, quien ha recibido los tesoros americanos y que además puede contar con los barcos -y la experiencia náutica- de los portugueses, decide la invasión de las Islas Británicas.
El intento se llevará a cabo en 1588 con la expedición conocida como la “Gran Armada”, cuyo fracaso significó el derrumbe de la supremacía naval ibérica. La expedición fue un esfuerzo económico gigantesco, reuniéndose 130 embarcaciones, 7 barcos de más de 1000 toneladas y 50 de entre 500 y 1.000 toneladas, Se planteaba como objetivo la derrota de los ingleses en tierra y no su derrota naval, esta última se produciría como consecuencia de la caida de los puertos. La inmensa flota tenía como función principal proteger y trasladar, desde los Países Bajos, un ejército de 15.000 hombres.
El episodio pone de manifiesto el retraso táctico y tecnológico de la armada castellana, la que mantuvo la apuesta estratégica del abordaje, llevando absurdamente las galeras del Mediterráneo al Canal de la Mancha –donde mantenerlas a flote ya era una proesa- y multiplicidando las armas de pequeño calibre destinadas a ese fin. En el mismo sentido es que los barcos españoles iban armados con cañones de tierra, los que por sus dimensiones era muy difícil recargar en el mar, con el propósito de realizar una única descarga al momento del abordaje.
Paralelamente Inglaterra apostó a barcos más maniobrables con tripulaciones experimentadas –Francis Drake es el jefe de la armada-. Apuesta, sobretodo, al cañón marino, de caño relativamente corto, con cureñas especialmente adaptadas a la maniobra, con los que se podía mantener una cadencia de tiro suficiente para –sumando a la mayor movilidad mencionada- evitar el abordaje.
En los hechos, los cañones no fueron todavía lo suficientemente poderosos como para destruir la flota enemiga –no hubo un solo barco español hundido a cañonazos- pero mientras la flota inglesa salió prácticamente indemne del enfrentamiento, España perdió la mitad de su flota –aunque sólo 1/3 de las tripulaciones- como consecuencia de la sumatoria de las impericias y las tormentas que debió enfrentar (Martin y Parker, 1988).
Nuevamente es necesario señalar el origen de algunos equilibrios, la navegación en los mares tormentosos del norte hacía que se buscara disminuir el volumen de las velas y favorecer las maniobras en los temporales. La flota española, con sus arboladuras diseñadas para otros vientos, no estuvo en condiciones de maniobrar eficazmente en el Canal de la Mancha.
La derrota de la “gran armada” contribuyó a reafirmar la vocación naval inglesa como consecuencia del reconocimiento de que las fronteras de Inglaterra debían establecerse sobre el agua. Simultáneamente, el aumento de los costos del estado inglés y las permanentes dificultades que, con el progresivo afianzamiento del parlamento, se encuentra la monarquía para fijar nuevos impuestos, lleva a que esta apueste a procurárselos en los recursos que se generan entre el corso y el comercio marítimo. De ahí a establecer políticas que tiendan a asegurar la consolidación monopólica de dichas empresas hay un paso muy pequeño, que será dado, y que luego será seguido con la determinación de tener una flota específica de guerra para asegurar su libre navegación.
Este proceso culmina con la proclamación por Oliverio Cromwell del “Acta de Navegación” (1651), que establece definitivamente ambos aspectos: el monopolio de las exportaciones y el de intermediación con productos de otros países para las embarcaciones inglesas y el principio de la construcción de una "Muralla de madera", formada por los barcos que deben extender las fronteras de Inglaterra hasta “las costas de los demás países”.
Como resultado de esta decisión Inglaterra construye 100 barcos entre 1650 y 1658, 80 de ellos exclusivamente de guerra. A mediados del siglo XVII ya tiene una flota de entre 120 y 150.000 toneladas. Es muy importante, desde el punto de vista económico y de la ampliación de las flotas, las capturas hechas en "corso" durante las guerras. Por ejemplo, durante la segunda mitad del siglo XVII Inglaterra capturará entre 3.700 y 4.400 barcos, particularmente holandeses (aunque pierde también una cifra importante).
Es necesario abrir un paréntesis para recordar los enormes costos que implica esta actividad, fácilmente comparable con la reciente “carrera armamentista” por la concentración de recursos que significa. No olvidemos que esta es una producción artesanal en la que todo tiene que ser hecho a mano, por ejemplo, es recién a fines del siglo XVIII, que un elemento tan menor como las poleas, comienza a fabricarse industrialmente. La duración promedio de un barco del siglo XVII es solamente de 25 años y a fines del siglo XVIII no llega a 15 años. Esta disminución en la vida útil se da como consecuencia de la toma de conciencia de que el mantenimiento es más caro que la construcción.
Se precisan 18 meses, en promedio, para la construcción de un navío hasta su lanzamiento, 2 años para que esté en condiciones de navegar. A los 5 años precisa un primer carenado, que le da vida por 3 o 4 años más y entonces es necesario un reacomodo más importante. A los 13 o 14 años hay que decidir entre rehacerlo o abandonarlo.
Paralelamente, el crecimiento del poder naval inglés y la pretensión de excluir a otras banderas de su comercio marítimo la llevarán al enfrentamiento contra Holanda, la primera perjudicada por dicha política.
La marina holandesa había sido, con sus “Gueux de la mer”, el pilar de su lucha por la independencia de España y había sido la primera en desarrollar un cuerpo profesional, adaptado tanto para el comercio como para la guerra. La flota holandesa crece sostenidamente desde fines del siglo XVI y, hacia 1640/1650, cuenta con unas 400.000 toneladas; llegando a construir, entre 1650 y 1700, cerca de 2.000 barcos por año. Hacia fines del siglo XVII cuenta con una flota de 900.000 toneladas y 20.000 barcos, mientras los ingleses disponen de 500.000 toneladas y el resto de Europa suma 2.000.000 de toneladas.
Sin embargo, pese a contar con una flota más importante, y el haber ganado en el campo de batalla las tres guerras navales en las que enfrentó a Inglaterra a lo largo del siglo XVII (1652-1654; 1665-1667 y 1672-1674), el resultado final será la supremacía inglesa.
Estos enfrentamientos son una buena oportunidad para resaltar el problema de los equilibrios. Se enfrentarán dos flotas de características similares en cuánto a su origen pero los barcos holandeses, por las características de sus puertos, precisan menos calado, lo que trae como consecuencia barcos más redondos, de menor tonelaje y por lo tanto menor velamen, lo que significa menos potencia, menos capacidad de carga y menos poder de fuego. Paralelamente, el esfuerzo naval holandés se hace en detrimento de su flota comercial –es la misma que la de guerra- mientras que resulta en un permanente reforzamiento de la armada inglesa.
Inglaterra había apostado a barcos más maniobrables y al cañón, logrando ente 1590 y 1660, un importantísimo avance en la cadencia de tiro. A partir de 1640 desarrolla el “navío de línea", especialmente adaptado para los combates de artillería. Su triunfo se basará en el desarrollo del “navío de línea” y en la organización de la flota de guerra en "rangos".
Derrotada Holanda, la que desde 1702 estará dinásticamente unida a Inglaterra, esta última (que desde la unificación de las coronas escocesa e inglesa en 1707 será "El Reino Unido de Gran Bretaña") logra una casi total hegemonía marítima, creándose una nueva talasocracia, pese a la rivalidad francesa.
A fin del siglo XVII, mientras España construye en el Cantábrico barcos de 70 cañones, Inglaterra y Francia ya los construyen de 3 puentes con hasta 100 cañones, incluso de 36 libras en la batería baja. En una proporción de 1 a 9, en 1740 la armada española tiene sólo 18 navíos y 15 embarcaciones menores mientras Inglaterra tiene 100 navíos y 188 embarcaciones menores.
Para 1702 ya cuenta con 3.300 barcos que cargan 270.000 toneladas (82 toneladas de promedio), en las primeras décadas del siglo XVIII llega a las 400.000 toneladas y hacia 1800 tiene16.500 barcos que cargan 2.780.000 toneladas (168 toneladas promedio).
La supremacía inglesa se basa en las particulares características de su devenir histórico, que le permitirán concentrar sus energías como nación en un permanente desarrollo económico basado en su capacidad de controlar el comercio marítimo. Para esto, siguiendo el ejemplo de Holanda, construirá una flota de guerra a cuyo frente instalará un organismo el “Almirantazgo”, capaz de promover y asegurar, en forma continua y sistemática, la formación de oficiales navales, la preparación de tripulaciones, la incorporación de adelantos tecnológicos y de recursos para la construcción naval, como la utilización del forro de cobre para el casco de las embarcaciones, cuyo uso se generaliza en el último cuarto del siglo XVIII..
El almirantazgo es la clave de la supremacía inglesa desde comienzos del siglo XVIII hasta la segunda guerra mundial. Respaldado por una política de estado será el gran responsable de la continuidad de la política naval en todos los planos: Número de barcos, calidad, selección de oficiales, entrenamiento de los marineros, etc.
Recordemos que un navío de 70 cañones precisa de 400 a 500 hombres, uno de 74 precisa 750 y uno de tres puentes más de 1.000. La escasez de marineros es permanente; la ventaja de Inglaterra es que dispone de recursos para mantener la flota navegando y así, aunque el reclutamiento de gente sin entrenamiento es esencialmente forzado, como sucede también en las demás naciones, este va a ser rápidamente adquirido por la permanencia en el mar. Por ejemplo, en la marina inglesa era habitual embarcar una banda de música para entretener a la tripulación durante las tareas rutinarias (Haythornthwaite 1994:12).
Esa capacidad de formación se revela también en las características particulares que va tomando el cuerpo de oficiales de marina, sobretodo desde fines del siglo XVIII, caracterizándose como una mezcla de noble y sabio, necesariamente al tanto de lo "últimos" conocimientos y obsesionados por mantener la ventaja en la capacidad de maniobra, en el mayor poder de fuego, precisión de tiro, etc., que serán la base para sus victorias navales.
Para entender su eficacia, sobre todo en comparación con Francia y España sus principales rivales, es necesario recordar que el “Almirantazgo” contó con la autonomía económica y que además actuó en un mercado abierto con los mejores precios. Por ejemplo, Inglaterra se abastece de madera directamente en el puerto ruso de Riga; como es un buen cliente, se asegura siempre las mejores maderas dejando para la competencia las de calidad inferior.
La rivalidad franco-británica (siglo XVIII).
Francia, aun en mayor medida que Inglaterra, en razón de su proximidad con la Península Ibérica, conoció, desde sus inicios, las nuevas perspectivas económicas que ofrecía el descubrimiento de América. Los corsarios de sus puertos atlánticos aumentarán su actividad y la monarquía francesa, que por boca de su rey Francisco Iº había explícitamente rechazado el reparto de los océanos hecho en Tordesillas, promoverá viajes de descubrimiento y explotación económica de los nuevos territorios.
Esta política se orientará en dos direcciones: hacia la costa del Brasil, donde chocará violentamente con Portugal, hasta su expulsión definitiva (recién en 1567 los franceses son definitivamente expulsados de la bahía de Guanabara) y, a partir de 1541, con la exploración francesa del Canadá que se intensifica a partir de 1603.
Sin limitantes en recursos (incluyendo los puertos) Francia mantendrá -muchas veces adelantándose-, una reñida competencia, en lo militar y lo tecnológico, por el dominio naval con Inglaterra. Francia e Inglaterra se embarcarán, entre 1680 y 1815, lo que Acerra y Meyer (1990) califican de "Segunda guerra de 100 años".
A mediados del XVII Francia tiene una flota de entre 120 y 150.000 toneladas, casi la misma que Inglaterra en ese momento. Sin embargo, como en el caso de España (aunque casi un siglo antes) el crecimiento de la marina militar francesa será protagonizado por el ministro de gobierno. En 1664 -cuando Colbert empieza a ocuparse del asunto- Francia sólo tiene 18 navíos de línea, en 1674 ya cuenta con 100 navíos de guerra. La construcción a ese ritmo implicó tanto una planificación extrema como una improvisación permanente. En 1670, se adopta el sistema de "rangos", logrando, a fines del siglo XVII, tener la flota más poderosa. Esto traerá como consecuencia la alianza entre Inglaterra y Holanda.
Sin embargo, Francia no contará con nada comparable al "Almirantazgo" inglés. En contraposición con el sistema Inglés, la monarquía francesa mantuvo una política errática en relación al desarrollo de la marina: la nobleza no encontrará una carrera prestigiante en el mar, los requerimientos técnicos, la provisión de recursos y el reclutamiento no resultan de un sistema armonioso (para la construcción y la provisión de los barcos la dirección corresponde al "intendente del puerto", lo que trae permanentes conflictos entre civiles y militares).
