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sábado, 18 de diciembre de 2010

El Ocaso de Julio Herrera y Obes

El ocaso de Julio Herrera y Obes


Tomado de la web:



"El ocaso de Julio Herrera
En Estampas del Montevideo Romántico
Edición de la Banda Oriental
Montevideo, 1968
Colección de bolsillo
Biblioteca Nacional: 12/28.206 - L.209.568
El ocaso de Julio Herrera
Allá, por los años 1908 a 1912, no era raro encontrar en las calles de la “ciudad vieja” de Montevideo, a una anciano de mediana estatura, un poco agobiado y vacilante en el andar, en cuya pulcra aunque vieja indumentaria se advertía un vago sello de dandysmo y cuyas señoriles maneras revelaban rara distinción. Aquel hombre caminaba generalmente ensimismado y como extraño al mundo exterior; cuando los accidentes de la calle o una actitud reverente le volvían a la realidad, parecía experimentar secreto azoramiento y apresuraba el paso, deseoso, tal vez, de no ser reconocido. Cuando hallaba damas en el camino jamás dejaba de cederles la vereda, y se daba el caso de que bajase la calzada para acentuar el homenaje; cuando alguien le saludaba, contestaba cortésmente, pero con reserva; cuando tropezaba con un amigo, ¡y cuán pocas veces sucedía esto!, solía detenerse y entonces, la reserva se convertía en afectuosa espontaneidad. Se le veía, a veces, en la Confitería del Telégrafo y podía advertirse la respetuosa actitud con que los dependientes le preparaban el cartucho de bombones, el mismo cartucho que durante años compró todos los días el ilustre cliente, y que ahora solamente adquiría de cuando en cuando. Otras veces se le hallaba en el tranvía, un poco encogido en el banco común, como si la falta de hábito le hiciese extraño aquel medio de locomoción.
Parecía poseído de profunda y tenaz tristeza. Se presentía, al observarle, que sufría de aquel extraño mal moral que atacó a muchos hombres de su generación, a unos en la plenitud de la vida, y a otros ya en el ocaso, y que la literatura romántica bautizó con el nombre de “pasión de ánimo”. Era de tez pálida; la cabellera, que había sido castaña y profusa, flotaba todavía, aunque raleada y encanecida, sobre la ancha frente; los ojos, pardos y penetrantes, se encendían a intervalos con el fuego de los verdes años, y en los labios, plegados por un imperceptible dejo de dolorosa ironía, solía estereotiparse una vaga sonrisa que suavizaba la expresión adusta y melancólica de aquélla cabeza leonina. Cuando se le examinaba con atención se advertía cómo, el dandysmo que en él era innato, ocultaba penosas intimidades. La levita o el chaqué, aunque de corte impecable, eran anticuados y tenían larga historia; el inmaculado chaleco de piqué se rendía ya al tiempo; el cuello y la corbata recordaban a los lyons de 1890; el ceñido pantalón de fantasía revelaba la industria del ama de llaves; los botines de charol, de alto tacón, que calzaban el pequeño pie patricio, aunque limpios y brillantes como los del hidalgo pobre, denunciaban el largo uso y, a veces, ¡oh dolor!, comenzaban a quebrarse. Los lentes guarnecidos de oro, el junco de puño de marfil, los guantes grises de piel de Suecia, el alfiler de diamantes prendido en la corbata y la leopoldina cincelada recordaban que aquel hombre había conocido épocas de opulencia. La cruel pobreza no había, sin embargo, logrado estampar en él su estigma. Mantenía intacta la prestancia y, con sus viejas galas, podría haber paseado, sin desmedro, por Picadilly Street o Hyde Park en la época de Brummel o haberse asomado al “café Anglais” en los días en que Morny y Walewsky rivalizaban en elegancia y buen tono.
