Max Weber fue el primer sociólogo que vinculó la religión
con la economía y la política en varios de sus escritos como “ La ética
protestante y el calvinismo de 1920. Ensayos sobre sociología y religión del
mismo año y Economía y sociedad 1922” iniciando un debate sobre la vinculación
del desarrollo del capitalismo con la religión. La realidad era que ni Marx, el
otro teórico conflictivo con la vinculación de la religión y la sociedad, ni Weber estaban plenamente convencidos que la
economía y la sociedad estaba determinada por lo religioso por el
contrario con una fuerte interrelación. Sin dudas para ellos la interrelación se daba
desde distintos ángulos, para Marx desde la perspectiva económica y para Weber desde
la perspectiva de los fenómenos culturales y sociales. La subordinación de la
Iglesia al Estado no significo en época de la Revolución Francesa un avance
hacia la libertad de cultos, menos todavía a la libertad del pensamiento. Los
reyes utilizaban la religión para legitimar su dominio. Luis XIV persiguió a
los protestantes y revocó el Edicto de Nantes de 1685. La Revolución Francesa
terminó con el poder papal en Francia y tomó su último acto en el 18 brumario
de Napoleón Bonaparte. Napoleón firmó con la Iglesia un Concordato en 1801,
restituyéndole su legalidad con el objetivo político de hacer un clero sumiso y
que permitiera salvar el nuevo orden. La fecha clave fue el 2 de diciembre de
1804 cuando Napoleón rompe con la tradición de los reyes y no se arrodilló ante
el Papa Pío VII para recibir la Corona por el contrario se la colocó él mismo. Esta
introducción aparentemente lejana del debate nacional se fundamenta en el peso
que tienen ambas visiones en el desarrollo político y cultural del Uruguay.
Cada tanto, y por suerte, vuelve un debate que se inició en la segunda mitad del siglo XIX y tomó fuerzas a comienzos del Siglo XX cuando la Constitución de 1917 separó
definitivamente la Iglesia del Estado. Sin embargo la cuestión de las
libertades religiosas es un debate permanente en la sociedad democrática que cada vez es más resistente a la
discriminación. A fines del siglo XIX el tema era la secularización, en buen
romance como determinar en forma clara la separación del Estado y las
confesiones religiosas. Es común frente a estos temas argumentar nuestra
profunda dependencia como sociedad de los principios del liberalismo. Excepto la figura de José
Enrique Rodó y su postura pública que lo llevó a grandes discrepancias con
Batlle, se confundió ese liberalismo con un radicalismo anticlerical profundo.
Durante el gobierno de Bernardo Berro entre 1860 y 1864 se produce uno de los
primeros episodios de conflicto entre el Estado y la Iglesia. En 1861 hubo
problemas con los derechos del Patronato. En abril de ese año falleció en San
José el alemán Enrique Jacobsen, un protestante masón, y el cura de la
localidad Madruga se negó a darle sepultura en el cementerio local. Finalmente
fue enterrado en el Cementerio Central de Montevideo pero sin el permiso de las
autoridades eclesiásticas. Ante esta situación el gobierno por decreto
seculariza los cementerios desvinculándonos de la administración religiosa y
pasando a la órbita municipal. Unos mese más tarde la Vicaría destituyó al cura
de la Iglesia Matriz Juan Brid que era también senador de la República, sustituyéndolo
Inocencia Yéregui informándolo al Gobierno. Este le responde que por derecho
del Patronato debía tener participación en el nombramiento y destitución de los
sacerdotes. El vicario Monseñor Jacinto Vera no acató reponer a Brid. El gobierno
deja sin efecto el pase conferido en 1859 relativo al nombramiento de Vera.
Luego de un debate que transcurrió hasta el 7 de octubre de 1862 con múltiples
tentativas de conciliación el gobierno decretó acéfala la Iglesia Nacional
desde el mes de octubre de 1861 y ordenó el destierro de los presbíteros
Jacinto Vera y J. Conde y nombró gobernador eclesiástico provisorio al presbítero
Juan Fernández. Dentro de las consecuencias políticas de este proceso se genera la “Cruzada
Libertadora” de Venancio Flores. En 1862 en diciembre se llega a un acuerdo: el
Vicario Jacinto Vera delegaba todas sus facultades en un vicario o gobernador
eclesiástico que fuera del agrado del Gobierno del País. Esto tendrá vigencia
hasta que Su Santidad el Papa proveyese lo conveniente. Fue designado el
presbítero Pablo María Pardo. No se debe olvidar que las presiones llegaron a
tal punto que se sugirió a la Iglesia que en caso de mantenerse en una postura
intransigente se corría el riesgo de que el estado abandonase la religión
católica. Además, ya en esos años, existía un proyecto de Código Civil por el
cual se instituía al matrimonio como un simple contrato, y un proyecto de Ley en
el que se daba validez a los matrimonios en cuanto a los efectos civiles con
prescindencia de la religión o del rito en el cual se habían realizado. De todo
este episodio queda claro que el accionar de Bernardo Berro no estuvo inspirado en una actitud en
contra de la Iglesia. Por el contrario su interés fue la defensa de los
Derechos del Estado. El caudillo colorado Venancio Flores no pensaba de la
misma manera y con la bandera y el
recuerdo de la hecatombe de Quinteros y el ataque a la Iglesia Católica inicia
la Revolución desde Buenos Aires, pero
esto ya es otra historia.