A título de ejemplo, en tiempos de Luis XIV, Francia cuenta con unos 65.000 marinos, que solo alcanzan para equipar de 65 a 70 navíos de línea y sus correspondientes fragatas. Francia, frente a una permanente escasez de marineros, recurre, como Inglaterra, a la leva forzosa, pero ya cuando tiene que usar la flota de guerra y por lo tanto sin tiempo previo de entrenamiento.
Se verá además seriamente perjudicada por el espionaje "industrial" y "científico" y por la copia y reutilización permanente de los barcos capturados como en el caso del "Invincible", buque insignia de la marina francesa, capturado en su primer travesía (1744).
Las fallas estructurales mencionadas harán imposible que, pese a los supremos esfuerzos intentados en diversas ocasiones, la marina francesa pueda nunca imponerse frente a la inglesa.
La política de desarrollo sistemático de la fuerza naval francesa será abandonada luego de la firma del tratado Utrecht (1713). Mientras en 1702 tenía 120 barcos de guerra, en 1715 tiene sólo 46, llegando en 1720 a un mínimo de 35. Es sin embargo una época de florecimiento comercial, particularmente con las Antillas. Pero, aparentemente, no hay continuidad en el esfuerzo económico, los capitales exitosos en el comercio se orientan luego hacia la propiedad de la tierra y el ennoblecimiento.
A partir de 1730 se retoma la construcción militar naval francesa aunque ya concientes de la imposibilidad de alcanzar a Inglaterra y de la necesidad de apoyarse en una política de alianzas. Los enfrentamientos serán casi permanentes: la guerra de sucesión de Austria (1740-1748) le costó a Francia e Inglaterra unos 3.300 barcos a cada una; la guerra "de los siete años" (1756-1763), guerra de la independencia Americana (1777-1782) –única instancia en la que hubo una ventaja franco-española- y los episodios relacionados con la Revolución Francesa hasta la batalla de Trafalgar en 1805.
La presencia naval inglesa en el Río de la Plata
La presencia de marinos ingleses en el Río de la Plata se remonta a las primeras expediciones de exploración. Sabemos que Sebastián Caboto, cuya carrera naval se inicia en Inglaterra, trajo como piloto a Enrique Patimer, en 1527, lo que nos hace suponer que este ya tenía experiencia en la navegación transoceánica.
La siguiente referencia a la presencia inglesa, de 1581, tiene que ver con las expediciones corsarias, especialmente la comandada por John Drake –sobrino de Sir Francis- la que se accidentó a la entrada del Río de la Plata dando origen a uno de sus topónimos más importantes el “banco Inglés” (primeramente identificado como “laja del inglés”) y que terminó con la prisión de los sobrevivientes en las cárceles de la Inquisición en Lima.
La presencia de corsarios ingleses es señalada nuevamente para 1582 cuando “Eduardo Fontano” habría estado en la isla de Martín García (Lozano, 1874: 245), pero es en 1587 que, por primera vez se produce la captura de embarcaciones a la altura del Río de la Plata (Varnhagen, 1927: 29).
Probablemente el corso y el comercio fueran dos caras de una misma expedición. Sabemos que, para esa fecha, se habían tejido lazos, incluso familiares, con la población del puerto de San Vicente (San Pablo, Brasil), desde donde se solicitaba a Londres un listado de mercancias particularmente demandadas, a saber: “sombreros, camisas, cerraduras de puertas y baúles, papel, vasos, espejos, platos de estaño, especias, jabón, clavos, cintos de cuero, hachas, martillos, hierro, etc.”, las que efectivamente llegaron el 3 de febrero de 1581 (Varnhagen, 1927: 481).
La actividad comercial con los extranjeros, holandeses, franceses e ingleses, aunque mal documentada por su carácter clandestino, es constante todo a lo largo del siglo XVII (Villalobos, 1965 : 10-11). Moutoukias señala que de los 158 barcos “arribados” –es decir que se vieron obligados a llegar al prohibido puerto de Buenos Aires, durante la segunda mitad de dicho siglo, con motivo de diversas emergencias- el 50% son holandeses, el 24,2 portugueses, el 10,5, españolas, el 9,64 inglesas, y el 5,64% francesas (Moutoukias, 1988:62). Es importante destacar que, en el mismo período, sólo llegaron legalmente 34 barcos. Señalemos de paso que las “arribadas forzosas” prácticamente desaparecen de los registros de Buenos Aires luego de la fundación de Colonia del Sacramento en 1680.
Encontramos otro testimonio de esta presencia inglesa en la descripción hecha por Acaratte du Biscay, comerciante francés que se hace pasar por español, quien, al llegar a Buenos Aires en 1655 encontró en el puerto “veinte buques holandeses y dos ingleses, cargados de regreso con cueros de toro, plata en láminas y lana de vicuña, que habían recibido en cambio de sus mercaderías” (Acaratte, 1943: 29).
Será a partir del tratado de Utrech, de 1713, que la creciente superioridad naval inglesa empieza a ser reconocida internacionalmente, admitiéndose, por no poder impedirlo, su comercio. Es el caso de la creación de la “South Sea Company”, a la que la corona española debe contratar para asegurar el abastecimiento de esclavos a sus colonias americana.
En el caso del Río de la Plata, la presencia de esta compañía dará lugar a una importantísima presencia de embarcaciones inglesas durante el período 1715-1739, tiempo en el que llegaron 61 naves, que transportaron 18.400 negros esclavos y –so capa- abundantes mercancías. Pedro Lozano, testigo de estos acontecimientos, los describe así: “estos [los ingleses] á vuelta de su negra mercadería introducen tanta multitud de otras que desaguan por esta vía, y extravían, hacia su reino, buenas parte de la riqueza del opulentísimo cerro de Potosí, pues según consta en sus mismas gacetas” (Lozano, 1873: 144).
La presencia inglesa en el Río de la Plata seguirá aumentando a medida que se afiance la hegemonía de Inglaterra en el comercio marítimo, fluctuando, aunque nunca deteniéndose, en función de los episodios bélicos. Esta presencia que obliga a la corona española a tomar medidas, como la expulsión de los ingleses de las Malvinas en 1769 y la consiguiente instalación “una armadilla” para su control, de la que surgirá, en 1781, el Apostadero de Montevideo.
Cabe destacar en este sentido, la impresionante flota, de guerra y de comercio que ocupó el Río de la Plata durante los episodios de las “Invasiones Inglesas” entre 1806 y 1807 (unas 100 embarcaciones, 70 de ellas mercantes).
Finalmente quiero señalar que esta presencia naval inglesa a dejado numerosos testimonios arqueológicos, como los restos localizados en la bahía de Maldonado correspondientes a los navíos “Sea Horse”, un barco negrero, que procedía de Buenos Aires, que naufragó el 29 de setiembre de 1728 en la punta sur de la isla Gorrití; y el “Agamemnón”, naufragado el 16 de junio de 1809 en la cercanía de la punta norte de la isla Gorriti; buque de guerra que retornaba a Río de Janeiro.
La “pax” inglesa, la navegación de los siglos XIX y XX.
La imposición del dominio inglés sobre los mares establecerá una “pax” inglesa, que promoverá el desarrollo de las marinas y del comercio marítimo en general.
La navegación de los siglos XIX y XX se verá profundamente impactada por los acelerados cambios tecnológicos que se producen como consecuencia de la revolución industrial. Mencionaremos aquí sólo los hitos más importantes: la navegación a vapor y la fabricación de cascos de hierro, los que serán retomados en el capítulo consagrado a la evolución de las construcciones navales.
Con respecto a la navegación a vapor aunque hay ensayos anteriores, el motor vapor recién comienza a tener éxito comercial a partir del barco “Clermont”, botado en 1807 por Fulton, en el río Hudson. El primer barco a vapor en cruzar el Atlántico es el "Savannah" en 1819 y recién en 1840 la "Cunard-Line" establecerá un servicio regular de vapores correo entre Inglaterra y Norteamérica.
Sin embargo la imposición del vapor será lenta, hasta 1840/50, el vapor se usará casi exclusivamente para el transporte ya que no sirve en el plano militar dada la fragilidad de las ruedas laterales.
Aunque algunos otros barcos cruzaron el Atlántico no se constituyó un servicio regular hasta 1840 en que la empresa recién creada Cunard Line, lo estableció entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Estos eran de madera, con ruedas accionadas por vapor, contaban además con mástiles y un aparejo de barca que se usaba cuando el viento era favorable. Alcanzaba una potencia de 1.500 CV (suministrada por sus 2 máquinas) y propulsaban el barco a unos 9 nudos
Surgen defensores y detractores de los vapores a hélice, llegando a 1845, cuando se lleva a cabo una competencia entre dos vapores de guerra ingleses, uno propulsado por paletas, el otro con hélices . El resultado de la competencia fue que el vapor Rattler, era más potente al ser capaz de remolcar al de paletas. Uno de los barcos propulsado por paletas (en aguas poco profundas) y hélice( en alta mar), fue el Great Eastern, botado en 1858. A partir de entonces se trabajó en el perfeccionamiento de las hélices, las que recién se imponen en la marina comercial desde 1865, con el motor "compound".
El Ingeniero I.K. Brunel, fue el diseñador del Great Britain (1843), el primer barco a vapor, propulsado a hélice y totalmente de hierro en cruzar el Atlántico.
Paradojalmente, el siglo del vapor y de la revolución industrial será asimismo el del apogeo de la navegación a vela que mantendrá su vigencia hasta la primer mitad del siglo XX. La utilización de cascos de acero permitió superar las limitaciones estructurales de los cascos de madera y aumentar el tamaño de los veleros (en madera no se pueden sobrepasar las 3.500 toneladas). El primero de este nuevo tipo –“Clippers”- es el americano "Ironside" de 1836. El más grande que se construya será el "Preusen" (Alemania 1902) con 53 velas y 8.000 toneladas de desplazamiento. En 1914, todavía los veleros representan un cuarto de la flota total y tienen el mismo tonelaje que a mediados del siglo XIX y, hasta 1950, aun con la generalización de los motores diesel, las flotas de pesca siguen siendo esencialmente a vela.
Será la apertura de los canales interoceánicos, la disminución en el consumo de combustible de los motores y la generalización del horario de trabajo de ocho horas (que obliga a incorporar un nuevo turno de tripulación) los que terminarán definitivamente con los veleros de comercio, superiores hasta entonces en las grandes distancias.
La segunda guerra mundial fue todavía una guerra naval en el sentido de darle la victoria a aquellos que pudieron mantener abierto el sistema de comunicaciones y, si bien medida en tonelaje la supremacía se desplazará hacia los EEUU, mientras que la carrera armamentista se desplazará hacia el dominio del espacio aéreo, Inglaterra seguirá siendo un actor principal a nivel marino, como lo demuestra su capacidad de respuesta en episodios tan cercanos como el de las Malvinas.
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Referencias
Acarette (Ascarate du Biscay) 1943 Relación de un viaje al río de la Plata y de allí por tierra al Perú. Con observaciones sobre los habitantes, sean indios o españoles, las ciudades, el comercio, la fertilidad y las riquezas de esta parte de América. Traducción de Francisco Fernádez Wallace, Prólogo y Notas de Julio César González. Alfer & Vays ed., Buenos Aires.
Acerra, Martine y Meyer, Jean 1990 L'empire des Mers, Des Galions aux Clippers. Office du Livre, Italia.
Crumlin-Pedersen, O. 1996 Archaeology and the Sea, National Museuum of Denmark, Centre for Maritime Archaeology. Amsterdam.
De Bordejé y Morencos, Fernando 1992 Tráfico de Indias y Política Oceánica. MAPFRE, 1492, Madrid.
Fernandez de Navarrete, Martín 1964 Obras, Tomo III, en, Biblioteca de Autores Españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, Ed. Atlas, Madrid.
Haythornthwaite, Philip 1994 La Marina de Nelson. En: “Ejércitos y Batallas, 14 - Tropas de Elite, 8”, Del Prado, España.
Lozano, Pedro 1873 Historia de la Conquista del Paraguay, río de la Plata y Tucuman, tomo I, anotada por Andrés Lamas, “Bilioteca del Río de la Plata”: Colección de Obras, Documentos y Noticias Ineditas o Poco Conocidas Para Servir a la Historia Física Política y Literaria del Río de la Plata, publicada bajo la dirección de Andrés Lamas, Buenos Aires, Imprenta Popular.
Lozano, Pedro 1874 Historia de la Conquista del Paraguay, río de la Plata y Tucuman, tomo III.
Martin, C.; Parker, G. 1988 La Gran Armada. Madrid. Alianza.
Medina, José Toribio 1887 Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima (1569-1820), TOMO I, Imprenta Gutemberg, Santiago de Chile.
Moutoukias, Zacarías 1988 Contrabando y control colonial en el siglo XVII. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires.
