lunes, 20 de agosto de 2012
domingo, 19 de agosto de 2012
EL HUMANITARISMO DE BATLLE
Artículo publicado por el Dr. Arena en EL DIA con fecha 20 de octubre de 1935
“Convenzase, la bondad ¡es inteligencia pura! como el valor, como el espíritu de justicia, solía decirme Batlle, que en su inclinación innata al concepto personal, se inclinaba a ver en la inteligencia el núcleo del alma humana, del cual irradiaban todas las otras virtudes. Y creía sinceramente, que cuando éstas existían con algún relieve, se transparentaban en la fisonomía. De ahí, que siempre que conocíamos un hombre nuevo, su primer comentario fuera: “¿Esa cara le gusta?”. Yo contestaba negativa o afirmativamente, según fuera mi impresión y por lo general coincidíamos. Tanto que ahora mismo, suelo decirle como elogio, al que encuentro de mi gusto: “¡Su cara habría agradado a Batlle. Lo felicito!”
En la primera impresión fundaba Batlle, en buena parte, su pretensión, casi siempre certera, de ser un rápido conocedor de los hombres. ¡Lástima que se equivocara a veces, y que creyendo a todos a su imagen, después de formado el buen concepto para admitir la bellaquería, fuera necesario que se la presentase documentada!. La dificultad de hacerle abandonar alguna noción que me parecía injusta, me hicieron decirle alguna vez: “Las ideas se le arraigan en la cabeza como los árboles en la tierra”.
Hablaba mucho de la gran fuerza que era la bondad. Habría que emplearla siempre, hasta cuando se gobernaba, hasta cuando se legislaba, hasta cuando se hacía justicia aparentemente dura, buscando el bien del mayor número. Precisamente esto era lo que lo hacía implacable contra el mal y los que lo elaboraban. Tanto hablábamos de la trascendente materia, que concluí por decirle: “Sí, tiene razón, la bondad ha de ser la virtud por excelencia, la única moneda de curso legal en el otro mundo, con fuerza cancelatoria para todos los pecados!” Lo que él oía con la enigmática sonrisa del que no asiente ni niega abrumado por el inescrutable misterio.
Lo que podía dar su acción de presencia
¡Si Batlle sentía tan vivamente la bondad era por se profundamente bueno! -¡no en balde era tan inteligente!-. Se le veía en el severo rostro en cuanto se le expandía movido por cualquier atracción simpática. Su trato, aunque grave y poco acogedor, acababa por volverse irresistible: Yo le sentía tan vivamente, que más de una vez invité a que se sometiese a la prueba alguno de sus adversarios más irreductibles. Contando con ello, abrigué un tiempo la esperanza de que se pudiese evitar la guerra de 1904, cuando ya parecía irremediable. Yo creía haber vislumbrado el alma de Saravia, en una inolvidable entrevista que tuve con él, como repórter, en los campos de La Cruz, en una desolada carpa azotada por la borrasca, cuando se pactaba la paz del 97 y se me había ocurrido que no era imposible alearla a la de Batlle, si se la sometía al contacto. Compartía la esperanza, estoy seguro, el ilustre adversario amigo, que sufría las angustias de la hora desde el Ministerio de Hacienda. El salvador encuentro hubo de celebrarse en una exposición feria de Cerro Largo, a la que iba a concurrir el presidente con una numerosa comitiva. Por algún detalle desgraciado que ya no puedo precisar, se desistió del propósito. ¡Es que ya estaba en los planes del destino que la inmensa actuación de Batlle, se desenvolviese entre dos cataclismos, tal vez para que quedase más destacada y resultase más ejemplar!
¿Por qué, se me dirá, siendo tan grande y tan comunicable la bondad de Batlle, no se dejaron influir por ella algunos de los hombres que después de una larga actuación a su lado, se le separaron? Sin duda porque aquellos, a pesar de su inteligencia y de su bondad, no sintieron a Batlle y por consiguiente no pudieron comprenderlo. De los hombres se conocen actos y manifestaciones, nunca intenciones. Estas, siempre impenetrables, son interpretadas con arreglo a la idiosincrasia de cada uno. De manera que, la condición esencial para compenetrar un espíritu, es estar dotado de cierta contextura similar, vibrar simpáticamente con él, como sucede con los diapasones musicales. Si faltan aquella simpatía y contextura, los espíritus podrán estar eternamente en contacto sin entenderse jamás. ¡El caso de los matrimonios desavenidos!
