Política y economía en la modernización: Uruguay 1876-1933
Jaime Yaffe (Universidad de la República, Uruguay)
Introducción
Introducción
En Uruguay el proceso de modernización transcurrió en dos fases
sucesivas: la primera en el último cuarto del siglo XIX (períodos “militarista”
y “civilista” entre 1876 y 1903) y la segunda en las tres primeras décadas del siglo XX (período “batllista” entre 1903 y 1933).
En ambas fases se produjeron dos procesos simultáneos: la modernización
económico social y la modernización política. Mientras que se confirmó, aunque
renovado, el modelo ganadero exportador, el sistema político en su conjunto experimentó importantes
transformaciones. Entre estas últimas figura la modernización del Estado. Este
consolidó su capacidad coactiva y expandió tempranamente sus atribuciones económicas y sociales.
Esta ponencia observa las vinculaciones entre el proceso de
modernización económico social y la modernización política en Uruguay, intentando identificar una pauta
de relación entre ambos fenómenos que pueda utilizarse como eje de comparación
con otras experiencias de modernización.
En tanto el centro de interés se ubica en la modernización del estado
uruguayo y su relación con las dimensiones económicas y sociales, es casi
inevitable que, al buscar los orígenes desde los cuales iniciar el seguimiento
de ese fenómeno, la mirada se dirija en primera instancia, hacia la época del
“primer batllismo” (1903-1916). Sin embargo, si bien cierto es que ese momento
es efectivamente de lanzamiento e implantación de las bases del estado social y
empresario en Uruguay, el primer batllismo no debe ser visto como un clavel del
aire, que se posó en el sistema político y en la sociedad uruguayas sin tener
raíces en esos terrenos. Por el contrario este momento de eclosión reconoce un
proceso de germinación previa, el estado batllista, estado social y empresario
entre otras cosas, es ruptura en tanto salto cualitativo del modelo de estado y
de relaciones estado-economía-sociedad, pero es también continuidad, en la
medida en que viene a apoyarse en procesos ya desatados en la última década del
siglo XIX..
El momento batllista de modernización del Uruguay, una de cuyas facetas
principales fue el desarrollo de un Estado social y empresario, tiene entonces
fundamentos decimonónicos.
El batllismo del siglo XX
constituyó una segunda fase modernizadora precedida de una primera ocurrida en
el último cuarto del siglo XIX.. En este sentido, la primera y la segunda
modernización pueden considerarse dos fases sucesivas y vinculadas de un mismo
proceso. Sin embargo, las claves políticas y económico-sociales son diferentes
en cada uno de los dos momentos. También difieren ambos momentos de la
modernización en la pauta de relación entre sus facetas económico-social y política.
A continuación expongo algunos rasgos definitorios de la política y la
economía del Uruguay premoderno. Luego me detengo en el registro de las claves
económicas y políticas de las dos fases de la modernización de aquel Uruguay
tradicional. Finalmente, en las conclusiones, se resumen los elementos
centrales de ambas fases y se comparan prestando atención preferente a las relaciones
política-economía.
El Uruguay comercial, pastoril y caudillesco:
estado débil pero preeminente y economía tradicional (1830-1875)
El establecimiento formal del estado uruguayo data de 1828-30 con la
instalación de un gobierno provisorio primero y la puesta en marcha de la
Constitución que le dio forma definitiva dos años más tarde. Pero no fue sino
hasta el último cuarto del siglo XIX que el Estado pudo consolidarse efectivamente como cuerpo institucional capaz de imponer su
autoridad en todo el territorio nacional en base a un cierto monopolio de la violencia
física.
Mientras tanto el estado fue débil política y financieramente..
