Regulación
de la actividad bancaria ante la crisis de 1965: una respuesta tardía a
insuficiencias previas. Fragmento.
El sistema bancario enfrentó lo que fue la primera gran
crisis del siglo XX en el mes de abril de 1965 cuando el Banco Transatlántico
entró en cesación de pagos. En los meses subsiguientes corrieron igual suerte
los Bancos Rural, Atlántico, Uruguayo de Administración y Crédito, de
Producción y Consumo; en 1966 el quebró Banco del Sur y en 1967 el Banco Americano
Israelí. La inestabilidad del sector aún habría de prolongarse y se coronó en
1971 con otra estrepitosa quiebra: la del Banco Mercantil. Sin embargo, la
fragilidad o los problemas en el sector ya venían manifestándose, pues en
comparación con la calma de las dos décadas previas, las quiebras se habían
vuelto moneda corriente hacía ya más de un lustro: en 1958 quebró el Banco
Italiano, en 1962 hizo lo propio el Banco de Comercio Minorista y Agrario, a
fines de 1963 le llegó el turno al Banco Industrial, y en abril de
1964 al
Banco Regional (Trías, 1971).
En términos generales, el colapso de los bancos nombrados
respondió a un problema de solvencia y a la realización de maniobras
especulativas y colocaciones riesgosas derivadas, en parte, del descenso de la
rentabilidad sufrido por las instituciones bancarias. Y sin embargo, los
avatares seguidos por la banca no hicieron más que acompañar el derrotero de
una economía en crisis que en su conjunto se caracterizó por la especulación y la
alta inflación.
Si bien estás dificultades estaban presentes desde mediados
de los años cincuenta, las mismas se agravaron seriamente sobre el final de esa
década y principalmente en la siguiente. Ya se mencionó que la expansión económica
iniciada en la década del cuarenta se detuvo a fines de los años cincuenta y
que ese estancamiento estuvo asociado a picos inflacionarios cada vez más
pronunciados, pues si en 1959 el aumento de precios llegó a más de un 40%, que
se repetiría nuevamente en 1964, en 1968 ascendería a 135% (INE).
En 1958 el Partido Nacional ganó las elecciones nacionales
por primera vez en el siglo XX y ante esa situación impulsó e instauró un
importante cambio en el rumbo de la política económica. Para dar respuesta a
los desequilibrios y al estancamiento económico el novel gobierno promulgó la
ley de Reforma Cambiaria y Monetaria en diciembre de 1959. La misma, decidida a
acabar con el dirigismo económico precedente, apostó a liberalizar las
corrientes comerciales y financieras, y de ese modo modificó significativamente
las reglas del juego económico vigentes hasta entonces y los instrumentos
disponibles para la operativa bancaria
En su faceta Monetaria la Reforma redujo el contenido oro
del peso uruguayo vigente desde el revalúo de 1938 en un 77%, y otorgó el uso
de los excedentes monetarios así creados al Banco de la República para
resarcirlo de las pérdidas ocasionadas por el déficit generado por las
diferencias cambiaras del mercado controlado. Asimismo, introdujo
modificaciones en el régimen emisor vigente pues puso fin a la emisión contra
plata y contra el capital del BROU, y eliminó la posibilidad de redescontar
documento bajo el régimen de la ley de 1948. A partir de entonces, y hasta las
leyes especiales de 1963 y 1964,49 las operaciones de redescuentos habrían de limitarse
a lo establecido en la ley de 1950.
En su faceta Cambiaria, que fue la más controvertida de la
ley, la Reforma buscó solucionar los desequilibrios externos apostando a la
liberalización económica, y para ello declaró la libertad de importaciones,
desmanteló parcialmente la protección a la industria nacional y puso fin al
sistema de cambios múltiples que en los hechos había regido desde la década del
treinta. Sin embargo, también fijó detracciones sobre algunas exportaciones tradicionales
y mantuvo recargos sobre cierto tipo de importaciones, y de este modo, aunque
en forma muy moderada, la lógica propia de los cambios múltiples de gravar al
sector exportador y proteger a la industria nacional siguió vigente (Díaz,
2003: 347).
