La evolución del sistema capitalista desde Bretton Woods a
la Crisis del Petróleo de 1973.
“Más allá de los rasgos peculiares asumidos por la expansión
en cada país, esta fue el resultado de la exitosa combinación de tres factores:
la definida hegemonía de los EE.UU. a nivel económico, ideológico, político y
militar; la extendida industrialización sobre la base del fordismo, y el
destacado consenso respecto de la intervención del Estado, tanto para evitar el
impacto negativo de la fase recesiva del ciclo económico como para garantizar
la provisión de servicios sociales básicos al conjunto de la población.
En 1945 no existían dudas acerca del enorme poder de los
Estados Unidos. Su fuerza militar había sido decisiva para dar fin a la guerra.
La explosión de las dos bombas atómicas sobre Japón confirmó su superioridad
técnica y militar. Durante la guerra, la economía norteamericana creció hasta
el punto de que representaba el 50 % del producto interno bruto del mundo
entero, poseía el 80 % de las reservas mundiales de oro, producía la mitad de
las manufacturas mundiales, y el dólar se había convertido en el pilar central
del sistema monetario y comercial internacional.
Un rasgo novedoso del período de posguerra fue, junto con
las altas tasas de crecimiento, que las recesiones fueran muy débiles y no
significaran mucho más que pausas en el marco de la expansión. La consolidación
del crecimiento económico en los centros capitalistas fue acompañada, como en
la era del imperialismo, por un destacado incremento del comercio mundial y de
las inversiones en el exterior, pero ahora los capitales estadounidenses
reemplazaron a los británicos y no hubo migraciones internacionales como las
del capitalismo global de fines del siglo xix.
Una vez alcanzada la reconstrucción, en la década de 1950,
la mayor parte de la población europea tuvo acceso a productos, automóviles,
heladeras, televisores que antes de la guerra solo habían estado al alcance de
familias con altos ingresos. La expansión del crédito contribuyó a la
ampliación y el sostenimiento de la demanda. Esta creció bajo el doble impulso
de los mejores ingresos y las técnicas de la publicidad que promovieron la
satisfacción de deseos vía la compra de bienes o el uso del tiempo libre en
actividades disponibles en el mercado. Los números no dejan dudas sobre la
pertinencia del término “años dorados”: entre 1957 y 1973 el poder de compra se
duplicó y la tasa de desempleo, hasta 1967, fue inferior al 2 %.
Una visión dominante en los años dorados respecto de la
marcha de la economía fue que el capitalismo había aprendido a autorregularse
gracias a la intervención del Estado, y que los gastos sociales actuaban como
estabilizadores automáticos garantizando un crecimiento regular. En ese
contexto, el premio Nobel de Economía Paul Samuelson anunció que “gracias al
empleo apropiado y reforzado de las políticas monetarias y fiscales, nuestro
sistema de economía mixta puede evitar los excesos de los booms y las
depresiones, y puede plantearse un crecimiento regular”.
El Estado benefactor desarrollado ha sido una de las marcas
distintivas de la edad de oro. Aunque para muchos marxistas fue apenas un
apéndice funcional que aceitaba el desenvolvimiento del fordismo, su
consolidación representó un esfuerzo de reconstrucción económica, moral y
política. En lo económico se apartó de la teoría económica liberal ortodoxa,
que subordina la situación de los individuos, grupos y clases sociales a las
leyes del mercado, y en su lugar promovió el incremento del nivel de ingresos y
la ampliación de la seguridad laboral. En lo moral propició las ideas de
justicia social y solidaridad. En lo político, se vinculó con la reafirmación
de la democracia.
El rápido e intenso crecimiento económico de los años
cincuenta y sesenta fue acompañado por un importante grado de estabilidad
social que se quebró a fines de los años sesenta. En 1968, en el momento en que
la exitosa combinación de fordismo y keynesianismo se agrietaba –aunque esto no
fue percibido por los contemporáneos– tuvo lugar una extendida movilización
social y cultural que cuestionó los pilares de la sociedad de consumo,
exigiendo la más plena libertad individual y protestando contra la
subordinación del obrero a la cadena de montaje. El nuevo sistema tuvo en
cuenta los aportes de John Keynes aunque se apartó en varios puntos de sus
ideas. El economista inglés, que venía bregando por un nuevo contrato social
desde la primera posguerra, intentó reproducir en el plano internacional una
arquitectura institucional que permitiera limitar el poder desestabilizador de
las finanzas privadas. En el núcleo de su propuesta estaba la creación de un
banco central capaz de emitir y gestionar una moneda internacional. Esta
institución tendría el papel de regular la liquidez internacional minimizando
el riesgo de las devaluaciones / valorizaciones excesivas de las monedas locales.