Muckelroy, K. 1978 Maritime archaeology. Cambridge Univerity Press. Great Britain.
Pomey, P. y Rieth, E. (2005): L’Archéologie Navale. Editions Errance; Paris - France.
Varnhagen de, Francisco Adolfo, Visconde de Porto Seguro 1927 Historia Geral do Brasil Antes da sua separaçao e independencia de Portugal Tomo I, 3ª ediçao integral, Companhia Melhoramentos de Sao Paulo.
Villalobos, S. 1965 Comercio y Contrabando en el Río de la Plata. Ed. Eudeba. Buenos Aires.
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Notas
* Dr. Antonio Lezama, Programa de Arqueología Subacuática (PAS), Departamento de Arqueología, Facultad de Humanidades y Cs. de la educación.
1. La expresión “matriz cultural” es una idea, más que un concepto. Con ella quiero expresar que del sinnúmero de variables que conforman una determinada cultura, hay algunas que –como el ADN en la biología- determinan aptitudes y comportamientos, de cuya reproducción depende que una cultura sea “más una cosa y menos otra”. Permítaseme poner el ejemplo del Uruguay, como cultura futbolera, en donde nadie precisa justificar la práctica del fútbol –una de las principales vías de la carrera de los honores nacionales-, en donde los ocios están centrados en su práctica u observación, en donde los espacios abiertos están “naturalmente” destinados a canchas, donde todos conocemos sus reglas y las intimidades de su aplicación, en síntesis, debe ser el único país del mundo que testea el 100% de su población masculina para determinar su potencialidad futbolística. La escala demográfica del Uruguay sin duda impone limitaciones, pero recordemos el caso similar de Brasil para convencernos que, contra esa base cultural, como contra la cultura marítima inglesa, no se puede.
2. No podemos dejar de referir, aunque nos apartemos brevemente de la navegación inglesa, las funestas consecuencias que tuvo para Castilla el aferrarse a esta política de origen bajo imperial romano y desgastar sus mejores recursos en intentar imponer el catolicismo a ultranza, tratando de reprimir por la fuerza los cambios que, en todos los planos, se darán a lo largo del siglo XVI.
3. La medida de la capacidad de un buque en toneladas se origina en la práctica de almacenar la carga en toneles de madera. Originalmente la medición de la cantidad de toneles en un buque se hacía utilizando un aro de hierro, de dimensiones similares al diámetro máximo de los barriles, operación denominada “arqueo”. El primer reglamento de “arqueo” conocido es de 1614. Los “toneles” son diferentes de las “toneladas”; según Fernández de Navarrete (1964: 3) “los toneles estaban con las toneladas en razón de cinco a seis, o que 10 toneles hacían 12 toneladas”.
4. 1º + de 90 cañones; 2º entre 80 y 90; 3º entre 50 y 80; 4º entre 38 y 50; 5º entre 18 y 38 y 6º menos de 18.
5. 1º de 120 - 70 cañones, 2.400-1.400 toneladas; 2º 68-62 cañones, 1.300-1.100 t.; 3º 66-48 toneladas, 1.100-850 t.; 4º 44-35 cañones, 800-550 t.; y 5º 34-28 cañones, 550-60 t.
6. Así se describe el episodio en los archivos de la Inquisición: “Richarte Ferroel, ingles, que venia en un navío que se perdió en el Rio de la Plata, i después de haber permanecido algun tiempo entre los indios se fue a Buenos Aires, de donde lo llevaron a Lima. En el Tribunal confesó que en su corazon siempre habia sido católico, aunque después se habia apartado de esta creencia; pero como diese muestras de arrepentimiento i contrición, salió con insignias de reconciliado, llevando hábito i cárcel perpetuas i cuatro años de galeote, sin sueldo [...] Juan Drac, tambien ingles, primo del célebre Sir Francis Drake, de veinte i dos años de edad, quien preso en idénticas circunstancias al anterior, dijo que le pesaba mucho haber sido luterano, por lo cual fue condenado solo a tres años de reclusión, con prohibición de ausentarse de Lima, bajo pena de relapso.” Citado por Toribio Medina, 1887: 254.
7. Por supuesto, sin que desaparezcan totalmente los enfrentamientos y las guerras, en particular, en lo que a la navegación transatlántica se refiere, no debemos dejar de señalar la guerra entre la propia Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica entre 1812-1814. Aprovecho a señalar la importancia del temprano desarrollo naval de los EEUU. Para 1775, un tercio de la flota comercial inglesa había sido construido en las trece colonias, quizás también un 10% de la flota comercial francesa. Esta producción se verá estimulada durante la guerra de independencia, cuando utilizan para el corso, los rápidos "schooners". En 1790, la marina de los EEUU cuenta con 160.000 toneladas, tanto como la española.
8. Correspond en a unos 16 Km/h
http://creartehistoria.blogspot.com/
Selección de textos para reflexionar y debatir sobre: conceptos, estudio y usos de la historia
Publicado por Prof. Claudia Solís Umpierrez
“Una razón por la cual los seres humanos podemos soportar la enorme carga de la múltiples relaciones sociales que nos sujetan, es que la compleja estructura de la realidad social resulta, por así decirlo… invisible. El niño crece en una cultura en la que la realidad social le es dada. Aprendemos a percibir y a usar automóviles, (ómnibus), casas, dinero… escuela, sin ponernos a pensar qué son, en qué consisten, porqué existen esos objetos. Nos resulta tan natural como las piedras, el agua, los árboles. También nos resulta natural que exista la propiedad, los matrimonios… las guerras, los poderes del gobierno… Esto ocurre porque la realidad de la sociedad es creada por nosotros para nuestro propósito… Los seres humanos, a través del lenguaje, creamos instituciones y relaciones sociales.”
(John Searle, filósofo contemporáneo norteamericano, “La construcción de la realidad social”, 1997).
Desde los primeros hombres hasta nuestros días, los seres humanos producimos nuestra realidad social a través de múltiples relaciones que establecemos con otros; es así que los hombres creamos, continuamente, las condiciones sociales de nuestra existencia. Por eso, para explicar y comprender por qué sucede lo que sucede, resulta necesario considerar como punto departida que no existen individuos humanos aislados ni hechos sociales aislados, sino que todos los seres humanos y las acciones humanas integran, siempre, conjuntos de relaciones sociales.
¿Quiénes son los protagonistas de la historia?
“El protagonista de la historia es el hombre en sociedad. Son los hombres en una actitud que incluye a los héroes, y a los genios, pero también a los obreros, a los campesinos y los indigentes”.
J. Fontana, “La historia de los hombres”, 2001
“En tiempos pasados, la mayor parte de la historia se escribía para glorificar a los gobernantes y, tal vez, para que éstos la usaran en la práctica. De hecho ciertos tipos de historia aún cumplen esas funciones. Desde mediados del siglo XX, son cada vez más numerosos los historiadores interesados por la historia desde abajo, que se proponen descubrir la vida y los pensamientos de la gente corriente para rescatarlos de la‘enorme prepotencia de la posteridad’. Los historiadores de los de abajo dedican gran parte de su tiempo a averiguar cómo funcionaban las sociedades y cuándo no funcionan, además de cómo cambian…”
Eric Hobsbawm, historiador inglés contemporáneo,“Sobre la historia desde abajo”, 1998.
La multicausalidad en historia
“Los historiadores que sostienen esta ‘conciencia pluralista’ de la historia proponen abandonan la idea de que los hechos sucedieron según una ‘vía única’ y repensar la historia en forma de encrucijada que enfrentaron a los protagonistas con diferentes caminos posibles. Esta concepción de la historia da prioridad a la noción de cambio social: considera que la historia es ante todo transformación, modificación de lo dado para abrir paso a nuevas construcciones”. Y esto no puede entenderse sin tener en cuenta la multicausalidad, es decir “la concurrencia de múltiples factores como causas de los cambios”. Aunque desde hace décadas, numerosos filósofos y científicos sostienen posturas similares a la planteada anteriormente, la mayor parte de los integrantes de las sociedades contemporáneas que creen que las “cosas” suceden “obedeciendo un orden natural”, “determinado”, fuera de la esfera humana.
Texto realizado en base a Historia, el mundo contemporáneo, AAVV. AIQUE Polimodal, Bs. As., 2005.
El valor de la memoria
“La memoria colectiva es uno de los elementos más importantes de las sociedades desarrolladas y de las sociedades subdesarrolladas, de las clases dominantes y de las clases dominadas… La memoria colectiva, sin embargo, no es sólo una conquista: es un instrumento y un objeto de poder. Las experiencias vividas por las sociedades en las cuales la memoria social es principalmente oral o… está constituyéndose una memoria colectiva escrita permiten entender mejor esta lucha por el dominio del recuerdo y de tradición…
En las sociedades desarrolladas, los nuevos archivos (… orales,… audiovisuales) no se han sustraído a la vigilancia de los poderosos, pero éstos no son capaces de controlar la memoria colectiva tan directamente. En cambio, si logran intervenir en la producción de esa memoria a través de instrumentos como la radio y la televisión.
Compete a los profesionales de la memoria [entre ellos a los historiadores]… hacer de la lucha por la democratización de la memoria social uno de los imperativos prioritarios de su tarea”.
Jacques Le Goff, historiador francés contemporáneo, “EL orden de la memoria”, 1991.
martes, 8 de marzo de 2011
Visión de Laura Reali sobre Gran Bretaña como modelo internacional en la interpretación de Luis Alberto de Herrera.
Simposio "En torno a las Invasiones Inglesas, Montevideo, 16, 17 y 18 de Agosto de 2006"
Universidad de La República.
Gran Bretaña como modelo de sociedad y como árbitro internacional en la reflexión de Luis A. de Herrera
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Laura Reali [1]
A lo largo de su vida, Luis A. de Herrera[2] mantuvo una proximidad considerable con el mundo anglo-sajón, pautada por su situación familiar[3] y por diversas misiones diplomáticas que el autor desarrolló en Estados Unidos como primer secretario y encargado de negocios de la legación uruguaya (1901-1904) y, posteriormente, en Gran Bretaña como embajador extraordinario (1928 y 1937). La presencia de este último país en el pensamiento de Herrera fue constante. El presente trabajo considera dos momentos privilegiados de esa relación: Inglaterra como modelo de transformación social, tal como fue presentada por el autor en su trabajo La Revolución francesa y Sud América (1910), e Inglaterra como actor internacional, problemática abordada por Herrera en La Misión Ponsonby (1930), a través de la intervención de esta potencia europea en el proceso de la independencia uruguaya.
Gran Bretaña como modelo de sociedad
Al igual que otros autores latinoamericanos contemporáneos, Herrera desarrolló una reflexión sobre la historia y la actualidad nacional y continental a comienzos del siglo XX. El autor abordó esta problemática en su libro La Revolución Francesa y Sud América, publicado inicialmente en español en 1910 y en francés dos años más tarde. La experiencia de la primera administración batllista en el plano local, y el contacto subsiguiente de Herrera con la escena europea dieron la tónica a este trabajo escrito durante una estadía del autor en Francia. A lo largo de la obra, Herrera se propuso demostrar la incidencia de las doctrinas radicales de la Revolución Francesa en los Estados americanos surgidos de la colonización Española. Sin embargo, su tarea no se limitó al análisis de esta influencia que consideraba perniciosa, constante y excluyente de otras corrientes de ideas. Tanto en su mirada retrospectiva cuanto en su evaluación del presente, se interesó por otros escenarios que le permitieran vislumbrar una vía de transformación social alternativa para su país.
En particular, es posible constatar la presencia permanente de Inglaterra en la obra de Herrera, ya sea a través de su evocación directa o de comentarios sobre la acción de esta potencia en otros espacios geográficos. En el segundo capítulo de La Revolución Francesa y Sud América, el autor se libró a una comparación entre las colonizaciones británica y española en el continente americano. Sin identificarse completamente con la tendencia que oponía radicalmente ambas experiencias, presentando como “luminosa” e “impecable” la primera, y como “despótica” y “vergonzante” la segunda (Herrera, 1988: 20), Herrera no dejó de señalar los aspectos que consideraba ventajas del modelo británico respecto del español. En reiteradas ocasiones, elogió la sabiduría de la organización institucional y de las disposiciones legales de las que supo dotarse la ex-colonia del norte en las primeras etapas de su vida independiente. Pero si los Estados Unidos merecían a su juicio el calificativo de “maestros en el cultivo de las instituciones libres” (Herrera, 1988: 31), la trayectoria de este país respondía, en buena medida, a sus antecedentes históricos. Según Herrera, “las colonias norteamericanas poseían todos los atributos libres cuando pensaron en declararse autonómicas” (Herrera, 1988: 24).