Sin un sistema de impuestos nacional el estado estuvo sujeto al único e
insuficiente ingreso de las aduanas del puerto de Montevideo. Carecía de un
ejército nacional con superioridad de recursos materiales y humanos que le
hiciese capaz de imponer autoridad por sobre los ejércitos caudillistas en todo
el territorio nacional. No disponía de un aparato administrativo ajustado a
criterios de racionalidad y organización burocrática. Por último, gobernaba
sobre un territorio cuyos límites estaban indefinidos y cuya escasa población
configuraba un gran vacío demográfico. En resumen: carecía de todos los atributos
y buena parte de los recursos de un estado moderno. Recién hacia el último cuarto del siglo XIX los adquiriría Paradójicamente
ese estado débil resultaba de cualquier forma relativamente preeminente. El
estado uruguayo vino a implantarse en una sociedad que mostraba ya desde sus orígenes
coloniales ciertos rasgos de debilidad, o más bien de ausencia, de sectores
capaces de constituirse en hegemónicos. Uruguay no conoció la constelación
tríptica y típica del estado oligárquico latinoamericano apoyado en la alianza social y política
conformada por la iglesia, la clase terrateniente y el ejército. Esto se debió
en buena medida a la debilidad relativa que en nuestro caso afectó, desde la
época colonial, a estos tres factores de poder (Real de Azúa 1984; Barrán
1998). En definitiva, en estas tierras, la autoridad estatal, primero española,
luego independiente, fue la única capaz de constituirse en fuerza organizada
con peso suficiente para imponerse al resto de la sociedad. De allí que el
Estado fuera desde entonces y a pesar de su precariedad e inconsistencia institucional,
fuerza preeminente sobre este territorio, en el marco de una sociedad civil
genéticamente débil.
La estructura económico-social heredada de la época colonial no sufrió
alteraciones significativas a la largo de las cinco primeras décadas de vida
independiente. La economía tradicional estaba caracterizada por el absoluto
predominio de la ganadería vacuna extensiva y de la actividad comercial
centrada en el puerto de Montevideo. La propiedad de la tierra fue difusa (por la superposición de títulos de
diverso origen y la generalizada apropiación ilegal de tierras fiscales) y permaneció
indefinida hasta el período militarista. Este fue el origen de una
conflictividad social permanente entre propietarios, entre propietarios y
hacendados sin títulos (ocupantes o simples poseedores); y entre propietarios
y/o ocupantes y el Estado. La fuerza de trabajo no poseedora de tierras (ya
fuese en propiedad o simple posesión) se vinculaba a las unidades de producción
ganadera (estancias) en formas fuertemente personalizadas y paternalistas. El
principal producto de la ganadería basada en la pradera natural y el vacuno
criollo era el cuero con destino a la exportación hacia Europa. El resto del
animal era aprovechado en forma marginal y limitada. Los saladeros generaban
una reducida demanda de carne destinada a los mercado esclavistas (Brasil y
Cuba). En la década del 60 del siglo XIX se produjo una primera transformación
de la ganadería tradicional: la incorporación de la producción ovina introdujo
algunas
modificaciones modernizantes en las formas de trabajo y agregó un nuevo
producto, que en pocas décadas desplazaría al cuero a un segundo lugar, en la
limitada oferta exportadora del país.
La actividad comercial constituyó el segundo eje de la economía
tradicional tenía en el
comercio de tránsito regional su punto fuerte: Montevideo fue hasta
fines del siglo XIX un centro privilegiado para el comercio de toda la región
platense dando lugar al surgimiento de una próspera pero inestable burguesía
mercantil jaqueada a menudo por las frecuentes guerras y revoluciones que desconectaban
a Montevideo del resto del territorio (los repetidos “sitios” terrestres a la
ciudad) y por momentos la aislaban de las rutas del comercio internacional (los
menos frecuentes “bloqueos”
navales del puerto). Esa burguesía mercantil no se constituyó como un
agente social totalmente separado de la clase terrateniente latifundista sino
que en repetidas ocasiones se produjo, una concentración de ambas actividades
económicas en las mismas figuras o familias. El alto comercio montevideano
daría también origen a los primeras bancos del país institucionalizando
parcialmente la actividad financiera en la que de igual forma siguieron
teniendo un protagonismo destacado los prestamistas particulares que
especulaban con la deuda pública de un Estado crónicamente desfinanciado.
