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viernes, 19 de agosto de 2011

Articulo de Carlos Demasi. La relación batllismo-Estado: Un concepto problemático


La relación batllismo – Estado: un
concepto problemático.
Carlos Demasi
Fundación Vivián Trías
Cuaderno N°25



1. Caracteres del problema.
Desde hace ya bastante tiempo, el batllismo ocupa un lugar central en el
imaginario de los uruguayos: la identificación o el rechazo con esta corriente política fue durante décadas el parteaguas de la política en este país. Pero con el transcurso del tiempo, este concepto ha cambiado de características: en un principio, el batllismo se identificaba claramente con “todas las actividades políticas del Sr. Batlle” (Libro del Centenario, 1925, 612), para distanciarse levemente luego: el título de la obra de Giudice: “Batlle y el batllismo”, de 1928, ya los presenta como dos entidades diferenciadas. Pero siempre persistía la idea de que el “batllismo” dependía directamente de la iniciativa y la energía de Batlle y Ordóñez: estudiar a Batlle equivalía a conocer el batllismo. En esta línea, probablemente la obra más destacable sea el “Batlle creador de su tiempo” de M. Vanger.
Pero esta tendencia interpretativa comenzó a cambiar en la segunda mitad del
siglo pasado, especialmente a partir de la publicación de “El impulso y su freno” (1964) de C. Real de Azúa, probablemente el producto más valioso de la revisión del batllismo iniciada por aquellos años. Desde esta perspectiva la novedad del batllismo aparecía relativizada por la existencia de antecedentes importantes, como por sus limitaciones intrínsecas: es así que el batllismo que era concebido como un agente autónomo que inventaba continuamente su acción sobre una sociedad virtualmente pasiva, ahora pasaba a ser sólo agente más que se movía en un escenario complejo, compartido con otras fuerzas poderosas que podían modificar y aún llegaban a paralizar sus iniciativas.
En esta concepción (que podríamos definir como “sistémica”), el batllismo debía enfrentarse a la presión de las estructuras, esas “cárceles de larga duración” que habrían aprisionado a Batlle y lo habrían conducido, incluso contra su voluntad a resultados inesperados e incluso no deseados.
Es en esta mirada historiográfica que aparece la relación de Batlle con el Estado como un eje central, que incluso se transforma en el corazón conceptual del análisis. El Estado, que era una simple herramienta para la acción transformadora de Batlle, se transformó en la substancia misma del movimiento político con el cual casi llega a confundirse: así se invoca al “Estado batllista” o se habla del batllismo como “partido del Estado”. Creo que en este cambio pueden observarse dos resultados: por una parte, tal vez la más llamativa, el batllismo ha pasado a identificarse con la identidad nacional en el siglo XX y así es que dentro del concepto “batllismo” entran todos los aspectos que se consideran definitorios de la “uruguayidad”. Resulta curioso ver cómo la conflictividad que caracterizó a la acción de Batlle y el debate que despertaba cada mención a sufigura, han dejado lugar a la casi unánime  aceptación que tiene hoy en todo un escenario político donde casi no se registran voces disonantes. Quisiera citar dos ejemplos de esta unanimidad y un contraejemplo, porque me parece un aspecto especialmente ilustrativo. En 1994 decía Y. Fau: los valores introducidos por José Batlle y Ordóñez a principios de siglo (libertad, democracia, tolerancia, solidaridad, justicia social y la valoración del Estado) forman parte hoy de la idiosincracia de los uruguayos en la que se reconocen los batllistas, los que no lo son y aun los que se definen erróneamente como antibatllistas.