Planteado en términos de continuidad, este caso contrastaba con el de las antiguas colonias españolas, presentado en términos de ruptura con una herencia despótica que las condujo “a la renunciación ruda y hasta exagerada de su tradición política.” (Herrera, 1988: 26). En lugar de optar por un “sistema de moderación liberal” que hubiera podido incluir, a criterio de Herrera, el ensayo monárquico, “se consumó el traslado íntegro, a nuestro territorio desolado, de los dogmas resplandecientes de la Revolución Francesa” (Herrera, 1988: 38). Este “plagio pernicioso” de “fórmulas exóticas” (Herrera, 1988: 36-37), al que oponía la transformación progresiva a partir de las propias condiciones locales, habría acentuado el defasaje entre las normas vigentes y el ejercicio efectivo de las prácticas políticas. Más aún, la proclamación teórica de estos principios habría constituido “un formidable escudo defensivo” para los atentados de “nuestros tiranuelos”. (Herrera, 1988: 41). Sin embargo, desde una perspectiva que, situándose explícitamente en la línea de Hipólito Taine, consideraba los procesos históricos como el producto de la “raza”, del “medio”, y de las “circunstancias”, “los desastres del régimen democrático entre nosotros” se explicaban en definitiva por las “imperfecciones políticas del medio social” (Herrera, 1988: 35). A pesar de sostener que “ninguna teoría constitucional” y ni siquiera “la sabiduría concreta de las leyes sajonas” habría sido capaz de “apartar a los sudamericanos del abismo”, Herrera no consideró la “ineptitud democrática” que atribuía los actores de aquella época como un impedimento permanente para el ejercicio de las instituciones libres. (Herrera, 1988: 39) Como se analizará más adelante, al abordar la situación de su país el autor combinó la denuncia sistemática de un orden tildado de “demagógico” e identificado con el régimen batllista en vigor, con la proposición de una vía alternativa que conduciría a una adecuación efectiva entre los postulados y las prácticas.
El problema de la relación entre el orden legal y el funcionamiento efectivo del sistema surgía claramente en la contraposición establecida por Herrera entre los modelos inglés y francés. En su trabajo de 1910, el autor se refería al primero en términos de “democracia británica”, por estimar que “Inglaterra sanciona en los hechos aquella prestigiosa fórmula popular, es decir, el gobierno del pueblo en ejercicio de la soberanía. Más valedero resulta este acatamiento efectivo a la libertad que las definiciones avanzadas de otros escenarios que lucen membrete republicano desmentido por la realidad.” (Herrera, 1988: 245). En esta última categoría situaba a Francia que, “generadora del cesarismo moderno, ha sido y continúa siendo aristocrática en su esencia y en sus gustos.” (Herrera, 1988: 246). Aunque dedicó numerosos pasajes a la comparación entre estos dos países, Herrera no dejó de considerar otros ejemplos a lo largo de su obra, donde se detuvo a observar las comunidades suiza, holandesa y alemana. Esta última desempeñó un papel relevante en su apreciación de la Europa contemporánea y, en particular, de la actualidad social francesa. De la comparación entre estos Estados surgía una Francia en pleno “abatimiento nacional” que evidenciaba “síntomas bien definidos de retroceso”, mientras que el “pueblo alemán” accedía, paralelamente, a “la cúspide de la prosperidad material y moral”. (Herrera, 1988: 197, 188, 210).
El ejemplo germánico no fue el único invocado por Herrera para ilustrar su exposición sobre la “decadencia moral, patriótica y política de la sociedad francesa”. (Herrera, 1988: 192) El autor recurrió a diversas experiencias europeas y exteriores a este ámbito en apoyo de su argumentación. Fueron sin embargo las referencias a la situación francesa y alemana las que abrieron la vía a otras posibles interpretaciones de la obra de Herrera, centradas no ya en la distinción entre el modelo francés y el británico, sino en las apreciaciones del autor sobre el largo conflicto franco-germánico traducido, algunas décadas antes, en un enfrentamiento armado que concluyó con la derrota francesa de 1870. En el marco de la Primera Guerra mundial, el libro fue resignificado en función del nuevo contexto internacional y ubicado por algunos actores del período en el campo germanófilo. A esta relectura pudo contribuir, en alguna medida, el pronunciamiento de Herrera por la neutralidad en relación con el conflicto bélico internacional. Esta toma de posición no excluyó, por otra parte, la crítica a diversas manifestaciones pro-aliadas que el autor consideraba como otro síntoma de la “fascinación” ejercida por Francia en el ámbito uruguayo.[4]
No sería entonces exacto reducir la obra considerada a una contraposición entre los modelos francés y británico. Es posible sostener, sin embargo, que este último –o más bien la representación que del mismo nos presentaba Herrera- ocupaba un lugar de primer orden en la formulación de un programa alternativo de transformación a escala continental y, más concretamente, de la sociedad uruguaya. Situando el origen del sistema representativo de gobierno en Inglaterra, Herrera constataba que este país habría sido “un modelo viviente de salud republicana” para “los jóvenes organismos de Sudamérica”. (Herrera, 1988: 250, 252) ¿Cuál sería, a los ojos del autor, la especificidad del modelo inglés -y del norteamericano en cuanto derivación lógica del primero- que los habría colocado en situación de merecer una atención privilegiada por parte de las naciones de la América hispana?
De acuerdo a la caracterización del modelo inglés presentada por Herrera, este país constituía antes que nada un ejemplo de transformación social progresiva, pautado por el “desenvolvimiento paulatino de las instituciones libres”. (Herrera, 1988: 135) El derecho de sufragio “se va entregando” allí a “las multidudes nacionales” “en forma prudencial, por etapas”. (Herrera, 1988: 249). El proceso de cambio “obedece en absoluto al mandato de la costumbre, que va dejando en la legislación el timbre de su desfile”. (Herrera, 1988: 248) El respeto por el pasado y por las tradiciones propios a esta comunidad se concretaban simbólicamente en la catedral de Westminster, donde “se hacinan las lápidas recordatorias y los munumentos, expresando todos gratitud a los mayores ilustres.” (Herrera, 1988: 247). En la base de la libertad de que gozaba el ciudadano británico contemporáneo Herrera situaba “el ejercicio precioso de sus comunas” que no resultaba obstaculizado, a su criterio, por el hecho de “estar monopolizada en pocas manos la propiedad rural”. (Herrera, 1988: 138). Lejos de constituir un factor de retraso o de inercia en el terreno político, “Fueron las clases rurales y los barones quienes impusieron los usos parlamentarios y a través de varias centurias se perfecciona [...] esa admirable evolución libre por ninguna nación igualada en vuelo y en sinceridad.” (Herrera, 1988: 69). El papel relevante desempeñado por este sector de la población no se limitaba a esta esfera, ya que “la clase rural, surgida al calor del cultivo de la tierra y en especial de la cría de ganados”, contribuyó al “fusionamiento social”, en una comunidad en la que la “armonía de clases ha sido consecuencia lógica de la propia organización”. (Herrera, 1988: 248-249). En el seno de esta sociedad partidaria del “concepto racional de la igualdad”, “Saludables razones se coligan [...] para extinguir los enconos de clases, a pesar de monopolizar un grupo reducido de propietarios el dominio territorial.” (Herrera, 1988: 248-249).
A esta descripción de la sociedad británica es posible agregar algunos elementos del caso estadounidense que permiten dibujar un cuadro más completo del modelo propuesto por el autor a sus contemporáneos sudaméricanos. Esta combinación de ambos escenarios resulta pertinente en la medida en que Herrera presentaba a la nación del norte a la vez como una prolongación de la metrópoli y como un ensayo de organización reciente y comparable, por tanto, a otras experiencias del nuevo mundo. En palabras del autor, “la formación social de los Estados Unidos era fruto de la colonización, como fuera la nuestra” pero su desenvolvimiento histórico daba cuenta, al mismo tiempo, de “la filiación vigorosa transmitida por la metrópoli”. (Herrera, 1988: 239, 245). En su exposición sobre la ex-colonia británica Herrera destacaba, en particular, el lugar que ocupaban las tradiciones y los sucesos de la historia propia en la formación del “carácter nacional”. En esta comunidad, sostenía, “nadie soñará en reemplazar el culto de las viejas leyendas del terruño por ajenos episodios. Sólo se dobla la frente antes los héroes y estadistas del país [...].” Más aún, “el cimiento adorado de las nativas tradiciones” sobre las que “aquella nación ha construido su éxito” incluía también “su acepción indígena. Allí se entiende que también las tribus desaparecidas han concurrido a la formación vigorosa del tipo nacional.” (Herrera, 1988: 241). En lo que respecta a otros aspectos de la organización social, la “democracia norteamericana [...] nos eneseña que las aspiraciones igualitarias no se identifican [...] con el exceso jacobino [...]”. (Herrera, 1988: 116). Aunque “en las urnas los votos tienen el mismo peso”, “el juego de la opinión impone , en el orden moral, las fronteras defensivas de los distintos núcleos creados por las clases.” (Herrera, 1988: 116). Allí “no existe, ni se concibe, la fusión de los hombres, de los ideales privados y públicos y de los prejuicios particulares en una pasta unida y homogénea, timbrada con el sello del plebeyismo triunfante.” (Herrera, 1988: 117). En el cuadro descrito por Herrera, el respeto por el pasado, por las tradiciones y por las jerarquías sociales se combinaba, en el seno de la comunidad considerada, con el ejercio efectivo de las libertades políticas.
Procesos y actores de la historia sudamericana
Este panorama contrastaba substancialmente con el ofrecido por una América del Sur donde “se soñó, y aún se insiste en extender la igualdad política a todas las actividades sociales”, y donde “se reniega de preciosas y saludables diferencias de clases” (Herrera, 1988: 117). Por otra parte, el radicalismo igualitario que Herrera atribuía a estas comunidades de formación reciente, juzgándolo pernicioso en el terreno social, no se correspondía con el ejercicio efectivo de los derechos políticos. En este último ámbito el autor distinguía entre “las oligarquías adueñadas del poder, contra la voluntad popular, y la casta de los ciudadanos privados del poder” (Herrera, 1988: 117), poniendo en tela de juicio la legitimidad de los gobiernos en ejercicio y de sus proyectos reformistas. Esta situación contemporánea respondía, a su criterio, a una larga herencia colonial de sumisión política. Si bien reconocía “el matiz popular de los cabildos”, relativizaba el papel efectivo de este “resorte comunal” que “no ocupaba sitio eficiente en esa organización hermética y del más perfeccionado centralismo” impuesta por la corona española en América. (Herrera, 1988: 11, 23). Ya de por sí poco alentadora, esta configuración originaria se habría visto agravada por la influencia de la Revolución Francesa que “nos lanzó en las senda de las ideas generales. Por ella hicimos leyes prescindiendo de los hechos, para precipitarnos de cabeza en el abismo de la anarquía.” (Herrera, 1988: 55). El diagnóstico propuesto por Herrera admitía sin embargo dos excepciones representadas por los casos de Chile y Brasil, salvados del derrumbamiento, aquél, por su organización aristocrática, y, éste, por el amparo que le prestara la monarquía constitucional.” (Herrera, 1988: 43).[5]
El principio del sufragio universal, que el autor consideraba “absurdo” a la salida del período colonial y “de ejercicio quimérico” aún en su época (Herrera, 1988: 80), lo llevó a reflexionar sobre las características de la población sudamericana. En el momento de la independencia “Ni el indio, corajudo y resignado, pero inepto, por lo mismo, para las agitaciones ansiosas del civismo; ni el negro, importado como ser inferior, a pretexto de substituirlo al aborigen en el envilecimiento del yugo; ni el aventurero ibérico, temerario, desordenado y de escasos escrúpulos [...] ofrecían elementos felices para fundir, de golpe, bronce de ciudadanos”. (Herrera, 1988: 12).[6] Los obstáculos para el ejercicio efectivo de la soberanía popular eran referidos frecuentemente, en la obra analizada, en términos de “raza” o de “imperfecciones étnicas” del “producto sudamericano”. (Herrera, 1988: 12). A comienzos del siglo XX, este tipo de argumentación basado en la composición étnica de la población constituía un sustrato común para autores de diversas tendencias. El hecho de su utilización no representaba, por sí solo, un indicador inmediato de filiación doctrinaria.[7] Es del caso señalar sin embargo que, en el terreno de la acción política, este aspecto pudo ser invocado en hispanoamérica con el propósito de limitar efectivamente el derecho de sufragio.[8] No fue el caso de Herrera, que se pronunció por la integración efectiva de los diversos sectores sociales a la vida política por la vía del voto, en el marco de una modernización del sistema de partidos. Participando activamente en esta experiencia, la sostuvo igualmente en el plano teórico. En su libro de 1910, el autor negaba “la impotencia excepcional” de los Estados sudamericanos “para el ejercicio de las instituciones libres”, sosteniendo que, “Sin incurrir en el colmo de ciertos optimismos halagadores, que conceden al nativo la misión providencial de redimir de sus cansancios al europeo” no procedía tampoco “precipitarnos en la exageración opuesta que, en el afán de injuriar a España, niega a los pueblos hechos a su hechura toda capacidad para implantar el régimen constitucional [...].” (Herrera, 1988: 100). Por supuesto, estas apreciaciones teóricas deben ser valoradas –y relativizadas- en un contexto de ejercicio imperfecto de la soberanía, que combinaba prácticas modernas y tradicionalistas aceptadas y aún promovidas por las diversas fuerzas políticas. En este sentido, al mismo tiempo que Herrera se pronunciaba por el perfeccionamiento del sistema electoral y denunciaba las prácticas fraudulentas de sus adversarios –lo que lo llevó a cuestionar la legitimidad del régimen batllista-, admitía en cambio, aún publicamente, los beneficios de la “legítima influencia” ejercida por el estanciero sobre sus allegados y dependientes, en el marco de una concepción patriarcal de la organización social rural.[9]
Volviendo a la problemática étnica es posible sostener que, aunque en el discurso de Herrera la noción de raza era definida de manera imprecisa y por momentos ambigua, ella aparecía más bien planteada, aunque no exclusivamente, en términos de legado cultural. Este último se expresaría en un cierto “temperamento” así como en el conjunto de costumbres heredadas por una comunidad. Independientemente de sus cualidades, este sustrato común constituía el punto de partida obligado de toda transformación social ya que “la marcha de los pueblos obedece”, sostenía Herrera, “a las impulsiones complejas de sus orígenes”. (Herrera, 1988: 96). En el caso sudamericano, “nuestras tiranías” han sido “la herencia impuesta de las generaciones que vivieron en el analfabetismo y en la servidumbre.” (Herrera, 1988: 53-54). En escritos anteriores, en los que el autor había ya acordado un peso relevante a la tradición, esta era considerada como un medio, como un factor del que no se podía prescindir en los procesos de cambio. En este nuevo trabajo, ella fue presentada como un elemento constitutivo de la organización social, punto de vista que ciertos escritos posteriores de Herrera tienden a confirmar.[10]
En las primeras décadas del siglo XX, este autor se comprometió fuertemente con la construcción de una tradición uruguaya, tarea que involucraba, entre otros aspectos, la definición de un tipo nacional y la elaboración de un relato común sobre el pasado. Los llamados partidos históricos ocuparon un lugar central en esa elaboración discursiva que pretendía superar las versiones de divisa sin renunciar a la conservación del patrimonio simbólico asociado a cada comunidad política. Esta narración comportaba también una cierta apreciación de los actores y de los sucesos del pasado nacional y regional. Ella recogía, en primer término, el legado “espiritual” de una población indígena a la que consideraba físicamente extinta. Aunque esta posición apareció más claramente expuesta en otros trabajos de Herrera,[11] éste realizó una alusión implícita al tema en La revolución francesa y Sudamérica. En esta obra elogiaba la integración de los antepasados indígenas en la tradición de los Estados Unidos, escenario donde la población nativa no escapó tampoco, reconocía el autor, a “la crueldad de los invasores” que “conocieron todos los aborígenes de este hemisferio”. (Herrera, 1988: 19).