La muchedumbre pasaba indiferente a su lado, y sólo de cuando en cuando alguien, al reconocerlo, se volvía para mirarle con curiosidad. Unos sonreían, otros le contemplaban con tristeza, otros le seguían con la mirada, conmovidos por secreta admiración y afecto. Cuando se pronunciaba su nombre, todos, involuntariamente, evocaban el pasado próximo pero que, sin embargo, parecía remoto; despojaban a la ciudad de sus modernas galas, de su galopante progreso material, de sus nuevas costumbres sociales y políticas, de su población cosmopolita, de su reciente historia y se sumergían, sin quererlo, en el melancólico mundo de recuerdos.
* * *
Aquel hombre vivía, pobremente, en un pequeño primer piso de esquina de la “ciudad vieja”, cuyos balcones daban sobre la calle 25 de Mayo y la de Pérez Castellano. La casa tenía una salita alhajada con un sofá, dos butacas y un extraño mueble: una tarima de madera sobre la que reposaba un hermoso perro embalsamado. El noble animal, cuyo cuello ostentaba, a guisa de collar, una ancha cinta roja, cuyo claro pelaje comenzaba a ser injuriado por el tiempo, levantaba la inteligente cabeza, en actitud vigilante, como la había levantado en medio del fragor de las batallas. Aquel perro era “Coquimbo”, el fiel mastín que acompañó al general don Venancio Flores en sus campañas. La sala inmediata, ochavada sobre la esquina, era el estudio, pobre cuarto de trabajo, sin más muebles que una mesa que recibía la luz de la ventana, un viejo sillón, una silla y anaqueles de madera oscura llenos de libros, carpetas y legajos. En el testero pendía del muro un gran retrato al óleo, pintura de la época romántica, que representaba a un anciano, de pie, en quien se adivinaba, con sólo mirarlo, la alta prosapia. Junto al estudio estaba la humilde alcoba, pobre y desnuda como celda conventual y, en seguida, una diminuta sala comedor. El estrecho pasillo, las dependencias de servicio y la escalera completaban la espartan morada.
El señor de aquella casa se levantaba temprano y se sentaba a escribir. ¿Qué escribía con su letra irregular pero llena de carácter? Cuando la dura imposición del trabajo profesional o las terribles luchas para defender los últimos restos de su hacienda no le requerían el tiempo, llenaba carillas con prosa en la que se adivinaba el trato continuo con Taine, con Saint Víctor, con Macaulay, y la honda influencia de los pensadores, políticos, historiadores y poetas de la época romántica. Hacía filosofía fácil sobre hombres, cosas y acontecimientos, y escribía, sin proponérselo, historia pintoresca a la gran manera de Thierry. Todo ello se desarrollaba, serena y armoniosamente, sobre firmes cimientos apoyados en la roca madre de la filosofía cristiana y en conceptos de ética política y social que, no obstante su inflexible firmeza, le permitían comprender, explicar, justificar y hasta perdonar el error o el extravío cuando los reputaba sinceros. No había en él rencor ni amargura; no conservaba odio, ni aún para sus más encarnizados enemigos, fueran éstos hombres o ideas; no abrigaba sentimientos de venganza para quienes le habían abandonado o traicionado o para los que simplemente le injuriaban. Sus juicios, aún los más duros, terminaban siempre con una palabra de cordial benevolencia, de traviesa ironía o de compasivo desdén. Por lo demás, derrochaba el ingenio, la anécdota, los primores de la forma y lo imprevisto de la sensibilidad. Se parecía en esto a Juan Carlos Gómez, que fue un poco su maestro, y de quien, en los últimos años, había adoptado el continente melancólico y la actitud estoica.
Como escribía hablaba, y aún lo hacía mejor, algunas veces, en las tardes que destinaba a recibir a los escasos amigos que le permanecían fieles y a los desconocidos que llegaban hasta su sala llevados por la curiosidad. Estas tertulias que él, ex – profeso, solía prolongar hasta entrada la noche, son inolvidables para quienes tuvimos la fortuna de escucharlo. Comenzaba a hablar, lentamente, con palabra pausada y un poco sorda. Al principio daba la sensación de cansancio y ausencia de sí mismo. Poco a poco la voz se coloreaba y tomaba entonación distinta y sonoro timbre; la máscara impasible del rostro se animaba, los ojos se encendían y los gestos se hacían amplios y expresivos. La admirable máquina cerebral entraba en plena actividad y, entonces, memoria, entendimiento, sensibilidad, pasión, sentimiento, elocuencia, daban plástica forma a las ideas, a los recuerdos, a las anécdotas, a los relatos, a los juicios, a la maravillosa
afluencia de la palabra. El magnífico espectáculo se mostraba en aquellos instantes en toda su plenitud y belleza.