Esto, que podría parecer un resultado del fervor partidario, encuentra un eco
curioso en las opiniones de Jorge Zabalza:
Particularmente soy un admirador [de Batlle y Ordóñez]. El Uruguay es batllista, y ese Uruguay sobrevivió a la dictadura. […] El sistema de amortiguadores,
negociaciones, mediaciones, compromisos, todo eso que es la vida política del
Uruguay, nace con el batllismo. [Aldrighi, 2000]
Si buscamos las pruebas documentales que apoyen estas afirmaciones, sin duda nos llevaríamos una sorpresa porque podríamos encontrar testimonios de lo contrario en cada caso; pero lo interesante no es el valor de las afirmaciones en cuanto “verdad histórica” sino la existencia misma de tales dichos. Como verificación inversa, quisiera recordar que en la búsqueda de explicaciones del resultado del referéndum sobre la ley de empresas públicas de 1992, se atribuyó un peso importante a la exclamación de I.de Posadas: “Derrotamos al batllismo!” cuando en una primera instancia no se alcanzó el número de adhesiones necesarias. En este marco, cualquier crítica al batllismo
parece un ataque a la país. Pero creo que hay una segunda consecuencia de este enfoque sistémico que asimila el batllismo con el Estado, y que corre paralela con esa homogeneidad de opiniones: en el recorrido de una visión a otra, han desaparecido las explicaciones que den cuenta de la originalidad del batllismo. Creo que es oportuno revisar qué hubo de aporte efectivo de Batlle en relación a su concepción del Estado, y en qué aspectos su actuación aparece como la continuación de la política anterior. Por eso quisiera
referirme a algunos aspectos problemáticos de esta asimilación entre “batllismo” y Estado”, y a sus efectos sobre la comprensión del batllismo como movimiento político y como referente histórico.
2. La doble concepción del Estado en Batlle y Ordóñez.
A partir de la construcción historiográfica del concepto de Estado en Batlle y
Ordóñez (que toma por base las afirmaciones del propio Batlle y de sus seguidores), encontramos que ella contiene dos aspectos diversos que pueden verse como contradictorios: por un lado el Estado aparece como el representante de toda la sociedad tomada globalmente (y en ese sentido es que se hace cargo de actividades empresariales, por ejemplo), mientras que por otro se instala por encima de la sociedad y actúa como un elemento mediador en los conflictos de clase. En esta doble concepción del rol del Estado aparecen reunidos aspectos que no se complementan de
manera armoniosa sino que mantienen una relación conflictiva en la que lo vemos asumir comportamientos que aparecen contradictorios.
A) El Estado como representante de toda la sociedad.
La acción del Estado como representante de la sociedad considerada
globalmente se muestra principalmente en su intervención en la esfera económica, entendiendo como tal tanto la intervención con créditos y concesión de privilegios, como la actividad empresarial directa. En muchas oportunidades el mismo Batlle o los legisladores de su grupo defendieron la modalidad de la intervención estatal en elmanejo de aquellas empresas que (a juicio de Batlle) deben ser administradas “en beneficio de toda la sociedad”. En esta categoría entran claramente los servicios públicos y algunas “aventuras científicas” como el Instituto de Geología y Minería y el Instituto de Química Industrial. Como resumen Barrán y Nahum:
El Banco de Seguros al reducir sus primas fomentaría el seguro contra accidentes de trabajo. El Hipotecario debía “salvar de la usura al crédito real… y hacer efectivo el préstamo barato”. El Banco de la República “no debe tener por norte la conquista de ganancias, sino la difusión amplísima del crédito”. En suma, todas las empresas estatales debían cumplir objetivos sociales. El Poder Ejecutivo sostuvo que ese era “el fundamento moral que autorizaba la invasión del Estado en el dominio de actividades que han correspondido a la industria privada”, y que de no cumplirlo, el Estado “no haría otra cosa que sustituir el mal inherente al egoísmo del interés privado, por otro análogo de molde oficial.” (Barrán y Nahum, 1983, 46)
Como se ha señalado muchas veces, el Estado ya era interventor mucho antes
de Batlle y Ordóñez: por lo menos desde el gobierno de Latorre ya brindaba garantías a las inversiones extranjeras y aseguraba monopolios; y la mayor originalidad de un Batlle en materia de intervención económica del Estado no le correspondería a José sino a su padre Lorenzo, quien aparentemente fue el primer presidente que hizo intervenir al Estado para resolver una crisis financiera como ocurrió en mayo de 1868.
Tampoco la experiencia del Estado en el manejo de empresas era una novedad en el Uruguay, y en ese sentido el batllismo puede presentarse, sin dificultad, como el continuador de una práctica que registraba antecedentes por lo menos desde los comienzos de la década del noventa del siglo XIX. Los objetivos y hasta los argumentos que Batlle esgrimirá para justificar el “empresismo” del Estado, pueden verse ya circulando en el país desde varios años antes.