Su acendrado amor por los trabajadores
Un obrero algo misántropo, con ideas entre anárquicas y sentimentales, que cayó como un aerolito, hace años, cerca de Batlle y que se incrustó tan sólidamente a su lado, que todavía se mantiene en su chacra, se lamentaba, comentando mis escritos sobre aquél, que no hubiese aludido a como era con los que trabajaban a su alrededor. Y tenía razón.
Batlle era el patrón ideal, que casi no mandaba y con el cual se guardaban distancias cuanto más se acercara. Aplicaba en la práctica toda su teoría obrerista. Exigía a sus trabajadores el mínimun de esfuerzo por la remuneración superior posible y cuidaba mucho de que su vida fuese confortable. Hasta les daba maestros. Nada podía llegar a su mesa, incluso el champagne, que no fuese compartido con los que lo servían. Se interesaba mucho por los trabajos que se hacían a su vista y se pasaba largos ratos junto a sus obreros, conversándoles campechanamente u observando en silencio, absorto por la especie de solemnidad que encontraba en el esfuerzo humano. Con frecuencia pedía datos y hacía observaciones. Llevado por su espíritu razonador, que lo hacía sacar consecuencias de cuanto veía, insinuaba modificaciones en todo –en la poda, en el arado, hasta en las construcciones-, sin la pretensión, naturalmente, de que siempre se le atendiera. Su personal lo adoraba. Fuesen lo que fuesen los que trabajaban con él, se hacían batllistas.
Batlle sentía por los trabajadores una inmensa consideración unida a una gran ternura. La mejor retribución para sus brazos le parecía mezquina y a los trabajos penosos o que ofrecían peligro no le encontraba precio. ¿Quién puede fijarle un justo valor, decía, a quien se agotaba sudando al sol o se hiela en una cámara frigorífica o se arriesga en un andamio de un décimo piso? Le parecía que los trabajadores, a fuerza de realizarlo casi todo, merecían gozar de buena parte del reino de la tierra, aunque se hubiese de cercenarles después el de los cielos, con cuya esperanza se les entretiene. El trabajador, afirmaba, debería vivir como el profesional, como el comerciante, como el propietario y por reacción ante lo que la organización económica hace imposible, miraba de reojo las ganancias que realizaban aquéllos, considerándolas desproporcionadas a su esfuerzo, tomando como unidad de medida lo que se obtenía con el trabajo manual. Lo irritaba la convicción corriente de que el trabajador podía vivir con menos, porque sus necesidades son menores. ¡A la fuerza ahorcan! ¡Sienten, decía, a un trabajador ante una buena mesa, vístanlo paquete, ofrézcanle buena música y se verá como se despacha como cualquier pudiente! ¡Lo que hay, es que es cómodo establecer que no se necesita lo que no se está dispuesto a dar! Y como si se sintiese responsable de la tremenda injusticia, vivía constantemente ensimismado en la búsqueda del ignorado remedio, como si necesitase alivio para su conciencia!
Su gobierno podría definirse como un constante esfuerzo para aumentar el bienestar de los desamparados, sin el cual le parecía imposible la libertad. Si no hubiese conseguido una buena parte de sus propósitos, se habría considerado un gobernante fracasado. Como las únicas diferencias sustanciales que veía entre los obreros y los acomodados eran la instrucción y la cultura, creó la enseñanza nocturna y las hizo todas gratuitas, para dar la posibilidad, al menos, de que todos pudieran alcanzar la meta. Después de abordar enérgica aunque indirectamente el aumento de los salarios por la limitación de la jornada de trabajo, -la mayor solicitante de brazos y su mejor valorizadora, repetía- se empecinó en pensionar a los viejos. “Hay que ir en ayuda de los agotados en la lucha por la vida, decía, cuando ya nadie los busca y hasta se vuelven un peso muerto, verdaderos indeseables en su propio hogar! Con cualquier concurso que aporten, recobrarán valor humano, volverán a ser considerados, y queridos; hasta por interés, entre los más pobres, el inconfesable deseo de que desaparezcan, será sustituído por el de su eternidad!”