Con esa estructura económico y social característica del “Uruguay
comercial, pastoril y caudillesco” (Alonso - Sala 1986 y 1990), heredada en lo
esencial de la colonia, conviviría el débil Estado creado en 1828. El Estado
oriental, que desde 1830 se denominaría “uruguayo”, se instauraba luego de una
persistente tormenta revolucionaria que arreció sobre y en la sociedad oriental
entre 1811 y 1828 sin que su resultado fuese una transformación de esa
estructura. Durante el período revolucionario, salvo por escasos y efímeros
momentos, se vivió una situación de constante dualidad
de poderes de diverso signo toda vez que el poder del Estado, ya fuera
español, porteño, oriental, portugués o brasileño (que por todas esas manos
diferentes y enfrentadas pasó el estado oriental a lo largo de esos 18 años),
debió enfrentar la amenaza de un poder revolucionario que desde adentro o desde
el exterior reclamaba el monopolio de la fuerza dentro de los límites por demás
difusos y confusos de la “Banda Oriental”.
El Estado independiente instalado en 1828 viviría hasta por lo menos
1876 en una paradójica situación de debilidad y centralidad. En medio y a pesar
de una persistente escasez de recursos financieros y medios administrativos,
aquel Estado era la única fuerza capaz de imponer alguna autoridad, el único
centro de decisión para una sociedad en proceso de estructuración y siempre
asediada por la violencia política a que la (se) sometía el permanente recurso
a la revuelta armada y subsiguientes guerras civiles en la que ningún sector se
mostraba capaz de constituirse en hegemónico.
A partir de 1876 es posible identificar tres momentos históricos
sucesivos a lo largo de los que se producirá el proceso de fortalecimiento de
la autoridad estatal sobre todo el territorio nacional primero y de ampliación
de su espacio de incidencia luego.
La historiografía nacional ha aportado suficiente luz sobre nuestro
proceso histórico en general y sobre la evolución del estado en particular como
para afirmar con un grado relevante de seguridad que estas fases de
consolidación y desarrollo del estado uruguayo pueden condensarse en: el
militarismo (1876-1886), el civilismo (1886-1903) y el primer batllismo
(1903-1910)
La primera modernización (1876-1903):
estado oligárquico y modelo ganadero exportador
En su faceta económico social la primera modernización estuvo centrada
en el
medio rural y su resultado no fue una transformación sino la
confirmación, aunque renovadora, del modelo agroexportador con base en el
predominio de la ganadería latifundista y extensiva. El Código Rural sancionado
en 1876 y reformado en 1879 estableció constituyó el marco jurídico de un nuevo
orden rural. La modernización rural operada en el período militarista
(1876-1886) consistió en la definitiva afirmación de la propiedad privada de la
tierra mediante el estímulo y la casi imposición (medianería forzada) del
alambramiento de las unidades productivas y la regularización y registro de los
títulos de propiedad sobre la tierra así como las marcas y señales sobre el
ganado.
Consecuentemente se puso fin a la precariedad de un mercado de tierras
que hasta entonces había coexistido con la volatilidad y relativa indefinición
de la propiedad de la tierra y los ganados que en ella pastaban.
Al mismo tiempo, el alambramiento de las estancias “liberó” mano de obra
al separar del factor tierra a gran número de hacendados sin títulos que hasta
entonces habían permanecido como simples poseedores y ocupantes de tierras.
Complementariamente el Estado desarrolló una fuerte de coacción (creación de
las policías rurales) sobre las formas de sobrevivencia alternativas a la contratación
laboral de los desposeídos de la tierra reprimiendo la vagancia y el abigeato.
Sin embargo esto no condujo a la completa creación de un mercado de trabajo.
Ello se debió a que, por un lado, la demanda de trabajo rural asalariado, dadas
las condiciones propias de la ganadería extensiva, se mantuvo en niveles bajos
salvo variaciones estacionales. Y, por otro lado la economía urbana, con una
más que incipiente manufactura preindustrial, tampoco generaría una demanda de trabajo
que pudiere canalizar la disponibilidad de mano de obra generada por el
alambramiento. Por otra parte la inmigración europea abundante en las últimas
décadas del siglo XIX y primeras del XX satisfacería preferentemente la demanda
de trabajo urbana.