Los protagonistas del período revolucionario y de la organización nacional eran también evocados en el curso de esta obra, desde una perspectiva que ponía el acento en las condiciones sociales y políticas del medio en el que actuaron. El caudillismo y los gobiernos autoritarios que habían poblado la historia nacional y regional se consideraban allí como resultante -y no como causa- de este medio. El primero de estos fenómenos era “consecuencia lógica, impuesta, de la condición moral y política de la sociabilidad” local. (Herrera, 1988: 115). De igual forma, las “irregularidades democrácticas” fueron el fruto de “causas orgánicas” (Herrera, 1988: 51). Así por ejemplo, el gobierno de Juan Manuel de Rosas presentaba a juicio de Herrera un “carácter odiosísimo” y merecía el calificativo de “sombría dominación personal (Herrera, 1988: 51). Esta apreciación del régimen no obstaba sin embargo al reconocimiento de que la “ascensión despótica” de la figura histórica considerada “fue la consecuencia obligada de todos los errores acumulados y, sobre todo, de una incurable impotencia republicana.” (Herrera, 1988: 52). Su permanencia en el poder se explicaba, a su vez, por el “profundo arraigo social” del régimen. (Herrera, 1988: 51).[12] Este criterio era igualmente válido para los casos de Rodríguez de Francia, Quiroga y Melgarejo, y de “toda una serie de tiranos que fueron el fruto obligado del medio ambiente y de su época” (Herrera, 1988: 72-73). En todo caso, los métodos utilizados por estos dirigentes no habrían diferido significativamente de “la actitud de sus contradictores que [...] declaran que es acción santa asesinar a Rosas.” ( Herrera, 1988: 104).[13]
La representación de la historia nacional y regional propuesta por Herrera partía de las críticas formuladas por éste a la versión que consideraba elaborada y vehiculizada por los escritores de filiación unitaria. A criterio del autor, esta tendencia, “apoyada triunfal, durante casi un siglo, en las declamaciones a priori de la Revolución Francesa, ha ejercido dominio absoluto en el campo de las ideas americanas” (Herrera, 1988: 49, subrayado en el original). La leyenda negra de Artigas en la Banda Oriental y la difamación de los hermanos Carrera en Chile constituían dos ejemplos elocuentes de la proyección alcanzada por el discurso unitario. Las objeciones de Herrera a esta corriente historiográfica no se detenían en los acontecimientos del período independentista sino que abrían una brecha a la relectura de otros sucesos del pasado como la Guerra Grande y el conflicto de la Triple alianza, mencionados al pasar en la obra. (cfr. Herrera, 1988: 104-107). Al abordar estas diversas etapas históricas el autor hacía frecuentes alusiones a la antinomia civilización y barbarie, cuestionando la diferencia que esta noción establecía entre el papel desempeñado por las ciudades y por el medio rural en los procesos de transformación social. En este sentido, Herrera sostenía que “todos los actores del feudalismo sudamericano [...] han concurrido [...] a la generación de nuestro porvenir democrático, todavía en bosquejo”, y que “ningún partido pudo ser más de lo que permitía el medio inorgánico”. (Herrera, 1988: 105). Esta afirmación de carácter general aparecía relativizada en otros pasajes del libro en los que el autor precisaba que “si alguna tendencia destaca inspirada y próxima a la verdad democrática, en el seno de aquella espantosa vorágine, ese privilegio corresponde al clamor federativo [...].” (Herrera, 1988: 48-49). Desde esta perspectiva, “la libertad de un mundo voló en alas de esa titulada barbarie” con la que se identificó al “gauchaje” y al artiguismo, mientras que “la consigna extraviada” surgió de “los núcleos urbanos” inspirados en las doctrinas francesas revolucionarias. (Herrera, 1988: 50, 117). En escritos posteriores Herrera volvería a insistir sobre la acción positiva de la población del campo, erigida en heraldo del sentimiento nacional y de la libertad.
Por otra parte, en La Revolución Francesa y Sud América sus reflexiones no se limitaban al terreno historiográfico, traduciendo una cierta percepción de los sucesos y de los actores sudamericanos contemporáneos. También en esta nueva etapa los sectores rurales ocupaban un lugar destacado en el discurso de Herrera sobre la sociedad de su tiempo. En Uruguay, ellos habían protagonizado diversos levantamientos armados cuyo principal objetivos había sido, a criterio del autor, la defensa de las libertades políticas. En franca disidencia con las tendencias de opinión que calificaban estos episodios como “ataques a la verdad constitucional”, consideraba que “el culto de la libertad y del orden, en su acepción sincera, ha convertido en conspiradores o revolucionarios a los buenos ciudadanos de la generalidad de los países sudamericanos.” (Herrera, 1988: 133) Herrera mismo había participado en estos levantamientos y si bien preconizaba, en 1910, la vía cívica, no dejaba de establecer una continuidad entre ambos movimientos, presentados como dos etapas sucesivas de la lucha por las libertades políticas.[14] La contribución de los sectores rurales a la trasformación social trascendía por lo demás este plano. El papel fundamental que éstos habían desempeñado en todos los órdenes de la vida colectiva se expresaba a través de la comparación con la comunidad inglesa, pues en este país, “al igual de la América, las clases rurales fomentaron las reacciones libres y fueron la gran fuerza económica y social del país.” (Herrera, 1910: 355).[15] En otro pasaje de la obra el paralelo se establecía directamente entre el caso inglés y el uruguayo, cuando el autor señalaba que “Ninguna nación del continente [europeo ] ha contado con tan intenso factor evolutivo” como la “clase rural [británica], surgida al calor de la tierra y en especial de la cría de ganados.” (Herrera, 1988: 249).Y agregaba a continuación: “Con el tiempo esa fuerza laboriosa –nuestros estancieros- obtiene representación en la Cámara de los Comunes y, cuando se extingue la aristocracia feudal, de sus filas brota la nueva aristocracia que ocupará las plazas vacantes en la Cámara de los Lores. Este advenimiento paulatino, fundado en el trabajo, rinde opulentos beneficios morales.” (Herrera, 1988: 249) Esta caracterización de los propietarios rurales como vectores del cambio político, principal fuerza productiva y guía de la sociedad en el terreno moral apareció expresada en otros escritos de Herrera. Entre ellos La encuesta rural, publicada en 1920, presentaba a los estancieros como un modelo digno de imitación por parte de otros sectores de la campaña, en particular el trabajador rural.
De esta forma, los caudillos y los “gauchos valerosos” (Herrera, 1988: 140) de la independencia, los líderes revolucionarios y los combatientes de las guerras civiles, el propietario y el trabajador rural constituían elementos claves de la formación nacional, al menos en el terreno simbólico. Interesa señalar, sin embargo, que estos sectores sociales no eran entidades “naturales” sino categorías establecidas por Herrera en el marco de su elaboración de una representación de las comunidades surgidas de la colonización española en el nuevo mundo. Si ellas integraban en su conjunto el universo social propuesto por el autor, el lugar que cada una ocupaba estaba determinado, justamente, por las características que éste les atribuía. Así, por ejemplo, las “multitudes campesinas” (Herrera, 1988: 117) participaban efectivamente en la construcción de la nación a condición de ser consideradas en tanto que entidades colectivas más bien homogéneas y portadoras, aún de manera inconciente, del ideal nacional. En todo caso, la identificación entre este plano discursivo y los actores sociales concretos no se produce sin dificultad. Cabe destacar, en ese sentido, la distancia que media entre la construcción ideal de la representación del gaucho como tipo nacional y la visión bastante más terrenal que el propio Herrera presenta del trabajador del campo en La encuesta rural. A este aspecto problemático se agregaba, por otra parte, el hecho de que las consideraciones del autor involucraban por momentos el horizonte sudamericano, limitándose, en otros casos, a la experiencia uruguaya, sin que la transición entre ambas escalas aparezca siempre netamente establecida.
Si bien propuso una lectura propia, Herrera construyó su discurso a partir del abismo por él constatado entre su propuesta y una tendencia que consideraba dominante y edificada sobre la negación del valor de la tradición. Esta posición se expresaba en el rechazo de las enseñanzas de la historia. En lugar de “aprovechar ese acervo fecundo”, los sudamericanos,“incurriendo en el estravío iconoclasta de la Revolución Francesa, insisten en perseguir el pasado, en llamarlo a juicio, en imponer pena penitenciaria a sus actores y a sus memorias turbulentas [...].” (Herrera, 1988: 124). Al tratar esta materia, el autor recurría nuevamente a los ejemplos inglés y norteamericano, contraponiéndolos al francés. Comparando esta útima experiencia con la de Estados Unidos, señalaba que “mientras que 1776 determina un eslabón en la cadena, síntesis de los anteriores, 1789 define el rompimiento con la experiencia acumulada. Allá se triunfa en nombre del pasado, sin interrumpir contacto con los recuerdos poderosos, más bien apoyándose en ellos. [...] Aquí se intenta triunfar contra el pasado, retándolo a desafío [...] y despertando a las generaciones desaparecidas, para enjuiciarlas.” (Herrera, 1988: 238). Como ya se ha señalado, esta observación relativa a la ex-colonia del norte valía igualmente para Inglaterra, cuyo apego a la tradición se expresaba simbólicamente, según Herrera, en la catedral de Westminster. (cfr. Herrera, 1988: 247) Volviendo a la escena sudamericana y más precisamente local, no es difícil suponer que la visión de un Uruguay cosmopolita propuesta por el batllismo, combinada a la experiencia europea que ofreció al autor diferentes modelos de sociedad y lo puso en contacto con diversos autores y corrientes de ideas del viejo y del nuevo mundo –y en particular con el pensamiento crítico de la Revolución francesa-, marcaron significativamente, aunque no de manera exclusiva, su discurso sobre la tradición nacional. La diferencia de puntos de vista entre la tendencia que combatía y su propia propuesta se manifestó en terrenos como el de la conmemoración y el de la educación. El lugar dado a las fechas del pasado nacional respecto de las extranjeras en la esfera oficial y el contenido de los programas de enseñanza en historia fueron objeto frecuente de la reflexión de Herrera en este período.