Pero si antes de 1903 la actuación del Estado era vista como una necesidad
asumida de manera un tanto culposa, y las empresas de propiedad estatal eran
resultado de las contingencias económicas más que de la voluntad política: la Usina Eléctrica era administrada por el Estado en espera de un posible comprador; por su parte el BROU funcionaba como una empresa de propiedad exclusiva del Estado debido a la actitud prescindente de los inversionistas privados que no ocuparon el generoso espacio que les abrió la ley de 1896. Pero la prédica de Batlle y Ordóñez transformó esa presencia en una “necesidad” política: el Estado “debía” ser el único y permanente propietario y administrador de aquellas empresas que por sus especiales características, afectaban a toda la sociedad.
Esta (aparentemente) temprana y permanente vocación interventora del Estado
ha sido explicada por la historiografía, a partir del postulado de la debilidad general de la sociedad uruguaya: el Estado sería el único poder “fuerte” en una sociedad particularmente débil, sin una burguesía poderosa ni desarrollada, ni grupos de presión empresariales capaces de mantener una acción continuada y eficaz en el impulso de sus objetivos económicos. La continuidad de la acción del Estado comparada con la actuación episódica de esta débil burguesía vernácula, explicaría su capacidad de intervención y su activa presencia en los ámbitos económicos.
Sin llegar a afirmar que esto carezca de validez, parece del caso introducir
algunos elementos problematizadores. En primer lugar, habría que recordar que “la debilidad del Estado” (y no la de la sociedad) es uno de los argumentos que se utilizan habitualmente para explicar la inestabilidad política que caracterizó al país en las primeras décadas de su historia: recién con el militarismo se habría iniciado el proceso de consolidación de un poder central fuerte, y éste habría culminado recién después de la elección presidencial de Batlle. Este proceso de consolidación es el aspecto que más se destaca cuando se repasa la actuación de gobiernos como el de Latorre, por
ejemplo. Pero esto nos plantea un problema que podemos resumir así: si ese Estado era tan fuerte, ¿cómo se explica que el primer gobierno de Batlle estuviera virtualmente jaqueado durante más de dos años, por las decisiones de Aparicio Saravia?
Recordemos que éste no ocupaba ningún lugar en la estructura estatal y que su poder no se apoyaba en la relación con el Estado sino que ocurría a la inversa: en una revolución cuyos ecos todavía resonaban, le había arrebatado al Estado las jefaturas políticas y así controlaba la tercera parte del país.
Por otro lado, la afirmación de la debilidad de la burguesía en este país también
puede ser cuestionada. La historia de los veinte años posteriores a la firma de la paz de 1851 muestra cómo este país, arruinado por nueve años de sitio, vivió un proceso de vigoroso crecimiento económico que alcanzó una cúspide a mediados de los años sesenta. Fue durante ese período que se produjo lo que Barrán y Nahum llamaron “la revolución lanar” y el puerto de Montevideo incrementó espectacularmente su tráfico de intermediación. En ese lapso y por la acción del capital y de empresarios nacionales, se impulsaron empresas tales como el ferrocarril, la compañía del gas y el servicio de agua
corriente de Montevideo; recordemos que en 1857 se había autorizado el
funcionamiento del primer banco y apenas diez años después ya estaban funcionando siete casas bancarias. Paralelamente el impulso privado modernizó la capital: se instaló el saneamiento y el alumbrado público, y se construyeron lujosas residencias particulares. El poder de los comerciantes de intermediación era lo suficientemente grande como para sacar y poner presidentes, o arrastrar a la quiebra a un financista denivel internacional como el Barón de Mauá. Y estos antecedentes no deben considerarse “cosa del pasado” en 1900: por el contrario, existen evidencias de que el capital privado no era tan débil aún en la post-crisis del noventa y en la época de Batlle,
ya que fue por la iniciativa privada nacional que se instaló el primer frigorífico en el país; y si bien es cierto que la iniciativa privada no aceptó integrar el capital del BROU, en cambio se volcaba a la fundación de otros bancos.
