E. J. Hobsbawm
Guardarrama. Madrid, 1974
Capítulo III
La Revolución Francesa
Un inglés que no esté lleno de estima y admiración por la sublime manera en que una de las más IMPORTANTES REVOLUCIONES que el mundo ha conocido se está ahora efectuando, debe de estar muerto para todo sentimiento de virtud y libertad; ninguno de mis compatriotas que haya tenido la buena fortuna de presenciar las transacciones de los últimos tres días en esta ciudad, testificará que mi lenguaje es hiperbólico.
Del “Morning Post” (21 de julio de 1789, sobre la toma de la Bastilla).
Pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora.
Los reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos.
(SAINT-JUST: Discurso sobre la Constitución de Francia, pronunciado en la Convención el 24 de abril de 1793.)
Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las nacionalidades nacientes. Entre 1789 y 1917, las políticas europeas (y las de todo el mundo) lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modelo de organización científica y técnica y el sistema métrico decimal a muchísimos países. La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución francesa(1).
Como hemos visto, el siglo XVIII fue una época de crisis para los viejos regímenes europeos y para sus sistemas económicos, y sus últimas décadas estuvieron llenas de agitaciones políticas que a veces alcanzaron categoría de revueltas, de movimientos coloniales autonomistas e incluso secesionistas: no sólo en los Estados Unidos (1776-1783), sino también en Irlanda (1782-1784), en Bélgica y Lieja (1787-1790), en Holanda (1783-1787), en Ginebra, e incluso —se ha discutido— en Inglaterra (1779). Tan notable es este conjunto de desasosiego político que algunos historiadores recientes han hablado de una “era de revoluciones democráticas” de las que la francesa fue solamente una, aunque la más dramática y de mayor alcance.(2)
Desde luego, como la crisis del antiguo régimen no fue un fenómeno puramente francés, dichas observaciones no carecen de fundamento. Incluso se puede decir que la Revolución rusa de 1917 (que ocupa una posición de importancia similar en nuestro siglo) fue simplemente el más dramático de toda una serie de movimientos análogos, como los que —algunos años antes— acabaron derribando a los viejos Imperios chino y turco. Sin embargo, hay aquí un equívoco. La Revolución francesa puede no haber sido un fenómeno aislado, pero fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más profundas. En primer lugar, sucedió en el más poderoso y populoso Estado europeo (excepto Rusia). En 1789, casi de cada cinco europeos, uno era francés. En segundo lugar de todas las revoluciones que la precedieron y la siguieron fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento. No es casual que los revolucionarios norteamericanos y los “jacobinos” británicos que emigraron a Francia por sus simpatías políticas, se consideraran moderados en Francia. Tom Paine, que era un extremista en Inglaterra y Norteamérica, figuró en París entre los más moderados de los girondinos. Los resultados de las revoluciones americanas fueron, hablando en términos generales, que los países quedaran poco más o menos como antes, aunque liberados del dominio político de los ingleses, los españoles o los portugueses. En cambio, el resultado de la Revolución francesa fue que la época de Balzac sustituyera a la de Madame Dubarry.
En tercer lugar, de todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus ideas lo lograron. La revolución norteamericana sigue siendo un acontecimiento crucial en la historia de los Estados Unidos, pero (salvo en los países directamente envueltos en ella y por ella) no dejó huellas importantes en ninguna parte. La Revolución francesa, en cambio, es un hito en todas partes. Sus repercusiones, mucho más que las de la revolución norteamericana, ocasionaron los levantamientos que llevarían a la liberación de los países iberoamericanos después de 1808. Su influencia directa irradió hasta Bengala, en donde Ram Mohan Roy se inspiró en ella para fundar el primer movimiento reformista hindú, precursor del moderno nacionalismo indio. (Cuando Ram Mohan Roy visitó Inglaterra en 1830, insistió en viajar en un barco francés para demostrar su entusiasmo por los principios de la Revolución francesa.) Fue, como se ha dicho con razón, “el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo del Islam”(3), y esto casi inmediatamente. A mediados del siglo XIX la palabra turca “vatan”, que antes significaba sólo el lugar de nacimiento o residencia de un hombre, se había transformado bajo la influencia de la Revolución francesa en algo así como “patria”; el vocablo “libertad”, que antes de 1800 no era más que un término legal denotando lo contrario que “esclavitud”, también había empezado a adquirir un nuevo contenido político. La influencia indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (interpretadas conforme al gusto de cada país o cada caudillo) fueron incorporadas en el moderno socialismo y comunismo(4).
Así, pues, la Revolución francesa está considerada como la revolución de su época, y no sólo una, aunque la más prominente, de su clase. Y sus orígenes deben buscarse por ello no simplemente en las condiciones generales de Europa, sino en la específica situación de Francia. Su peculiaridad se explica mejor en términos internacionales. Durante el siglo XVIII Francia fue el mayor rival económico internacional de Inglaterra. Su comercio exterior, que se cuadruplicó entre 1720 y 1780, causaba preocupación en la Gran Bretaña; su sistema colonial era en ciertas áreas (tales como las Indias Occidentales) más dinámico que el británico. A pesar de lo cual, Francia no era una potencia como Inglaterra, cuya política exterior ya estaba determinada sustancialmente por los intereses de la expansión capitalista. Francia era la más poderosa y en muchos aspectos la más característica de las viejas monarquías absolutas y aristocráticas de Europa. En otros términos: el conflicto entre la armazón oficial y los inconmovibles intereses del antiguo régimen y la subida de las nuevas fuerzas sociales era más agudo en Francia que en cualquier otro sitio.
Las nuevas fuerzas sabían con exactitud lo que querían. Turgot, el economista fisiócrata, preconizaba una eficaz explotación de la tierra, la libertad de empresa y de comercio, una normal y eficiente administración de un territorio nacional único y homogéneo, la abolición de todas las restricciones y desigualdades sociales que entorpecían el desenvolvimiento de los recursos nacionales y una equitativa y racional administración y tributación. Sin embargo, su intento de aplicar tal programa como primer ministro de Luis XVI en 1774-1776 fracasó lamentablemente, y ese fracaso es característico. Reformas de este género, en pequeñas dosis, no eran incompatibles con las monarquías absolutas ni mal recibidas por ellas. Antes al contrario, puesto que fortalecían su poder, estaban, como hemos visto, muy difundidas en aquella época entre los llamados “déspotas ilustrados”. Pero en la mayor parte de los países en que imperaba el “despotismo ilustrado”, tales reformas eran, o inaplicables, y por eso resultaban meros escarceos teóricos, o incapaces de cambiar el carácter general de su estructura política y social, o fracasaban frente a la resistencia de las aristocracias locales y otros intereses intocables, dejando al país recaer en una nueva versión de su primitivo estado. En Francia fracasaban más rápidamente que en otros países, porque la resistencia de los intereses tradicionales era más efectiva. Pero los resultados de ese fracaso fueron más catastróficos para la monarquía; y las fuerzas de cambio burguesas eran demasiado fuertes para caer en la inactividad, por lo que se limitaron a transferir sus esperanzas de una monarquía ilustrada al pueblo o a “la nación”.
