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lunes, 15 de junio de 2020

El sistema capitalista: Los años dorados.


La evolución del sistema capitalista desde Bretton Woods a la Crisis del Petróleo de 1973.

“Más allá de los rasgos peculiares asumidos por la expansión en cada país, esta fue el resultado de la exitosa combinación de tres factores: la definida hegemonía de los EE.UU. a nivel económico, ideológico, político y militar; la extendida industrialización sobre la base del fordismo, y el destacado consenso respecto de la intervención del Estado, tanto para evitar el impacto negativo de la fase recesiva del ciclo económico como para garantizar la provisión de servicios sociales básicos al conjunto de la población.

En 1945 no existían dudas acerca del enorme poder de los Estados Unidos. Su fuerza militar había sido decisiva para dar fin a la guerra. La explosión de las dos bombas atómicas sobre Japón confirmó su superioridad técnica y militar. Durante la guerra, la economía norteamericana creció hasta el punto de que representaba el 50 % del producto interno bruto del mundo entero, poseía el 80 % de las reservas mundiales de oro, producía la mitad de las manufacturas mundiales, y el dólar se había convertido en el pilar central del sistema monetario y comercial internacional.

Un rasgo novedoso del período de posguerra fue, junto con las altas tasas de crecimiento, que las recesiones fueran muy débiles y no significaran mucho más que pausas en el marco de la expansión. La consolidación del crecimiento económico en los centros capitalistas fue acompañada, como en la era del imperialismo, por un destacado incremento del comercio mundial y de las inversiones en el exterior, pero ahora los capitales estadounidenses reemplazaron a los británicos y no hubo migraciones internacionales como las del capitalismo global de fines del siglo xix.

Una vez alcanzada la reconstrucción, en la década de 1950, la mayor parte de la población europea tuvo acceso a productos, automóviles, heladeras, televisores que antes de la guerra solo habían estado al alcance de familias con altos ingresos. La expansión del crédito contribuyó a la ampliación y el sostenimiento de la demanda. Esta creció bajo el doble impulso de los mejores ingresos y las técnicas de la publicidad que promovieron la satisfacción de deseos vía la compra de bienes o el uso del tiempo libre en actividades disponibles en el mercado. Los números no dejan dudas sobre la pertinencia del término “años dorados”: entre 1957 y 1973 el poder de compra se duplicó y la tasa de desempleo, hasta 1967, fue inferior al 2 %.

Una visión dominante en los años dorados respecto de la marcha de la economía fue que el capitalismo había aprendido a autorregularse gracias a la intervención del Estado, y que los gastos sociales actuaban como estabilizadores automáticos garantizando un crecimiento regular. En ese contexto, el premio Nobel de Economía Paul Samuelson anunció que “gracias al empleo apropiado y reforzado de las políticas monetarias y fiscales, nuestro sistema de economía mixta puede evitar los excesos de los booms y las depresiones, y puede plantearse un crecimiento regular”.

El Estado benefactor desarrollado ha sido una de las marcas distintivas de la edad de oro. Aunque para muchos marxistas fue apenas un apéndice funcional que aceitaba el desenvolvimiento del fordismo, su consolidación representó un esfuerzo de reconstrucción económica, moral y política. En lo económico se apartó de la teoría económica liberal ortodoxa, que subordina la situación de los individuos, grupos y clases sociales a las leyes del mercado, y en su lugar promovió el incremento del nivel de ingresos y la ampliación de la seguridad laboral. En lo moral propició las ideas de justicia social y solidaridad. En lo político, se vinculó con la reafirmación de la democracia.

El rápido e intenso crecimiento económico de los años cincuenta y sesenta fue acompañado por un importante grado de estabilidad social que se quebró a fines de los años sesenta. En 1968, en el momento en que la exitosa combinación de fordismo y keynesianismo se agrietaba –aunque esto no fue percibido por los contemporáneos– tuvo lugar una extendida movilización social y cultural que cuestionó los pilares de la sociedad de consumo, exigiendo la más plena libertad individual y protestando contra la subordinación del obrero a la cadena de montaje. El nuevo sistema tuvo en cuenta los aportes de John Keynes aunque se apartó en varios puntos de sus ideas. El economista inglés, que venía bregando por un nuevo contrato social desde la primera posguerra, intentó reproducir en el plano internacional una arquitectura institucional que permitiera limitar el poder desestabilizador de las finanzas privadas. En el núcleo de su propuesta estaba la creación de un banco central capaz de emitir y gestionar una moneda internacional. Esta institución tendría el papel de regular la liquidez internacional minimizando el riesgo de las devaluaciones / valorizaciones excesivas de las monedas locales. La existencia de un estabilizador automático ampliaría los grados de libertad de los gobiernos nacionales para realizar las políticas contracíclicas necesarias a fin de mantener el pleno empleo y, así, contribuir a la estabilidad social en el marco de democracias liberales y economías de mercado. También propuso la formación de un fondo para la reconstrucción y el desarrollo destinado a la concesión de créditos para los países de bajos ingresos y, por último, la creación de una organización internacional del comercio que se ocuparía especialmente de la estabilidad de los precios de los bienes de exportación primarios. El Tesoro de los Estados Unidos no estaba dispuesto a limitar su autonomía en nombre de un arreglo burocrático que reconocía la existencia de un prestamista global en última instancia. Harry Dexter White, el representante estadounidense, aceptó parcialmente la propuesta de Keynes, y finalmente se aprobó un modelo en el cual el dólar mantenía su posición de divisa llave para los intercambios y las inversiones.

Entre la rigidez del patrón oro y la inestabilidad de los años de entreguerras, se buscó un término medio: los países firmantes del acuerdo tendrían el derecho de ampliar el margen de fluctuación de sus monedas frente al dólar que era la única moneda cuyo valor en oro era fijo, siempre que ocurriera algún “desequilibrio fundamental” en las cuentas externas. Esta flexibilidad fue planeada para garantizar el ajuste del balance de pagos sin tener que caer en la recesión cuando dicho balance fuera deficitario. El régimen monetario oro-dólar era políticamente atractivo porque estabilizaba las monedas para promover el comercio y la inversión, sin atar excesivamente las manos de los gobiernos. Las principales monedas europeas tuvieron devaluaciones superiores a un 30 % en los años de la posguerra, en función de la grave escasez de dólares. Recién a partir de 1958, junto con la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI), se transformaron en convertibles en los términos estipulados

Los gobiernos también gozaron de la capacidad de controlar el movimiento de capitales evitando así la acción desestabilizadora de los flujos volátiles, como había ocurrido en la primera posguerra. Al margen de las normas que regulaban los movimientos del capital financiero, la incidencia de estos fue débil, porque las economías nacionales ofrecían excelentes posibilidades a las inversiones productivas. En la edad dorada se reconoció el carácter positivo de la vinculación complementaria entre las acciones de los Estados nacionales y los movimientos de los mercados.

El acuerdo de Bretton Woods aprobó la fundación de dos de las organizaciones concebidas por Keynes y Dexter White –el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, o Banco Mundial, y el Fondo Monetario Internacional,FMI – pero no se concretó la creación de la organización internacional del comercio. A los intereses proteccionistas les pareció que se avanzaba demasiado hacia el librecambio.

No obstante, el comercio internacional se liberalizó a través del Tratado General sobre Aranceles y Comercio (GATT). Este fue un foro en el que los países industrializados consultaban y negociaban su política comercial en un sentido cada vez más aperturista, a través de las sucesivas reducciones de los gravámenes aduaneros y la disminución de los obstáculos no tarifarios del comercio. Recién a partir de enero de 1995, con la fundación de la World Trade Organization (Organización Mundial de Comercio, OMC), el GATT se transformó en un organismo institucionalizado.