Esta incompleta formación de un mercado de trabajo a escala nacional
explica a su vez la incompleta formación del mercado interno. Si bien en el
último cuarto del siglo XIX comienza a delinearse la integración espacial del
territorio uruguayo a través de la expansión del tendido de líneas de
ferrocarril, las limitaciones al desarrollo del consumo derivadas de la
precaria vinculación de una parte de la población rural al mercado de trabajo
así como la importancia del autoconsumo, limitarían seriamente la constitución
de un mercado interno de bienes a escala nacional. Por último, tampoco el
mercado de capitales tendría una dimensión nacional en este período. El
desarrollo de un sistema bancario a partir de mediados del siglo XIX se limitó
a la capital Montevideo y se asoció fuertemente a la actividad comercial y a la
especulación con deuda pública. Ni la escala nacional ni la vinculación con la
producción se reconocen en el sector bancario nacido durante la primera modernización.
En su faceta política la modernización operada durante el período
militarista tuvo en el fortalecimiento del estado su elemento central. El
estado uruguayo logró centralizar el poder político al tiempo que se
institucionalizó. Alcanzó el (casi) monopolio de la fuerza física, logrando por
primera vez desde su instalación formal en 1830, centralizar e imponer su autoridad
sobre todo el territorio nacional estableciendo el orden interno a partir de la
modernización de su aparato militar y de la instalación y aprovechamiento de
una infraestructura mínima de transportes y comunicaciones, al tiempo que se
modernizaba y racionalizaba, en ciertos casos se montaba por primera vez, su
aparato administrativo y se sancionaba un ordenamiento jurídico nacional. Con
el militarismo, el estado desarrolla una fuerza y presencia propias que
refuerzan el lugar ya preeminente que ocupaba aún en tiempos convulsionados.
Más allá de esta consolidación del poder etático, se insinúan ya algunos anticipos
de avance del estado en el área económica y social. Téngase presente al
respecto que la primera ley proteccionista que conoció el Uruguay independiente
data de 1876 y que la creación del sistema público de enseñanza primaria
obligatoria y gratuita data de 1879.
Con los gobiernos civilistas que ocupan el último tramo del siglo XIX
aquella tendencia expansiva hacia funciones de tipo secundaria ya insinuada
bajo el militarismo se amplía y asume una notoriedad que habilita a considerar
este período como el antecedente más firme de la fase batllista del desarrollo
del estado uruguayo en sus dimensiones sociales y económicas
La crisis económica de 1890
estimuló la reflexión acerca de la condición dependiente y precaria de la
estructura económica nacional, dando lugar a un conjunto de diagnósticos y
proyecciones que navegaron en un clima general de conciencia a nivel del mundo
intelectual y del elenco gobernante acerca del necesario protagonismo del
estado como elemento central en cualquier plan de superación de la crisis y de desarrollo
económico de largo aliento. El hecho es que además de este clima intelectual
esta idea se concretó en diversas iniciativas que terminaron en la asunción por
parte del estado de un conjunto de actividades económicas: la construcción y
administración del puerto montevideano, la generación y distribución de energía
eléctrica en la capital, la fundación del Banco de la República, entre otras
iniciativas. El resultado es que el siglo terminaba con un Estado
uruguayo que ya se desempeñaba como agente económico en ciertas áreas claves de
la aún precaria estructura económica nacional: finanzas y crédito, comercio,
generación de energía; un estado que tenía también desarrolladas una política universal
para el nivel primario con dos décadas de acumulación y crecimiento.
La primera modernización política, la del siglo XIX, se redujo al
Estado.
La segunda modernización (1903-1933): reformismo económico-social y
democratización política.
El batllismo, al hacerse cargo de la conducción de aquel estado en los
primeros años del siglo XX, vino a profundizar un proceso de expansión que
estaba en curso. Hacia 1903 el estado uruguayo ya era un estado
intervencionista. El proceso de construcción del estado empresario y del estado
social ya se había iniciado algo más que tímidamente en el último cuarto
del siglo XIX. Los equipos gobernantes que habían llevado adelante la
conducción del país durante el último tramo del siglo XIX evidenciaron en su
obra una ruptura pragmática con el liberalismo económico. En verdad, aún cuando
ideológicamente se tratara de liberales puros al
viejo estilo clásico, la experiencia de la crisis de 1890 había
provocado tal conciencia de la necesidad de un estado económica y socialmente
activo que el estatismo práctico que llevaron adelante contrasta con el discurso
liberal predominante. Tal contradicción no escapaba a los
gobernantes que la encarnaban, su evidencia estimuló la elaboración de
una justificación: si bien el liberalismo es el modelo teóricamente correcto,
la realidad de un país altamente dependiente de los vaivenes del mercado
internacional, lleva a la necesidad de tomar medidas de corte estatista como
mecanismo defensivo, amortiguador frente a los avatares de la incierta
coyuntura internacional.