Sin embargo, semejante generalización no debe alejarnos del entendimiento de por qué la revolución estalló cuando lo hizo y por qué tomó el rumbo que tomó. Para esto es más conveniente considerar la llamada “reacción feudal”, que realmente proporcionó la mecha que inflamaría el barril de pólvora de Francia.
Las cuatrocientas mil personas que, sobre poco más o menos, formaban entre los veintitrés millones de franceses la nobleza —el indiscutible “primer orden” de la nación, aunque no tan absolutamente salvaguardado contra la intrusión de los órdenes inferiores como en Prusia y otros países— estaban bastante seguras. Gozaban de considerables privilegios, incluida la exención de varios impuestos (aunque no de tantos como estaba exento el bien organizado clero) y el derecho a cobrar tributos feudales. Políticamente, su situación era menos brillante. La monarquía absoluta, aunque completamente aristocrática e incluso feudal en sus “ethos”, había privado a los nobles de toda independencia y responsabilidad política, cercenando todo lo posible sus viejas instituciones representativas —estados y parlamentos—. El hecho continuó al situar entre la alta aristocracia y entre la más reciente “noblesse de robe” creada por los reyes con distintos designios, generalmente financieros y administrativos, a una ennoblecida clase media gubernamental que manifestaba en lo posible el doble descontento de aristócratas y burgueses a través de los tribunales y estados que aún subsistían. Económicamente, las inquietudes de los nobles no eran injustificadas. Guerreros más que trabajadores por nacimiento y tradición —los nobles estaban excluídos oficialmente del ejercicio del comercio o cualquier profesión—, dependían de las rentas de sus propiedades o, si pertenecían a la minoría cortesana, de matrimonios de conveniencia, pensiones regias, donaciones y sinecuras. Pero como los gastos inherentes a la condición nobiliaria —siempre cuantiosos— iban en aumento, los ingresos, mal administrados por lo general, resultaban insuficientes. La inflación tendía a reducir el valor de los ingresos fijos, tales como las rentas.
Por todo ello era natural que los nobles utilizaran su caudal principal, los reconocidos privilegios de clase. Durante el siglo XVIII, tanto en Francia como en otros muchos países, se aferraban tenazmente a los puestos oficiales que la monarquía absoluta hubiera preferido encomendar a los hombres de la clase media, competentes técnicamente y políticamente inocuos. Hacia 1780 se requerían cuatro cuarteles de nobleza para conseguir un puesto en el ejército; todos los obispos eran nobles e incluso la clave de la administración real, las intendencias, estaban acaparadas por la nobleza. Como consecuencia, la nobleza no sólo irritaba los sentimientos de la clase media al competir con éxito en la provisión de puestos oficiales, sino que socavaba los cimientos del Estado con su creciente inclinación a apoderarse de la administración central y provincial. Asimismo —sobre todo los señores más pobres de provincias con pocos recursos— intentaban contrarrestar la merma de sus rentas exprimiendo hasta el límite sus considerables derechos feudales para obtener dinero, o, con menos frecuencia, servicios de los campesinos. Una nueva profesión —la de “feudista”— surgió para hacer revivir anticuados derechos de esta clase o para aumentar hasta el máximo los productos de los existentes. Su más famoso miembro, Gracchus Babeuf, se convertiría en el caudillo de la primera revuelta comunista de la historia moderna en 1796. Con esta actitud, la nobleza no sólo irritaba a la clase media, sino también al campesinado.
La posición de esta vasta clase, que comprendía aproximadamente el ochenta por ciento de los franceses, distaba mucho de ser brillante, aunque sus componentes eran libres en general y a menudo terratenientes. En realidad, las propiedades de la nobleza ocupaban sólo una quinta parte de la tierra, y las del clero quizá otro seis por ciento, con variaciones en las diferentes regiones(5). Así, en la diócesis de Montpellier, los campesinos poseían del 38 al 40 por 100 de la tierra, la burguesía del 18 al 19, los nobles del 15 al 16, el clero del 3 al 4, mientras una quinta parte era de propiedad comunal(6). Sin embargo, de hecho, la mayor parte eran gentes pobres o con recursos insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso técnico reinante. La miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Los tributos feudales, los diezmos y gabelas suponían unas cargas pesadas y crecientes para los ingresos de los campesinos. La inflación reducía el valor del remanente. Sólo una minoría de campesinos que disponía de un excedente constante para vender se beneficiaba de los precios cada vez más elevados; los demás, de una manera u otra, los sufrían, de manera especial en las épocas de malas cosechas, en las que el hambre fijaba los precios. No hay duda de que en los veinte años anteriores a la revolución la situación de los campesinos empeoró por estas razones.
Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La estructura administrativa y fiscal del reino estaba muy anticuada y, como hemos visto, el intento de remediarlo mediante las reformas de 1774-1776 fracasó, derrotado por la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlamentos. Entonces, Francia se vio envuelta en la guerra de la independencia americana. La victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final, por lo que la revolución americana puede considerarse la causa directa de la francesa. Varios procedimientos se ensayaron sin éxito, pero sin intentar una reforma fundamental que, movilizando la verdadera y considerable capacidad tributaria del país, contuviera una situación en la que los gastos superaban a los ingresos al menos en un 20 por 100, haciendo imposible cualquier economía efectiva. Aunque muchas veces se ha echado la culpa de la crisis a las extravagancias de Versalles, hay que decir que los gastos de la Corte sólo suponían el 6 por 100 del presupuesto total en 1788. La guerra, la escuadra y la diplomacia consumían un 25 por 100 y la deuda existente un 50 por 100. Guerra y deuda —la guerra americana y su deuda— rompieron el espinazo de la monarquía.