Como contrapartida estableció un mercado de cambios libre y
un tipo de cambio único que de acuerdo al texto de la ley iba a regirse por “el
libre juego de la oferta y la demanda” (Ley n° 12.670, art. 1, 17/12/1959). La
elevación del tipo de cambio oficial hasta la propia del mercado libre hizo que
la cotización del peso pasara de 4,11 pesos por dólar a 11 pesos (Alonso y
Demasi, 1986: 66). Además terminó con el monopolio del control de las divisas
por parte del BROU, pues autorizó a los bancos privados a negociar las divisas
provenientes de las exportaciones, en tanto, los importadores podían adquirir
divisas en plaza o recurrir al crédito o a los fondos que tuvieran radicados en
el exterior. Dicha liberalización del mercado cambiario permitió a los bancos privados
participar en nuevas actividades, que con anterioridad mayormente habían sido
monopolizadas por el BROU. Destaca entre ellas la compra y venta de divisas,
así como la tramitación y el financiamiento del comercio exterior (IECON, 1969:
254).50 En uso de esas nuevas posibilidades operativas la banca privada se
transformó en un bastión habilitante, cuando no promotor, de la actividad
especulativa derivada de una economía estancada y falta de oportunidades de
inversión productiva, así como también de la liberalización financiera. Junto a
la banca actuaron las instituciones financieras parabancarias o financieras
colaterales, que surgieron en esta época y fueron creadas o administradas por
los directorios de los mismos bancos para realizar operaciones bancarias
eludiendo los contralores legales y las cargas impositivas (Banda y Capellini,
1970: 130). Si bien las mismas aún no han sido estudiadas en profundidad y la
carencia de información sobre su funcionamiento se señaló tempranamente, hacia
1970 se estimó que su actividad abarcaba un 25% de las operaciones financieras
en el país (IECON, 1970: 84). En ese ambiente especulativo, los ganaderos
retenían las exportaciones, esperando, e inclusive intentando inducir, una
devaluación o una baja en las detracciones. En tanto, los importadores e
industriales importaban más de lo necesario, contando con que una futura caída
del valor del peso produjera un alza en los precios. Ambas prácticas eran
posibles porque los bancos privados adelantaban los fondos necesarios para
financiar estas actividades.
La liberalización del mercado cambiario y las expectativas
de devaluación
también condujeron a la banca privada a comprar para sí
moneda extranjera y a prestar a sus clientes para que la compraran,
posibilitando de este modo la especulación futura con los movimientos
cambiarios. Fue así que, en palabras de Cancela y Melgar, “La moneda extranjera
se convirtió en el principal bien sobre el cual presionar, y el acceso a su tenencia
se transformó en el canal más transitado para el desarrollo de tales acciones
[especulativas]” (1986: 32). Dada la caída en estos años de los depósitos en
moneda extranjera, los bancos recurrieron al endeudamiento con sus
corresponsales en el exterior para fondear esta clase de operaciones(Banda y
Capellini, 1970: 156). Estas prácticas especulativas se vieron potenciadas a
partir de 1963, cuando las devaluaciones se sucedieron en cadena. Desde de la
devaluación de 1959 y hasta 1962 el BROU intentó con éxito mantener el tipo de cambio
estable aunque para sostener la moneda agotó sus reservas y debió endeudarse
con el exterior. A partir de entonces, sin embargo, la situación fue empeorando
porque el desequilibrio externo se mantuvo y el BROU, obligado a servir sus
deudas externas, perdió el control sobre el mercado de cambios. Fue entonces
que quedó el campo libre para la especulación cambiaria y las devaluaciones
comenzaron a sucederse a un ritmo más intenso y de ese modo, el dólar pasó de
$11en 1963, a $19,50 en 1964 y a $70 en 1965. La presión sobre el mercado de
cambios se agravó además por la fuga de capitales que en esos años fue muy
intensa,51 y que se vio favorecida por el fácil acceso a las divisas y por la
actuación de las financieras parabancarias que utilizaron “variados
procedimientos” para extraer la moneda extranjera del país y depositarla en las
plazas de Suiza, Panamá y Bahamas Fue entonces la liberalización del comercio
exterior y del mercado cambiario instaurada por la Reforma Cambiaria y
Monetaria de 1959 la que amplió el abanico de los negocios bancarios y la que
también abrió el campo para la especulación financiera. De este modo, y ante la