La existencia de un estabilizador automático ampliaría los grados de libertad
de los gobiernos nacionales para realizar las políticas contracíclicas
necesarias a fin de mantener el pleno empleo y, así, contribuir a la
estabilidad social en el marco de democracias liberales y economías de mercado.
También propuso la formación de un fondo para la reconstrucción y el desarrollo
destinado a la concesión de créditos para los países de bajos ingresos y, por
último, la creación de una organización internacional del comercio que se
ocuparía especialmente de la estabilidad de los precios de los bienes de
exportación primarios. El Tesoro de los Estados Unidos no estaba dispuesto a
limitar su autonomía en nombre de un arreglo burocrático que reconocía la
existencia de un prestamista global en última instancia. Harry Dexter White, el
representante estadounidense, aceptó parcialmente la propuesta de Keynes, y
finalmente se aprobó un modelo en el cual el dólar mantenía su posición de
divisa llave para los intercambios y las inversiones.
Entre la rigidez del patrón oro y la inestabilidad de los
años de entreguerras, se buscó un término medio: los países firmantes del
acuerdo tendrían el derecho de ampliar el margen de fluctuación de sus monedas
frente al dólar que era la única moneda cuyo valor en oro era fijo, siempre que
ocurriera algún “desequilibrio fundamental” en las cuentas externas. Esta
flexibilidad fue planeada para garantizar el ajuste del balance de pagos sin
tener que caer en la recesión cuando dicho balance fuera deficitario. El
régimen monetario oro-dólar era políticamente atractivo porque estabilizaba las
monedas para promover el comercio y la inversión, sin atar excesivamente las
manos de los gobiernos. Las principales monedas europeas tuvieron devaluaciones
superiores a un 30 % en los años de la posguerra, en función de la grave escasez
de dólares. Recién a partir de 1958, junto con la creación del Fondo Monetario
Internacional (FMI), se transformaron en convertibles en los términos
estipulados
Los gobiernos también gozaron de la capacidad de controlar
el movimiento de capitales evitando así la acción desestabilizadora de los
flujos volátiles, como había ocurrido en la primera posguerra. Al margen de las
normas que regulaban los movimientos del capital financiero, la incidencia de
estos fue débil, porque las economías nacionales ofrecían excelentes
posibilidades a las inversiones productivas. En la edad dorada se reconoció el
carácter positivo de la vinculación complementaria entre las acciones de los
Estados nacionales y los movimientos de los mercados.
El acuerdo de Bretton Woods aprobó la fundación de dos de
las organizaciones concebidas por Keynes y Dexter White –el Banco Internacional
para la Reconstrucción y el Desarrollo, o Banco Mundial, y el Fondo Monetario
Internacional,FMI – pero no se concretó la creación de la organización
internacional del comercio. A los intereses proteccionistas les pareció que se
avanzaba demasiado hacia el librecambio.
No obstante, el comercio internacional se liberalizó a
través del Tratado General sobre Aranceles y Comercio (GATT). Este fue un foro
en el que los países industrializados consultaban y negociaban su política
comercial en un sentido cada vez más aperturista, a través de las sucesivas
reducciones de los gravámenes aduaneros y la disminución de los obstáculos no
tarifarios del comercio. Recién a partir de enero de 1995, con la fundación de
la World Trade Organization (Organización Mundial de Comercio, OMC), el GATT se
transformó en un organismo institucionalizado.
El funcionamiento del sistema de Bretton Woods requería que
los Estados Unidos mantuvieran la voluntad y la capacidad para vender oro a 35
dólares la onza a los bancos centrales extranjeros cuando estos se lo pidieran.
Eso significaba que Washington tenía que emprender acciones siempre que el
déficit comercial amenazara con una pérdida precipitada de oro por parte de la
Reserva Federal.