Este hombre tan modesto, tan oscurecido, tan olvidado, tan aislado, no vivía solo. No; no hubo jamás en él soledad absoluta, y si la hubo, bendita soledad ésta que llenó constantemente su espíritu de fantasmas y movibles sombras. El mismo lo dijo, ya con un pie en el sepulcro, al despedir a uno de sus últimos amigos que había sido su comensal cotidiano durante veinticinco años: “Ya no volveremos a departir de mano a mano sobre nuestras esperanzas del porvenir, sobre nuestras angustias patrióticas, sobre nuestros ideales filosóficos y políticos, pláticas inagotables de sobremesa con que nos confortábamos recíprocamente en los días oscuros de infortunios nacionales. Pero el diálogo amistoso continuará mentalmente, en la soledad de mi recuerdo, donde el viejo amigo estará presente siempre, por esa comunicación misteriosa de las almas que es el lazo invisible que, a través de la infinidad del tiempo, ata lo transitorio humano con lo absoluto eterno”.
Estas evocaciones y estos diálogos llenaban la soledad de que se veía rodeado este hombre y así, su pequeña y pobre sala, a menudo, como por arte fáustico, se agrandaba y convertía en inmenso salón: los humildes muebles se transformaban en suntuosos decorados, las luces se encendían y multiplicaban, se abrían las puertas y penetraban por ellas los familiares fantasmas. Era allí el desfilar de figuras gesticulantes: medio siglo que se levantaba de la tumba y del olvido y que volvía con sus hombres, sus costumbres, sus ideas y su historia. Sombras de deudos y amigos, de compañeros y adversarios, de enemigos e indiferentes; lances trágicos o risueños, pasajes dramáticos o burlescos, días de felicidad o de infortunio; de todo había en aquel pandemonium. Ya la pequeña sala se convertía en el salón de la casa paterna, ya en el “mirador” de la calle Canelones, ya en el recinto del Parlamento, ya en la redacción de “El Siglo” o de “El Heraldo”, ya en la cubierta de la barca “Puig”, ya en la sala presidencial, ya en la pobre alcoba del desterrado.
Así vivía sus últimos años este hombre; así era su persona, así su indumentaria, así su casa, así sus costumbres, así su sociedad, así su filosofía, así la prosa de sus cuartillas, así la encantadora elocuencia de sus palabras, así sus monólogos espirituales.
* * *
Había en todo esto, no obstante la intimidad y pobreza del marco, un mágico poder de fascinación al que era difícil sustraerse. Lo había en la actitud espiritual del personaje, superior a la dureza de los tiempos y a la ingratitud de los hombres; en el estoicismo melancólico pero sonriente con que aceptaba el cambio de fortuna; en la fe y perseverancia con que defendía sus principios e ideas; en la serenidad con que contemplaba la vida; en la frescura del alma con que mantenía intactos sus sentimientos; en el culto romántico que seguía rindiendo a la mujer que había llenado de amor sus años juveniles y era el bálsamo y refugio de su solitaria vejez.
Hasta el olvido y el abandono que habían caído sobre él eran filtro que avivaba esta fuerza de fascinación. El poder y la grandeza de otro tiempo le habían dejado imborrable aureola. Aunque objetivamente desaparecidos hacía ya muchos años como escenografía de teatro, se creía verlos reaparecer, a veces, en la pobreza del cuadro de su ancianidad y transformar al personaje.