ausencia de mecanismos de regulación bancaria más rigurosos, contribuyó a
preparar el camino que condujo a la fragilidad que mostró el sistema bancario
en 1965. Buena pauta de la importancia adquirida en la época por de esta clase de
operaciones especulativas puede observarse tanto en el crecimiento de las
operaciones en moneda extranjera de la banca privada, como en la expansión de
su red física a pesar de que la economía se encontraba estancada. A título de
ejemplo puede decirse que hacia fines de los años cincuenta, los préstamos en
moneda extranjera eran menores al 15% del total de los realizados por la banca
privada, mientras que para 1965 habían aumentado al 40% (BROU, Suplemento
Estadístico de la Revista Económica). Respecto al número de instituciones la
banca experimentó una fuerte expansión, pues luego de que éstas se redujeran a
mediados de los años cincuenta, pasaron de ser 72 instituciones en 1957 a 81 en
1965 (Moreira, 2011). Pero además de ese incremento, también se produjo un
crecimiento aún más acentuado de la cantidad de las sucursales bancarias
privadas, que entre 1957 y 1964 pasaron de ser 319 a ser 511 en todo el país. Contabilizando
las oficinas en funcionamiento de la banca pública y de la banca privada, en
1961 Uruguay tenía una oficina bancaria cada 4500 habitantes, tres veces más en
términos per cápita que las existentes en Argentina y Venezuela (CIDE, 1963:
II238), y en 1964 tenía una cada 3600 habitantes (CIDE, 1965: Rf.35). Asimismo,
y aunque en este caso la información es más difusa, se crearon 500
instituciones parabancarias en los siete años previos a la crisis de 1965
(Trías, 1971: 41). La realización de maniobras especulativas y de colocaciones
riesgosas por parte de los bancos obedeció en buena medida al descenso de su rentabilidad
agenciado desde el primer lustro de los años sesenta (Banda y Capellini, 1970:
167). Dentro de estas colocaciones riesgosas destacaron las vinculadas a la
gestión inmobiliriaria, es decir, la compra, venta y administración de
propiedades (IECON, 1969: 254). Buena parte de las ganancias del sector
bancario se habían derivado del importante diferencial entre la tasa de interés
que el Departamento de Emisión cobraba por redescontar documentos y la que los
bancos cobraban a sus clientes por tales operaciones (Vaz, 1999: 63). Por
consiguiente, cuando a comienzo de los años sesenta el Departamento de Emisión
limitó los redescuentos de los bancos privados, las ganancias del sector
también se redujeron. Por otra parte, el descenso de la rentabilidad obedeció
al retiro de depósitos por parte de los ahorristas quienes, en vez de sufrir
las pérdidas ocasionadas por la inflación, prefirieron comprar moneda
extranjera para atesorarla, constituir depósitos en el exterior o en el sistema
financiero parabancario que por fuera del marco legal pagaba tasas de interés
más elevadas La crisis bancaria de 1965 fue el resultado de los problemas de
solvencia enfrentado por algunos bancos que, tras abocarse a las actividades anteriormente
mencionadas, en un contexto de alta inflación e inestabilidad del tipo de
cambio, se expusieron a altos riesgos y no pudieron hacer frente a sus
obligaciones. La corrida bancaria de 1965 tuvo lugar cuando el público se
enteró de la posición insolvente de algunos bancos, lo cual llevó a varios años
de inestabilidad en el sector bancario (Vaz, 1999). Al respecto es ilustrativo
el caso del Transatlántico, banco que al colapsar desencadenó el peor momento
de la crisis. Este banco había competido agresivamente por la captación de
depósitos pagando tasas de interés extremadamente altas, para luego invertir
esos fondos en un grupo de empresas que controlaba, en el mercado inmobiliario
y hasta en una línea aérea. Estas compañías usaban los fondos prestados por el
Transatlántico para comprar las acciones del propio banco. Al mismo tiempo, el
banco se endeudó en dólares para participar en el mercado de cambios. Cuando
los retornos esperados en algunas inversiones inmobiliarias no se
materializaron, y cuando se hizo público que estaba vendiendo acciones a
precios de liquidación, los bancos extranjeros se negaron a seguirle prestando.
El banco se enfrentó a un problema de liquidez, que se agregaba a sus problemas
de solvencia, y así comenzó la corrida bancaria que dio inicio a la crisis y a la
intervención del BROU que tomó el control de la institución (Vaz, 1999). Previamente,
sin embargo, el Transatlántico había sorteado dos inspecciones del República.