La crisis gubernamental brindó una oportunidad a la aristocracia y a los parlamentos. Pero una y otros se negaron a pagar sin la contrapartida de un aumento de sus privilegios. La primera brecha en el frente del absolutismo fue abierta por una selecta pero rebelde “Asamblea de Notables”, convocada en 1787 para asentir a las peticiones del gobierno. La segunda, y decisiva, fue la desesperada decisión de convocar los Estados Generales —la vieja Asamblea feudal del reino, enterrada desde 1614—. Así, pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los mandos del Estado. Este intento fracasó por dos razones: por subestimar las intenciones independientes del “tercer estado” —la ficticia entidad concebida para representar a todos los que no eran ni nobles ni clérigos, pero dominada de hecho por la clase media— y por desconocer la profunda crisis económica y social que impelía a sus peticiones políticas.
La Revolución francesa no fue hecha o dirigida por un partido o movimiento en el sentido moderno, ni por unos hombres que trataran de llevar a la práctica un programa sistemático. Incluso sería difícil encontrar en ella líderes de la clase a que nos han acostumbrado las revoluciones del siglo XX, hasta la figura posrevolucionaria de Napoleón. No obstante, un sorprendente consenso de ideas entre un grupo social coherente dio unidad efectiva al movimiento revolucionario. Este grupo era la “burguesía”; sus ideas eran las del liberalismo clásico formulado por los “filósofos” y los “economistas” y propagado por la francmasonería y otras asociaciones. En este sentido, “los filósofos” pueden ser considerados con justicia los responsables de la revolución. Esta también hubiera estallado sin ellos; pero probablemente fueron ellos los que establecieron la diferencia entre una simple quiebra de un viejo régimen y la efectiva y rápida sustitución por otro nuevo.
En su forma más general, la ideología de 1789 era la masónica, expresada con tan inocente sublimidad en La flauta mágica, de Mozart (1791), una de las primeras entre las grandes obras de arte propagandísticas de una época cuyas más altas realizaciones artísticas pertenecen a menudo a la propaganda. De modo más específico, las peticiones del burgués de 1789 están contenidas en la famosa Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y los privilegios de los nobles, pero no en favor de una sociedad democrática o igualitaria. “Los hombres nacen y viven libres e iguales bajo las leyes”, dice su artículo primero; pero luego se acepta la existencia de distinciones sociales “aunque sólo por razón de la utilidad común”. La propiedad privada era un derecho natural sagrado, inalienable e inviolable. Los hombres eran iguales ante la ley y todas las carreras estaban abiertas por igual al talento, pero si la salida empezaba para todos sin “handicap”, se daba por supuesto que los corredores no terminarían juntos. La declaración establecía (frente a la jerarquía nobiliaria y el absolutismo) que “todos los ciudadanos tienen derecho a cooperar en la formación de la ley”, pero “o personalmente o a través de sus representantes”. Ni la Asamblea representativa, que se preconiza como órgano fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una Asamblea elegida en forma democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por fuerza a los reyes. Una monarquía constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresaran a través de una Asamblea representativa, era más adecuada para la mayor parte de los burgueses liberales que la república democrática, que pudiera haber parecido una expresión más lógica de sus aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos que no vacilaron en preconizar esta última. Pero, en conjunto, el clásico liberal burgués de 1789 (y el liberal de 1789-1848) no era un demócrata, sino un creyente en el constitucionalismo, en un Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por contribuyentes y propietarios.
Sin embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría sólo sus intereses de clase, sino la voluntad general “del pueblo”, al que se identificaba de manera significativa con “la nación francesa”. En adelante, el rey ya no sería Luis, por la Gracia de Dios, Rey de Francia y de Navarra, sino Luis, por la Gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado, Rey de los Franceses. “La fuente de toda soberanía —dice la Declaración— reside esencialmente en la nación.” Y la nación, según el abate Sieyès, no reconoce en la tierra un interés sobre el suyo y no acepta más ley o autoridad que la suya, ni las de la humanidad en general ni las de otras naciones. Sin duda la nación francesa (y sus subsiguientes imitadoras) no concebían en un principio que sus intereses chocaran con los de los otros pueblos, sino que, al contrario se veían como inaugurando —participando en él— un movimiento de liberación general de los pueblos del poder de las tiranías. Pero, de hecho, la rivalidad nacional (por ejemplo, la de los negociantes franceses con los negociantes ingleses) y la subordinación nacional (por ejemplo, la de las naciones conquistadas o liberadas a los intereses de la grande nation), se hallaban implícitas en el nacionalismo al que el burgués de 1789 dio su primera expresión oficial. “El pueblo”, identificado con “la nación” era un concepto revolucionario; más revolucionario de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar. Por lo cual era un arma de dos filos.
Aunque los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, políticamente modestos e inmaduros y el procedimiento de elección indirecto, 610 hombres, la mayor parte de ellos de aquella clase, fueron elegidos para representar al tercer estado. Muchos eran abogados que desempeñaban un importante papel económico en la Francia provinciana. Cerca de un centenar eran capitalistas y negociantes. La clase media había luchado ásperamente y con éxito para conseguir una representación tan amplia como las de la nobleza y el clero juntas, ambición muy moderada para un grupo que representaba oficialmente al 95 por 100 de la población. Ahora luchaban con igual energía por el derecho a explotar su mayoría potencial de votos para convertir los Estados Generales en una Asamblea de diputados individuales que votaran como tales, en vez del tradicional cuerpo feudal que deliberaba y votaba “por órdenes”, situación en la cual la nobleza y el clero siempre podían superar en votos al tercer estado. Con este motivo se produjo el primer choque directo revolucionario. Unas seis semanas después de la apertura de los Estados Generales, los comunes, impacientes por adelantarse a cualquier acción del rey, de los nobles y el clero, constituyeron (con todos cuantos quisieron unírseles) una Asamblea Nacional con derecho a reformar la Constitución. Una maniobra contrarrevolucionaria los llevó a formular sus reivindicaciones en términos de la Cámara de los Comunes británica. El absolutismo terminó cuando Mirabeau, brillante y desacreditado ex noble, dijo al rey: “Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho a hablar en ella”.(7)
El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el campesinado revolucionario. Pero lo que transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. La última década había sido, por una compleja serie de razones, una época de graves dificultades para casi todas las ramas de la economía francesa. Una mala cosecha en 1788 (y en 1789) y un dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las malas cosechas afectan a los campesinos, pues significan que los grandes productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo a julio). Como es natural, afectan también a las clases pobres urbanas, para quienes el coste de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial. Los pobres rurales estaban desesperados y desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en que el coste de la vida se elevaba. En circunstancias normales esta situación no hubiera pasado de provocar algunos tumultos. Pero en 1788 y en 1789, una mayor convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la desesperación del pueblo una perspectiva política al introducir en sus mentes la tremenda y sísmica idea de liberarse de la opresión y de la tiranía de los ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer estado.