¿Cuál fue entonces el lugar y el rol de ese primer batllismo (1903-1916)
que el sentido común delos uruguayos, estimulado por la enseñanza escolar y
liceal, tiende persistentemente a identificar como un momento casi rupturista y
a la vez fundacional del Uruguay moderno y del estado empresario y social? Con
él, la expansión del estado encontró un momento de culminación en el proceso
que venimos describiendo. El estado intervencionista en lo económico y lo
social no germinó con José Batlle pero sí se afirmó y expandió bajo sus
gobiernos.
El aporte específico de este
primer batllismo fue el de agregar a ese intervencionismo ya existente una
orientación preferencial hacia lo que podríamos identificar como los sectores
populares urbanos de aquel Uruguay de principios de siglo, más específicamente
con la fuerza laboral urbana. Con el batllismo no nació el estado
intervencionista sino el “estado deliberadamente interventor y popular” (Barrán
– Nahum 1984)
Este primer batllismo impulsó una amplia política de industrialización, nacionalizaciones
y estatizaciones que hicieron del estado un agente económico de primer orden para
las dimensiones de la estructura económica del país. Al mismo tiempo la apuesta
a la diversificación productiva como vía para romper el predominio ganadero se
concretó en el impulso del desarrollo agrícola y la industrialización. Mientras
que el primero fracasó, la
segunda se concretó parcialmente. Salvo el caso de la industria
frigorífica, que se instaló y desarrolló a partir de 1905, se trataba de una
industria cuya modalidad predominante era el pequeño taller manufacturero con
baja dotación de trabajadores y escasa incorporación tecnológica. La política
de nacionalizaciones y estatizaciones se desarrolló con particular ímpetu entre
1911 y 1915 operándose un gran crecimiento del sector público de la economía.
La modernización económica operada bajo el primer batllismo estuvo
centrada en ladinamización de la economía urbana industrial y en el crecimiento
de las empresas públicas aunque, al fracasar en sus planes de reforma rural y
fiscal, no alcanzó a trastocar las bases del modelo agroexportador heredado del
siglo XIX . Allí están las bases del creciente peso social y político de los
sectores populares y medios urbanos. La clase obrera manufacturera y el
funcionariado público se expandieron al son del incipiente crecimiento
de la industria manufacturera y del desarrollo del aparato del estado.
En el plano social el estado conducido por el batllismo desarrolló una
amplia
legislación social y laboral al tiempo que instrumenta efectivamente un
giro en la ubicación del estado frente al conflicto social en un momento de
florecimiento del sindicalismo uruguayo. El estado asume un rol franca y
declaradamente neutral frente a los conflictos sociales y se manifiesta
abiertamente favorable a la organización colectiva de los trabajadores y a la
mejora de la condición social de los mismos siempre y cuando se canalice dentro
de la normativa legal
vigente. En tal sentido en el estado se despega de la connivencia
represiva con las patronales y asume un rol de equidistancia práctica aunque
con discurso de apoyo a los reclamos obreros. Al mismo tiempo, abundan los
proyectos de legislación laboral y social que se impulsan en las
cámaras legislativas y aunque muchos de ellos quedan varados en la
discusión parlamentaria y no saltean las vallas que se les presentan,
igualmente es amplia la legislación sancionada en la materia.
