El eterno Arena
de Javier Suárez, el jueves, 12 de abril de 2012 a la(s) 13:41 ·
Por Javier Suárez (*)
Es muy probable que no le falte razón a Ortega y Gasset cuando define al Hombre por su naturaleza y la circunstancia que lo rodea. Más aún si nos retrotraemos a ese Uruguay del 900 que todo lo podía para hacer referencia a uno de ellos.
Quizás, como sostuviera Manuel Flores Mora, “Maneco”, la clave para comprender la vigencia de Domingo Arena a través de las generaciones esté en el rechazo a la solemnidad, virtud de todo aquello que es auténtico, verdadero y vivo.
De cualquier modo, a diferencia de lo que se oscila efectuar en estas ocasiones, comenzaremos por el final. En 1936, a sólo tres años de lo que sería su despedida, un cansado pero no por ello menos entusiasta Arena recordaría en un reportaje al conmemorarse el cincuentenario de “El Día” los difíciles como prometedores inicios del abogado, periodista y político junto al fundador del diario, José Batlle y Ordoñez.
Sin temor a equivocarnos, difícilmente se pueda ser testigo de una amistad tan entrañable entre dos personas: la del nieto de catalanes cuya obra marcará un mojón indiscutible y la del italiano Arena que, con mucha dedicación y algunos regalos de por medio a un maestro de Tacuarembó, dejaba su hogar infantil con el certificado salvador para continuar sus estudios universitarios en la capital.
En realidad, disociar su vida del Batllismo, así como su leal y fervoroso accionar de la trayectoria del líder histórico, resulta una quimera difícil de sobrellevar. La obra “Domingo Arena: realidades y utopías” de Miguel Lagrotta se muestra sumamente esclarecedora en dicho sentido.
Como legislador en ambas Cámaras, constituyente en 1917, gobernante, o bien, desde la tribuna partidaria y el matutino “El Día” donde trabajó desde joven ocupando distintos cargos de redacción hasta alcanzar la dirección, supo ser uno de los principales animadores de las leyes sociales vinculadas a la jornada laboral, el salario mínimo, la abolición de la pena de muerte o el divorcio por causales o mutuo consentimiento.
Tampoco fue ajeno a los debates por la separación de la Iglesia y el Estado, por el ejecutivo pluripersonal, y, en definitiva, por la libertad y la sensibilidad hacia los desamparados.
Tal vez, en la vida de Domingo Arena, un pobre y desconocido inmigrante que supo ascender por meritos y virtudes, apasionado en las tareas, incondicional en todo momento pero con espíritu crítico e ideas de avanzadas, se trasluzca el paradigma reformista del Batllismo de las primeras décadas del siglo XX.
Consecuente con el proyecto en todo momento, romántico, idealista –recalcitrante colorado como el mismo se calificó– confidente y, al mismo tiempo, uno de los mejores, sino el mejor asimilador de las ideas de Don Pepe, rápidamente supo convertirse en el portavoz oficial de la política renovadora de la época.
A pesar de estar en las cumbres del poder nunca olvidó su humilde origen rural y la lejana Calabria natal, al sur de Italia, aquella que lo acunó el 7 de abril de 1870. De allí surgió la simpatía por el anarquismo. Sin embargo, al poner un pie en el país miró el cielo y entendió que en Uruguay no podía ser otra cosa más que Batllista.
Prefiriendo la lucha de ideas a la lucha de clases, sin doctrinarismos inflexibles pero si radicales, creyó posible eliminar los enfrentamientos sociales mediante la intervención reformista del Estado al asegurar la tranquilidad pública y la justicia social con un manto protector a todos los excluidos.
En definitiva, al tiempo que la sociedad se estatizaba y el estado se socializaba, el propio Arena le demandaba a su colectividad política incorporar ciertas ideas de avanzadas, sin pensar, claro está, en la destrucción social ni mucho menos en la negación de las tradiciones partidarias. La política como la ciencia –decía– debe estar en continuo movimiento si quiere responder a las necesidades del momento. Para ello –agregaba– el partido para no quedar rezagado en relación a sus adversarios debe ser “tan liberal como el Partido Liberal y asimilarse todo lo humano, todo lo práctico, todo lo realizable todo lo que no sea utopía del Partido Socialista”.
Sean cuales fueren las confusas interpretaciones del caso, pese a ser apresuradamente identificado por algunos con ciertas tendencias revolucionarias, Domingo Arena y el Batllismo nunca estuvieron ni estarán con el socialismo. Lo que no significa amparar en absoluto la salvaje mercantilización de la sociedad o el canto de sirena del populismo estatal.
Acordando que sólo se mantiene en el tiempo lo que se transforma, no podemos olvidar que en la confrontación dogmática que jamás debió desviarse para hacer creer que el Estado es un fin en sí mismo, lo más importante –y en lo que el Arena anarquista hasta llegar al Arena reformista creyó– fue, es, y será, en última instancia, la promoción de un poco más de justicia sin excesos ni rupturas de ningún tipo.
Con todo, no cabe duda que la vida se nos debe ir –como se le fue a él– defendiendo a los débiles y estimulando a los emprendedores sin dádivas para los primeros ni castigos para los segundos dentro de un republicanismo de tinte liberal.
(*) Edil (s) por Vamos Uruguay, docente.
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