La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de confianza. (Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio, casado con una mujer menos frívola e irresponsable, y menos dispuesto siempre a escuchar a los más torpes consejeros.) De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.
Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa, una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades de burgueses armados —“guardias nacionales”— según el modelo de París. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual insensatez, y algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.
En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa —y de las subsiguientes de otros países— ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez veremos a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. Veremos a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia—movilización de masas—giro a la izquierda—ruptura entre los moderados—giro a la derecha—, hasta que el grueso de la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que (sobre todo en Alemania) esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la “revolución radical”.
¿Por qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora —e incluso éste es un nombre inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales— no representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués (si exceptuamos pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las masas) eran los , un movimiento informe y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban organizados, sobre todo en las de París y en los clubs políticos locales, y proporcionaban. la principal fuerza de choque de la revolución —los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas—. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa de , que existen entre los polos de la y del , quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy pobres. Podemos observar esa misma tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo), en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros y radicales-socialistas), en Italia (mazzinianos y garibaldinos), y en otros países. En su mayor parte tendían a fijarse, en las horas posrevolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra , a la economía monárquica» o a la cruz de oro que crucifica a la humanidad». Pero el no presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794— fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II.
II
Entre 1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que entonces se había convertido en Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La mayoría de las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como también sus resulta dos internacionales más sorprendentes, la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización y venta de las tierras de la Iglesia (así como las de la nobleza emigrada), que tuvo la triple ven taja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los empresarios provinciales y aldeanos y proporcionar a muchos campesinos una recompensa por su actividad revolucionaria. La Constitución de 1791 ,evitaba los excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional fundada sobre una franquicia de propiedad para los . Los pasivos, se esperaba que vivieran en conformidad con su nombre.
Pero no sucedió así. Por un lado la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por una pode rosa facción burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo régimen. La Corte soñaba —e intrigaba para conseguirla— con una cruzada de los regios parientes para expulsar a la chusma de gobernantes comuneros y restaurar al ungido de Dios, al cristianísimo rey de Francia, en su puesto legítimo. La Constitución Civil del clero (1790), un mal interpretado intento de destruir, no a la Iglesia, sino su sumisión al absolutismo romano, llevó a la oposición a la mayor parte del clero y de los fieles y contribuyó a impulsar al rey a la desesperada y —como más tarde se vería— suicida tentativa de huir del país. Fue detenido en Varennes en junio de 1791, y en adelante el republicanismo se hizo una fuerza masiva, pues los reyes tradicionales que abandonan a sus pueblos pierden el derecho a la lealtad de los súbditos. Por otro lado, la incontrolada economía de libre empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones en el nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la combatividad de los ciudadanos pobres, especial mente en París. El precio del pan registraba la temperatura política de París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienses eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la nueva bandera francesa tricolor combinaba el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul, colores de París.
El estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias, al dar origen a la segunda revolución de 1792 —la República jacobina del año II— y más tarde al advenimiento de Napoleón Bona parte. En otras palabras, convirtió la historia de la Revolución francesa en la historia de Europa.
Dos fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey, la nobleza francesa y la creciente emigración aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania Occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el viejo régimen(8). Tal intervención no era demasiado fácil de organizar, dada la complejidad de la situación internacional y la relativa tranquilidad política de los otros países. No obstante, era cada ves más evidente para los nobles y los gobernantes de - de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era simplemente un acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la expansión de las espantosas ideas propagadas desde Francia. Como consecuencia de todo ello, las fuerzas para la reconquista de Francia se iban reuniendo en el extranjero.
Al mismo tiempo los propios liberales moderados, y de modo especial el grupo de políticos agrupado en torno a los diputados del departamento mercantil de la Gironda, eran una fuerza belicosa. Esto se debía en parte a que cada revolución genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos simpatizantes en el extranjero, la liberación de Francia era el primer paso del triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la convicción de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que gemían bajo la opresión y la tiranía. Entre los revolucionarios, moderados o extremistas, había una exaltada y generosa pasión por expandir la libertad, así como una verdadera incapacidad para separar la causa de la nación francesa de la de toda la humanidad esclavizada. Tanto la francesa como las otras revoluciones tuvieron que aceptar este punto de vista o adaptarlo, por lo menos hasta 1848. Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un alzamiento conjunto de los pueblos bajo la dirección de Francia para derribar a la reacción. Y desde 1830 otros movimientos de rebelión nacionalista o liberal, como los de Italia y Polonia, tendían a ver convertidas en cierto sentido a sus naciones en mesías destinados por su libertad a iniciar la de los demás pueblos oprimidos.
Por otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudarla a resolver numerosos problemas domésticos. Era tan tentador como evidente achacar las dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos extranjeros y encauzar contra ellos el descontento popular. Más específicamente, los hombres de negocios afirmaban que las inciertas perspectivas económicas, la devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si desaparecía la amenaza de la intervención. Ellos y los ideólogos se daban cuenta, al reflexionar sobre la situación de In glaterra, de que la supremacía económica era la consecuencia de una sistemática agresividad. (El siglo XVIII no se caracterizó porque los negociantes triunfadores fueran precisamente pacifistas.) Además, como pronto se iba a demostrar, podía hacerse la guerra para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea Legislativa (con la excepción de una pequeña ala derecha y otra pequeña ala izquierda dirigida por Robespierre) preconizaba la guerra. Y también por todas estas razones, el día que estallara, las conquistas de la revolución iban a combinar las ideas de libe ración con las de explotación y juego político.
La guerra se declaró en abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin razón, a sabotaje real y a traición, trajo la radicalización. En agosto y septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e indivisible y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución del año I del calendario revolucionario por la acción de las masas de de París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza de los presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional —probablemente la asamblea más extraordinaria en la historia del parlamentarismo— y el llama- miento para oponer una resistencia total a los invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un duelo de artillería poco dramático en Valmy.