Este anciano que así vivía, que así vestía, que atravesaba la ciudad a pie y sólo tomaba el tranvía para hacer su cotidiana visita a la lejana casa del camino Suárez, donde habitaba la mujer amada; que había logrado asegurar su pobrísima mesa después de ignorar durante largo tiempo si tendría mantel con que tenderla; que ya no era nada
en su país, apenas una sombra, había morado antes en opulentas mansiones, había ocupado los más altos cargos del gobierno, sin excluir el de Jefe de Estado, había poseído el más rico y famoso guardarropa de su época, los más lujosos carruajes y arneses, el más brillante y animado salón, la mesa más rica y pródiga.
¿Quién no conoció la suntuosa casa de la calle Sarandí o la mansión de la calle Canelones, con sus dos plantas y su célebre “mirador”, donde el Presidente de la República se encerraba, solo o con sus amigos íntimos, para abandonar los salones a la multitud palaciega? Su casa estaba siempre abierta y todos tenían acceso a ella, fueran magnates o modestos ciudadanos. ¿Quién no recuerda gabanes guarnecidos y forrados de piel de lobo, sus fraques impecables, sus elegantes levitas, sus chaqués ingleses, sus lustrosas chisteras, su colección de bastones, y toda aquella inolvidable indumentaria de la época del jopo, del palco del Politeama, de las Tombas y de la bandera al tope? El gabinete de las pelucas de Versalles era pequeño a su guardarropa. Era éste una sala cuyos muros estaban cubiertos por dos órdenes de armarios con galería, a la que ascendía por una escalera de madera. La cuenta de su sastre, M. Lamolle, llegó a sumar ocho mil pesos. El sastre no se inmutaba: “Le fiaría otro tanto, decía. Yo vestí a su padre desde la Guerra Grande”. ¿Quién no recuerda los carruajes, y los áureos arneses, y los briosos troncos, cuyo trote estilizado fue gloria de los desfiles de la calle Agraciada y del camino Suárez en los últimos años del siglo pasado? El trote de sus troncos de caballos rusos era reconocido a la distancia. Se recuerda, como en sueños, el vertiginoso pasaje del cupé: los caballos sudorosos con sus arneses escarchados de espuma, el cochero erguido, ostentando en la galera de hule la escarapela oficial y, detrás de los cristales, como una visión fugitiva, la figura del prócer: el pálido rostro iluminado por los ardientes ojos, la noble cabeza tocada por la brillante chistera, impecables la negra levita con vueltas de seda y el solemne plastrón prendido con el alfiler cincelado cubierto de diamantes.
Su salón se describirá algún día, con el mismo color con que ha sido evocado el del conde Waleski, cuando el hijo de Napoleón reunía al mundo político y literario del segundo imperio bajo los artesonados del Palacio Borbón. En la calle Canelones se reunía también una sociedad brillante y pintoresca. Era la época, un poco barroca, en que los muebleros hamburgueses bastardeaban la nobleza de los estilos del Renacimiento con el gusto solemne y teatral de la moda napoleónica y las reminiscencias de los palacios orientales. Los techos se decoraban con suntuosas esculturas policromadas, las paredes se cubrían con estucos y papeles que parecían ricas estofas y las puertas y ventanas con pesadas cortinas de tapicería. Los reflejos de los mecheros de gas se multiplicaban en los caireles de las arañas de cristal de roca, en los espejos de Venecia de las consolas, en las esculturas doradas de los majestuosos sofaes y sillones.
¿Quién no concurrió alguna vez a los tés de la calle Canelones? Allí se codeaban los ministros con los banqueros, los diplomáticos con los periodistas, los legisladores con los magistrados, los funcionarios con los hombres de negocios; allí pululaban los candidatos sin destino, los debutantes políticos, los hombres de mundo, los simples ociosos. Allí se vieron a todas las notabilidades de la época y todo lo que tenía Montevideo de característico o simplemente pintoresco. Allí se tropezaba con “principistas” del 73 y con “candomberos” del 75; con veteranos de la Defensa y de Caseros y con dandys de 1890; con “ “conservadores” de 1855 y con lliberales del Ateneo; con desterrados de la barca “Puig” y con ministros del “año terrible”; con literatos debutantes y con viejos poetas de la Lira Americana. Allí se oyó cantar el Spirito gentil al tenor Oxilia, ejecutar al piano, a Dalmiro Costa, sus “Fosforescencias” y “Nubes que pasan”, improvisar a Irigoyen sus pot-pourris; allí se realizó la primera
demostración del fonógrafo de Edison, y se vio al conde Patricio adivinar el pensamiento a solemnes padres de la patria. La austeridad de los viejos políticos principistas, reflejada en las levitas puritanas, no se alarmaba ante la cortesía florentina de Angel Brian, ni ante los agudos dicharachos criollos de Tulio Freire, ni ante los entorchados de los generales del 75, ni ante el desfile de los parlamentarios que formaban la guardia noble del Jefe de Estado.