El funcionamiento del sistema de Bretton Woods requería que los Estados Unidos mantuvieran la voluntad y la capacidad para vender oro a 35 dólares la onza a los bancos centrales extranjeros cuando estos se lo pidieran. Eso significaba que Washington tenía que emprender acciones siempre que el déficit comercial amenazara con una pérdida precipitada de oro por parte de la Reserva Federal.

A diferencia de lo ocurrido en la primera posguerra, se obvió la imposición de reparaciones y el pago de los créditos de guerra. En su lugar se aplicaron políticas de dinero barato y se crearon instrumentos institucionales que posibilitaron la libertad de comercio. Los intercambios internacionales se desarrollaron principalmente entre las economías capitalistas centrales. La diferencia de productividad entre ellas fue tal que los bienes de equipo estadounidenses encontraban siempre compradores en Europa y Japón. La balanza comercial de EE.UU. fue entonces sistemáticamente excedentaria. El problema residía en el débil poder de compra de Europa y Japón, una restricción que se resolvió, primero, con los préstamos del Estado norteamericano y, cada vez más, con las inversiones exteriores de las firmas estadounidenses. Con el paso del tiempo la balanza de pagos estadounidense empezó a ser deficitaria.

Washington se comprometió con la reconstrucción de Europa vía el Plan Marshall, y con la de Japón a través de un programa similar, a partir de la guerra de Corea. Los países europeos y Japón combinaron las tecnologías de alta productividad, promovidas originalmente en Estados Unidos, con la gran oferta de fuerza de trabajo local pobremente retribuida, lo que hizo crecer la tasa de ganancia y de inversión. Durante los primeros años de la década de 1960 este crecimiento no afectó negativamente la producción y los beneficios en Estados Unidos. Aunque el desarrollo económico desigual implicaba un declive relativo de la economía estadounidense, también constituía una condición necesaria para la prolongada vitalidad de las fuerzas dominantes en ella: los bancos y empresas multinacionales estadounidenses, para expandirse en el exterior, necesitaban salidas rentables a su inversión directa en los otros países del Primer Mundo.

A fines de los años cincuenta se produjo una reorientación significativa en la localización de la inversión norteamericana en el extranjero: se estancó el flujo hacia los países del Tercer Mundo y creció la inversión en Canadá y en Europa. Mientras que la mayor parte de las inversiones realizadas en el Tercer Mundo buscaban el control de las materias primas y de la energía, los capitales norteamericanos que se dirigieron a Europa occidental propiciaron la reactivación y expansión de la industria manufacturera. También se invirtió en bancos, compañías de seguros y en empresas de auditoría. A partir de los años setenta, las grandes empresas europeas occidentales y japonesas se sumaron a esta tendencia.

Otro fenómeno con significativa incidencia en la reorganización del capitalismo fue el crecimiento del comercio entre las compañías multinacionales. En 1970 el 25 % del total del comercio mundial se realizaba entre filiales de una misma empresa multinacional. La facilidad para trasladar activos, tanto financieros como no financieros, en el interior de las empresas operó como un factor decisivo en los movimientos de capitales internacionales, en muchos casos con carácter especulativo. El poder de las multinacionales quedó registrado en cifras contundentes: el volumen de ventas de la Ford, por ejemplo, sobrepasó el producto nacional bruto de países como Noruega.

La creciente internacionalización de la producción cambió la división internacional del trabajo, y las economías dependientes se industrializaron selectivamente. Por otra parte, la intensificación de la competencia entre las economías dominantes condujo a la innovación y la racionalización, y el desarrollo tecnológico dio un salto hacia adelante.

La política de la potencia hegemónica, volcada hacia “la contención del comunismo” y decidida a mantener el mundo seguro y abierto para la libre empresa, procuraba el éxito económico para sus aliados y competidores como fundamento para la consolidación del orden capitalista de posguerra.

Las inversiones productivas de las multinacionales estadounidenses, con el pleno respaldo de su Estado, incidieron sobre las tramas sociales e institucionales de los países receptores.je. Los derechos de propiedad y las relaciones laborales de los países en los que invirtieron fueron modificados de un modo más profundo que el impacto que habrían tenido los flujos puramente financieros. Esto supuso la creación de vínculos directos con los bancos, proveedores y clientes locales, es decir, una integración diversificada y densa que se articulaba con los lazos políticos y militares de la Guerra Fría. La inversión directa estadounidense aportó consigo las empresas de consultoría y asesoramiento, las escuelas empresariales, las agencias de inversión y los auditores estadounidenses, las reglas jurídicas y las instituciones que enmarcarían el funcionamiento de un capitalismo cada vez más global. Allí donde esto no ocurrió, como en Japón, los vínculos imperiales se basaron sobre todo en la dependencia militar y comercial, así como en la dependencia japonesa de Estados Unidos respecto de los lineamientos de su política exterior.

Washington emergía a la cabeza del imperio global como algo más que un mero agente de los intereses particulares del capital estadounidense; también asumía responsabilidades en la construcción y la gestión del capitalismo global. En este sentido, Estados Unidos gestionó con bastante eficacia una contradicción básica del capital: el hecho de que la acumulación económica requiere un orden internacional relativamente estable y predecible, mientras el poder político está repartido en Estados que compiten entre sí. Esto fue posible porque las instituciones desarrolladas entonces por la superpotencia ofrecieron un marco en el que sus aliados euroasiáticos podían crecer de forma aceptable y favorecer al mismo tiempo de buena gana a su protector. Pero también fue factible en virtud de la legitimidad que la democracia estadounidense otorgaba a Washington en el exterior. Las ideas liberal-democráticas, las formas jurídicas y las instituciones políticas prestaban cierta credibilidad a la proclamación de que incluso las intervenciones militares de Estados Unidos se realizaban en nombre de la democracia y de la libertad.
En el momento en que estalló la guerra, en Estados Unidos no se había logrado superar las consecuencias de la crisis económica: aún continuaban en paro 10 millones de personas. Antes del ataque a Pearl Harbour, Washington reforzó sus vínculos con Gran Bretaña –a través de la ayuda económica y el reconocimiento de objetivos comunes– con la firma de la Carta del Atlántico.

A partir de su ingreso en el conflicto, el gobierno dispuso la creación de organismos destinados a regular el esfuerzo para ganar la guerra. Los nuevos comités le permitieron intervenir en casi todos los aspectos de la vida civil: la dirección de la producción, la distribución de los recursos humanos entre la industria y las fuerzas armadas, la resolución de los conflictos laborales, el control de precios y salarios, el control de los medios de comunicación, la coordinación de los proyectos de investigación y el desarrollo de los armamentos. En la conducción de estos organismos asumieron un papel destacado los hombres de negocios.

En términos sociales, los cambios vinculados con el esfuerzo bélico, si bien ofrecieron mejores condiciones para muchos sectores postergados también permitieron la revisión de reformas sociales logradas en el pasado. El beneficio más evidente fue la creación de puestos de trabajo, al punto de que llegó a sentirse la escasez de mano de obra: la superación del paro derivó en el aumento de sueldos y salarios. La escasez y el racionamiento debilitaron las diferencias sociales. Los sindicatos tuvieron una mayor capacidad negociadora a medida que crecía la ocupación, y contaron con un mayor número de afiliados. Los dirigentes sindicales fueron incluidos en varios de los nuevos organismos gubernamentales, ya que era preciso contar con su colaboración para concentrar todas las energías en el esfuerzo bélico. La financiación de la guerra exigió además la reforma del sistema impositivo: se redujeron las exenciones fiscales y se buscó que los ricos pagaran más.