Las guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la nueva Convención era el de los girondinos, belicosos en el exterior y moderados en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que representaba a los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada intelectualidad. Su política era absolutamente imposible. Pues solamente los Estados que emprendieran campañas limitadas con sólidas fuerzas regulares podían esperar mantener la guerra y los asuntos internos en compartimientos estancos, como las damas y los caballeros de las novelas de Jane Austen hacían entonces en Inglaterra. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni contaba con unas fuerzas regulares, por lo que su guerra oscilaba entre la victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la contrarrevolución. Y su ejército —lo que quedaba del antiguo ejército francés— era tan ineficaz como inseguro. Dumouriez, el principal general de la República, no tardaría en pasarse al enemigo. Así, pues, sólo unos métodos revolucionarios sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la victoria significara nada más que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos métodos. En el curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de una nación mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una economía de guerra rígida mente controlada y la abolición virtual, dentro y fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las consecuencias aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro tiempo. Puesto que la guerra revolucionaria de 1792-1794 constituyó un episodio excepcional, la mayor parte de los observadores del siglo XIX no repararon en ella más que para señalar (e incluso esto se olvidó en los últimos años de prosperidad de la época victoriana) que las guerras conducen a ]as revoluciones, y que, por otra parte, las revoluciones ganan guerras inganables. Sólo hoy podemos ver cómo la República jacobina y el de 1793-1794, tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente se ha llamado el esfuerzo de guerra total.
Los recibieron con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban que únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la intervención extranjera, sino también porque sus métodos movilizaban al pueblo y facilitaban la justicia social. (Pasaban por alto el hecho de que ningún esfuerzo efectivo de guerra moderna es compatible con la descentralización democrática a que aspiraban.) Por otra parte, los girondinos temían las consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra que habían provocado. Ni estaban preparados para competir con la izquierda. No querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos (la ) por este símbolo de celo revolucionario; la Montaña ganaba prestigio y ellos no. Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general de liberación y en un desafío directo a Inglaterra, la gran rival económica, objetivo que consiguieron. En marzo de 1793? Francia estaba en guerra con la mayor parte de Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros, justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia a sus . Pero la expansión de la guerra, sobre todo cuando la guerra iba mal, sólo fortalecía las manos de la izquierda, única capaz de ganarla. A la retirada y aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por desencadenar virulentos ataques contra la izquierda que pronto se convirtieron en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los los desbordó el 2 de junio de 1793, instaurando la República jacobina.
III
Cuando los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos de 1789 y especialmente la República jacobina del año II los que acuden en seguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco mujeriego Danton, la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de Salud Pública, el Tribunal revolucionario y la guillotina son imágenes que aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los revolucionarios moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos de 1793 parecen haberse borrado de la memoria de todos, menos de los historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y quizá por las mujeres románticas pero políticamente insignificantes unidas a ellos: Madame Roland o Carlota Corday. Fuera del campo de los especialistas, ¿se conocen siquiera los nombres de Brissot, Vergniaud, Guadet, etc.? Los conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria, aunque en comparación con algunas marcas del siglo XX, e incluso algunas represiones conserva doras de movimientos de revolución social —como, por ejemplo, las matanzas subsiguientes a la Comuna de París en 1871—, su volumen de crímenes fuera relativamente modesto: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses.(9) Todos los revolucionarios, de manera especial en Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas subsiguientes. Por todo ello puede afirmarse que fue una época imposible de medir con el criterio humano de cada día.
Todo ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa que permaneció tras el Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano. En junio de 1793, sesenta de los ochenta departamentos de Francia estaban sublevados contra París; los ejércitos de los príncipes alemanes invadían Francia por el Norte y por el Este; los ingleses la atacaban por el Sur y por el Oeste; el país estaba desamparado y en quiebra. Catorce meses más tarde, toda Francia estaba firmemente gobernada, los invasores habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban Bélgica y estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos triunfos militares. Ya en marzo de 1794, un ejército tres veces mayor que antes funcionaba a la perfección y costaba la mitad que en marzo de 1794, y el valor del dinero francés (o más bien de los de papel, que casi lo habían sustituído del todo) se mantenía estabilizado, en marcado contraste con el pasado y el futuro. No es de extrañar que Jeanbon St. André, jacobino miembro del Comité de Salud Pública y más tarde, a pesar de su firme republicanismo, uno de los mejores prefectos de Napoleón, mirase con desprecio a la Francia imperial que se bamboleaba por las derrotas de 1812-1813. La República del año II había superado crisis peores con muchos menos recursos.(10)
Para tales hombres, como para la mayoría de la Convención Nacional, que en el fondo mantuvo el control durante aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media, o la destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional, y probablemente —¿no existía el ejemplo de Polonia?— la desaparición del país. Quizá para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido un régimen menos férreo y con seguridad una economía menos firmemente dirigida: la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional de 1797. Pero incluso desde el más estrecho punto de vista, las perspectivas de la clase media francesa dependían en gran parte de las de un Estado nacional unificado y fuertemente centralizado. Y en fin, ¿podía la revolución que había creado virtualmente los términos y en su sentido moderno, abandonar su idea de ?
La primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas contra la disidencia de los girondinos y los notables provincianos, y conservar el ya existente de los parisinos, algunas de cuyas peticiones a favor de un esfuerzo de guerra revolucionario —movilización general (la ), terror contra los y control general de precios (el ) coincidían con el sentido común jacobino, aunque sus otras demandas resultaran in oportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias vedes aplazada por los girondinos. En este noble pero académico documento se ofrecía al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento, y —lo más significativo de todo— la declaración oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían meramente asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución democrática promulgada por un Estado moderno. Concretamente, los jacobinos abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes, aumentaban las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras confiscadas de los emigrados y —algunos meses después abolieron la esclavitud en las colonias francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a luchar por la República contra los ingleses. Estas medidas tuvieron los más trascendentes resultados. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que reclamó la independencia de su país: Tous-saint-Louverture”.(11) En Francia establecieron la inexpugnable ciudadela de los pequeños y medios propietarios campesinos, artesanos y tenderos, retrógrada desde el punto de vista económico, pero apasionadamente devota de la revolución y la República, que desde entonces domina la vida del país. La transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas empresas, condición esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez de la urbanización, la expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e, incidentalmente, el ulterior avance de la revolución proletaria. Tanto los gran des negocios como el movimiento laboral se vieron condenados a permanecer en Francia como fenómenos minoritarios, como islas rodeadas por el mar de los tenderos de comestibles, los pequeños propietarios rurales y los propietarios de cafés (véase posteriormente, cap. IX).