Algunas consideraciones sobre el libro de 1910
La obra de Herrera sobre La Revolución Francesa y Sud América combinaba una reflexión general sobre el lugar de las tradiciones, las doctrinas y las prácticas en contextos de transformación social, un análisis de diversos procesos históricos de Europa y del Nuevo Mundo en términos comparativos, un diagnóstico sobre la actualidad sudamericana y una propuesta para el Uruguay contemporáneo. En el presente trabajo se ha intentado dar cuenta de estos diferentes registros de la obra atendiendo, en particular, al lugar que ocupaba el modelo británico en el esquema interpretativo del autor. Al considerar la presencia de Inglaterra en el libro de Herrera corresponde realizar algunas precisiones. Primeramente, el recurso al ejemplo británico no era excluyente de otras experiencias invocadas para fundamentar las aserciones del autor. Baste recordar, en este sentido, el espacio significativo que éste dedicó a los casos alemán y norteamericano. En segundo lugar, el presente abordaje no se detiene a indagar hasta qué punto existe una correspondencia entre los procesos efectivos de la historia de Inglaterra y la representación del modelo británico elaborada por Herrera. El análisis se centra, en cambio, esencialmente, en esta última. En ese sentido, se parte de la idea de que, independientemente del interés que la sociedad británica pudiera despertar por sí misma en el autor, ella aparecía evocada en su obra de 1910 sobre todo en función de sus reflexiones sobre la historia y la actualidad sudamericanas. Ella constituía, antes que nada, un lugar desde donde repensar la propia experiencia.
Pero ¿qué representaba exactamente para Herrera el modelo inglés? Este le permitía, antes que nada, movilizar una experiencia que consideraba alternativa a la francesa y a la sudamericana en tanto que tributaria, esta última, de las doctrinas radicales de la Revolución de 1789.[16] No se trataba solamente de poner en evidencia las ventajas de la organización social británica sino también de erigir esta comunidad en un modelo general –aplicable a otros espacios geográficos y circunstancias históricas- de transformación social progresiva, basado en el pragmatismo y en el respeto de las costumbres, las jerarquías y los valores heredados. Pero Herrera no veía en Inglaterra solamente el apego a la historia y a la tradición, considerando este rasgo cultural como un ejemplo provechoso para las sociedades sudamericanas. Este país representaba igualmente, para el autor, un escenario en el que los sectores rurales desempeñaron un papel de primer orden en el terreno político y en el plano socio-económico. Estableciendo un cierto paralelismo entre los casos inglés y sudamericano –aunque, por momentos, el segundo término de la comparación se reducía al ámbito uruguayo-, Herrera insistía sobre el origen rural de las libertades políticas. Este punto de vista lo oponía a quienes sostenían la transmisión de estos postulados desde la capital a los espacios rurales. Sin embargo, la posición del autor se alejaba igualmente de la tendencia que acordaba un peso significativo en este proceso a los cabildos establecidos en el período colonial. Por otra parte, en el seno de la población de la campaña Herrera subrayaba el papel desempeñado por los grandes propietarios rurales, génesis de las transformaciones sociales y políticas y motores, al mismo tiempo, del sistema productivo. En este punto, cabe señalar que las observaciones realizadas por el autor en su trabajo de 1910 se inscriben en el marco de una conceptualización más amplia sobre la vocación del Uruguay como país agropecuario.
En resumen, la reflexión sobre el ejemplo británico y sobre otras organizaciones sociales del período se enmarca en un conjunto de preocupaciones más amplias del autor relativas a la formación del tipo nacional uruguayo, al lugar de la historia y de la tradición en esta comunidad, a la estructuración del sistema político, económico y social. Su libro sobre La Revolución Francesa y Sud América le permite además tratar, desde el punto de vista de la teoría política, algunos tópicos que aparecen frecuentemente en su producción. Entre ellos cabe mencionar el papel desempeñado por los diversos actores de la historia nacional y regional, la pertinencia o no de las nociones de civilización y barbarie en su acepción “unitaria”, la explicación de fenómenos como el caudillismo y los gobiernos fuertes, así como la interpretación de problemáticas actuales como las guerras civiles y el lugar de los sectores rurales en la organización social.
Este conjunto de reflexiones fue sentando las bases de una concepción de la nación que respondía a lo que podría denominarse una línea tradicionalista. Diversos elementos de la propuesta de Herrera, como el lugar central atribuido a los llamados partidos históricos en la elaboración de un relato sobre el pasado uruguayo, la importancia acordada a esta narración en la consolidación de un sentimiento de pertenencia colectivo y la definición de un “tipo” nacional ligado a la construcción arquetípica del “gaucho”, pueden encontrarse en obras históricas y literarias escritas por compatriotas en este período. No hay que olvidar, sin embargo, que el discurso de Herrera se contruye en diálogo permanente con la producción extranjera dedicada a esta problemática. Así, La Revolución Francesa y Sud América aparece en buena medida marcada por la apropiación de ideas y doctrinas que circulaban en el ámbito europeo. Otros trabajos del período, como El Uruguay Internacional (1912), daban cuenta más precisamente de la mirada atenta que Herrera dirigía a una producción argentina prólifica en propuestas sobre la nación, en el marco de los festejos del centenario en ese país.[17]
Como ya se ha sostenido, los trabajos de Herrera en esta etapa y, en particular, su libro de 1910, pueden ser apreciados a través de la experiencia batllista. Sin cuestionar este punto de vista cabe agregar, sin embargo, que el autor no se detenía en la crítica de este régimen y del modelo de sociedad promovido por el mismo, sino que formulaba una propuesta alternativa. Algunos investigadores han caracterizado estos modelos a partir de la contraposición entre una tendencia portadora de una cierta promesa igualitaria, a la vez garantida e impuesta por el Estado y basada en la negación de las diversidad, y una posición que aceptaba la diferencia a condición de incorporar las jerarquías sociales que ella comportaba.[18] Sin cuestionar este punto de partida, sería interesante interrogarse sobre el significado de esta segunda posición en términos de integración. En ese sentido, es del caso preguntarse en qué medida cabe hablar de reconocimiento efectivo de la diferencia en el marco de un discurso que refiere al legado simbólico de un indígena considerado físicamente desaparecido o de un gaucho prototipico cuya correspondencia con actores sociales concretos no resultaba evidente. Corresponde además advertir que esta tradición nacional que incorporaba diversos legados étnicos y culturales no era una construcción abierta, sino el fruto de una selección y de una categorización operada por el propio Herrera. A pesar de ello, ella recogía y vehiculizaba elementos presentes en la tradición social, los organizaba en una representación de la sociedad que puso a disposición de los diversos actores y que pudo contribuir, en ese sentido, a generar y consolidar sentimientos de pertenencia comunitaria de diverso orden. Por otra parte, la elaboración discursiva de Herrera sirvió de sustento simbólico a la implementación de programas favorables a la integración, entre los que cabe mencionar la incorporación de los sectores rurales a la participación política por la vía electoral. En el terreno de la acción, el modelo propuesto por Herrera fomentó y encauzó estas prácticas, poniendo la movilización política de la campaña al servicio del statu quo social.
La diplomacia inglesa en Sudamérica
En el trabajo de 1910 sobre La Revolución Francesa y Sud América, Inglaterra ofrecía a Herrera un modelo de transformación social progresiva, respetuoso de las costumbres, de las tradiciones y de las jerarquías sociales. Veinte años más tarde este país apareció nuevamente en primer plano cuando el autor decidió abordar el problema de la independencia nacional uruguaya a partir de la documentación relativa a la gestión diplomática británica en las negociaciones de paz que culminaron con la creación del nuevo Estado. Al considerar esta problemática, partía de ciertas premisas sobre la acción de Inglaterra en el proceso de la emancipación hispanoamericana. Constataba en primer término la acción relevante de esta potencia europea y, en particular, de estadistas como Canning, quien, al producirse la mediación británica en el conflicto entre las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil por el territorio oriental, “acababa de imponer al viejo mundo el reconocimiento de las independencias colombianas”. (Herrera, 1974: 9). Este punto de vista lo llevó a cuestionar ciertas opiniones que, expresadas de forma recurrente en la historiografía no resistían, según Herrera, a la confrontación con la prueba documental. (cfr. Herrera, 1974: 32) Se trataba por una parte de la afirmación, nacida de “un mal entendido amor propio”, “de que la mediación inglesa no tuvo la entidad que la tradición le asigna [...].” (Herrera, 1974: 7-8). La segunda consistía en “disminuir el mérito de la política británica [...] a título de que el interés de su marina mercante y de sus manufacturas obró como uno de sus mayores acicates.” (Herrera, 1974: 9-10). Lejos de negar esta motivación en la gestión británica, Herrera la apreciaba desde una perspectiva favorable, sosteniendo que “tan honorables y confesados motivos iban asociados al triunfo de la justicia y de los principios liberales”. (Herrera, 1974: 10). Esta afirmación se basaba en la convicción del autor de que existía una confluencia de intereses entre ambas partes que debía derivar, lógicamente, en beneficio mutuo. Sostenía así que “Nadie discute que a la espalda de Canning, avivando su celo y su audacia renovadora, están los fabricantes, los hombres de negocios, las firmas bancarias y hasta sus electores del distrito de Liverpool.” (Herrera, 1974: 39) En cualquier caso, y aún partiendo de la hipótesis de una política británica pautada por el “egoísmo” “respecto a nuestro continente, habríamos tenido la singular fortuna de que nunca dejara de coincidir con los principios liberales y con la voluntad autonómica de sus pueblos.” (Herrera, 1974: 39).
En de este marco general situaba Herrera la participación británica en los sucesos rioplatenses de fines de la década de 1820. Iniciaba su análisis manifestando su desacuerdo con los autores que atribuyeron “móviles subalternos” a la mediación, inscribiéndola dentro de un plan general de la política exterior británica que “para servir sus ambiciones de dominio, lanzó a nuestro pueblos, los unos contra los otros, o azuzó sus querellas, o prolongó su anarquía, o quiso coparlos y apoderarse de parte de su territorio.” (Herrera, 1974: 40).[19] Con el propósito de refutar esta interpretación que atribuía “maquiavelismo” (Herrera, 1974: 23) a la acción de la potencia europea en el enfrentamiento regional por el territorio de la Banda Oriental, el autor insistía en el hecho de que la mediación había sido solicitada por las partes en conflicto y aceptada, no sin reticiencias, por la cancillería británica. Manteniéndose esta última equidistante de los beligerantes, consideró tempranamente la posibilidad de la independencia oriental pero se negó a declararse su garante. (Cfr. Herrera, 1974: 76) Contribuía a reforzar esta lectura el hecho de que el proceso considerado se inscribía, a criterio de Herrera, en una tradición de no injerencia británica en los asuntos de los países transatlánticos. En la época colonial, las invasiones inglesas de 1806 y 1807 constituyeron “episodios aislados” que, “por su carácter excepcional”, confirmaban esta tendencia a la no intervención (Herrera, 1974: 40). Durante el período de las guerras por la independencia y en la etapa subsiguiente, el “apartamiento de las luchas internas rige el pensamiento oficial británico” en la región platense. Inglaterra rompió esta regla en contadas ocasiones en las que rinde “Grandes servicios, solicitados con mucho encarecimiento” por los actores en conflicto. (Herrera, 1974: 24). En particular, la mediación británica en las tratativas de paz que condujeron a la creación del Uruguay en nada se asemejaba al “triste pedido local de las intervenciones extranjeras en el Plata, de 1840 a 1850”. (Herrera, 1974: 37). A criterio de Herrera, la responsabilidad de estas injerencias era esencialmente imputable a la conducta de figuras del ámbito regional como José Ellauri, Ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno de la Defensa. En 1842, éste se dirigió a la cancillería de Londres, “pidiendo su intervención armada a pretexto, humillante y excesivo, de que nuestra independencia era su obra.” (Herrera, 1974: 32). Por otra parte, este desvío fue rápidamente corregido por “la sabia energía de Lord Palmerston [quien] vuelve al cauce la tradicional conducta, caracterizada por la prescindencia en las disensiones ajenas. Sabido es que la larga y tan sospechosa intervención francesa –que nunca acababa- provocó la inglesa, que las acabó.” (Herrera, 1974: 37-38).