A diferencia de lo ocurrido en la primera posguerra, se
obvió la imposición de reparaciones y el pago de los créditos de guerra. En su
lugar se aplicaron políticas de dinero barato y se crearon instrumentos
institucionales que posibilitaron la libertad de comercio. Los intercambios
internacionales se desarrollaron principalmente entre las economías
capitalistas centrales. La diferencia de productividad entre ellas fue tal que
los bienes de equipo estadounidenses encontraban siempre compradores en Europa
y Japón. La balanza comercial de EE.UU. fue entonces sistemáticamente
excedentaria. El problema residía en el débil poder de compra de Europa y
Japón, una restricción que se resolvió, primero, con los préstamos del Estado
norteamericano y, cada vez más, con las inversiones exteriores de las firmas
estadounidenses. Con el paso del tiempo la balanza de pagos estadounidense
empezó a ser deficitaria.
Washington se comprometió con la reconstrucción de Europa
vía el Plan Marshall, y con la de Japón a través de un programa similar, a
partir de la guerra de Corea. Los países europeos y Japón combinaron las
tecnologías de alta productividad, promovidas originalmente en Estados Unidos,
con la gran oferta de fuerza de trabajo local pobremente retribuida, lo que
hizo crecer la tasa de ganancia y de inversión. Durante los primeros años de la
década de 1960 este crecimiento no afectó negativamente la producción y los
beneficios en Estados Unidos. Aunque el desarrollo económico desigual implicaba
un declive relativo de la economía estadounidense, también constituía una
condición necesaria para la prolongada vitalidad de las fuerzas dominantes en
ella: los bancos y empresas multinacionales estadounidenses, para expandirse en
el exterior, necesitaban salidas rentables a su inversión directa en los otros
países del Primer Mundo.
A fines de los años cincuenta se produjo una reorientación
significativa en la localización de la inversión norteamericana en el
extranjero: se estancó el flujo hacia los países del Tercer Mundo y creció la
inversión en Canadá y en Europa. Mientras que la mayor parte de las inversiones
realizadas en el Tercer Mundo buscaban el control de las materias primas y de
la energía, los capitales norteamericanos que se dirigieron a Europa occidental
propiciaron la reactivación y expansión de la industria manufacturera. También
se invirtió en bancos, compañías de seguros y en empresas de auditoría. A
partir de los años setenta, las grandes empresas europeas occidentales y
japonesas se sumaron a esta tendencia.
Otro fenómeno con significativa incidencia en la
reorganización del capitalismo fue el crecimiento del comercio entre las
compañías multinacionales. En 1970 el 25 % del total del comercio mundial se
realizaba entre filiales de una misma empresa multinacional. La facilidad para
trasladar activos, tanto financieros como no financieros, en el interior de las
empresas operó como un factor decisivo en los movimientos de capitales
internacionales, en muchos casos con carácter especulativo. El poder de las
multinacionales quedó registrado en cifras contundentes: el volumen de ventas
de la Ford, por ejemplo, sobrepasó el producto nacional bruto de países como
Noruega.
La creciente internacionalización de la producción cambió la
división internacional del trabajo, y las economías dependientes se
industrializaron selectivamente. Por otra parte, la intensificación de la
competencia entre las economías dominantes condujo a la innovación y la
racionalización, y el desarrollo tecnológico dio un salto hacia adelante.
La política de la potencia hegemónica, volcada hacia “la
contención del comunismo” y decidida a mantener el mundo seguro y abierto para
la libre empresa, procuraba el éxito económico para sus aliados y competidores
como fundamento para la consolidación del orden capitalista de posguerra.
Las inversiones productivas de las multinacionales
estadounidenses, con el pleno respaldo de su Estado, incidieron sobre las
tramas sociales e institucionales de los países receptores.je. Los derechos de
propiedad y las relaciones laborales de los países en los que invirtieron
fueron modificados de un modo más profundo que el impacto que habrían tenido
los flujos puramente financieros. Esto supuso la creación de vínculos directos
con los bancos, proveedores y clientes locales, es decir, una integración
diversificada y densa que se articulaba con los lazos políticos y militares de
la Guerra Fría. La inversión directa estadounidense aportó consigo las empresas
de consultoría y asesoramiento, las escuelas empresariales, las agencias de
inversión y los auditores estadounidenses, las reglas jurídicas y las
instituciones que enmarcarían el funcionamiento de un capitalismo cada vez más
global. Allí donde esto no ocurrió, como en Japón, los vínculos imperiales se
basaron sobre todo en la dependencia militar y comercial, así como en la
dependencia japonesa de Estados Unidos respecto de los lineamientos de su
política exterior.