La primera se dio a mediados de 1963, cuando el Departamento de Emisión
comprobó que concentraba su cartera de créditos en pocas firmas pero no tomó
medidas al respecto. La segunda correspondió a enero de 1965, y en ese
entonces, en tanto se encontró desmesura en sus actividades extrabancarias,
elevada deuda en dólares y falta de liquidez; el BROU socorrió al
Transatlántico financieramente, nombró un fiscalizador y lo respaldó
públicamente. En el mes de abril reiteró su respaldo pero no pudo detener la
corrida bancaria (Martínez, 1965: 126-127). En ese marco de irregularidades el
Poder Ejecutivo le pidió la renuncia a los Directores del Banco de la
República, quienes inicialmente se negaron, y nombró un Directorio interventor
a fines de mayo de 1965 (Trías, 1968: 14). La regulación y fiscalización de la
actividad bancaria evidentemente presentaron fisuras y no sólo fueron incapaces
de anticipar los problemas, sino que carecieron de la agilidad necesaria para
dar una respuesta certera y a tiempo. En ese sentido llama la atención el hecho
de que los hacedores de política previamente mostraron una suerte de conciencia
sobre las carencias de la legislación vigente, que se manifestó tanto en la
generación de proyectos de ley para reformarla, como en la aprobación de
algunas leyes tendientes a subsanarla. Tal como ya fue establecido, la ley de
1938 continuaba operando como la ley madre que pautaba el funcionamiento de la
banca privada, y si bien tuvieron lugar las otras disposiciones legislativas
analizadas, las ideas rectoras de la regulación continuaban siendo las mismas.
Ya hacia fines de los años cuarenta, cuando se discutía la elevación de los
encajes, los cambios sobre el mecanismo del redescuento y el principio del
control selectivo del crédito, entre los hacedores de política se manifestaba
la necesidad de reformar la legislación en materia bancaria. A lo largo de los
años cincuenta estas ideas continuaron profundizándose en dos sentidos
principales, que si bien se trataron en conjunto, corrieron derroteros
diferentes. Por un lado se trató la reforma del régimen bancario privado, que
no se llevó a cabo; y por otro se abordó su contralor y fiscalización dando
lugar a la reforma de la Carta Orgánica del BROU en 1964.
La corrida bancaria, que había empeorado en los primeros
meses de 1965, se generalizó en abril de ese año. La ley que puso fin a la corrida
y a la crisis (Ley nº13.330, 30/04/1965) fue promulgada en medio de un feriado bancario,
con algunas instituciones bancarias intervenidas por el BROU y bajo una huelga
de los trabajadores bancarios que dio tiempo al trámite legislativo y evitó el
colapso del sector (Vaz, 1999: 73). La misma fue conceptuada como una salida
rápida que constituía “un paliativo para una situación de emergencia” y no como
“la solución completa e integral de todos los problemas que están en juego”; y
sin embargo, los senadores miembros de la Comisión Especial que redactó el
texto de la ley, entendieron que establecía “un circuito de disposiciones” que
cubría “todos los extremos de la situación dramática y difícil que el país vive
en virtud del colapso bancario” (DSCS, tomo 249, 28/04/1965: 768, 774). Con
dicha ley se apostaba, por un lado, a generar nuevamente confianza, y por otro,
a introducir nuevas reglas en el sistema bancario que previnieran y lo pusieran
a resguardo de situaciones similares. En línea con el primer objetivo se
establecieron Garantías de Ahorros y Depósitos y se conformó un Fondo de
Garantías; en línea con el segundo se redactaron directrices sobre la
Selectividad del Crédito; en tanto, y en pos de ambos, se establecieron nuevas
normas para el Contralor y medidas cautelares. La ley dispuso que todo depósito
en el sistema bancario, en moneda nacional y hasta la suma de 50.000 pesos,
sería garantizado por el Estado y pagado a través de la apertura de una caja de
ahorro en el BROU. Este régimen se aplicaría en caso de moratoria, concordato o
liquidación de los Bancos o Cajas Populares. Asimismo, para dar cumplimiento a
la disposición anterior y para garantizar los depósitos constituidos en la
banca privada, la ley dispuso la creación de un Fondo de Garantías que se
nutriría de recursos provenientes de la actividad bancaria, tales como
impuestos a las operaciones de redescuento, una prima trimestral obligatoria
para los depósitos en moneda nacional, y del producido de las colocaciones del
propio Fondo. Disponía además que para atender la devolución de los depósitos
garantidos, el BROU podría adelantar hasta 100 millones de pesos que luego le
serían reintegrados con los recursos del Fondo; y en caso de que éste resultara
insuficiente se autorizaba al Departamento de Emisión a realizar una emisión extraordinaria.
La misma sería respaldada con el patrimonio y el activo líquido de los bancos
asistidos, y sería retirada a medida que el fondo o la realización de los
bienes gravados de los bancos asistidos reintegraran los recursos.
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