En el caso concreto de las negociaciones de paz de fines de la década de 1820, Herrera se mostró en desacuerdo con aquellos autores que negaban el “alcance decisivo de la mediación de Inglaterra.” (Herrera, 1974: 25)[20] Sin embargo, reconocer esta contribución no significaba suponer que nuestra independencia obedecía a un “plan” de la cancillería británica. Si la finalidad de esta última era “la clausura de la guerra”, la solución independentista respondió en cambio a la impotencia de los combatientes para imponer una solución en el campo de batalla y, sobre todo, al hecho de que “la voluntad armada de los orientales ha creado un hecho nuevo e irrevocable: la autonomía oriental.” (Herrera, 1974: 77) A lo largo de la obra, el autor insistía en estos postulados que constituían los pilares de su interpretación. Por una parte, la forma en que se desarrolló la mediación no dejó mácula alguna en el acta de nacimiento del nuevo Estado. La “acción pacificadora de Inglaterra, imparcial y serena, fue benéfica para todos. [...] nada depresivo para estos pueblos se vincula a su recuerdo, [...] nada mancilla la fecunda negociación. Ningún vejamen a ella se asocia.” (Herrera, 1974: 129). Por otra parte, la diplomacia británica desempeñó un papel de primer orden en la medida en que “ayudó a obtener el reconocimiento de un hecho vital, ya consumado”. (Herrera, 1974: 32). Participó, de esta forma, en la etapa final en la que se concreta ese “pujante ideal” de la independencia que “Bien ganada fuera por el esfuerzo heroico –tendido a través de varios lustros- de nuestros mayores.” (Herrera, 1974: 32).
En particular, uno de los negociadores, Lord Ponsonby, tuvo el “singular mérito de haber comprendido, mejor que nadie, el significado, como fenómeno histórico, de la rebeldía oriental. [...] Por eso, entra en relaciones personales con [Pedro] Trápani y procura, por su digno intermedio, contactos con Lavalleja; genuino representante; aquél, del patriotismo uruguayo, y su brazo armado el segundo.” (Herrera, 1974: 105). Una “conexión espiritual” se estableció entonces entre “el mediador y el jefe patriota”, basada en el mutuo convencimiento de que “sólo por el reconocimiento de la independencia oriental” se conseguiría la paz. (Herrera, 1974: 97). En esta misma línea argumental, Herrera citaba un pasaje de una carta de Lord Ponsonby al embajador británico en Río de Janeiro, Robert Gordon, fechada el 25 de marzo de 1828, donde el primero reconocía que “Es a Lavalleja a quien debemos la paz, en gran parte al menos. [...] Ha prometido limitarse a asegurar la independencia de su país y parar ahí”. (Ponsonby citado por Herrera, 1974: 32). El contacto establecido entre el diplomático inglés y el caudillo local por intermedio de Trápani constituía, a criterio de Herrera, un aspecto clave del proceso, puesto en evidencia por la nueva documentación consultada. Su intepretación ponía el acento en el protagonismo de Juan Antonio Lavalleja y sostenía, en un plano más general, la participación de los orientales en los acuerdos de paz a través de la “personería moral” que acordó Ponsonby a “nuestro pueblo, durante las negociaciones”. (Herrera, 1974: 105).
Esta lectura daba así especial relieve a una figura que formaba parte de la tradición partidaria de Herrera. Ese mecanismo tendía a relativizar el papel decisivo desempeñado por actores históricos pertenecientes a la tendencia opuesta, como era el caso de Fructuoso Rivera, sin que ello implicara sin embargo desacreditar su actuación. Recurriendo a testimonios del período analizado donde se aludía al “arbitrio de la simulación”, Herrera hacía suyo el argumento de “la necesidad que impusiera, en más de una ocasión, a los nativos sofocar el estallido de sus aspiraciones. Sereno y elevado juicio, que debiera acallar las demasías irreverentes de quienes se empinan, sobre papeles, para imputar claudicaciones a los fundadores, llámense Lavalleja, Rivera u Oribe y sus tenientes [...]” y, como “altaneros jueces”, “al encuentro de su fama salen al celebrarse el centenario de su construcción monumental.” (Herrera, 1974: 74) Se pronunciaba así globalemente contra los autores que abordaban el tema a través de la descalificación de las figuras históricas de la tradición política rival, sosteniendo en cambio que los próceres de la independencia debían ser considerados “en conjunto”, “sin someternos a la crueldad del análisis microscópico” y determinando si, “a pesar de sus obligados desvíos de la recta teórica”, su conducta presentaba “la unidad de un gran propósito, esclarecido por un gran ideal. [...] Por la libertad de su tierra, en masa corren al sacrificio.” (Herrera, 1974: 75). Como en trabajos anteriores, el autor adoptó aquí una línea interpretativa que hiciera posible integrar las diversas tradiciones en un relato común sobre el pasado. La diferencia de jerarquías que estableció entre los protagonismos planteaba no obstante la compleja cuestión de hasta qué punto resultaba posible conciliar la elaboración de una historia nacional con la construcción de una tradición partidaria. Ambas tareas se contaron entre las preocupaciones constantes de Herrera, pero las propuestas a que éstas dieron lugar, los equilibrios inestables, las ambiguedades y los aspectos que aparecían irreconciliables con la formulación de una versión común, variaron con el correr del tiempo.
Las negociaciones de 1828 en el marco del proceso independentista
Marcada por esta tensión entre historia compartida y tradiciones particulares, la lectura de Herrera sobre las tratativas de paz que condujeron a la creación del Estado uruguayo aparecía además inscripta en un relato más general sobre el proceso independentista. Al abordar esta problemática, el autor retomó ciertos puntos de vista expresados en su trabajo de 1910. Allí, Herrera había señalado que toda transformación social debía considerar como punto de partida ineludible las condiciones sociales del medio. Desde una perspectiva histórica, el autor insistía igualmente en la necesidad de integrar los diversos actores de esta experiencia en la construcción de una tradición nacional que incorporara, incluso, el legado espiritual de la población indígena. Este aspecto reapareció en La Misión Ponsonby, donde Herrera retrotraía el momento en que comenzó a forjarse la “nacionalidad oriental” al período de la conquista española, cuando el charrúa “No se resigna jamás a sufrir el yugo del intruso”. (Herrera, 1974: 90). A partir de entonces se manifestó la “pasión autonómica en esta banda”, cuya “encarnación genuina fue Artigas.” (Herrera, 1974: 90). En esta etapa y en las subsiguientes se habría ido afianzando esta aspiración que Herrera definía como un “espíritu de independencia [que] era instintivo en el pueblo oriental y superior a legalismos escritos” (Herrera, 1974: 87), es decir que seguía vigente aún cuando ciertos hechos y acciones – tratados frecuentemente por el autor como recursos de circunstancia - parecían desmentirlo. Ese “sentimiento colectivo” dotaba de solidez a la posición de los orientales que, “unificados en la misma aspiración, ignoraban aún la mella de las anarquías partidarias, cuyo contagio pronto conocerían.” (Herrera, 1974: 103, 73). Aunque la independencia involucraba a la comunidad en su conjunto, Herrera rescataba en particular, al igual que en escritos anteriores, el protagonismo de las “multitudes” campesinas y de sus dirigentes. Este enfoque implicaba el cuestionamiento de la primacia urbana en el proceso independentista y, al mismo tiempo, el rechazo de las nociones de barbarie y anarquía que aparecían asociados a los movimientos rurales, punto de vista reforzado por el autor mediante la atribución de móviles puramente políticos –y no de subversión del orden social- a sus actores.
En el caso particular de las negociaciones de paz de fines de la década de 1820, a esta posición anteriormente manifestada por el autor se agregaba el propósito de refutar, a través de la nueva documentación consultada,[21] testimonios de época que invalidaban la solución independentista por considerar a la Provincia Oriental un foco de anarquía y a sus habitantes incapaces de establecer un gobierno regular por sus propios medios. A diferencia de las obras publicadas por Herrera en la década de 1910, este nuevo trabajo no habría apuntado esencialmente a buscar las bases posibles de una tradición y de una historia uruguaya, sino a celebrar el momento histórico en que se produjo el reconocimiento jurídico de una nacionalidad preexistente. Si la noción de construcción no desaparecía, ella resultaba por momentos desdibujada frente a la idea de predestinación. Esta última era invocada por Herrera en forma recurrente a lo largo de La Misión Ponsonby, en un sentido que apuntaba a invalidar la idea del Uruguay como creación externa y que podría resumirse en la siguiente frase del autor: “Patria en germen, a la par de todas las sudamericanas, éramos nosotros. Nadie tuvo que crearnos, porque ya existíamos [...].” (Herrera, 1974: 21).
Desde el punto de vista historiográfico, la lectura de Herrera establecía el protagonismo oriental en las negociaciones de paz y destacaba, en particular, la actuación de Juan Antonio Lavalleja. El acento puesto en esta figura histórica de su tradición partidaria no obstaba, sin embargo, al reconocimiento de la contribución al afianzamiento de la opción independentista que realizaran otros caudillos de la tendencia antagónica, como Fructuoso Rivera. Elaborada en el marco de los festejos del centenario, esta interpretación implicaba sin duda una toma de posición concreta en relación a la producción uruguaya contemporánea sobre el tema. Sin embargo, el autor no polemizó explícitamente con alguno de sus compatriotas en particular,[22] limitándose a desaprobar los relatos que, con la finalidad de exaltar ciertos protagonismos en detrimento de otros, descalificaban la actuación de determinadas figuras y terminaban por arrojar dudas sobre el papel desempeñado en el proceso independentista por los orientales en su conjunto. Otro gran protagonista del relato de Herrera era el mediador, cuya función resultaba relevante por cuanto contribuía al reconocimiento legal de un hecho impuesto por las circunstancias, es decir, por la existencia previa de una comunidad nacional. En ese sentido, Herrera no se pronunció por la posición que negaba toda trascendencia a la mediación o por aquella que le otorgaba un lugar decisivo, considerando esta última la creación del Estado Uruguayo como el producto de un plan de la diplomacia británica. En lugar de optar por una de esas posiciones, el autor consideraba la solución independentista como la única viable sosteniendo, al mismo tiempo, que ella formaba parte –si bien no era la única- de las que Inglaterra consideraba favorables a sus intereses. La percepción positiva de la incidencia británica en Sud América y, particularmente, en el Río de la Plata, que suponía una coincidencia de intereses entre la potencia europea y los nuevos Estados surgidos de la colonización española,[23] alejaba la versión de Herrera de la lectura formulada por numerosos autores que, como él, formaron parte de la corriente del revisionismo histórico rioplatense. Aunque el tema merece ser profundizado, es posible afirmar que en La Misión Ponsonby Herrera se propuso refutar, en forma global, el maquiavelismo atribuido en ciertos enfoques a la conducta de los negociadores británicos.[24]
Sin rehuir totalmente la crítica bibliográfica, su obra se estructuraba más bien a partir del comentario directo y de la contraposición de testimonios del período. De hecho, el autor basaba buena parte de su argumentación en la idea de que el acceso a nuevos documentos -exhumados en los archivos del Foreign Office de Londres- habilitaba una relectura de los sucesos analizados. A criterio de Herrera, la posición oriental salía clarificada y dignificada de la consulta de estos fondos. Siguiendo al autor, podría así concluirse que, ofreciendo un modelo de transformación social adecuado a las nuevas repúblicas sudamericanas, Gran Bretaña había igualmente favorecido su acceso a la vida independiente y mantenía con ellas un vínculo favorable a los mutuos intereses que se expresaba esencialmente en la esfera económica. En el terreno de las representaciones, esta potencia europea ofrecía el ejemplo de una sociedad construida sobre el respeto del pasado y de la tradición. Ella podría además contribuir a la construcción de una historia sudamericana, ofreciendo una mirada externa -percibida más bien como complementaria que como excluyente de la visión interna presentada por el autor-, desde la cual estos países y, en particular, el Uruguay, podían repensar su propio pasado.
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BIBLIOGRAFIA CITADA
CAETANO, Gerardo: La República conservadora (1916-1929), Montevideo, Editorial Fin de Siglo, “Colección Raíces”, 1992.
FUNES, Patricia et ANSALDI, Waldo : “Cuestión de piel. Racialismo y legitimidad política en el orden oligárqico latinoamericano” p. 451- 495 in Waldo Ansaldi (comp.): Caleidoscopio Latinoamericano. Imágenes históricas para un debate vigente, Buenos Aires, Grupo Editorial Planeta, “Ariel Historia”, 2004.
PANIZZA, Francisco: "El liberalismo y sus otros. La construcción del imaginario liberal en el Uruguay (1850-1930)", Cuadernos del CLAEH, Montevideo, nº 50, 1989/2, pp. 31-44.