A la mesa de la calle Canelones se llegaba a cualquier hora y por cualquier puerta. A nadie se le preguntaba el nombre ni nadie se preocupaba de interrogar al vecino. Los criados servían los exquisitos manjares, preparados bajo la dirección del chef Pascal, y escanciaban los vinos generosos de etiqueta francesa. Y aquello se repetía a mediodía, y a la noche, sin investigar el número de comensales. El anfitrión llegó a deber a su cocinero, que era también su proveedor, sumas inauditas. Pero éste le era más fiel que nunca. A veces le entregaba dos o tres mil pesos. Cuando no cobraba, Pascal repetía: “No importa. Don Julio es así”.
Era realmente así. No tenía noción del dinero. A alguien que fue a cobrarle una cuenta le entregó una bolsa de cóndores, que extrajo de un cajón de su escritorio, para que de ella tomara lo necesario para el pago. A un amigo que había perdido en el juego le regaló las acciones del Ferrocarril del Norte que era lo último que le quedaba.
De aquella casa se le había visto partir, ¡cuántas veces!, en el landó presidencial de gala; impacientes los caballos de raza, blancos y dorados los arneses, hieráticos el cochero y el lacayo dentro de sus libreas impecables, tocados con altos sombreros de hule blanco guarnecidos con la escarapela nacional y, alrededor y detrás del carruaje, la escolta militar: kepies y uniformes del segundo imperio, charreteras y entorchados rutilantes, entallados dolmanes, alzapones rojos, espejadas botas granaderas, todo lanzado a escape, calle abajo, brillando al sol y haciendo resonar las piedras de la calzada con los cascos de los corceles, e incendiando el aire con el flamear de los banderines rojos y el brillo de las doradas lanzas.
Otras veces, las más, se le había visto salir en su cupé, solo o sin la escolta que un sargento de ordenes en el pescante, a guisa de lacayo, y, a veces, también a pie, con su edecán o sin más compañía que su bastón de mando.
De allí partió en 1897 para el desierto. La casa de la calle Canelones quedó desierta: levantada apresuradamente la mesa del último banquete, cerrados los postigos y corridas las persianas, echadas las cortinas de los salones, mudo el patio y las galerías, sellado el “mirador”. Sobre todo ello comenzó el tiempo a derramar su impalpable lluvia de polvo, y, las arañas, silenciosas señoras de la soledad, a tender sus telarañas.
* * *
La casa de la calle Canelones quedó como un símbolo. Arcea sellada, parecía guardar en su misterio la fantasmagoría de esa etapa social y política que comprende los últimos lampos de la dictadura de Latorre, el gobierno del general Santos, el período que se designa gráficamente con el nombre: “época de Reus”, el desastre sin ejemplo que le puso término y los años que se sucedieron hasta casi finalizar el siglo pasado.