En tanto el batllismo dio renovado impulso al intervencionismo con un
fuerte tono popular, los sectores acomodados y conservadores de la sociedad
uruguaya se vieron impelidos a abandonar su tradicional prescindencia política
y encaran su organización y movilización. La articulación exitosa de los
sectores conservadores de ambos partidos tradicionales con las organizaciones
gremiales de las clases acomodadas inquietadas por el impulso batllista,
lograron poner freno al mismo y obligar al batllismo a entrar en una “política
de pactos y compromisos” (Nahum 1975) que en los años 20 significó un verdadero
congelamiento, que no retroceso, del
impulso estatista que tuvo su punto culminante entre 1911 y 1915. La
derrota electoral del batllismo en 1916 dio pie al “alto” del presidente
Feliciano Viera a las reformas económicas y sociales, en principio no más que
un anuncio público que se concretaría en el curso de los años siguientes dando
lugar al advenimiento de una “república conservadora” (Barrán – Nahum
1987; Caetano 1991 y 1992).
Al tiempo que el “alto de Viera” de 1916 frenó el reformismo social y
económico
del primer batllismo, y con él el avance del estado social y empresario
de orientación deliberadamente popular, el sistema político vivió a partir de
1916 una profunda modernización de signo democratizador. La renovación política
encontró su cause legal en la reforma de la Constitución de 1830 y en la
revisión de la legislación electoral que se completaría en los años
siguientes.
La Segunda Constitución (1917) supuso, conjuntamente con el andamiaje
legal que fue configurando el nuevo sistema electoral, una notable
reformulación de las instituciones políticas uruguayas. Bajo el nuevo formato
institucional el viejo orden político, hegemónico y excluyente, encontró su
final y dio paso a una modernización en una clave doblemente democrática: como
ampliación de la participación política y como consagración del pluralismo político.
En primer lugar, la marginación política de los sectores populares fue superada
parcialmente al establecerse el sufragio universal masculino
eliminándose de esa forma las exclusiones de orden social, económica y
cultural5. En los años veinte el sistema político uruguayo completó su
configuración electoral y la política uruguaya se electoralizó rápidamente con
una participación ciudadana sostenidamente incrementada. En segundo lugar, se
consagró y aseguró el pluralismo político a través del establecimiento de un
sistema de garantías que
rodearon al nuevo sistema electoral (voto secreto entre otros) y a la
adopción de la representación proporcional para la adjudicación de los cargos
legislativos y de formas de representación (aunque no proporcionales) en el
poder ejecutivo que pasó a tener una instancia colegiada. De esta forma quedó
asegurando el acceso de la minoría nacionalista a los órganos de gobierno y la posibilidad
cierta de desafiar el predominio colorado y alternarse en el ejercicio del
gobierno y en el control del estado.
Observando en conjunto el período 1903-1933, la modernización política
operada en el mismo reconoce dos fases. En la primera, correspondiente al
“primer batllismo” (1903-1916) el componente central de esa renovación estuvo
en la creciente expansión de los atributos y del aparato del estado. En la
segunda, correspondiente a la “república conservadora” (1916-1933) el elemento
central de la modernización política está en la democratización del sistema
político.
Llamativamente la modernización no supuso un recambio del sistema de
partidos políticos tradicionales, sino que por el contrario los viejos partidos
sobrevivieron y se volvieron también partidos modernos. Paradójicamente la
segunda modernización política confirmó la
“permanencia y fortalecimiento del tradicionalismo político” (Caetano –
Rilla 1991), la
supervivencia remozada y tonificada de los viejos bandos blanco y
colorado, transformados en partidos políticos modernizados.
Entre 1903 y 1916 el fuerte impulso reformista en materia económica y
social se desarrolló en el marco de un sistema político aún excluyente y hegemónico.
La modernización económica y social tuvo como correlato político un gran
redimensionamiento del rol del Estado.
Las novedades políticas que se procesan a partir de 1916 constituyen una
profunda modernización del sistema político uruguayo caracterizada por la
ampliación de la participación política ciudadana y la institucionalización del
pluralismo. Puede decirse con toda propiedad que la reformulación institucional
de 1917 marcó el nacimiento de la democracia uruguaya. Al mismo tiempo entre
1916 y 1930 el batllismo se vio obligado a entrar en una política de pactos y compromisos
con otras fracciones políticas de su propio partido y de fuera. El reformismo económico
y social y con él la expansión del estatismo se detuvo casi completamente. El
tipo de relaciones estado-economía-sociedad anudado bajo el primer batllismo se
cristalizó, en tanto ni se desanda el camino ni se avanza, aunque la intención
y el tono popular y hasta obrerista del intervencionismo fue relevado por el
primado de la preferencia hacia los reclamos de los sectores patronales
conservadores. Mientras que el sistema político se democratizó, el reformismo económico
y social entró en una fase de casi congelamiento y en esta doble y paradójica
realidad reside la clave de la “república conservadora” uruguaya.