Al mismo tiempo, los sindicatos tuvieron que hacer concesiones tales como la extensión de la jornada laboral y el compromiso de no recurrir a las huelgas. Sin embargo, ante el incremento de los precios, su decisión no fue unánimemente acatada por las bases, como lo demuestra el número relativamente importante de huelgas ilegales que se produjeron en este período. En 1943 hubo huelgas en diferentes industrias; la más grave fue la de los mineros, dirigidos por John Lewis. Estos lograron el reconocimiento de sus reclamos, pero al mismo tiempo el Congreso aprobó la Ley Smith-Connally, que limitaba severamente el derecho de huelga.

Después de 1941, muchos patronos utilizaron la disciplina del tiempo de guerra para recuperar parte de la iniciativa y control que habían entregado a los sindicatos industriales al finalizar la depresión: incrementaron los ritmos de producción, aumentaron el número del personal de supervisión para disciplinar a los trabajadores, forzaron a los sindicatos a expulsar a los dirigentes más radicalizados. Esta actitud recibió el apoyo de parte de los medios de comunicación e incluso de funcionarios gubernamentales que catalogaban a las huelgas salvajes de acciones promovidas por los rojos y los comunistas. La depuración de los dirigentes del Congreso de Organizaciones Industriales comenzó antes de la campaña macartista. Los líderes del Congreso privilegiaron el acuerdo con las empresas, se opusieron a las huelgas salvajes y a la actividad sindical radical de los dirigentes de base.

Las mujeres lograron un alto nivel de independencia económica y una mayor libertad. Muchas de ellas ocuparon puestos que habían estado reservados para los hombres. Esta nueva situación condujo al reconocimiento de la necesaria equiparación salarial. Aunque se achicó la brecha entre los salarios de unos y otras, las diferencias se mantuvieron: el salario de una mujer era inferior en un 40 % al de un hombre, por igual tarea.
La guerra no solo afectó las relaciones sociales en el mundo del trabajo, sino que tuvo repercusiones más amplias. La demanda de mano de obra de la industria militar alentó los movimientos migratorios del campo a la ciudad y del sur al norte y al oeste. A lo largo del conflicto, más de 5 millones de personas se desplazaron de las zonas rurales a las urbanas y un 10 % de la población se trasladó de un estado a otro. California, por ejemplo, donde se concentraba cerca de la mitad de la industria naval y aeronáutica del país, atrajo a 1.400.000 personas. Las ciudades no contaban con las condiciones necesarias para absorber este crecimiento de población, y el problema más grave fue el de la vivienda.
El pasaje de una economía de guerra a la de paz sin que se produjeran graves sacudimientos fue posible porque se mantuvo un alto nivel de gastos gubernamentales, porque la población requirió una destacada cantidad de bienes de consumo, y porque se registraron fuertes exportaciones de mercaderías y servicios. Los productos estadounidenses se destacaban por su capacidad competitiva en el mercado mundial, derivada de la alta productividad del trabajo, cuatro veces superior a la de Europa. La industria norteamericana se distinguía también por el alto grado de concentración del capital: en el caso de la industria automovilística, por ejemplo, las tres sociedades más grandes proporcionaban el 78 % de los vehículos.

El mercado interno era el más importante para la colocación de los bienes industriales; las exportaciones absorbían entre el 5 y el 6 % de la producción. Sin embargo, la destacada capacidad productiva requirió cada vez más de la inversión más allá de los límites fijados por las fronteras del Estado nacional.

Si bien los capitalistas gozaron de condiciones satisfactorias para concretar inversiones, en la inmediata posguerra el movimiento obrero cuestionó la desigual distribución de los beneficios producidos por la recuperación en marcha. La excesiva demanda de bienes de consumo, no acabadamente satisfecha, y el déficit fiscal provocaron inflación, que exacerbó el conflicto entre obreros y empresarios. Mientras los primeros exigieron mayores salarios luego de las privaciones aceptadas durante la guerra, los segundos impulsaron el aumento de los precios una vez derogados los topes fijados por el gobierno durante el conflicto. En consecuencia, una vez alcanzada la paz se produjeron una serie de huelgas en algunas de las industrias más importantes: la automotriz, la del acero, la minería, los ferrocarriles.

Durante 1946 se produjeron más de 5000 huelgas, en las que intervinieron 4.600.000 trabajadores. El presidente Harry Truman decidió frenar esta oleada de conflictos. Al año siguiente el Congreso aprobó la Ley Taft-Hartley, que impuso severos recortes al movimiento sindical: el control estatal de su desenvolvimiento económico; la prohibición de las huelgas de solidaridad y las que no hubieran sido avisadas con 60 días de antelación; derogación de la obligación de los empresarios de contratar obreros sindicalizados, la prohibición de la actividad política de los sindicatos.

La purga de los dirigentes radicalizados del CIO en el marco de la Guerra Fría fue un factor clave en este proceso. Entre 1947 y 1950 la mayoría de los sindicatos industriales asumieron políticas de cooperación con las estrategias empresariales. Se aceptó el sistema de negociación colectiva basado en la productividad, en virtud del cual los aumentos salariales resultarían del incremento de la productividad de los trabajadores, sin cuestionar la distribución de la renta previamente existente. En el éxito de este pacto de colaboración jugaron un papel destacado tanto la conducta de los dirigentes sindicales como la situación de importantes sectores de la clase obrera. La integración contó con el acuerdo de ambos en virtud de los beneficios que la expansión económica del capitalismo norteamericano era capaz de brindarles: empleo seguro, salarios crecientes, acceso cada vez mayor al consumo. No obstante, las condiciones de trabajo en las fábricas siguieron signadas por el alto nivel de subordinación y de control distintivos del fordismo.

La afiliación sindical se estabilizó luego de la guerra de Corea. La menor atracción de los sindicatos fue consecuencia, en parte, de la prosperidad económica, pero también de los cambios en el mercado de trabajo: aumento del número de personas dedicadas a las actividades profesionales y de servicios, que se mantuvieron al margen de la organización gremial.

En contraste con la industria, el medio rural fue impactado por severos desafíos. La prosperidad que durante la guerra caracterizó a la agricultura posibilitó a los granjeros superar las consecuencias más negativas de la crisis de los años 30: liquidaron parte de las deudas hipotecarias y algunos se convirtieron en propietarios. La paz volvió a poner de manifiesto la subordinación del agro a la dinámica del sistema capitalista, que imponía la inversión en maquinarias y un modo de organización de la producción en el que no tenían cabida las explotaciones de carácter familiar. La creciente productividad derivó en la desvalorización de los productos, y en consecuencia en la reducción de la renta de los granjeros. Este sector recibió ayuda del gobierno federal, destinada a preservar el nivel de sus ingresos. Esta política posibilitó el sostenimiento de la producción y los stocks fueron colocados por el Estado en el extranjero, a precios inferiores al de su adquisición.

El traslado de muchos estadounidenses hacia las regiones del oeste y el suroeste fue acompañado de otro movimiento de la población: del centro de las ciudades a nuevos suburbios donde las familias esperaban hallar vivienda a precio accesible. Urbanistas como William J. Levitt construyeron nuevas comunidades con las técnicas de la producción en masa. Las casas de Levitt eran prefabricadas y modestas, pero sus métodos bajaron los costos. Cuando los suburbios crecieron, las empresas se mudaron a las nuevas áreas. Grandes centros comerciales que reunían una gran variedad de tiendas cambiaron los hábitos de consumo y su número aumentó, de ocho al final de la Segunda Guerra Mundial a 3840 en 1960.  Nuevas autopistas brindaron mejor acceso a los suburbios y sus tiendas. La ley de carreteras de 1956 dispuso la asignación de 26.000 millones de dólares para construir más de 64.000 kilómetros de carreteras interestatales.