En definitiva y
siguiendo ahora la visión de Tomás Sansón Corbo la secularización fue un lento
pero sostenido proceso de diferenciación de campos de influencia, jalonado por
una serie de enfrentamientos entre la Iglesia y el Estado. Se desarrolló
durante las últimas cuatro décadas del siglo XIX y comienzos del XX, y que coincidió , como dijimos líneas arriba, con la modernización del país. Los
antecedentes del conflicto se encuentran a finales de la década de 1850,
durante el vicariato de Lamas. Éste hizo pública una carta pastoral referida a
los problemas de la Iglesia y advertía a los clérigos sobre la amenaza de la
masonería y el racionalismo:
«Rodeados de una vana y engañosa filosofía, y poco observada
en algunos puntos la disciplina eclesiástica, nos desentenderíamos de un deber
gravísimo y seríamos unos mercenarios infieles, si no os dirigiésemos nuestras
letras. (...) «Venerables sacerdotes: vosotros sois el primer objeto de nuestra
solicitud. Por vuestro elevado estado sois el espejo en que se miran los demás.
De vuestro arreglo pende ciertamente el de todo el pueblo. Vosotros sois los
ministros del Señor, y como tales, os corresponde promover la observancia de la
divina Ley, no menos con las obras que con las palabras. A vosotros toca celar
el decoro de su sagrado Templo, la pureza de la religión, la reforma de las
costumbres, ofreciendo con vuestros procedimientos el mejor modelo».
En 1856 publicó otro documento recordando la condena
eclesial sobre la masonería. El 26 de enero de 1859, el Presidente de la
República decretó la expulsión de los jesuitas por manifestaciones
antimasónicas de algunos de sus miembros. En 1861 se produjeron los acontecimientos
vinculados con la muerte de Jacobson y
que derivaron en la municipalización de los cementerios. A partir de entonces
la relación entre Iglesia y Estado se hizo cada vez más tensa. Se crearon una
serie de normas complejas para la Iglesia, pero hubo dos particularmente
importantes: las leyes de Registro de Estado Civil (1879) y de Matrimonio Civil
Obligatorio (1885). Ambas erosionaron y debilitaron la influencia eclesiástica
pues le quitaron el monopolio de la inscripción de bautismos, matrimonios y
defunciones. La ley de 1879 generó muchos problemas. Algunos jueces y fiscales
la interpretaban en el sentido de que prohibía a los sacerdotes realizar el
bautismo sin la constancia de la anotación en el Registro Civil. En 1888 Mons. Yéregui expresaba en un
documento dirigido al Papa: «Desgraciadamente el desenvolvimiento de los
principios liberales, ateos, racionalistas, positivistas y masónicos (...) se
han encaramado en el poder y desde allí hacen encarnizada guerra a la religión
católica». Concluía y definía , entonces, la ofensiva anticlerical como un plan
de destrucción moral :
«Se ha perdido el antiguo respeto a la religión y al
sacerdote: y no solo su influencia es cada vez menor, sino que se le cubre con
el desprecio y con el más odioso desdén. (…)”
El comienzo del siglo XX fue una época de dura lucha por la
postura radical del anticlericalismo de José Batlle y Ordóñez, que impulsó
medidas determinantes para los intereses
de la Iglesia: eliminación de imágenes religiosas en hospitales públicos
(1906); ley de divorcio (1907); supresión de enseñanza y prácticas religiosas
en escuelas públicas (1909); entre otras. El golpe de gracia fue la Constitución
de 1917. Las autoridades eclesiásticas procuraron, a través de los
constituyentes elegidos por la unión
Cívica, mantener en todos sus términos el artículo 5, pero los esfuerzos
resultaron infructuosos. La Iglesia logró el reconocimiento de la propiedad de
todos los edificios destinados al culto, salvo los que estaban en edificios
públicos y, fundamentalmente, se emancipó del Patronato que tanto la había
limitado, las diócesis vacantes pudieron ser provistas libremente por la Sede
Apostólica. La secularización uruguaya culminó exitosamente para los intereses
de los sectores anticlericales. A partir de entonces Uruguay fue reconocido por
su sistema político laico, profundamente liberal y democrático.
Siguiendo finalmente al Dr. Gerardo Caetano como conclusión
coincido con su postura en el epilogo del libro “El Uruguay Laico”: “ …el
replanteo profundo de los sistemas de creencias en el mundo contemporáneo,
lejos de conferir certezas, propone una larga serie de incertidumbres, muchas
de las cuales afectan nuestra nociones democráticas respecto al ejercicio
legítimo de derechos y a la práctica del más irrestricto pluralismo en nuestras
sociedades”
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