Washington emergía a la cabeza del imperio global como algo
más que un mero agente de los intereses particulares del capital
estadounidense; también asumía responsabilidades en la construcción y la
gestión del capitalismo global. En este sentido, Estados Unidos gestionó con
bastante eficacia una contradicción básica del capital: el hecho de que la acumulación
económica requiere un orden internacional relativamente estable y predecible,
mientras el poder político está repartido en Estados que compiten entre sí.
Esto fue posible porque las instituciones desarrolladas entonces por la
superpotencia ofrecieron un marco en el que sus aliados euroasiáticos podían
crecer de forma aceptable y favorecer al mismo tiempo de buena gana a su
protector. Pero también fue factible en virtud de la legitimidad que la
democracia estadounidense otorgaba a Washington en el exterior. Las ideas
liberal-democráticas, las formas jurídicas y las instituciones políticas
prestaban cierta credibilidad a la proclamación de que incluso las
intervenciones militares de Estados Unidos se realizaban en nombre de la
democracia y de la libertad.
En el momento en que estalló la guerra, en Estados Unidos no
se había logrado superar las consecuencias de la crisis económica: aún
continuaban en paro 10 millones de personas. Antes del ataque a Pearl Harbour,
Washington reforzó sus vínculos con Gran Bretaña –a través de la ayuda
económica y el reconocimiento de objetivos comunes– con la firma de la Carta
del Atlántico.
A partir de su ingreso en el conflicto, el gobierno dispuso
la creación de organismos destinados a regular el esfuerzo para ganar la
guerra. Los nuevos comités le permitieron intervenir en casi todos los aspectos
de la vida civil: la dirección de la producción, la distribución de los
recursos humanos entre la industria y las fuerzas armadas, la resolución de los
conflictos laborales, el control de precios y salarios, el control de los
medios de comunicación, la coordinación de los proyectos de investigación y el
desarrollo de los armamentos. En la conducción de estos organismos asumieron un
papel destacado los hombres de negocios.
En términos sociales, los cambios vinculados con el esfuerzo
bélico, si bien ofrecieron mejores condiciones para muchos sectores postergados
también permitieron la revisión de reformas sociales logradas en el pasado. El
beneficio más evidente fue la creación de puestos de trabajo, al punto de que
llegó a sentirse la escasez de mano de obra: la superación del paro derivó en
el aumento de sueldos y salarios. La escasez y el racionamiento debilitaron las
diferencias sociales. Los sindicatos tuvieron una mayor capacidad negociadora a
medida que crecía la ocupación, y contaron con un mayor número de afiliados. Los
dirigentes sindicales fueron incluidos en varios de los nuevos organismos
gubernamentales, ya que era preciso contar con su colaboración para concentrar
todas las energías en el esfuerzo bélico. La financiación de la guerra exigió
además la reforma del sistema impositivo: se redujeron las exenciones fiscales
y se buscó que los ricos pagaran más.
Al mismo tiempo, los sindicatos tuvieron que hacer
concesiones tales como la extensión de la jornada laboral y el compromiso de no
recurrir a las huelgas. Sin embargo, ante el incremento de los precios, su
decisión no fue unánimemente acatada por las bases, como lo demuestra el número
relativamente importante de huelgas ilegales que se produjeron en este período.
En 1943 hubo huelgas en diferentes industrias; la más grave fue la de los
mineros, dirigidos por John Lewis. Estos lograron el reconocimiento de sus
reclamos, pero al mismo tiempo el Congreso aprobó la Ley Smith-Connally, que
limitaba severamente el derecho de huelga.
Después de 1941, muchos patronos utilizaron la disciplina
del tiempo de guerra para recuperar parte de la iniciativa y control que habían
entregado a los sindicatos industriales al finalizar la depresión:
incrementaron los ritmos de producción, aumentaron el número del personal de
supervisión para disciplinar a los trabajadores, forzaron a los sindicatos a
expulsar a los dirigentes más radicalizados. Esta actitud recibió el apoyo de
parte de los medios de comunicación e incluso de funcionarios gubernamentales
que catalogaban a las huelgas salvajes de acciones promovidas por los rojos y
los comunistas. La depuración de los dirigentes del Congreso de Organizaciones
Industriales comenzó antes de la campaña macartista. Los líderes del Congreso
privilegiaron el acuerdo con las empresas, se opusieron a las huelgas salvajes
y a la actividad sindical radical de los dirigentes de base.