La televisión tuvo también un alto impacto sobre las pautas sociales y económicas. En 1960 tres cuartas partes de las familias del país tenían por lo menos un televisor. A mediados de la década, la familia promedio dedicaba cuatro o cinco horas al día a mirar la televisión. Dos programas muy populares fueron Yo amo Lucy y Papá lo sabe todo.

En el plano político e ideológico, hacia fines de la guerra el presidente Roosevelt estaba convencido de que el caos mundial solo podía superarse mediante una reorganización fundamental de la política mundial. La institución clave sería la Organización de las Naciones Unidas, ONU, a través de su compromiso tanto con el deseo universal de paz como con el afán de las naciones pobres de independizarse y alcanzar la igualdad con las ricas. En última instancia pretendía un New Deal a escala mundial. Por primera vez se propiciaba una institucionalización de la idea de gobierno mundial. La concepción de Roosevelt combinaba objetivos sociales con repercusiones de tipo presupuestario y financiero. La esencia del New Deal postulaba la existencia de un gobierno que debía gastar para alcanzar la seguridad y el progreso. En consecuencia, la recuperación del mundo de posguerra requería del aporte generoso de Estados Unidos a fin de superar la catástrofe provocada por la guerra. La ayuda a las naciones pobres tendría el mismo efecto que los programas de bienestar social dentro de Estados Unidos; esto evitaría que el caos diese paso a revoluciones violentas. Sin embargo, el Congreso y la comunidad empresarial estadounidense eran más pragmáticos en sus cálculos de los costos y los beneficios de la política exterior estadounidense. No estaban dispuestos a proporcionar los medios necesarios para llevar a la práctica un plan que concebían como poco realista.

Los sucesores de Roosevelt, Harry Truman (1945-1953) y Dwight Eisenhower (1953-1961) se inclinaron a favor de un reordenamiento “realista”. El mundo era un lugar demasiado grande y demasiado caótico para que Estados Unidos lo reorganizara a su imagen y semejanza, especialmente si esa reorganización debía conseguirse mediante organismos de un casi gobierno mundial, en los que la administración estadounidense tendría que llegar a compromisos con las opiniones e intereses de otros países. Ambos presidentes optaron por basar la hegemonía de su país en el control estadounidense del dinero mundial y del poder militar global. No obstante, en la inmediata posguerra, los gobiernos no contaron en forma inmediata con el suficiente beneplácito político y social para hacerse de los recursos que requería el nuevo papel de Estados Unidos como potencia hegemónica. Sin embargo, como diría el secretario de Estado Dean Acheson, “sucedió lo de Corea y nos salvó”. Frente al avance de los comunistas no hubo dudas para asignar los fondos necesarios para armar a la superpotencia que “salvaría la democracia”. La sociedad estadounidense de la década de los cincuenta se caracterizó por la prosperidad y el crecimiento económico asociados con la creciente gravitación del conservadurismo.
A partir de la experiencia de la guerra y de las migraciones, la injusta posición del negro asumió una dimensión nacional. Las nuevas posibilidades que ofrecían las zonas industriales indujeron al desplazamiento de los negros hacia el norte y el oeste. En algunas ciudades como Los Angeles, San Francisco, Buffalo, Syracuse, la población de color creció en más del 100 %. En este nuevo contexto, algunos lograron mejores condiciones, pero otros vieron frustradas sus expectativas por la discriminación de la que eran objeto. En 1943 estallaron 242 motines raciales en 47 ciudades. El más violento, en Detroit, fue reprimido mediante la intervención de las tropas federales.
La evolución en Europa Occidental.
En la primera posguerra la democracia fue intensamente cuestionada, en parte debido a su débil inserción en los nuevos países de Europa del este, en España y en Portugal, en gran medida por el brutal deterioro de las condiciones de vida en el marco de la crisis económica y porque la movilización de los pueblos logró ser canalizada, en una extensa porción del continente europeo, por el fascismo. En cambio, finalizada la Segunda Guerra Mundial el ideario democrático prevaleció en gran parte del mundo.
Detrás de esta fuerza recobrada hubo dos importantes factores. Por un lado, la revalorización de la democracia en aquellas sociedades que habían pasado por la experiencia del fascismo. Por otro, la exitosa recuperación económica y el afianzamiento del Estado de bienestar, que alejaban a las clases trabajadoras de proyectos de cambio social y político radicales.

Sin embargo, hacia fines de la guerra el péndulo político de Europa se orientaba hacia la izquierda. Las élites conservadoras estaban desacreditadas por su colaboración con los fascistas; en cambio, los comunistas habían aumentado su prestigio a partir de su papel protagónico en la Resistencia. Su disciplina, su espíritu de sacrificio, su fe en la causa por la que luchaban hizo posible que los comunistas asumieran el liderazgo político en las luchas por la liberación de 1944-1945. En esos años, zonas enteras del sur de Francia y del norte de Italia estaban en manos de guerrilleros comunistas. No obstante, los partidos de este signo no se plantearon lanzarse a una insurrección armada mientras continuase la guerra. En las elecciones de posguerra se convirtieron en la fuerza mayoritaria de la izquierda en Italia, Francia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Albania, Bulgaria y Grecia. En la inmediata posguerra, quienes sostenían los principios del liberalismo ortodoxo no tuvieron eco en la sociedad, prevalecía un estado de ánimo favorable a un papel activo del Estado para avanzar en la reconstrucción económica y promover una mayor justicia social, tal como lo planteó, por ejemplo, el programa de la Resistencia francesa.  En este contexto, el liberalismo económico quedó reducido casi a una secta, y sus más definidos defensores se organizaron para preservar su identidad en el plano ideológico. Nota Los comunistas participaron en los gobiernos de Francia e Italia hasta 1947, y en la mayor parte de los países de Europa occidental hubo gobiernos fuertemente reformistas con destacada gravitación de los socialistas, excepto en Alemania occidental. El electorado británico, por ejemplo, sorprendió en 1945 a los máximos dirigentes políticos cuando se volcó a favor del partido Laborista: habían sido los conservadores los que dirigieron exitosamente la lucha contra los nazis. Parecía que iban a llevarse a cabo cambios radicales. Pero no hubo nada parecido al maximalismo polarizador de 1917-1920. En 1944-1945 los comunistas privilegiaron la cohesión del antifascismo: unidad nacional, ganar la guerra, restaurar la democracia. Al finalizar el conflicto, tanto en Italia como en Francia los comunistas aceptaron el rápido desmantelamiento de los comités locales de resistencia y respaldaron la creación de gobiernos de amplia unidad nacional, ya que “la recuperación no podía ser obra de un solo partido sino de toda la nación”.
En poco tiempo las propuestas más radicales de la resistencia dejaron de resonar. En parte, porque ante la dura tarea de la reconstrucción las personas se replegaron hacia el espacio privado, con el afán de reconstruir también sus vidas. En gran medida, además, porque las relaciones internacionales tuvieron una gravitación cada vez más fuerte en la posición de la izquierda. A medida que la Guerra Fría se imponía, los comunistas fueron quedando aislados.
La Unión Europea
La reconstrucción europea se combinó con el proceso de unificación de los países miembros de este continente, la mayor parte de los cuales hoy componen la Unión Europea.
Durante siglos Europa fue escenario de guerras frecuentes y sangrientas, aunque hubo un largo período de paz desde la caída de Napoleón (1815) hasta la Primera Guerra Mundial. Al concluir la Segunda Guerra, Francia tenía fuertes recelos en relación con la recuperación de Alemania impulsada por Estados Unidos. Al mismo tiempo, en algunos círculos políticos e intelectuales era atractiva la idea de una unidad europea que operara como valla para posibles conflictos armados. Desde diferentes grupos y personalidades se abrió paso un movimiento que impulsaba la creación de los Estados Unidos de Europa. La iniciativa contó a su favor con la experiencia de la resistencia antifascista, que había vinculado a quienes en distintos países rechazaron el nazifascismo. En las organizaciones regionales y nacionales que propusieron una asociación supranacional desempeñaron un papel destacado antiguos militantes de la Resistencia.