El centro del nuevo gobierno, aun representando una alianza de los jacobinos y los , se inclinaba perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el efectivo de Francia. El Comité perdió a Danton hombre poderoso, disoluto y probablemente corrompido, pero de un inmenso talento revolucionario, mucho más moderado de lo que parecía (había sido ministro en la última administración real), y ganó a Maximiliano Robespierre, que llegó a ser su miembro más influyente. Pocos historiadores se han mostrado desapasionados respecto a aquel abogado fanático, de buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era neutral. No fue un individuo agradable, e incluso los que en nuestros días piensan que tenia razón prefieren el brillante rigor matemático del arquitecto de paraísos espartanos que fue el joven Saint-Just. No fue un gran hombre y a menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único —fuera de Napoleón— salido de la revolución a quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para la historia, la república jacobina no era un lema para ganar la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la virtud en el que todos los hombres fueran iguales ante los ojos de la nación y el pueblo el sancionador de los traidores. Juan Jacobo Rousseau y la cristalina convicción de su rectitud le daban su fortaleza. No tenía poderes dictatoriales, ni siquiera un cargo, siendo simple mente un miembro del Comité de Salud Pública, el cual era a su vez un subcomité —el más poderoso aunque no todopoderoso— de la Convención. Su poder era el del pueblo —las masas de París—; su terror, el de esas masas. Cuando ellas le abandonaron, se produjo su caída.
La tragedia de Robespierre y de la República jacobina fue la de tener que perder, forzosamente, ese apoyo. El régimen era una alianza entre la clase media y las masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las concesiones a los eran tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una fuerza decisiva. Además, las necesidades de la guerra obligaban al gobierno a la centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa democracia de club y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las elecciones libres que favorecían a los . El mismo proceso que durante la guerra civil de España de 1936-1939 fortaleció a los comunistas a expensas de los anarquistas, fue el que fortaleció a los jacobinos de cuño Saint-Just a costa de los de Hébert. En 1794 el gobierno y la política eran monolíticos y corrían guiados por agentes directos del Comité o la Convención —a través de delegados en misión— y un vasto cuerpo de funcionarios jacobinos en conjunción con organizaciones locales de partido. Por último, las exigencias económicas de la guerra les enajenaron el apoyo popular. En las ciudades, el racionamiento y la tasa de precios beneficiaba a las masas, pero la correspondiente congelación de salarios las perjudicaba. En el campo, la sistemática requisa de alimentos (que los urbanos habían sido los primeros en preconizar) les enajenaban a los campesinos.
Por eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad, especialmente después del proceso y ejecución de los hebertistas, las voces más autorizadas del . Al mismo tiempo muchos moderados se alarmaron por el ataque al ala derecha de la oposición, dirigida ahora por Danton. Esta facción había proporcionado cobijo a numerosos delicuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos corrompidos y enriquecidos, dispuestos como el propio Danton a formar esa minoría amoral, falstaffiana, viciosa y derrochadora que siempre surge en las revoluciones sociales hasta que las supera el duro puritanismo, que invariablemente llega a dominarlas. En la historia siempre los Danton han sido derrotados por los Rubespierre (o por los que intentan actuar como Robespierre), porque la rigidez puede triunfar en donde la picaresca fracasa. No obstante, si Robespierre ganó el apoyo de los moderados eliminando la corrupción —lo cual era servir a los intereses del esfuerzo de guerra—, sus posteriores restricciones de la libertad y la ganancia desconcertaron a los.hombres de negocios. Por último, no agradaban a muchas gentes ciertas excursiones ideológicas de aquel período, como las sistemáticas campañas de descristianización —debidas al celo de los — y la nueva religión cívica del Ser Supremo de Robespierre, con todas sus ceremonias, que intentaban neutralizar a los ateos imponiendo los preceptos del Juan Jacobo. Y el constante silbido de la guillotina recordando a todos los políticos que ninguno podía sentirse seguro de conservar su vida.
En abril de 1794, tanto los componentes del ala derecha como los del ala izquierda habían sido guillotinados y los robespierristas se encontraban políticamente aislados. Sólo la crisis bélica los mantenía en el poder. Cuando a finales de junio del mismo año los nuevos ejércitos de la República demostraron su firmeza derrotando decisivamente a los austríacos en Fleurus y ocupando Bélgica, el final se preveía. El nueve de Thermidor, según el calendario revolucionario (27 de julio de 1794), la Convención derribó a Robespierre. Al día siguiente, él, Saint-Just y Couthon fueron ejecutados. Pocos días más tarde cayeron las cabezas de ochenta y siete miembros de la revolucionaria Comuna de París.
IV
Thermidor supone el fin de la heroica y recordada fase de la revolución: la fase de los andrajosos y los correctos ciudadanos con gorro frigio que se consideraban nuevos Brutos y Catones, de lo grandilocuente, clásico y generoso, pero también de las mortales frases: , rcitos de los viejos regímenes europeos.
El problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa para la permanencia de lo que técnicamente se llama período revolucionario (1794-1799), era el de conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las bases del programa liberal original del 1789-1791. Este problema no se ha resuelto adecuadamente todavía, aunque desde 1810 se descubriera una fórmula viable para mucho tiempo en la república parlamentaria. La rápida sucesión de regímenes — Directorio (1795-1799), Consulado (1799-1804), Imperio (1804-1814), Monarquía borbónica restaurada (1815-1830), Monarquía constitucional (1830-1848), República (1848-1851) e Imperio (1852-1870)- no supuso más que el propósito de mantener una sociedad burguesa y evitar el doble peligro de la república democrática jacobina y del antiguo ré gimen.
La gran debilidad de los thermidorianos consistía en que no gozaban de un verdadero apoyo político, sino todo lo más de una tolerancia, y en verse acosados por una resucitada reacción aristocrática y por las masas jacobinas y de París que pronto lamentaron la caída de Robespierre En 1795 proyectaron una elaborada Constitución de tira y afloja para defenderse de ambos peligros. Periódicas inclinaciones a la derecha o a la izquierda los mantuvieron en un equilibrio precario, pcro teniendo cada vez más que acudir al ejército para contener las oposiciones. Era una situación curiosamente parecida a la de la Cuarta República, y su conclusión fue la misma: el gobierno de un general. Pero el Directorio dependía del ejército para mucho más que para la supresión de periódicas conjuras y levantamientos (varios de 1795, conspiración de Babeuf en 1796, Fructidor en 1797, Floreal en 1798, Pradial en 1799).(13) La inactividad era la única garantía de poder para un régimen débil e impopular, pero lo que la clase media necesitaba eran iniciativas y expansión. El problema, insoluble en apariencia, lo resolvió el ejército, que conquistaba y pagaba por sí, y, más aún, su botín y sus conquistas pagaban por el gobierno. ¿Puede sorprender que un día el más inteligente y hábil de los jefes del ejército, Napoleón Bonaparte, decidiera que ese ejército hiciera caso omiso de aquel endeble régimen civil?