Su solidaridad y su respeto por los desamparados
Defendía con encarnizamiento la dignidad de los desvalidos y la de los que los convencionalismos o hasta su propia culpa colocaba en situación precaria. No daba nunca tareas inferiorizantes ni toleraba que se dieran. A un comisario de campaña lo destituyó y le quitó para siempre su apoyo porque se hacía lavar los pies por sus subalternos. No tuteaba a un subordinado jamás: costábame convencerlo de que cuando lo hacía yo, con mi tono afectuoso, alejaba la desconsideración. Suyo fue el decreto que prohibió el tuteo en el ejército y en la policía. Las personas de color, aunque fuesen renegridas, no eran para él más que morenos y toleraba que se les llamase de otro modo porque era vejarlos. Los consideraba tanto, que en su segunda presidencia, casi naufraga la subvención a los bailes carnavalescos en los teatros, -no puede haberlo olvidado el ministro de la época-, porque sostenía que aquellos también tenían derecho a las diversiones, desde que contribuían a pagarlas. Invocaba como una superioridad del espíritu francés el haber visto en las grandes funciones teatrales de París, grupos de morenas lujosamente ataviadas, luciendo en los palcos sus bruñidos escotes sin que a nadie llamara la atención. ¡Hasta a los delincuentes llegaba su tolerancia! A sus cronistas les prohibía que los calificaran con dureza. “Demasiado tienen con su desgracia, decía, y con la pena que les espera para todavía agregarles la diatriba en la prensa, máxime cuando ésta se muestra tan blanda cuando tiene que dar cuenta, -si es que lo hace-, de los deslices de la gente de sociedad.” ¡Le quemaba la sangre cuando veía triturada alguna pobre muchacha incursa en falta y que sólo por la pobreza era lanzada al escarnio de la publicidad!
La enfermedad de los desgraciados lo preocupaba hondamente. ¿Por lo menos, ya que no se había podido antes, los pobres no debían recibir un tratamiento humano en el último trance? Por ello ayudó tanto a la multiplicación de los hospitales y anhelaba que éstos adquiriesen ambiente de hogar. Oponiéndose al criterio corriente, siempre le parecían pocos los médicos que se graduaban, recordando que se contaban por miles los que requerían asistencia y que se morían sin ella. ¡Que los médicos se vayan al campo, repetía, donde por mucho tiempo harán falta, aunque tengan que darse más trabajo y no ganar más que lo suficiente! Apenas supo por Ricaldoni los prodigios del radio, destinó $50.000.00 a la adquisición de un gramo, -el primero que atravesó el océano-, para el alivio de los hospitalizados y cuando vio que los poderosos aparatos de los rayos X de los institutos particulares, salvaban del cáncer a algunos ricos, pugnó porque la Asistencia adquiriese las máquinas más potentes para que fueran aprovechadas por los pobres en desgracia.
El espíritu generoso de Batlle, fue demasiado evidente para que pudiese ser negado. Pero para desfigurarlo, se inventó la especie de que lo alentaba un interés electorero. ¡Burda mentira! Si hay algo indiscutible, es que no ha habido y no puede haber en el mundo, un hombre que sienta más vivamente el dolor humano como lo sintió Batlle y que se consagrase con tal abnegado desinterés a aliviarlo. Con estadísticas en la mano se le demostraba que sus favorecidos, en las elecciones, no le respondían. Contestaba impertérrito ¡que el bien debía hacerse sin espera de recompensa!