¡Etapa singular! La tocamos con la mano, pues es casi de ayer, y sin embargo, está ya sublimada por la poesía del recuerdo. Cuando se piensa en ese período de nuestra historia, nos parece que vamos a escuchar el rumor de los siniestros conciliábulos y conspiraciones: ruidos de espuelas, taconeo de botas, sonar de trágicos grilletes, batir de los martillos del taller de adoquines. A ello se unen las resonancias de los fastuosos banquetes, los estallidos de las botellas de champagne al ser descorchadas, las estridencias de las charangas, el redoblar de tambores, el isócrono golpear de las
marchas de las paradas militares, el apagado eco de las descargas del Quebracho, del tiro de Ortiz y de las aclamaciones de la Conciliación. Luego creemos percibir el rumor del trabajo: jadear de máquinas, usinas y talleres. A ello se une el sonido de las monedas de oro al caer de las talegas sobre los mostradores de los bancos, los nerviosos gritos de las pujas en la corbeille de la antigua Bolsa de la calle Zabala, el crujir de las faldas de seda al deslizarse sobre las mullidas alfombras o ascender las escaleras de mármol, el rumor de los carruajes arrastrados por piafadoras yuntas de caballos rusos. Nos parece que vemos también los reflejos de las encendidas lámparas de caireles, los destellos de las piedras preciosas engarzadas en fabulosas joyas, las fugitivas siluetas de grandes señores, de gabán y chistera, y de lujosas damas ataviadas a la manera de las fotografías antiguas. Con ello nos llegan ecos de la voz de la Patti y de Massini, de Stagno y la Pantaleón, murmullos de saraos y de fiestas, cosas atisbadas desde un palco del viejo San Felipe, desde una tertulia Cibils, desde el parterre del antiguo Politeama, desde el puente de los suspiros del Club Uruguay. Recordamos, como se recuerdan las viñetas de un viejo libro que hojeamos en la infancia, o como páginas de una novela leída hace mucho tiempo, la mitad realidad, mitad ficción, a don Aurelio Berro construyendo su gótico alcázar del camino Agraciada, a don Mateo Victorica renovado en su quinta del Paso Molino las esplendideces del banquero Salamanca, a don Pedro Piñeyrúa congregando en la suya las más sonadas libreas y trenes de la época, a don Carlos de Castro haciendo de su mansión señorial del Miguelete un pequeño Versalles, a don Pedro Fariní remedando en la suya las fantasías de Buschental. Ya no existía la antigua Confitería Oriental; pero se había abierto la Rotisserie Charpentier; habían terminado las noches del Alcázar Lírico y los bailes del Club Libertad; pero se asistía a los conciertos de La Lira y se oía a Teófilo Díaz y a Nicolás Granada decir frases ingeniosas en los bailes de máscaras del Club Uruguay; había muerto Juan Carlos Gómez; pero los jóvenes se consolaban contemplando la romántica figura de Juan Carlos Blanco; había desaparecido “La Tribuna” de Cándido Bustamante y “El Ferrocarril” de Rosete; pero quedaba “El Siglo” con don Miguel Alvarez aunque sin los Ramírez; ya se había ido el Barón de Maúa con sus empresas y su Banco; pero Emilio Reus había fundado el suyo y había hecho perder la cabeza a Montevideo; el Gobierno del doctor Ellauri era ya solamente un hecho del pasado; pero un General, al ascender a la Presidencia de la República, confesaba que le pesaban las charreteras y nuevamente se preparaba un gobierno civilista; el asesinato del General Flores era ya un simple episodio histórico; pero las calles de Montevideo se volvían a teñir con la sangre de otro Presidente, y, sobre ella, se asentaba otra vez la dictadura.
Todos esos recuerdos y otros parecían haberse refugiado en la casa de la calle Canelones. Allí estaban los libros, los papeles, los objetos familiares de quien había desafiado a los gobiernos de Latorre y de Santos con la palabra, con la pluma y con la acción personal; allí estaba la mesa de trabajo que era su cátedra cotidiana; allí estaban las carpetas que contenían los proyectos del hombre de Estado, del financista, del Ministro y del Presidente que creyó lograr para su país días de deslumbrante prosperidad; allí estaban los suntuosos muebles, las magníficas obras de arte, las cosas que fueron testigos de sus sueños optimistas, de sus prodigalidades sin tasa, de su rasgos de gran señor, de su desvaríos románticos, de su mentida opulencia.