Este ejército revolucionario fue el hijo más formidable de la República jacobina. De de ciudadanos revolucionarios, se convirtió muy pronto en una fuerza de combatientes profesionales, que abandonaron en masa cuantos no tenían afición o voluntad de seguir siendo soldados. Por eso conservó las caracteristicas de la revolución al mismo tiempo que adquirió a las de un verdadero ejército tradicional; típica mixtura bonapartista. La revolución consiguió una superioridad militar sin precedentes, que el soberbio talento militar de Napoleón explotaría. Pero siempre conservó algo de leva improvisada, en la que los reclutas apenas instruídos adquirían veteranía y moral a fuerza de fatigas, se desdeñaba la verdadera disciplina castrense, los soldados eran tratados como hombres y los ascensos por méritos (es decir, la distinción en la batalla) producian una simple jerarquía de valor. Todo esto y el arrogante sentido de cumplir una misión revolucionaria hizo al ejército francés independiente de los recursos de que dependen las fuerzas más ortodoxas. Nunca tuvo un efectivo sistema de intendencia, pues vivía fuera del país, y nunca se vio respaldado por una industria de armamento adecuada a sus necesidades nominales; pero ganaba sus batallas tan rápidamente que necesitaba pocas armas: en 1806, la gran máquina del ejército prusiano se desmoronó ante un ejército en el que un cuerpo disparó sólo 1.400 cañonazos. Los generales confiaban en el ilimitado valor ofensivo de sus hombres y en su gran capacidad de iniciativa. Naturalmente, también tenía la debilidad de sus orígenes. Aparte de Napoleón y de algunos pocos más, su generalato y su cuerpo de estado mayor era pobre, pues el general revolucionario o el mariscal napoleónico eran la mayor parte de las veces el tipo del sargento o el oficial ascendidos más por su valor personal y sus dotes de mando que por su inteligencia: el ejemplo más típico es el del heroico pero estúpido mariscal Ney. Napoleón ganaba las batallas, pero sus mariscales tendían a perderlas. Su esbozado sistema de intendencia, suficiente en los países ricos y propicios para el saqueo —Bélgica, el Norte de Italia y Alemania—en que se inició, se derrumbaría, como veremos, en los vastos territorios de Polonia y de Rusia. Su total carencia de servicios sanitarios multiplicaba las bajas: entre 1800 y 1815 Napoleón perdió el 40 por 100 de sus fuerzas (cerca de un tercio de esa cifra por deserción); pero entre el 90 y el 98 por 100 de esas pérdidas fueron hombres que no murieron en el campo de batalla, sino a consecuencia de heridas enfermedades, agotamiento y frío. En resumen. fue un ejército que conquistó a toda Europa en poco tiempo, no sólo porque pudo, sino también porque tuvo que hacerlo.
Por otra parte, el ejército fue una carrera como otra cualquiera de las muchas que la revolución burguesa había abierto al talento, y quienes consiguieron éxito en ella tenían un vivo interés en la estabilidad interna, como el resto de los burgueses. Esto fue lo que convirtió al ejército, a pesar de su jacobinismo inicial, en un pilar del gobierno pos thermidoriano, y a su jefe Bonaparte en el personaje indicado para concluir la revolución burguesa y empezar el régimen-burgués. El propio Napoleón Bonaparte, aunque de condición hidalga en su tierra natal de Córcega, fue uno de esos militares de carrera. Nacido en 1769, ambicioso, disconforme y revolucionario, comenzó lentamente su carrera en el arma de artillería, una de las pocas ramas del ejército real en la que era indispensable una competencia técnica. Durante la revolución, y especialmente bajo la dictadura jacobina, a la que sos tuvo con energía, fue reconocido por un comisario local en un frente crucial —siendo todavía un jóven corso que difícilmente podía tener muchas perspectivas— como un soldado de magníficas dotes y de gran porvenir. El año II, ascendió a general Sobrevivió a la caída de Robespierre, y su habilidad para cultivar útiles relaciones en París le ayudó a superar aquel difícil momento. Encontró su gran oportunidad en la campaña de Italia de 1796 que le convirtió sin discusión posible en el primer soldado de la República que actuaba virtualmente con independencia de las autoridades civiles. El poder recayó en parte en sus manos y en parte él mismo lo arrebató cuando las invasiones extranjeras de 1799 revelaron la debilidad del Directorio y la indispensable necesidad de su espada. En seguida fue nombrado primer cónsul, luego cónsul vitalicio; por último, emperador. Con su llegada, y como por milagro, los insolubles problemas del Directorio encontraron solución. Al cabo de pocos años Francia tenía un código civil, un concordato con la Iglesia y hasta un Banco Nacional, el más patente símbolo de la estabilidad burguesa. Y el mundo tenía su primer mito secular.
Los viejos lectores o los de los países anticuados reconocerán que el mito existió durante todo el siglo XIX, en el que ninguna sala de la clase media estaba completa si faltaba su busto y cualquier escritor afirmaba —aunque fuera en broma— que no había sido un hombre, sino un dios-sol. La extraordinaria fuerza expansiva de este mito no puede explicarse adecuadamente ni por las victorias napoleónicas, ni por la propaganda napoleónica, ni siquiera por el indiscutible genio de Napoleón. Como hombre era indudablemente brillantIsimo, versátil, inteligente e imaginativo, aunque el poder le hizo más bien desagradable. Como general no tuvo igual; como gobernante fue un proyectista de soberbia eficacia, enérgico y ejecutivo jefe de un círculo intelectual, capaz de comprender y supervisar cuanto hacían sus subordinados. Como hombre parece que irradiaba un halo de grandeza; pero la mayor parte de los que dan testimonio de esto —como Goethe— le vieron en la cúspide de su fama, cuando ya la atmósfera del mito le rodeaba. Sin género de dudas era un gran hombre, y -quizá con la excepción de Lenin— su retrato es el único que cualquier hombre medianamente culto reconoce con facilidad, incluso hoy, en la galería iconográfica de la historia, aunque sólo sea por la triple marca de su corta talla, el pelo peinado hacia delante sobre la frente y la mano derecha metida entre el chaleco entreabierto. Quizá sea inútil tratar de compararle con los candidatos a la grandeza de nuestro siglo XX.