Cuando trataba suavemente a los anarquistas –a uno deportado arbitrariamente le mandó el pasaje para que volviera-, daba por descontado que podían elegirlo como víctima preferente, por lo mismo que desacreditaba la doctrina anárquica con su buen gobierno. ¡Era, pues, amor puro, una pujante solidaridad con el sufrimiento injusto, los que movían el generoso espíritu de Batlle, que hubieran podido empujarlo hasta el martirio, si hubiera sido útil y preciso! Su vivo fervor democrático, era en gran parte pasión y esperanza por los desheredados. Porque, en la república, honradamente ejercida, veía el remedio de todos los males sociales,, desde que las masas, con su voto, podían apoderarse del gobierno e imponer sus reivindicaciones sin necesidad de extremismos.
Su horror por los espectáculos sangrientos y su ternura por los animales
Una de las obsesiones que Batlle llevó al gobierno, fue la de abolir la pena de muerte, con la firme resolución, -puesta a prueba-, de no autorizar un solo fusilamiento. ¡Siempre lo había sublevado y premeditado y alevoso asesinato legal y se había jurado algún día abatirlo! Y así fue. En cuanto se sintió relativamente firme en la presidencia, -en la primera quincena ya lo sorprendió una guerra-, envió a la Asamblea el proyecto abolicionista. El mensaje redactado por él, breve, claro, sin palabras, estaba fundado principalmente por el sentimiento, su gran cuerda, aunque la menos visible. El hombre, decía, viene al mundo dotado de un poderoso freno moral que lo detiene ante el crimen: ¡es lo que hace posible la vida de los escasos pudientes en la inmensidad de los desamparados! ¡Lo que debe de hacer, en consecuencia, la ley, es robustecer aquel freno; y nada mejor para relajarlo que los crueles y fríos ajusticiamientos! Su radicalismo le hizo aceptar de buen grado, aunque con escepticismo, mi iniciativa de llevar la abolición hasta a la guerra, hasta a favor de los espías. “¡La guerra es la barbarie, me decía. ¡se mata en ella de cualquier manera!; pero, aunque su proposición sea una utopía, hay que aceptarla en principio, recordando que casi siempre son utópicas las avanzadas del progreso.!”
Creía que había que suprimir radicalmente todo espectáculo en que se derramase sangre, para no despertar el instinto de la fiera que a veces dormita en el hombre. De ahí su odio contra los toros y la riña, y las patológicas diversiones similares. De ahí su horror por la guerra, se produjese donde se produjese, si no era defensiva, tanto peor si iba contra incivilizados, siempre los más indefensos. Le eran intolerables los conquistadores, fuese cual fuese su grandeza. No soportaba ni a Napoleón, ni a Guillermo, ni al mismo Lenin, por el desdén que habían mostrado por la vida humana. Sentía verdadera repulsión por los sangrientos tiranos de nuestro continente y miraba con temeroso recelo, a los que a través del tiempo le demostraban obsecuencia. Los únicos desmanes históricos que disculpaba, eran los del Terror, por los altos ideales que perseguía y porque en el vertiginoso rodar de cabezas, los grandes protagonistas jugaban a diario la suya. ¡Se le iluminaba el rostro con nostalgias, cuando hablaba de los trágicos debates de la Convención, en los que, la elocuencia decidía a diario de la vida y de la muerte de sus elegidos!.
El desbordante humanitarismo de Batlle llegaba hasta a los animales. Hubiera deseado que se castigase como delito, cualquier maltrato que se les infligiera. No le gustaban los amaestradores , porque al través de sus habilidades, entreveía las torturas de la enseñanza. Uno de sus sueños edilicios, era hacer de los bañados de Carrasco, inmenso parque donde las bestias pudiesen vivir y solazar, libres y felices. Detestaba tanto la caza como la pesca: ¡demasiado dolor, para agregarle nuevo, decía, prodiga el mecanismo ciego de la naturaleza, en el que la vida vive de la vida y no se da un paso sin que cueste vidas! Miraba con desgano la industria lobera por la bárbara matanza a garrotazos y hubiera deseado que el ganado se sacrificara de una manera fulmínea, porque le parecía advertir en las reses que van al matadero la angustia del que va al patíbulo. El inabarcable panorama del espanto le hacía pensar que el mundo, más que la obra de un dios pareciese la de un diablo socarrón, empeñado en que reinase entre sus criaturas la desesperación y el desconcierto. ¿Por qué, se decía, pudiendo hacer del nacimiento y de la muerte motivo de voluptuosidad los hizo de martirio?