El año 1930, cuando las costas uruguayas se vean visitadas por los
primeros vestigios de la depresión capitalista internacional desatada por el
crack neoyorkino de 1929, el que marcará el inicio de un segundo impulso
reformista viabilizado políticamente por la alianza política del batllismo neto
y el nacionalismo independiente (Jacob 1983). Pero este viraje político que de
concretarse probablemente hubiera llevado hacia un nuevo punto las relaciones
estado-economía-sociedad, se vio prontamente frenado por el golpe de estado de
1933 que lejos, una vez más, de revertir los tímidos avances estatistas de los
años previos, los congeló y por lo mismo los perpetuó en sus rasgos esenciales.
De esta forma la segunda modernización llegaba a su fin y el Uruguay inciaba
con el “terrismo” (1933-1942) un nuevo ciclo político y económico.
Conclusión:
Como señalé en la introducción de esta ponencia y lo repetí a lo largo
de la misma, la primera y la segunda modernización del Uruguay pueden
considerarse dos momentos de un mismo proceso. Sin embargo, las claves
políticas y económico-sociales son diferentes en cada uno de los dos momentos.
Las dos fases de la modernización difieren también en la relación entre sus
facetas económico-social y política.
En el aspecto económico y social, la del siglo XIX, especialmente bajo
la operada bajo el “militarismo” (1876-1886), fue una modernización básicamente
rural. Supuso la consolidación del modelo ganadero exportador, orientada a una
más completa inserción en el circuito comercial del capitalismo desde una
condición periférica. Se desarrolló sustancialmente de acuerdo a las demandas
de buena parte de la oligarquía latifundista y mercantil: la afirmación de la
propiedad privada de la tierra y el ganado, el disciplinamiento y represión de
la peonada rural, el saneamiento financiero y monetario.
La del siglo XX, especialmente bajo el “primer batllismo” (1903-1916),
estuvo centrada
en la modernización de la economía y la sociedad urbanas -fracasando en
su intento de hacerlo con el medio rural-, en la apuesta parcialmente exitosa a
la diversificación productiva (agrícola e industrial), así como al desarrollo
de los servicios (comercio, turismo, finanzas, transportes), en la recuperación
del control nacional de la economía (política de nacionalizaciones y
estatizaciones).
El batllismo no logró su objetivo
de romper con el predominio del modelo ganadero exportador tradicional, pero
significó una gran dinamización y modernización de otras áreas de la economía.
Mientras que la primera modernización transitó por el camino de una
modernización política centralizadora, autoritaria y excluyente; la segunda
desbordó el cause oligárquico de la primera y anduvo el camino de la
democratización, la participación política ciudadana y –aún contra la
vocación jacobina de buena de la conducción batllista y colorada-
pluralista.
La modernización política del siglo XIX supuso una tardía
institucionalización y
consolidación del Estado uruguayo como agente con capacidad coercitiva
efectiva, aunque aún no totalmente monopólica, sobre el territorio y la
población nacional, así como la confirmación de un orden político oligárquico y
excluyente . Por su parte, la del siglo XX, bajo la premisa de un poder estatal
ya consolidado, estuvo pautada por un doble impulso a la vez democratizador del
sistema político y redimensionador del rol del Estado en un sentido
intervencionista. Se ha señalado (Panizza 1990) que allí reside una
originalidad genética de la formación política uruguaya: la casi simultaneidad
de los fenómenos de consolidación institucional y modernización democrática al producirse
tardíamente la primera y tempranamente la segunda.
Desde otro ángulo de análisis la conducción política de la primera
modernización
prescindió de los partidos políticos que se vieron desalojados del
ejercicio del gobierno y del
protagonismo político. El militarismo se apoyó en el ejército, en la
clase terrateniente, en la burguesía mercantil y en los inversores extranjeros:
todos los que demandaban el orden político y el saneamiento de las finanzas. En
la segunda modernización los partidos, que se habían reorganizado y vuelto al
primer plano de la vida política con el “civilismo” (1886-1903) fueron
protagonistas del proceso de modernización. Lejos de ser barridos en el curso
del proceso de modernización, sobrevivieron transformándose, constituyéndose en
partidos modernos. En Uruguay, el proceso de modernización confirmó,
renovándolo, el tradicionalismo político y su formato bipartidista blanco y colorado.