Por lo tanto, si bien no es difícil invocar la existencia de un experiencias
intervencionistas anteriores a Batlle y Ordóñez, aparece más compleja la explicación de esos antecedentes. Para buscar sentido a la intervención del Estado en el caso uruguayo no alcanzaría con invocar su fuerza frente a la debilidad del resto de la sociedad. Sería necesario explicar cómo se fortaleció tan rápidamente y por qué parecen tan débiles las otras fuerzas sociales, especialmente los propietarios del capital.
B) El Estado como mediador entre las clases sociales.
Más original en cambio, aparece la acción del batllismo cuando interviene en los conflictos sociales. Según el concepto habitual, en este plano el Estado se
transformaba en un mediador (situado por encima o al margen de la sociedad), y así
aparecía frecuentemente en los documentos de la época. Para citar solamente un ejemplo (que no proviene de Batlle aunque éste difícilmente estuviera en desacuerdo), decía un diplomático uruguayo desde París en 1907:
En nuestro país es más fácil prevenir ese inmenso movimiento que amenaza enEuropa hasta el sentimiento mismo de la patria. Una legislación obrera sabia y equitativa […] puede impedir revueltas y conmociones que son a veces muy
justificadas por la tiranía de los patronos. La República tiene, además de su rol
político, una misión social que cumplir, elevando la condición intelectual y
económica de los desheredados…[Barran y Nahum, 1981, 145]
Es muy claro que en este plano resulta difícil encontrar antecedentes a la acción del Estado; la explicación de las actitudes “obreristas” del batllismo y de la “neutralidad benévola” de Batlle en algunas huelgas desarrolladas durante sus presidencias no puede ser mediatizada por la invocación a una “tradición” estatal. Por el contrario, ésta presentaba al Estado como guardián de los derechos de los empresarios amparado en la legalidad vigente, que restringía el derecho de asociación pero salvaguardaba la “libertad de trabajo”. La defensa de las asociaciones obreras como la forma de“protección de los más débiles”, de las huelgas como legítimo medio de lucha, o de la
acción de los “agitadores” como agentes del progreso social, significaba sin duda la adopción de actitudes novedosas que al ser defendidas desde el mismo centro del poder, resultaban muy chocantes para las clases dirigentes. Tanto los contemporáneos en su momento como los historiadores más tarde, se encargaron de señalar las ambigüedades y contradicciones de esta política que unas veces apoyaba veladamente a los obreros y otras los dejaba librados a sus solas fuerzas: los contemporáneos apuntaron sus críticas a la “sinceridad” de Batlle, mientras que los historiadores han cuestionado la eficacia de un política llevada adelante con tantas limitaciones.
Parece del caso señalar que la concepción de la sociedad en Batlle difiere
profundamente de la de sus críticos. Aparentemente Batlle no concebía a la sociedad como compuesta por clases sino por individuos, por lo que no aceptaba las explicaciones supraindividuales para dar cuenta de la dinámica corriente de la sociedad. Por esa razón es que la “justicia” de un reclamo no dependía de quien la hiciera sino del “cómo” y “por qué” era hecha. El concepto marxista de “proletariado” aparece como ajeno a la mentalidad de Batlle, y entonces no imaginaba a los obreros (considerados individualmente) como “los más perjudicados” de la sociedad; igualmente cuando escuchaba críticas dirigidas contra el “burgués explotador”, siempre respondía con la afirmación: “hombres buenos hay en todos lados”. Es decir: el individuo no debe
ser considerado explotador sólo por ser burgués, ya que también habría “buenos burgueses” que trataran dignamente a sus obreros; y correlativamente no debía suponerse que una huelga era siempre “justa” sino que la justicia del reclamo aparecía siempre definido por sus circunstancias específicas.
3. La originalidad del batllismo.
Entonces: si observamos con atención la originalidad del Estado uruguayo en el período del batllismo, ésta no parece estar tanto en la acción que despliega sino en el carácter que asume ésta. De hecho, es a partir de Batlle y Ordóñez que se admite el cumplimiento necesario de determinadas funciones por parte del Estado, incluso de aquellas que antes parecían ser puramente contingentes o completamente ajenas.