Animal que llegaba a su casa adquiría derecho de asilo. Las hormigas fueron para él dolorosa preocupación: ¡tan industriosas, tan inteligentes, pero tan dañinas! “¡Con qué gusto, decía con tristeza, a ser capaces de un tratado leal, les abandonaría una buena parte de mi predio a condición de que no tocasen el resto!” Los caballos, y sobre todo los perros, recibían de él tratamiento de personas. Algunas noches, curamos sus nanas, entre un vistazo telescópico a la luna y una disertación sobre el insondable cielo estrellado. Uno de los preferidos, la Reina, -todos sus perros era reyes o nobles-, encontrándose enferma, fue llevada por nosotros dos a la escuela de Veterinaria, y Batlle recordaba frecuentemente los estremecimientos de emoción humana con que lo recibió cuando fuimos a recogerla. Todo lo cual, no obstó para que, cuando un gran mastín danés, Nerón; fiado en su talla y en sus mandíbulas quiso adueñarse de la casa y faltarle el respeto, se resolviese en un cuerpo a cuerpo, a someterlo a garrotazos! Se le acordaba el máximun de bienestar, pero dentro del orden.
Su obsesión divorcista y su devoción por la mujer
Otra de las obsesiones humanitaristas con que Batlle llegó al gobierno fue la del divorcio. Quería desengrillar las relaciones conyugales, para entregarlas libres al amor y a los brazos de la familia. Quería, sobre todo, impedirle vejámenes a la mujer, por el marido que no la quisiera o por lo menos que no la respetase. Y por encima de todo, apiadado ante la nutrida falange de las solteras, que por no ponerse al margen de las costumbres, crecían y morían sin conocer el amor, quería hacer algo eficaz para lanzarlas al torbellino de la vida. Y no se le ocurrió nada mejor que fomentar el matrimonio, haciéndolo fácilmente disoluble. “ Tenemos que hacer,-decía-, del viaje azaroso y sin esperanza de vuelta, del matrimonio indisoluble, una excursión de placer sin itinerario fijo, con el matrimonio soluble a voluntad. Esto, forzosamente, llevará más hombres al matrimonio, abriendo ancha brecha en la dolorosa soltería. ¿Qué algunas de las casadas podrán quedarse sin marido? ¡Pero peor es que no lo tengan nunca, quedando cegada en parte la fuente de la vida! ¡Por lo menos alguna vez y dentro de los principios, habrán ejercido la suprema función para la que vinieron al mundo! Y de repente, la divorciada, al volver a la soledad, podría llevarse consigo un hijo, lo que puede ser muchas veces un apoyo material: y uno espiritual lo es siempre!.”
El bien de la mujer fue una constante preocupación de Batlle. Fue él quien la lanzó al puesto público. Empezó por destinarle las agencias de Correo, eligiendo con cuidado entre las más perjudicadas por la guerra. Después siguió colocando muchachas en los empleos modestos y livianos, entendiendo que lo que era poco para un hombre, que podía destinar sus actividades a tareas más ásperas, importaba fuerte ayuda para la familia de la empleada. Cuidaba extraordinariamente, eso sí, que aquellos empleos no se diesen a cambio de favores. Estas bajezas, le producían tanta repugnancia, como un posible abuso de consultorio o de confesionario. La Universidad de Mujeres, única en nuestro en nuestro continente y que fue mirada como una extravagancia al iniciarse, da la medida de cuánto fue capaz de esforzarse para asegurar su independencia. Cuando se argüía que se iba a un gasto inútil, desde que la Universidad no hacía distingos de sexo, contestaba enardecido. “Hay que ayudar a la mujer hasta contra sus propios prejuicios. Es indudable que muchas, tan capacitadas como los hombres, no siguen carrera, por no estudiar confundidas con ellos. ¡Désele donde puedan hacerlo por separado y se las verá multiplicadas en las aulas!.” La creciente población de la simpática escuela, probó una vez más sus frecuentes aciertos. Y si me aceptó, de buen grado el divorcio por voluntad de la mujer, que empujado por Vaz Ferreira le opuso a su proyecto más amplio, fue porque concluyó por ver, complacido, que íbamos a crear dentro de la ley, una situación de privilegio para la mujer, hasta entonces tan olvidada, por no decir maltratada, con lo cual nos poníamos a la vanguardia en la legislación feminista universal.