El tifón económico y financiero procedente de la “época de Reus” conmovió hasta sus cimientos la casa de la calle Canelones. Nadie sufrió más que su dueño las consecuencias del desastre. El también había participado en el engañoso miraje en momentos en que se preparaba a asumir la dirección del gobierno. Jamás se vio locura igual. El desastre fue súbito como el encantamiento. El pánico que se apoderó de Montevideo el día en que el Banco Nacional cerró sus puertas es sólo comparable al
terror del black Friday de 1866 en Londres. En breves días se derrumbó la fantástica riqueza creada por la especulación y el desorden; en horas los valores ficticios se esfumaron sin dejar más huella de su existencia que los papeles impresos y los fabulosos quebrantos de las liquidaciones. La Bolsa fue un campo de batalla donde cayeron uno a uno todos los combatientes. Cuando terminó la lucha pudo apreciarse la magnitud del desastre: bancos y compañías quebradas, fortunas destruídas, industrias aniquiladas, empresas desvanecidas, ruidosas bancarrotas, escombros y ruinas por todas partes, y, como despojos del terrible naufragio, aquí y allá, barrios surgidos de la nada, edificios monumentales a medio construir, rutilantes palacios, trenes y atalajes, joyas y objetos de arte, entregado todo a la ignominia de la usura y la almoneda.
El desenlace del drama se produjo fulminantemente y sin remedio en momentos en que, ungido Presidente de la República; iniciaba su obra de gobierno y soñaba con la realización de un vasto programa de resurgimiento y transformación nacional. No pudo ser. Casi todo se perdió en el turbio remolino de las liquidaciones de la riqueza pública y privada. Lo que debió ser época de grandeza y progreso se transformó en días de estrechez y zozobra. Hasta la Naturaleza se volvió en su contra. Pestes y sequía asolaron los campos y afectaron también la riqueza pública y privada. El país hizo responsable de todas sus desventuras al Presidente. El brillo literario que éste dio a su labor de gobernante, y el fausto externo de que rodeó su vida fueron, apenas, especie de alibi, sumersión en el agua de Leteo, piadoso engaño a sí mismo y a los demás, casi confesión de impotencia para realizar la obra promtida.
La casa de la calle Canelones sobrevivió, como uno de esos barcos náufragos que quedan, sobre el arrecife, a merced de las olas y de los filibusteros. Su dueño tuvo que partir hacia el destierro y sobre ella se cebó la adversidad. Muebles, cortinados, alfombras, tapices, cuadros, bronces, todo lo que tenía un valor venal fue cayendo en sucesivas subastas. Hasta las arañas de luz fueron desprendidas de artesonados y plafones . En eso paró tanta gloria, tanto brillo, tanta opulencia, tanta aventura, tanto romanticismo, tanta engañosa ilusión y tanta dolorosa realidad.
Cuando muchos años después el proscripto regresó del destirerro, debió sentirse extraño en la casa inhospitalaria. Se refugió, espartanamente, en el fondo de la planta baja, en una estrecha habitación donde reunió los últimos muebles que le quedaban. Alguna vez, recorriendo con él, al morir la tarde, las salas vacías y oscuras, a través de cuyas puertas veíase arder, en el último aposento, la pequeña lámpara de petróleo que velaba las vigilias del prócer, le oí terminar la amarga reflexión que le inspiraba la soledad de su retiro con este alejandrino:
La solitude est douce â qui les mechants.
Si no dulce, al menos la soledad fue amiga para aquel hombre que supo darle pródigo hospedaje en su desierta mansión. ¿Qué importaban las paredes desnudas, los salones vacíos, los patios solitarios, la oscuridad que penetraba en ellos cuando caía la noche? Si la melancolía le atenaceaba el alma, su ingenio, en la intimidad de los últimos amigos fieles, seguía moviendo imágenes, evocando anécdotas y recuerdos y haciendo, con frase ligera e incisiva, la filosofía de la época en que le tocó vivir.
Cuando llegó el momento de abandonar la casa de la calle Canelones, en procura de más modesto refugio, se fue silenciosamente, después de recorrer toda la casa, como si buscara, en la soledad de las vastas salas, los fantasmas de su antigua grandeza para darles el adiós.
Así penetró en el crepúsculo de su vida Julio Herrera y Obes."

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