También se confirmó y consolidó el protagonismo y la centralidad de esos
partidos tradicionales en la conducción del estado, en el rumbo de las
políticas públicas y en la mediaciones con la sociedad civil.
El caso del Partido Colorado reviste mayor interés por ser el partido
que hegemonizó la conducción del estado ininterrumpidamente durante la mayor
parte del período de modernización. De su seno nació el batllismo que
protagonizaría la segunda modernización. Desde la última década del siglo XIX
se fue conformando y se consolidó en las primeras del siglo XX un “elenco
político profesional” (Barrán – Nahum 1979-1987, T.1) que a la cabeza de un
estado consolidado y en expansión operó exhibiendo un importante grado de
autonomía política respecto a los sectores económicamente dominantes.
Esta profesionalización de un elenco político colorado fue una de las
bases de la “autonomía relativa del Estado uruguayo” (Finch 1980). La histórica
debilidad de la sociedad civil, en particular de sus clases dominantes, y la
temprana y paradójica preeminencia de un estado que recién se consolidó con la
primera modernización militarista dieron por resultado esa relativa autonomía
estatal. Cuando hacia fines del siglo XIX se conformara un elenco político
profesionalizado sin ataduras inhibitorias con los sectores económicos
predominantes, se completarían los fundamentos de lo que de otra manera no
podría explicarse: la irrupción de una conducción política colorada que desde
el Estado predica y despliega una acción reformista orientada a la
transformación del modelo económico ganadero exportador y a la incorporación
política y la reparación social y económica de los sectores populares. Sin
embargo, la peripecia de la modernización muestra los
límites de esa autonomía: el mismo núcleo rural y mercantil que impulsó
y sostuvo la modernización militarista, logró en 1916 articular el bloque
social y político que frenó el avance del reformismo propio de la modernización
batllista, aunque no intentó (¿quiso?) desandar el camino ya transitado.
Por último, la relación entre modernización política y modernización
económico-social en las dos fases estudiadas revela una diferencia básica desde
la perspectiva de la modalidad predominante de relación estado-economía. La
primera fase de la modernización, en particular bajo el militarismo, respondió
básicamente a una orientación liberal: el estado se centralizó e
institucionalizó, (casi) monopolizó el ejercicio legítimo de la violencia
física, garantizó la propiedad privada, estableció el marco jurídico legal,
montó el andamiaje administrativo nacional, desarrolló el control ideológico de
la sociedad (escuela pública). La segunda estuvo pautada, en particular desde 1911,
por una pujante expansión del rol del estado como orientador, regulador y
participante directo del proceso económico.
Con los antecedentes y fundamentos heredados del “civilismo”, la
modernización batllista supuso una notable alteración de la pauta liberal
predominante en la modernización del siglo XIX. El intervencionismo se expandió
bajo la modalidad estatista7: el estado montó un conjunto de empresas públicas
que controlaron sectores claves de la economía nacional (transportes, crédito, seguros,
construcción, electricidad, agua y gas). En 1930, al cumplir Uruguay su primer
centenario como estado independiente, el sector público de la economía ocupaba
un lugar y desempeñaba un rol en la estructura económica nacional notablemente
diferentes respecto al que tenía al iniciarse el siglo XX.
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cuatro pilares: educación pública, salud pública, seguridad social y
vivienda. Para un seguimiento sistemático del
desarrollo de estos cuatro componentes del “estado social batllista”
puede consultarse Filgueira 1994.
7 El intervencionismo no se desarrolló en este período en su faz
regulatoria sino que estuvo casi exclusivamente
vinculado a la modalidad estatista de intervención directa en el proceso
económico a través de la creación de
empresas estatales. Hay aquí una diferencia con otros períodos de
redefinición intervencionista de las relaciones
estado-economía en la historia del Uruguay.
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