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viernes, 1 de julio de 2011

1º de julio de 1974 - Muere Juan Domingo Perón de Felipe Pigna (Página Oficial), el Viernes, 01 de julio de 2011 a las 8:43 Fuente: Felipe Pigna, en “Mitos argentinos”, diario Clarín, miércoles de junio de 2007.

1º de julio de 1974 - Muere Juan Domingo Perón

Fuente: Felipe Pigna, en “Mitos argentinos”, diario Clarín, miércoles de junio de 2007.

En sus probables últimos días de lucidez, Perón se sintió en la necesidad de alertar a sus seguidores sobre la pesada herencia que les dejaban. En la tarde del 12 de junio de 1974, antes de despedirse de su pueblo, advirtió sobre las consecuencias del incumplimiento del Pacto Social y el desabastecimiento, y aconsejó a la militancia que se mantuviera vigilante de “las circunstancias que puedan producirse”. Dijo: “Yo sé que hay muchos que quieren desviarnos en una o en otra dirección, pero nosotros conocemos perfectamente nuestros objetivos y marcharemos directamente a ellos, sin influenciarnos ni por los que tiran desde la derecha ni por los que tiran desde la izquierda. El gobierno del pueblo es manso y es tolerante, pero nuestros enemigos deben saber que tampoco somos tontos”. Y terminó con un tono inconfundible de despedida: “Les agradezco profundamente el que se hayan llegado hasta esta histórica Plaza de Mayo. Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.

El 1º de julio de 1974 amaneció nublado, no era un día peronista. Los partes médicos alertaban sobre el inminente final de la vida del hombre que había manejado la política argentina a su antojo desde 1945. Para muchos era quien había transformado la Argentina de país agrario en industrial, y en paraíso de la justicia social. Para otros, menos, pero no pocos, era un dictador y demagogo que terminó con la disciplina social y les dio poder a los “cabecitas negras”. Lo cierto era que la política nacional llevaba su sello y como decía él mismo, en la Argentina todos eran peronistas, pro o anti, todos tenían ese componente.

A las 13.15 de ese primer día de julio, Isabel, custodiada por el superministro López Rega, dio la infausta noticia: “Con gran dolor debo transmitir al pueblo de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia”. La palabra del pueblo argentina, la maravillosa música, enmudeció.

La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar dólares; los pobres, para comprar fideos y para darle el último saludo a su líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división entre las dos Argentinas, la que brindaba con champán porque se había muerto la “yegua” y la que lloraba a su abanderada. El peronismo había ampliado su base electoral por izquierda y por derecha. No eran pocos los conservadores que le habían confiado la misión de pacificar la Argentina, última carta para frenar al “comunismo”.

Entre lágrimas, flores y caras preocupadas, la frase más escuchada era “qué va a ser de nosotros”. La sensación de vacío político era proporcional al tamaño de la figura desaparecida. Isabel, la heredera efectiva del legado dejado simbólicamente al pueblo, no estaba a la altura de las circunstancias y sólo tenía de Perón su apellido. Nadie ignoraba que López Rega ocuparía el lugar central en la política, por el que había venido luchando desde su puesto de mucamo en Puerta de Hierro, que ofrendaría a lo peor del poder político militar. Flotaba una pregunta: ¿Por qué el último Perón nos dejó aquella terrible herencia, antesala del infierno tan temido?

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