Es que Batlle sentía por la mujer devoción sin límites. Ante cualquiera reverenciaba el símbolo de la belleza, de la gracia y del amor. Para admirarla, todas las edades le parecían adecuadas, como lo son para los espectáculos de la creación y las manifestaciones del arte. Las raras que llegaban hasta él, eran agasajadas con la sobria galantería de un caballero antiguo. Síntesis de sus sentimientos fue su grito, himno a la vida: ¡”la mujer madre merece siempre bien de la patria”!¡Todo lo emprendía para conquistarlas, nada para castigarlas! Ante sus propias debilidades y desvaríos para los cuales siempre encontraba excusa, el hombre debía mostrarse comprensivo, tolerante, generoso. Las violencias masculinas que quieren excusarse en la pasión –que sólo debería inspirar actos levantados- le parecían una brutalidad. Por algo dedicó los últimos fulgores de su ingenio, para fustigar, sin piedad, los mal llamados crímenes pasionales.
Su magnanimidad frente a los que atentaron contra su vida y la de toda su familia
Pero hay dos hechos descollantes,-desmedidos se les podría llamar- que prueban por encima de cuanto pueda decirse, la inmensa bondad de Batlle puesta de manifiesto en momentos tremendos.
Uno de ellos fue cómo actuó, siendo Presidente, frente a los que fabricaron e hicieron explotar una mina en la Avenida General Flores, y que solo por un milagro no lo ultimó con toda su familia. ¿Qué hizo Batlle, como suprema autoridad ante el execrable atentado? Llamó en el acto al jefe de Policía para ordenarle que trataran a los criminales con las consideraciones compatibles con el caso, olvidando quienes hubieron de ser las víctimas. Agregó que lo haría responsable de cualquier vejamen que pudieran sufrir los presos. Esto fue de tal notoriedad, que un día se hacía en la Cámara el proceso de la policía, sin entrar en distingos, yo lo invoqué sin encontrar una protesta.
Pero Batlle entonces hizo más. Hablando, apenas aprehendido, con el principal actor de la frustrada tragedia,-el técnico de la mina-, lo interpeló a fondo sobre los motivos que pudieron inspirarle su horrible crimen. El acusado, dominado por la severa pero serena actitud del interpelante, entre sollozos, dijo la verdad. ¡La culpa era de la miseria negra! ¡Tenía mujer e hijos y le faltaba techo y hasta pan! ¡Ningún medio de encontrar trabajo y un diablo tentador que ofrecía todo para ultimar a quien no conocía! ¡No era héroe y se dejó vencer! El desgraciado había encontrado el gesto para conmover a Batlle, que perturbado por tanta miseria moral, puso fin a la entrevista, lacrimoso y empezando a perdonar! El fruto natural de la escena fue que el preso, cuando años después recobró la libertad y se hizo modesto industrial, se volvió un apasionado batllista. Sus autos, -porque llegó a tener más de uno-, trabajaban infatigablemente para la causa los días de elecciones.
El otro caso es el siguiente. Una mañana de la segunda presidencia de Batlle, fue sorprendido por la policía, en la chacra de aquél, un hombre de extraña catadura, que merodeaba por los sitios por donde el presidente hacía sus solitarios paseos. Detenido el sujeto se le encontró armado de una formidable navaja y declaró que había tenido el propósito de matar al jefe de gobierno, por haberse resuelto en una agrupación en la que formaba parte y en la que había sido designado por sorteo. Batlle, apenas enterado, se hizo llevar al hombre a su despacho. Empezó por abrir la navaja y dejarla sobre el escritorio. Enseguida inició un lento y tranquilo interrogatorio. El interpelado, sin inmutarse, le manifestó que era su enemigo en ideas y que respondiendo a los designios de una conjura, tuvo el propósito de asesinarlo.