La empresa de construir una entidad supranacional de carácter político estuvo signada por una serie de obstáculos: por un lado, las rivalidades nacionales, ya que tanto Churchill como De Gaulle pretendían que su país asumiera el liderazgo de la nueva organización. Por otro lado, las divergencias entre los grupos y los partidos que adherían a la iniciativa respecto de la naturaleza de la futura comunidad, cómo habría de organizarse políticamente, cuál sería su desenvolvimiento económico. Finalmente, en mayo de 1949 los representantes de Bélgica, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Irlanda, Italia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos y Suecia aprobaron el estatuto de un Consejo de Europa, al que luego se sumaron Grecia (1949), Turquía (1949), Islandia (1950), la República Federal de Alemania (1950), Austria (1956), Chipre (1961), Suiza (1963) y Malta (1965). En la actualidad lo integran cuarenta y siete países europeos. La asamblea europea que dispuso su creación elaboró una Carta de los Derechos Humanos y dispuso la creación de un Tribunal Europeo. Sin embargo, el Consejo carece de atribuciones en el campo de la cooperación económica y militar, ya que en ese caso ni Gran Bretaña ni otros Estados como Suecia, y más tarde Austria o Suiza hubiesen tomado parte en él. Aunque la vinculación lograda resultó débil, políticamente expresó el interés por forjar un campo común entre los países que compartían determinadas concepciones: la defensa del sistema democrático y el compromiso con el respeto de los derechos humanos.

Paralelamente, los gobiernos europeos desarrollaron formas de cooperación interestatal en el plano económico y militar mediante la formación de organismos específicos. En 1948 se creó la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), para el manejo de los fondos del Plan Marshall. La Organización ayudó a liberalizar el comercio entre los Estados miembros, alentó los acuerdos monetarios, y propició la cooperación económica en aspectos concretos. Un paso clave para la integración fue la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA). El impulso provino de la decisión norteamericana y británica de reconstruir la economía de Alemania occidental y de las reservas que generó en Francia y los Estados del Benelux (Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo). Estos países pidieron un control internacional sobre el desarrollo de la industria pesada alemana y que se asegurara el suministro del carbón del Ruhr a sus propias industrias. En mayo de 1950, el ministro francés de Asuntos Exteriores Robert Schuman dio forma a estas inquietudes: propuso la creación de una Alta Autoridad, abierta al ingreso de los países europeos que compartieran la idea, y que se haría cargo de la producción franco-alemana de carbón y acero. Al mes siguiente los gobiernos de Bélgica, la República Federal Alemana, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos aceptaron el Plan Schuman, pero Gran Bretaña se rehusó a ingresar.
Los ministros de Asuntos Exteriores de Bélgica, la República Federal Alemana, Italia, Luxemburgo, Francia y los Países Bajos firmaron el 25 de marzo de 1957 los Tratados de Roma, por los que se creaba la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM). Lo que básicamente se aprobó fue una unión aduanera, de ahí el nombre de Mercado Común que le dio la opinión pública a la CEE. En Roma se acordó una transición de doce años para la total anulación de los aranceles entre los países miembros. Ante el éxito económico asociado a la mayor fluidez de los intercambios comerciales, el plazo transitorio se acortó y el 1 de julio de 1968 se suprimieron todas las barreras aduaneras entre los Estados comunitarios, al mismo tiempo que se impuso un arancel común para todos los productos procedentes de terceros países. Este mercado común solo incluyó la libre circulación de bienes; el movimiento de personas, capitales y servicios siguió sufriendo importantes limitaciones. En realidad, hubo que esperar al Acta Única de 1987 para que se diera el impulso definitivo que llevó, en 1992, a que se estableciera un mercado unificado. Otro elemento esencial de lo acordado en Roma fue la adopción de una Política Agraria Común. Esencialmente, esta política estableció la libertad de circulación de los productos rurales dentro de la Comunidad Europea, pero trabó el ingreso de estos bienes procedentes de otros países y garantizó a los agricultores europeos un nivel de ingresos suficiente mediante la subvención a los precios agrícolas.

La progresiva integración económica, según sus responsables, allanaría el camino hacia el objetivo final de la unión política. En este sentido, la CEE se dotó de una serie de instituciones: la Comisión, el Consejo, la Asamblea Europea (posteriormente el Parlamento), el Tribunal de Justicia y el Comité Económico Social, cuyas competencias se fueron ampliando y complejizando en los diversos acuerdos que modificaron el Tratado de Roma.

El principal problema político con el que arrancó la Comunidad Europea fue que un país de la importancia del Reino Unido se mantuviera al margen. Los británicos se negaron a ingresar porque privilegiaron sus relaciones con los países del Commonwealth y porque rechazaban subordinar su programa político y económico a organismos supranacionales. No obstante, mientras que la Comunidad Europea protagonizó un crecimiento económico espectacular, con unas tasas de crecimiento en los años sesenta claramente superiores a las norteamericanas, Gran Bretaña continuó decayendo y amplió su brecha negativa respecto de los países del continente. Finalmente, en agosto de 1961, el gobierno británico solicitó el inicio de negociaciones para sumarse al proyecto común. Sin embargo, el jefe político francés De Gaulle, resuelto a construir lo que él denominó una Europa de las patrias independiente de las dos superpotencias, y al mismo tiempo receloso de la estrecha vinculación británica con Washington, vetó en 1963 el ingreso británico en la CEE. Volvió a hacerlo cuatro años después, cuando el ministro laborista Harold Wilson renovó el pedido de ingreso en la CEE. El presidente francés, pese a defender una Europa fuerte para frenar a Washington y a Moscú, nunca creyó en una Europa unida políticamente. Para De Gaulle, la acabada autonomía nacional francesa era una cuestión innegociable. En 1973 nació la Europa de los Nueve, con el ingreso del Reino Unido –ya no estaba De Gaulle para impedirlo–, junto con el de Dinamarca e Irlanda.
Producción en masa y sociedad de consumo
Las significativas transformaciones que atravesaron a las sociedades del Primer Mundo en la segunda mitad del siglo xx fueron a la vez económicas, sociales, culturales y políticas. Aunque simplificando un proceso con múltiples dimensiones, se distinguen cinco factores básicos en la honda renovación social: la consolidación del fordismo como estrategia productiva asociada a nuevas formas de consumo; la extendida y profunda urbanización; el nuevo papel de la mujer tanto en el campo laboral y en el ámbito familiar como en la relación con su cuerpo a partir del control de la natalidad; la destacada gravitación de la cultura juvenil y, por último, la consolidación del Estado de bienestar. Este contribuyó a un cierto grado de desmercantilización de la fuerza de trabajo, pero también, aunque no fuera su objetivo, a un creciente afianzamiento del individualismo. En estos resultados se conjugaron, tanto los extendidos alcances de la educación como las posibilidades abiertas para organizar la propia vida con una mucha menor dependencia del núcleo familiar y de la condición de asalariado.

Las tres décadas de crecimiento económico se basaron, principalmente, en la difusión de las técnicas de producción masiva, el bajo costo de la energía, la expansión de los mercados de consumo y la gestión keynesiana.