Las mujeres lograron un alto nivel de independencia
económica y una mayor libertad. Muchas de ellas ocuparon puestos que habían
estado reservados para los hombres. Esta nueva situación condujo al
reconocimiento de la necesaria equiparación salarial. Aunque se achicó la
brecha entre los salarios de unos y otras, las diferencias se mantuvieron: el
salario de una mujer era inferior en un 40 % al de un hombre, por igual tarea.
La guerra no solo afectó las relaciones sociales en el mundo
del trabajo, sino que tuvo repercusiones más amplias. La demanda de mano de
obra de la industria militar alentó los movimientos migratorios del campo a la
ciudad y del sur al norte y al oeste. A lo largo del conflicto, más de 5
millones de personas se desplazaron de las zonas rurales a las urbanas y un 10
% de la población se trasladó de un estado a otro. California, por ejemplo,
donde se concentraba cerca de la mitad de la industria naval y aeronáutica del
país, atrajo a 1.400.000 personas. Las ciudades no contaban con las condiciones
necesarias para absorber este crecimiento de población, y el problema más grave
fue el de la vivienda.
El pasaje de una economía de guerra a la de paz sin que se
produjeran graves sacudimientos fue posible porque se mantuvo un alto nivel de
gastos gubernamentales, porque la población requirió una destacada cantidad de
bienes de consumo, y porque se registraron fuertes exportaciones de mercaderías
y servicios. Los productos estadounidenses se destacaban por su capacidad
competitiva en el mercado mundial, derivada de la alta productividad del
trabajo, cuatro veces superior a la de Europa. La industria norteamericana se
distinguía también por el alto grado de concentración del capital: en el caso
de la industria automovilística, por ejemplo, las tres sociedades más grandes
proporcionaban el 78 % de los vehículos.
El mercado interno era el más importante para la colocación
de los bienes industriales; las exportaciones absorbían entre el 5 y el 6 % de
la producción. Sin embargo, la destacada capacidad productiva requirió cada vez
más de la inversión más allá de los límites fijados por las fronteras del
Estado nacional.
Si bien los capitalistas gozaron de condiciones
satisfactorias para concretar inversiones, en la inmediata posguerra el
movimiento obrero cuestionó la desigual distribución de los beneficios producidos
por la recuperación en marcha. La excesiva demanda de bienes de consumo, no
acabadamente satisfecha, y el déficit fiscal provocaron inflación, que exacerbó
el conflicto entre obreros y empresarios. Mientras los primeros exigieron
mayores salarios luego de las privaciones aceptadas durante la guerra, los
segundos impulsaron el aumento de los precios una vez derogados los topes
fijados por el gobierno durante el conflicto. En consecuencia, una vez
alcanzada la paz se produjeron una serie de huelgas en algunas de las
industrias más importantes: la automotriz, la del acero, la minería, los
ferrocarriles.
Durante 1946 se produjeron más de 5000 huelgas, en las que
intervinieron 4.600.000 trabajadores. El presidente Harry Truman decidió frenar
esta oleada de conflictos. Al año siguiente el Congreso aprobó la Ley
Taft-Hartley, que impuso severos recortes al movimiento sindical: el control
estatal de su desenvolvimiento económico; la prohibición de las huelgas de
solidaridad y las que no hubieran sido avisadas con 60 días de antelación;
derogación de la obligación de los empresarios de contratar obreros
sindicalizados, la prohibición de la actividad política de los sindicatos.
La purga de los dirigentes radicalizados del CIO en el marco
de la Guerra Fría fue un factor clave en este proceso. Entre 1947 y 1950 la
mayoría de los sindicatos industriales asumieron políticas de cooperación con
las estrategias empresariales. Se aceptó el sistema de negociación colectiva
basado en la productividad, en virtud del cual los aumentos salariales
resultarían del incremento de la productividad de los trabajadores, sin
cuestionar la distribución de la renta previamente existente. En el éxito de
este pacto de colaboración jugaron un papel destacado tanto la conducta de los
dirigentes sindicales como la situación de importantes sectores de la clase
obrera. La integración contó con el acuerdo de ambos en virtud de los
beneficios que la expansión económica del capitalismo norteamericano era capaz
de brindarles: empleo seguro, salarios crecientes, acceso cada vez mayor al
consumo. No obstante, las condiciones de trabajo en las fábricas siguieron
signadas por el alto nivel de subordinación y de control distintivos del
fordismo.