Entonces, Batlle, sin perder la calma, se levantó, empuño la navaja y dirigiéndose lentamente al encuentro de su interlocutor, le dijo más o menos: “¡Bueno, lo que usted quería hacer conmigo, yo voy a hacerlo con usted! ¡Prepárese!” E hizo ademán de herir. El sujeto tomó en serio la escena, pero lejos de amedrentarse, presentando ensanchado el pecho adelantó tan rápidamente sobre la punta de la navaja que Batlle tuvo que apresurarse a recoger el brazo para no herirlo. ¡Había que habérselas con un resuelto que se disponía a morir como se dispuso a matar!
La policía, llamada en el acto, se llevó al preso. Poco después informó que éste había sufrido un ataque de epilepsia. Y ante el inesperado desenlace, Batlle, que ya había quedado impresionado de la hombría de su presunto agresor, mandó que lo pusieran en el acto en libertad. Nunca, después, que yo sepa, se volvió a hablar de él.
Su espíritu de justicia puesto a prueba con sus adversarios indomeñables
Aunque de otra naturaleza, deben recordarse dos hechos que han de contribuir, sin duda, a robustecer el concepto de lo que realmente fue Batlle como bueno y justo.
En la guerra de 1904 le prestó importantes servicios,- como tantos otros-, un jefe de caballería, que acabada aquella, fue destacado en campaña. Batlle tenía buena opinión del expresado militar y lo trataba con la consideración consiguiente. Pero un día le llegó la noticia de que por orden de aquel jefe, habían sido dados de alta, contra su voluntad, seis de los revolucionarios que habían depuesto las armas tres meses antes. Inmediatamente de comprobado el hecho, Batlle decretó, sin más trámite, la destitución del acusado. Fueren cuales fueren los méritos del hombre de guerra, no sabía o había olvidado que en la paz, los insurrectos de la víspera, eran ciudadanos con todos sus derechos y eso debía castigarse sin consideración!
En los momentos más críticos de la expresada guerra de 1904 mientras Saravia ocupaba los ejércitos legales en el norte, Pampillón invadió el sur con una división organizada en la Argentina. Si este movimiento tomaba cuerpo, hubiera podido ser de funestas consecuencias para el gobierno. De manera que prestó un señalado servicio el caudillo regional que emprendió con ahínco y éxito la persecución del invasor. Pero más tarde se supo, que en aquella, había habido degüellos y que el responsable era el jefe vencedor. Inmediatamente Batlle, sin la menor vacilación, lo sometió a la justicia militar para que se le aplicase la ley. ¡La dura guerra que se le impuso la aceptó con soldados, no con asesinos! ¡El que creyó servirlo derramando una gota de sangre más de la precisa, erró miserablemente el camino!
¡Calumniado hasta por mí!
Sin duda, entre las muchas virtudes de Batlle, la de la bondad no fue de las más visibles. La disimulaba su severidad, su retraimiento, hasta su acción. Vivió combatiendo y en el combate solo aparece el torrencial avance de pasiones, quedando en la penumbra el humanitarismo que lo inspira, como la vivificadora corriente subterránea que hay que buscarla para que se haga sensible. El constante ¡no!, ¡no! Que le impuso la rectitud de su gobierno, concluyó por infundirle una irremediable dureza. Yo mismo lo sentí algunas veces. Cierto día, al verme alterado hasta lo indecible por una negativa que yo no alcanzaba a comprender, me detuvo serena pero rotundamente con un “¡cálmese, que le va a hacer daño y por más que se exalte no le voy a ceder!”. Lo que me hizo decir decepcionado: “sin duda tiene un gran corazón, pero para alcanzarlo hay que labrar un túnel en el granito!” ¡También lo calumniaba yo! Porque debí recordar que el gran hombre sólo cuando se acorazaba en el deber, se volvía invulnerable y parecía insensible!
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