El fordismo fue una estrategia de acumulación intensiva de capital basada en la “gestión científica” del trabajo iniciada a fines del siglo XIX, que básicamente consistió en la apropiación del saber del trabajador para ser transferido a la máquina. Al mismo tiempo que la cadena de montaje imponía sus tiempos a las tareas del obrero, un equipo de técnicos y profesionales le ordenaba la organización de su labor y supervisaba sus actividades. Este sistema posibilitó un gran incremento en la productividad del trabajo y dio lugar a la producción masiva de bienes de consumo baratos. Un requisito clave para que los incrementos de productividad no desembocaran en una crisis de superproducción como la de 1930 consistió en que el trabajador masivo gestado por el taylorismo se convirtiese en el consumidor masivo de los bienes producidos industrialmente. En este sentido, el círculo virtuoso de los años dorados incluyó el contrato de largo plazo de la relación laboral con límites rígidos para los despidos, y la aceptación del crecimiento del salario indexado en relación con el incremento de la productividad en general. El aumento de los salarios reales se tradujo en consumo masivo; esta demanda sirvió para estimular nuevas inversiones, que al estar asociadas con crecimientos de la productividad aseguraron tasas de ganancias atractivas, y por ende nuevas inversiones.
La incorporación de los jóvenes y adolescentes jugó un papel destacado en la ampliación del consumo. La cultura juvenil fue un sector cada vez más atractivo para las industrias de la ropa, la música y la publicidad. Con las innovaciones tecnológicas, nuevos productos invadieron el mercado: televisores, discos de vinilo, casetes, relojes digitales, calculadoras de bolsillo. Una de las grandes novedades fue la miniaturización y la portabilidad de estos objetos.

La expansión económica requirió una abundante oferta de fuerza de trabajo y elevadas inversiones de capital en la producción industrial. La mano de obra provino de distintas fuentes. El enorme paro encubierto así como el número considerable de trabajadores situados en sectores escasamente productivos ofrecieron después de la guerra la fuerza de trabajo barata que alentó la recuperación y la expansión económica de Europa occidental y el Japón. A medida que se consumía esta reserva laboral, la oferta de trabajo también aumentó a través de la inmigración, de una tasa más alta de la población incorporada al mercado de trabajo –especialmente de mujeres, que dejaban de ser solo amas de casa– y, a mediano plazo, del crecimiento demográfico.

En los movimientos internacionales de población se produjeron cambios estructurales respecto de los flujos migratorios de la era del imperialismo: de las migraciones intercontinentales a las intracontinentales. En la inmediata posguerra se produjeron traslados masivos por razones políticas. Entre 1945 y 1947 la Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Rehabilitación repatrió a no menos de 30 millones de personas. A partir de los años cincuenta, los países occidentales empezaron a atraer sobre todo a emigrantes que abandonaban sus países por motivos económicos. En un primer momento procedían de Europa meridional y oriental, luego del norte de África y posteriormente ingresaron muchos del Próximo y Medio Oriente (Turquía, Irán y Pakistán). Los gobiernos no elaboraron una política inmigratoria sino que toleraron la llegada de inmigrantes como solución coyuntural. Sin embargo, los trabajadores extranjeros, en lugar de entrar y salir de acuerdo con la marcha del ciclo económico, se insertaron de manera permanente en los puestos de trabajo menos considerados y peor pagados. A partir de las dificultades económicas a principios de los 70, los gobiernos europeos occidentales resolvieron restringir la entrada de los extranjeros. Estados Unidos también recibió un caudal destacado de inmigrantes, procedentes sobre todo de Costa Rica, las Antillas, México. A diferencia de Europa occidental gran parte de la fuerza de trabajo que llegaba a Estados Unidos eran trabajadores de temporada, ilegales. Japón no recibió inmigrantes, los estrangulamientos en el mercado de trabajo fueron superados a través de la colocación de sus capitales en los países de Asia sudoriental.

No solo llegaron trabajadores de las zonas menos desarrolladas, el capital también fue hacia ellas, y hubo inversiones en nuevas regiones en el interior de las propias fronteras nacionales. Esta expansión estuvo vinculada tanto con la búsqueda de zonas con bajos salarios por parte del capital, como con el interés de muchos gobiernos en impulsar el crecimiento de las zonas más atrasadas a través de subvenciones directas e indirectas. Resultados de esta orientación fueron la expansión del sureste de Estados Unidos, del Mezzogiorno en Italia, de Escocia oriental en Gran Bretaña, de Flandes en Bélgica.

La expansión y profundización industrial impulsó el crecimiento del sector de los servicios en relación con las actividades requeridas por las grandes unidades productivas y la comercialización de los bienes de consumo, pero también alentado por el afianzamiento del Estado de bienestar y por los cambios en las pautas de la vida familiar, entre los que se destacó el nuevo papel de la mujer. Desde el momento en que las mujeres –de la clase media, básicamente, ya que las de los sectores populares duplicaron sus esfuerzos– relegaron las tareas domésticas fue necesario que otros “sirvieran” las necesidades del hogar: las casas de comidas, los lavaderos, los centros maternales, los geriátricos. La nueva familia empezó a depender de los servicios, pero estos no necesariamente quedaron a cargo de los trabajadores de este rubro, que tuvieron la inmediata competencia de los artefactos domésticos, un dato que afectó negativamente el salario de los empleados del sector servicios.

En la edad dorada se produjo en el mundo una notable aceleración del proceso de urbanización, derivado, en buena medida, del incremento de las migraciones rural-urbanas. La población rural fue expulsada de la agricultura por la modernización del trabajo rural, al mismo tiempo que era atraída a la ciudad por la expansión industrial y el crecimiento de la economía informal, especialmente en las áreas metropolitanas de los países en desarrollo.
El Estado de bienestar



En las explicaciones sobre los orígenes del nuevo tipo de Estado coexisten dos perspectivas básicas: la que destaca el peso de los cambios estructurales y la que pone el acento en el papel de los actores sociales y políticos que impulsaron su construcción.

Según el enfoque estructuralista, el proceso de industrialización hizo necesaria y posible una novedosa política social. Necesaria porque las organizaciones e instituciones que antes de la Revolución Industrial intervenían en asegurar la reproducción social, tales como la familia, la Iglesia, la solidaridad gremial, se resquebrajaron, perdieron consistencia y se vieron enfrentadas a desafíos para los que no estaban preparadas. Según esta explicación, el mercado es incapaz de atender las necesidades básicas de los miembros de la sociedad, y frente al peligro que representa la desintegración del tejido social es preciso que el Estado asuma tareas vinculadas con la atención de las necesidades de los miembros de la sociedad. Desde esta perspectiva, algunos autores reconocen cuatro grandes procesos históricos en la base del Estado de bienestar: el nacimiento del capitalismo industrial, desde el momento que dio lugar a la legislación sobre cuestiones tales como la instalación y el funcionamiento de las fábricas, la higiene pública en las ciudades, los accidentes de trabajo. En segundo lugar, la construcción de los Estados nacionales, un proceso que promovió la formación de ciudadanos vía la extensión de la educación pública junto con la instrumentación de políticas familiares y demográficas destinadas a incrementar la cantidad de la población, y que recurrió, también, a las políticas sociales y sanitarias vinculadas con la salud de la población para, principalmente, contar con ejércitos integrados por ciudadanos en condiciones de hacer la guerra. En tercer lugar, el proceso de secularización, en virtud del cual la mayor parte de las funciones concretadas por la Iglesia –educativas y de atención social– pasaron a ser ejercidas por el Estado. Por último, el afianzamiento de la democracia, que planteó el problema de que no todos los habitantes de una nación contaban con los recursos necesarios para ejercer sus derechos ciudadanos, dadas sus distintas condiciones sociales, económicas y culturales. El Estado debía ofrecer recursos básicos comunes para que todos ejercieran, en forma autónoma y consciente, sus derechos cívicos.