ZIMMERMANN, Eduardo A.: Ernesto Quesada, La epoca de Rosas y el reformismo institucional del cambiode siglo, en Fernando Devoto (comp.), La historiografía argentina en el siglo XX (I), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993, pp. 23-44.
ZIMMERMANN, Eduardo: Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina 1890-1916, Buenos Aires, Editorial Sudamericana ; Universidad de San Andrés, 1995.
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FUENTES CITADAS
Obras de Luis A. de Herrera
La Revolución Francesa y Sudamérica, París, Paul Dupont, 1910. (La Révolution Française et l’Amérique du Sud, Paris, Bernard Grasset, 1912). Edición citada en este trabajo : La Revolución Francesa y Sudamérica, Montevideo, Cámara de Representantes, 1988.
El Uruguay Internacional, París, Bernard Grasset, 1912.
La encuesta rural. Estudio sobre la condición económica y moral de las clases trabajadoras de la campaña, aprobado por unanimidad por el Congreso de la Federación Rural, reunido en Tacuarembó el 21 de marzo de 1920. Montevideo, [1920].
Una etapa, [Paris, 1923].
La misión Ponsonby. La diplomacia británica y la Independencia del Uruguay, Buenos Aires, EUDEBA, “Iberoamérica en la historia”, 1974, 2 volúmenes (Las citas del presente trabajo corresponden al volumen 1). (Primera edición: 1930).
Obras de Felipe Ferreiro
"Oribe en la historia diplomática de la República", El Debate, Sábado 26 de agosto de 1944, Suplemento extraodinario en conmemoración del natalicio de Oribe, pp. 6-8.
La disgregación del Reyno de Indias, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1981.
Otras fuentes
Diario de Sesiones de la Cámara de Representantes, Sesiones extraordinarias del 2º período de la XXV Legislatura, t. CCXLIII, del 22 de julio al 28 de setiembre de 1915. Montevideo, “El Siglo Ilustrado”, 1917.
Diario La Nación, Buenos Aires, agosto de 1912.
Museo Histórico Nacional. Archivo del Dr. Luis Alberto de Herrera. Colección de Manuscritos del Museo Histórico Nacional, III (Manuscritos incorporados al Museo Histórico Nacional entre los años 1978 y 1982). Correspondencia (1910-1940)
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Notas
1. Doctora en Historia (EHESS, París). Investigadora en el Depto. de Historia del Uruguay, FHCE, UDELAR. (Proyecto Proceso Histórico y elaboración discursiva del pasado. Análisis de los proyectos políticos y los conflictos sociales en la constitución del Estado Oriental y revisión critíca de la historiografía ‘tradicionalista’” Desarrollado en colaboración con la Dra. Ana Frega –directora- y la Magister Ariadna Islas).
2. Luis Alberto de Herrera (1873-1959). Político e historiador uruguayo, leader de la fracción herrerista del Partido Nacional.
3. La madre de Luis A. de Herrera, Manuela Quevedo y Antuña, había sido críada por su tía paterna, en el seno de una familia de confesión protestante.
4. Cfr., por ejemplo, la discusión parlamentaria que tuvo lugar el 18 de setiembre de 1915, a propósito de la propuesta de declarar fiesta nacional el 20 de setiembre de ese año. Cfr. Diario de Sesiones de la Cámara de Representantes, Sesiones extraordinarias del 2º período de la XXV Legislatura, t. CCXLIII, del 22 de julio al 28 de setiembre de 1915. Montevideo, «El Siglo Ilustrado», 1917.
5. El punto de vista de Herrera sobre el caso chileno podría considerarse próximo al de la corriente que, elogiando el conservadorismo del Estado chileno, presentaba a este país como un ejemplo de estabilidad institucional, situación que lo colocaba en ventaja respecto de sus vecinos.
6. También en este punto el autor distinguía la situación de las ex-colonias expañolas respecto de las británicas, señalando que La “homogeneidad de la colonización” que había constituido “una sólida garantía de éxito social” en el norte, había sido “destruida por perniciosos mestizajes en el sur”. (Herrera, 1988: 20).
7. Cfr. Zimmermann, 1995: 109 y ss. De hecho, ciertos autores que situaban la obra de Herrera en el terreno de la reacción no basaron su juicio en las apreciaciones de este último sobre las características étnicas de la población. El escritor europeo Max Nordau pudo así valorar positivamente trabajos de autores latinoamericanos sostenidos en una argumentación racial más marcada, mientras que condenaba la obra de Herrera no solamente por su visión jerárquica de la sociedad –lo que resultaba indudable-, sino también por su visión contraria al ejercicio de la soberanía popular, lo que parece en cambio más discutible. Cfr. Max Nordau, artículo publicado en La Nación de Buenos Aires el 14 de agosto de 1912.
8. Cfr. Funes y Ansaldi, 2004.
9. Esta idea fue expresada en una carta dirigida por Herrera a los estancieros de Cerro Largo. Cfr. Museo Histórico Nacional, Archivo del Dr. Luis A. de Herrera, correspondencia (1914), f. 26. Copia de una carta de Herrera en respuesta a una comunicación firmada por los propietarios rurales de Cerro Largo, fechada en Melo, el 18 de julio de 1924. Este documento fue citado por Gerardo Caetano, 1992: 26.
10. En lo que respecta en particular al papel de la tradición en el terreno político, pero también en el social, puede señalarse la distancia que existe entre La tierra charrúa (1901) y Una etapa (1923).
11. Cfr. en particular El Uruguay Internacional (1912).
12. Este punto de vista que presentaba a Rosas como producto de su época situaba a Herrera en una posición cercana a la de autores como Ernesto Quesada en La época de Rosas (primera edición: 1898). Otros escritores argentinos, como José María Ramos Mejía, habían puesto el acento en la excepcionalidad del personaje, analizado desde una perspectiva médico-psicologica. Cfr. Zimmermann, 1993: 23-44 (en particular: 25-26).
13. Subrayado en el original. A continuación de este ejemplo, Herrera enumeraba otros: “el precio puesto por Posadas a la persona de Artigas”, “el fusilamiento de Dorrego por el ilustre Lavalle”, “el asesinato jurídico de los hermanos Carrera, en Mendoza” y “el sacrificio del heroico Chilavert”. Cfr. Herrera, 1988: 104.
14. La legitimación de Herrera de este tipo de acción armada partía de dos premisas fundamentales: la ilegitimidad del régimen en vigor y el propio carácter que atribuía al movimiento. Reduciendo los objetivos del mismo a la esfera política, el autor le negaba toda aspiración a subvertir el orden socio-económico. Si esta caracterización podía parcialmente aplicarse, no sin reducir la complejidad del fenómeno, a los levantamientos armados uruguayos o argentinos de fines del siglo XIX y de comienzos del XX, ella resultaba directamente inapropiada para definir otros movimientos sudaméricanos cuyo contenido social aparecía en primer plano.
15. Figura “al igual de la América” en la primera edición en español (Herrera, 1910: 355) y “al igual que América” en la reedición de 1988 (Herrera, 1988: 252).
16. Como ha sido señalado para el caso británico, el presente análisis no se propone considerar en qué medida resulta controversial la tesis central de la obra de Herrera, es decir, considerar los procesos políticos y sociales sudamericanos, al igual que sus instituciones y disposiciones legales, como el fruto de una apropiación exclusiva de las doctrinas radicales de la Revolución Francesa por parte de los dirigentes locales. El caso francés, así como el británico, interesan sobre todo en cuanto nutren la reflexión del autor uruguayo sobre la actualidad local y regional.
17. Desde diversos campos como la historia, la ensayística y la literatura surgieron propuestas que reflejaban esta preocupación en Argentina. De los autores cuyos trabajos abordaban esta problemática Herrera citaba en su libro de 1912 a Ricardo Rojas y a Joaquín V. González, entre otros.
18. Cfr. Panizza: 1989.
19. Esta lectura difería radicalmente con la de Felipe Ferreiro, historiador revisionista, compatriota y correligionario de Herrera. Ferreiro consideraba la descomposición del territorio hispanoamericano en diversos Estados como el fruto, en cierta medida, de intrigas extranjeras. Criticaba igualmente los tratados comerciales firmados con Inglaterra en el período independentista, por considerarlos al servicio de los intereses de Gran Bretaña e impuestos por ésta a las nuevas repúblicas americanas. Cf. Ferreiro, 1944 y 1981.
20. Entre los protagonistas del período considerado era el caso del general Guido, en apreciaciones realizadas en el curso de 1842. La posición de esta figura política argentina se explicaba, según Herrera, por una deformación retrospectiva de su visión de los acontecimientos vinculada al contexto en que formuló su discurso. Cfr. Herrera, 1988: 25.
21. Cfr. por ejemplo cita de Ponsonby en Herrera, 1974: 13-14.
22. Herrera polemizó no obstante abiertamente con un escritor brasileño, el coronel Souza Docca, autor de una obra sobre la convención de paz de 1828 donde presenta a Lord Ponsonby cual “agente apasionado de una intriga diplomática” e intenta “demostrar que nuestra independencia fue gracia del imperio, retaceada por las Provincias Unidas [...].” Herrera consideraba que, a pesar de haber tenido acceso a los archivos de Itamaraty, Souza Docca había tomado una “dirección crítica” “visiblemente desviada” y su versión de los acontecimientos estaba fuertemente marcada por la “devoción patriótica” del autor. (Herrera, 1974: 46-47). Cfr. también Herrera, 1974: 56-57, 69. En términos menos críticos, Herrera hacía referencia a trabajos de los historiadores Calogeras y Saldías. (Cfr. Herrera, 1974: 86-87, 130-131, 137-138).
23. La idea de la complementariedad de intereses y de la conveniencia mutua de fomentar las relaciones -especialmente en el plano económico- entre Gran Bretaña y Sud América, propuesta que se prolongaba hasta el presente del autor, no habría sido del todo ajena a las condiciones de elaboración de La Misión Ponsonby. De hecho, este trabajo se basó en copias de documentos del foreign office, acción dispuesta por Herrera en 1928, en ocasión de su viaje a Inglaterra al frente de una embajada extraordinaria del Uruguay ante el gobierno británico. La estadía de Herrera en Inglaterra dió lugar a diversas manifestaciones vinculadas a Canning y a Ponsonby, en tanto que agentes de la diplomacia británica que incidieron en el proceso de la emancipación americana y, particularmente, en el caso Uruguayo. Herrera depositó sendas coronas de flores en las tumbas de estas figuras históricas, y se puso en contacto con descendientes de Ponsonby, que le ofrecieron una reproducción fotográfica del único retrato de éste que conservaban. En los meses siguientes se dispuso la realización y entrega al gobierno uruguayo de un retrato al óleo del diplomático británico. A iniciativa de Herrera se resolvió que esta pintura fuera ofrecida por las compañías inglesas ligadas por sus negocios e intereses al Uruguay, sugiriendo que podrían participar de la ceremonia de entrega –que efectuaría el Ministro Británico en Montevideo- representantes locales de las firmas donantes (Ferro Carril Central del Uruguay y Compañías Aliadas, Ferro Carril Norte del Uruguay, Compañía de Aguas Corrientes de Montevideo, Atlas Light and Power Compagny, dueños de los tranvías de Montevideo, Compañía Liebig’s, Banco de Londres y América del sur, Banco Anglo Sud Americano). La fecha elegida para la ceremonia habría sido la del centenario de la Convención preliminar de paz (27 de agosto de 1928). Cfr. Museo Histórico Nacional, Archivo del Dr. Luis A. de Herrera, correspondencia (1928).
24. De la misma forma, la correspondencia de Herrera de este período no conserva trazas de intercambios polémicos sobre la materia. Las cartas consultadas en relación a la esta obra parecen sugerir que ella circuló más bien en el ámbito nacional, entre personas interesadas a la labor períodística y/o histórica –como Mario Falcao Espalter, Felipe Ferreiro, el hermano Damasceno y Raúl Montero Bustamante– . También fue enviada por el autor a instituciones culturales, a organismos públicos y, en particular, a instituciones y autoridades militares. Las redes político-partidarias de Herrera parecen haber desempeñado asimismo un papel relevante en la distribución de la obra. Más allá de la esfera local, el autor ofreció ejemplares de su trabajo a funcionarios diplomáticos británicos y a particulares vinculados a esta colectividad extranjera en el Uruguay. Algunos autores extranjeros hicieron referencia a la obra en sus intercambios epistolares con Herrera. Entre ellos puede mencionarse a Percy Alvin Martin, Profesor de Historia Hispanoamericana del Departamento de Historia de la Universidad de Standford, al historiador y diplomático brasileño Helio Lobo, a su compatriota Pedro Calmon, del Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro y a Carlos Correa Luna, del Archivo General de la Nación de Buenos Aires. Cfr. Museo Histórico Nacional, Archivo del Dr. Luis A. de Herrera, correspondencia (1928-1941).
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