El mito napoleónico se basó menos en los méritos de Napoleón que en los hechos, únicos entonces, de su carrera. Los grandes hombres conocidos que estremecieron al mundo en el pasado habían empezado siendo reyes, como Alejandro Magno, o patricios, como Julio César. Pero Napoleón fue el» petit caporal» que llegó a gobernar un continente por su propio talento personal. (Esto no es del todo cierto, pero su ascensión fue lo suficientemente meteórica y alta para hacer razonable la afirmación). Todo joven intelectual devorador de libros como el joven Bonaparte, autor de malos poemas y novelas y adorador de Rousseau, pudo desde entonces ver al cielo como su límite y los laureles rodeando su monograma. Todo hombre de negocios tuvo desde entonces un nombre para su ambición: ser —el clisé se utiliza todavía— un Napoleón de las finanzas o de la industria. Todos los hombres vulgares se conmovieron ante el fenómeno —único hasta entonces— de un hombre vulgar que llegó a ser más grande que los nacidos para llevar una corona. Napoleón dio un nombre propio a la ambición en el momento en que la doble revolución había abierto el mundo a los hombres ambiciosos. Y aún había más: Napoleón era el hombre civilizado del siglo XVIII, racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau para ser también el hombre romántico del siglo XIX. Era el hombre de la revolución y el hombre que traía la estabilidad. En una palabra, era la figura con la que cada hombre que rompe con la tradición se identifiearía en sus suenos.
Para los franceses fue, además, algo mucho más sencillo- el más afortunado gobernante de su larga hi.storia. Triunfó gloriosamente en el exterior, pero también en el interior estableció o reestableció el conjunto de las instituciones francesas tal y como existen hasta hoy en día. Claro que muchas —quizá todas— de sus ideas fueron anticipadas por la revolución y el Directorio, por lo que su contribución personal fue hacerlas más conservadoras, jerárquicas y autoritarias. Pero si sus predecesores las anticiparon, él las llevó a cabo.
Los grandes monumentos legales franceses, los códigos que sirvieron de modelo para todo el mundo burgués no anglosajón, fueron napoleónicos. La jerarquía de los funcionarios públicos —desde prefecto para abajo—, de los tribunales, las Universidades y las escuelas, también fue suya. Las grandes de la vida pública francesa —ejército, administración civil, enseñanza, justicia— conservan la forma que les dio Napoleón. Napoleón proporcionó estabilidad y prosperidad a todos, excepto al cuarto de millón de franceses que no volvieron de sus guerras, e incluso a sus parientes les proporcionó gloria. Sin duda los ingleses se consideraron combatientes de la libertad frente a la tiranía; pero en 1815 la mayor parte de ellos eran probablemente más pobres y estaban peor situados que en 1800, mientras la situación social y económica de la mayoría de los franceses era mucho mejor, pues nadie, salvo los todavía menospreciados jornaleros, había perdido los sustanciales beneficios económicos de la revolución. No puede sorprender, por tanto, la persistencia del bonapartismo como ideología de los franceses apoliticos, especialmente de los campesinos más ricos, después de la caída de Napoleón. Un segundo y más pequeño Napoleón sería el encargado de desvanecerlo entre 1851 y 1870.
Napoleón sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño de libertad, igualdad y fraternidad y de la majestuosa ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la opresión. Sin embargo, éste era un mito más poderoso aún que el napoleónico, ya que, después de la caída del emperador, sería ese mito, y no la memoria de aquél, el que inspiraría las revoluciones del siglo XIX, incluso en su propio país.
NOTAS
1 Esta diferencia entre las influencias francesa e inglesa no se puede llevar demasiado lejos. Ninguno de los centros de la doble revolución limitó su influencia a cualquier campo especial de la actividad humana y ambos fueron complementarios más que competidores. Sin embargo, aunque los dos coinciden más claramente —como en el socialismo que fue inventado y bautizado casi simultáneamente en los dos países—, convergen desde direcciones diferentes.
2 Véase R. R. Palmer: The Age of Democratic Revolution, 1959; J. Godechot: La grande nation, 1956, volumen I, cap. I.
3 B. Lewis: The Impact of the French Relvolution on Turkey, “Journal of World History”, I, 1953-1954, página 105.
4 Esto no es subestimar la influencia de la revolución norteamericana que, sin duda alguna, ayudó a estimular la francesa y, en un sentido estricto, proporcionó modelos constitucionales —en competencia y algunas veces alternando con la francesa— para varios Estados iberoamericanos y de vez en cuando inspiración para algunos movimienlos radical-democráticos.
5 H. Sée: Esquise d’une histoire du régime agraire, 1931, págs. 16-17.
6 A. Soboul: Les campagnes montpelliéraines à la fin de l’Ancien Régime, 1958.
7 A. Goodwin: The French Revolution, edición de 1959, página 70.
8 Unos 300.000 franceses emigraron entre 1789 y 1795 (C. Bloch: L’émigration francaise au XIX siecle, “Etudes d’Histoire Moderne et Contemporaine”, I, 1947, pág. 137); D. Greer: The Incidence of the Emigration during the French Revolution, 1951, propone, en cambio, una proporción mucho mas pequeña.
9. D. Greer; The Incidence of the Terror, Harvard, 1935.
10 “¿Saben qué clase de gobierno salió victorioso?… Un gobierno de la Convención. Un gobierno de jacobinos apasionados con gorros frigios rojos, vestidos con toscas lanas y calzados con zuecos, que se alimentaban sencillamente de pan y mala cerveza y se acostaban en colchonetas tiradas en el suelo de sus salas de reunión cuando se sentían demasiado cansados para seguir velando y deliberando. Tal fue la clase de hombres que salvaron a Francia. Yo, señores, era uno de ellos, Y aquí, como en las habitaciones del emperador, en las que estoy a punto de entrar, me enorgullezco de ello.” Citado por J. Savant en Les préfets de Napoléon 1958, Pág. 111-112.
11 El hecho de que la Francia napoleónica no consiguiera reconquistar Haití fue una de las principales razones para liquidar los restos del imperio americano con la venta de la Luisiana a los Estados Unidos (1803). Así, una ulterior consecuencia de la expansión jacobina en América fue hacer de los Estados Unidos una eran potencia continental.
12. Oeuvres completes de Saint-Just, vol. II, pág. 147. edición de C. Vellay, París, 1908
13 Nombres de los meses del calendario revolucionario.
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