Estos estudios permiten distinguir las precondiciones fundamentales del origen y el ascenso de Estado de bienestar, pero no nos dicen nada ni sobre cómo se gestaron ni acerca de sus variaciones.

Las explicaciones que privilegian el estudio de los actores sociales y políticos buscan precisar quiénes promovieron el desarrollo del Estado de bienestar. Una parte de estos trabajos parten de la pregunta ¿quiénes se beneficiaron? Una de las respuestas ha postulado que las demandas y las luchas de la clase obrera y de los partidos socialistas tuvieron un papel decisivo en la aprobación de las medidas destinadas a promover la legislación social. Esta interpretación social argumenta que la política social solidaria fue pretendida y en gran parte realizada por los más beneficiados por el nuevo orden. Impulsada desde abajo, la redistribución del ingreso concretada por el Estado de bienestar habría significado que los más afortunados se hicieran cargo de mejorar la situación de los desfavorecidos. Numerosos estudios empíricos reconocieron un vínculo directo entre la fuerza y coherencia del movimiento obrero y la expansión del Estado de bienestar. Los Estados de bienestar moldeados por la presión socialista eran, según este enfoque, más grandes, con mayores niveles de gasto y cualitativamente diferentes.

Sin embargo, la identificación de los castigados por el mercado como el grupo más interesado en la intervención estatal ayuda muy poco a entender los Estados de bienestar realmente existentes, que presentan significativas diferencias unos de otros. No existió un patrón común aplicable al conjunto de las sociedades capitalistas avanzadas. En Estados Unidos, por ejemplo, la política del Partido Demócrata fue la más próxima a la gestión socialdemócrata europea, pero tuvo marcadas diferencias con esta, y el Estado de bienestar estadounidense fue más débil que los de las distintas versiones europeas. El de Japón atendió la promoción del pleno empleo, pero fue muy mezquino en el terreno de los servicios sociales. Teniendo en cuenta estos contrastes entre los Estados de bienestar, otra corriente, como veremos más adelante, en lugar de conceder un papel protagónico solo a la clase obrera, destaca la intervención de coaliciones sociales que en unos casos contaron con la presencia de las clases medias –los Estados de bienestar socialdemócratas–, mientras que en otros Estados de bienestar liberales estuvo casi ausente.

Los trabajos que se preguntan sobre quiénes toman las medidas sociales y cómo las aplican, analizan la composición, la organización y las prácticas de la burocracia estatal. El muy temprano Estado de bienestar sueco, por ejemplo, contó con organismos estatales preparados para evitar el desempleo en lugar de atender el pago de subsidios a los parados En cambio, la mayor parte de los otros Estados de bienestar europeos dejaron de lado la intervención activa en el mercado de trabajo, y cuando llegó el desempleo se vieron obligados a gastar en los subsidios a los parados. Por otro lado, el desempeño de la burocracia sueca estuvo lejos de caer en la ineficiencia y corrupción que distinguieron a los responsables de los programas sociales en los países del sur europeo cuando los socialistas llegaron al gobierno.

Los tres enfoques mencionados recortan aspectos diferentes: la estructura socioeconómica, los objetivos y las decisiones de los sujetos sociales y, por último, la organización y las intervenciones de los organismos estatales, pero no son excluyentes y admiten ser vinculados entre sí.

Si en la edad dorada el Estado intervino a través de la política fiscal, monetaria, y el gasto público fue porque hubo un destacado consenso acerca de que las actividades estatales podían generar las condiciones apropiadas para alcanzar el pleno empleo, la estabilidad de precios, el bienestar social, el equilibrio de la balanza de pagos. En la construcción de este consenso jugaron un papel significativo las ideas de los ingleses John Maynard Keynes y Willian Beveridge. El primero elaboró el marco teórico según el cual la política era capaz de solucionar aquellos problemas que los liberales pretendían que fuesen aceptados como el precio a pagar para avanzar hacia la eficiencia. El segundo, en el marco de la Segunda Guerra, creó un programa de salud universal para la población inglesa, en el que se reconoció que todo ciudadano debía tener aseguradas condiciones de vida dignas sin que fuera necesario ningún tipo de control de ingresos. Desde los planteos de Beveridge y Keynes los mecanismos de intervención estatal y de provisión de servicios complementaban la economía de mercado, solo era necesario corregir determinados desequilibrios del laissez faire. Se postulaba la reformulación del capitalismo liberal, pero sin pretender transformar radicalmente la economía de mercado ni la estructura de clases. El Estado de bienestar revisaría el capitalismo liberal para hacerlo económicamente más productivo y socialmente más justo. En los años de auge económico, los servicios sociales recibieron más del 50 % del gasto público.

La acción del Estado se combinó con el pacto entre las corporaciones claves del sistema productivo: el movimiento sindical y las organizaciones empresarias. Ambas se comprometieron, con diferente grado de eficacia y nivel de adhesión, a contribuir al crecimiento económico, vía el control del conflicto social, el primero; a través de las inversiones productivas y la indexación de los salarios las segundas. La articulación entre el Estado de bienestar y ese pacto global contribuyó a la compatibilidad de capitalismo y democracia. Aunque hubo diferentes tipos de Estado de bienestar, es posible distinguir un conjunto de instrumentos y prácticas ampliamente difundidas que constituyeron los rasgos distintivos del nuevo contrato social. Por un lado, el gasto público contribuyendo al aumento de las tasas de beneficio privadas, ya sea mediante la concesión de subvenciones, la nacionalización de sectores ineficientes, la creación de empresas públicas que por su alta composición orgánica de capital exigen elevadas inversiones. Por otro, la planificación indicativa que racionalizó la asignación de recursos y canalizó la inversión hacia sectores previamente seleccionados por la burocracia estatal. A esta planificación se sumaron las intervenciones anticíclicas de los gobiernos para evitar la recesión o frenar la inflación a través de las políticas monetarias, fiscales y crediticias. Por último, los programas de seguridad social que generaron condiciones favorables para la relativa desmercantilización de la fuerza de trabajo. Esto especialmente en los países escandinavos, donde la intervención estatal se comprometió con la promoción del pleno empleo.

La identificación de distintos tipos de Estado de bienestar se basa en el reconocimiento de diferentes grados y modalidades de intervención estatal, conjuntamente con el hecho de que las medidas gubernamentales tuvieron disímiles alcances e impactos en el seno de cada sociedad. Para muchos autores, el Estado de bienestar no puede ser entendido solo en términos de los derechos que concede; es preciso tener en cuenta cómo sus actividades en la provisión de bienes y servicios están entrelazadas con las prácticas del mercado y con el papel de la familia. Un concepto clave para la distinción de los Estados de bienestar es el grado en que flexibiliza la dependencia del individuo respecto del salario para contar con los bienes y servicios necesarios para su vida. La desmercantilización se produce cuando el Estado presta un servicio como un asunto de derecho y cuando una persona, generalmente por un tiempo determinado o una incapacidad probada, puede sostener una vida digna sin depender del mercado. En última instancia, los diferentes tipos de Estado de bienestar remiten a su grado de injerencia en la reformulación de la lógica mercantil del capitalismo. nota

En el marco de la crisis de 1970, las críticas de los liberales al Estado de bienestar ocuparon el centro de la escena política e ideológica, y su propuesta de que fuera desmantelado ganó importantes adhesiones. El debilitamiento del Estado de bienestar no fue el resultado directo del avance del neoliberalismo: en gran medida se debió a sus promesas incumplidas y, básicamente, al hecho de que la sociedad que intervino activamente en su construcción había cambiado significativamente a lo largo de la edad dorada.