Parece clara la existencia de antecedentes en el caso del “empresismo” estatal,
un dato que por supuesto no estaba oculto a la vista de Batlle. Tales antecedentes aparecen invocados para justificar la viabilidad de algunos proyectos “avancistas”: por ejemplo la administración estatal del BROU sirvió de argumento para defender la existencia de un Banco de Seguros, y la experiencia en la administración de la Usina Eléctrica pudo invocarse cuando se puso en duda la capacidad del Estado para administrar empresas. Pero es necesario destacar que las intervenciones estatales que precedieron al batllismo tuvieron un carácter casual y contingente: no estaba en la
intención originaria del Estado transformarse en el único accionista del BROU (de hecho, en 1903 todavía esperaba la inversión de capital privado) ni en administrador de la Usina, verdadero “presente griego” heredado del cataclismo financiero del ’90. El rasgo innovador del batllismo se evidencia cuando aparece una justificación doctrinaria de esa intervención, que la transforma en una política de carácter permanente; es decir, aquel argumento que defiende que Estado debe ser el empresario en algunos casos
determinados, y debe mantener ese carácter más allá de las contingencias.
Algo similar puede decirse del “obrerismo” batllista y de la legislación social. Con él apareció el argumento de que el Estado debía funcionar como mediador en los conflictos sociales, como un recurso apto para alcanzar un desarrollo social equilibrado en cuanto amparaba a los más débiles y frenaba a los más poderosos. Esto supone la posibilidad de que en algunos casos el Estado actúe en beneficio de los obreros, pero no supone que lo haga en todos los casos; también Batlle hubiera podido decir que “era colorado y no socialista” como argumentaba Manini Ríos cuando se transformó en su adversario dentro de filas. El aspecto novedoso de estas actitudes llamó fuertemente la
atención en la época, y fue el elemento que contribuyó a reconfigurar el escenario político: a favor o en contra del “inquietismo” o de las “novelerías” de Batlle fue el eje estructurador de las definiciones políticas; por eso es que resulta tan especialmente llamativa la unanimidad del presente.
La presencia de un Estado interventor no aparecía como una evidencia en su
época, y el rastreo de los antecedentes decimonónicos del intervencionismo batllista ha sido más el resultado de la reconstrucción historiográfica que de los testimonios de la época. Es decir que los contemporáneos percibían en el batllismo un intervencionismo de carácter diferente, y ese dato tiene relevancia porque nos muestra hasta qué punto los antecedentes invocados pudieron haber incidido sobre los actores. Lo inverso parece ocurrir con el “socialismo” de Batlle, que no era tal cosa pero así aparecía en la época: visto a la luz de las ideas, el discurso de Batlle tiene pocos elementos que lo identifiquen como socialista.
A pesar de que algunos historiadores han explicado el empresismo estatal del
batllismo como la continuación de tendencias anteriores, no podemos descuidar el airede novedad que esta intervención tenía, ya que así era vista por sus contemporáneos:
tal vez resultara novedosa la persistencia de la acción o la permanencia de los
resultados, o el hecho que sus argumentos transformaran esa estrategia en doctrina.
Pero lo curioso es que aquellos antecedentes que estaban frescos y vivos ante los ojos de los contemporáneos, hayan desaparecido del debate de la época y aún de la memoria social, y que en cambio sea la figura de Batlle la que ocupa todo el espacio del “intervencionismo”; sin duda, lo llamativo para los contemporáneos era el impulso innovador y no la continuidad, y esto es un dato que no es posible descartar sin más.
Tal vez en este momento esté quedando a la vista que aquella visión que
identifica el batllismo con el Estado ya no resulta tan poderosamente explicativa, y que hoy parece más interesante subrayar la imagen de innovación social antes que el posible error de concepto en que habrían caído los contemporáneos de Batlle al considerarlo novedoso. Aún en 1928 el batllismo era definido como “un partido reformista” (Giudice), y si bien la explicación resulte insatisfactoria en cuanto centraliza excesivamente la argumentación en la acción personal de Batlle y Ordóñez, no
debemos olvidar que en esa definición se encierra el aspecto más importante del batllismo como movimiento histórico. En la búsqueda de explicaciones del batllismo como fenómeno histórico se ha echado mano de los análisis estructurales, y con ello se ganó en profundidad y se ampliaron las dimensiones en análisis. Pero, para retomar la metáfora de Real de Azúa, lo que permanece inexplicado es “el impulso” del batllismo y no “su freno”.

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