La crisis petrolera que estalló en 1973 fue el primer gran sacudón capitalista de la posguerra, y el inicio del fin de las tres décadas "gloriosas" que supieron construir en Europa las bases del Estado de Bienestar, que garantizaba cobertura social a todos sus ciudadanos y le otorgaba un lugar preponderante a las políticas públicas en la organización y la ejecución de la vida económica de las naciones.
Detrás de ese telón de fuerte crecimiento que decoró las décadas de los '50, los '60 y parte de los '70 del siglo pasado -los "Treinta Gloriosos"-, asomaba sin embargo un paisaje de excesiva liquidez y especulación financiera que se convertiría, con los años, en una verdadera marca de los tiempos durante el cambio de milenio. A principios de los años '70, el entramado financiero mundial pasó de la escasez de dólares que caracterizó a los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, a una abundancia de billetes verdes creada tanto por los déficits comerciales como por la constante salida de capitales de Estados Unidos.
Pero aparte del flujo excesivo de liquidez, la caída de la tasa de ganancia de las empresas occidentales -medida respecto a los astronómicos beneficios obtenidos antes- funcionó como otro gran disparador de la crisis, que luego se tradujo en duras consecuencias sobre los niveles de empleo y el rango de las protecciones sociales, que comenzaron a ser cuestionadas con severidad.
En lenguaje de fechas, tanto el abandono del patrón oro por parte de Estados Unidos en 1971, como la invasión de petrodólares de 1973 (que hicieron explotar las monumentales deudas externas de los países periféricos), funcionan como condensadores de los procesos que ocurrieron en el seno de las economías centrales.

También, y como ha ocurrido cada vez que alguna gran crisis asoma, fue el momento de un cambio en el paradigma dominante a nivel teórico, ya que los años dulces del keynesianismo de la posguerra cedieron ante las presiones de una revolución conservadora liderada por el tatcherismo en Gran Bretaña y el reagenismo en la gran potencia mundial.

1973 puede funcionar entonces como la fecha de nacimiento del neoliberalismo, doctrina que marcó el último cuarto de siglo y que busca, en la actualidad, la manera de esquivar su propio pozo negro. Causas y efectos. El fin de la Segunda Guerra Mundial dejó un mundo devastado con un continente entero destruido, y un nuevo líder en el orden geopolítico internacional: Estados Unidos.
La nueva potencia fue el motor y el director de la expansión económica que siguió al final de la guerra, y el gran generador de los capitales que sirvieron para volver a levantar los edificios reales y simbólicos de toda Europa.

Según Mario Rapoport y Noemí Brenta, autores de "Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo", la expansión económica de posguerra "implicó una nueva etapa de auge del capitalismo en las economías avanzadas", con altas tasas promedio de crecimiento (cerca del 5 por ciento anual para los países de la OCDE, con picos de 10 por ciento para Japón), plena ocupación, moderados índices de inflación y ninguna crisis a nivel mundial.
Fue la edad de oro del capitalismo moderno, lo que los cientistas políticos franceses denominaron "Les trente Glorieuses", o los Treinta Gloriosos.
Sin embargo, sobre el filo de los '70, comenzó a asomar un proceso de "estanflación" fogoneado, por el lado de la producción, por un decrecimiento de la tasa de ganancia debido a múltiples factores que incluyeron los mayores salarios, el incremento de la relación capital-producto, y un incremento de ganancias que no logró aumentar la demanda efectiva.
En ese punto comenzó a consolidarse un círculo vicioso de menor productividad, menor consumo, menores ganancias, menor inversión, y menores salarios.
A la par, todos los países occidentales entraron en procesos inflacionarios relacionados con la mayor liquidez mundial, que llegó a su vez en parte como resultado de la crisis del sistema de Bretton Woods.
El brusco cambio en el sistema monetario internacional comenzó a gestarse ya en los años '60 con el resquebrajamiento del dolar y el fortalecimiento en paralelo de las monedas europeas y del yen japonés, como consecuencia de las mejoras en la competitividad de sus economías.
En agosto de 1971 el presidente de EEUU, Richard Nixon, decidió suspender la convertibilidad del dolar frente al oro, lo que en realidad desarmaba todo el sistema monetario puesto en pie después de la Segunda Guerra.
La tasa de ganancia, por su lado, se redujo también por un combo de factores que incluyeron algunos gastos monumentales como la Guerra de Vietnam y la carrera espacial; y el auge del poder sindical y de los movimientos sociales, que lucharon para defender salarios altos, lo que según los especialistas empeoró el círculo inflacionario.
Por último, se trató de una época rica en innovaciones tecnológicas que también se caracterizó por una mayor interrelación de las esferas comerciales, financieras y productivas, todo bajo la hegemonía económica, política y estratégica de Estados Unidos.
Los petrodólares y la deuda: El shock petrolero de 1973, que se tradujo en un fenomenal aumento de los precios de los combustibles y en fuertes restricciones para su consumo, tiene su punto de origen en la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) en 1960.
Ese organismo fue creado por las grandes naciones productoras, sobre todo las del Golfo Pérsico, como una respuesta a la baja del precio del crudo que imponían las potencias centrales a través de sus empresas petrolíferas.
Ante esta situación la Opep decidió aumentar el precio del barril de petróleo crudo de tal forma que, mientras en 1970 costaba 2,53 dólares, a fines de los años 80 costaba 41, y hoy roza los 100.

El aumento, concentrado en el año 1973, produjo hondas consecuencias en las economías de los países industrializados, que dependían de su importación.

También hay que mencionar el efecto político de la guerra de Yom Kippur, ya que la Opep y algunos aliados árabes establecieron un embargo de los envíos de crudo hacia Occidente, sobre todo a Estados Unidos y Holanda, lo que encareció de manera casi inmediata los precios.

A la par, los países productores aumentaron considerablemente sus ganancias y exportaron capital al sistema financiero occidental, que comenzó a ofrecer préstamos a granel, sobre todo a los países de la periferia.

Así, la mayoría de las naciones en vías de desarrollo se endeudaron, un proceso que estalló cuando México declaró la imposibilidad de pagar sus créditos en 1980.

El fin del Estado de Bienestar: Frente a la crisis, desde los círculos políticos conservadores se empezaron a cuestionar las ideas keynesianas de intervencionismo estatal, y se comenzó a minar teórica y prácticamente el funcionamiento del Estado de Bienestar.
Según sus críticos, el Estado gastaba demasiado y era eso lo que generaba la crisis, por lo tanto había que reducirlo. Neoliberales o neoconservadores decían que el aumento de las ganancias era el único motor de la economía, y por lo tanto se debían reducir los costos volviendo al liberalismo tradicional con la reducción del Estado, la disminución de los salarios y la eliminación de los puestos de trabajo innecesarios.
En ese contexto, los países centrales, con Washington y Londres a la cabeza, reorientaron sus políticas fiscales y monetarias para disminuir o cortar los beneficios del Estado de Bienestar.
Respecto al caso británico, el historiador Eric Hobsbawm, en su libro "Años interesantes, una vida en el siglo XX", destaca "el avance ideológico de la creencia tatcherista de que la única forma de gestionar los asuntos públicos y privados de un país era mediante hombres de negocios con expectativas y métodos propios del mundo empresarial".Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías y las políticas de flexibilización laboral empezaron a expandirse por todo el mundo, por lo que muchas empresas transnacionales cerraron sus establecimientos en sus países de origen para dar comienzo a la "deslocalización", o sea la implantación en otros países con mano de obra más barata y leyes más laxas.
En los '80, el neoliberalismo tuvo su propia biblia con el Consenso de Washington, doctrina que fue aplicada por la totalidad de los países sudamericanos durante la última década del siglo pasado. La ortodoxia había vuelto al subir al podio.”
Material solo para uso educativo tomado en parte de: 
http://carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/carpeta-3/los-anos-dorados-en-el-capitalismo-central/el-estado-de-bienestar






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