La afiliación sindical se estabilizó luego de la guerra de
Corea. La menor atracción de los sindicatos fue consecuencia, en parte, de la
prosperidad económica, pero también de los cambios en el mercado de trabajo:
aumento del número de personas dedicadas a las actividades profesionales y de
servicios, que se mantuvieron al margen de la organización gremial.
En contraste con la industria, el medio rural fue impactado
por severos desafíos. La prosperidad que durante la guerra caracterizó a la
agricultura posibilitó a los granjeros superar las consecuencias más negativas
de la crisis de los años 30: liquidaron parte de las deudas hipotecarias y
algunos se convirtieron en propietarios. La paz volvió a poner de manifiesto la
subordinación del agro a la dinámica del sistema capitalista, que imponía la
inversión en maquinarias y un modo de organización de la producción en el que
no tenían cabida las explotaciones de carácter familiar. La creciente
productividad derivó en la desvalorización de los productos, y en consecuencia
en la reducción de la renta de los granjeros. Este sector recibió ayuda del
gobierno federal, destinada a preservar el nivel de sus ingresos. Esta política
posibilitó el sostenimiento de la producción y los stocks fueron colocados por
el Estado en el extranjero, a precios inferiores al de su adquisición.
El traslado de muchos estadounidenses hacia las regiones del
oeste y el suroeste fue acompañado de otro movimiento de la población: del
centro de las ciudades a nuevos suburbios donde las familias esperaban hallar
vivienda a precio accesible. Urbanistas como William J. Levitt construyeron
nuevas comunidades con las técnicas de la producción en masa. Las casas de
Levitt eran prefabricadas y modestas, pero sus métodos bajaron los costos.
Cuando los suburbios crecieron, las empresas se mudaron a las nuevas áreas.
Grandes centros comerciales que reunían una gran variedad de tiendas cambiaron
los hábitos de consumo y su número aumentó, de ocho al final de la Segunda
Guerra Mundial a 3840 en 1960. Nuevas
autopistas brindaron mejor acceso a los suburbios y sus tiendas. La ley de
carreteras de 1956 dispuso la asignación de 26.000 millones de dólares para
construir más de 64.000 kilómetros de carreteras interestatales.
La televisión tuvo también un alto impacto sobre las pautas
sociales y económicas. En 1960 tres cuartas partes de las familias del país
tenían por lo menos un televisor. A mediados de la década, la familia promedio
dedicaba cuatro o cinco horas al día a mirar la televisión. Dos programas muy
populares fueron Yo amo Lucy y Papá lo sabe todo.
En el plano político e ideológico, hacia fines de la guerra
el presidente Roosevelt estaba convencido de que el caos mundial solo podía
superarse mediante una reorganización fundamental de la política mundial. La
institución clave sería la Organización de las Naciones Unidas, ONU, a través
de su compromiso tanto con el deseo universal de paz como con el afán de las
naciones pobres de independizarse y alcanzar la igualdad con las ricas. En
última instancia pretendía un New Deal a escala mundial. Por primera vez se
propiciaba una institucionalización de la idea de gobierno mundial. La
concepción de Roosevelt combinaba objetivos sociales con repercusiones de tipo
presupuestario y financiero. La esencia del New Deal postulaba la existencia de
un gobierno que debía gastar para alcanzar la seguridad y el progreso. En
consecuencia, la recuperación del mundo de posguerra requería del aporte
generoso de Estados Unidos a fin de superar la catástrofe provocada por la
guerra. La ayuda a las naciones pobres tendría el mismo efecto que los
programas de bienestar social dentro de Estados Unidos; esto evitaría que el
caos diese paso a revoluciones violentas. Sin embargo, el Congreso y la
comunidad empresarial estadounidense eran más pragmáticos en sus cálculos de
los costos y los beneficios de la política exterior estadounidense. No estaban
dispuestos a proporcionar los medios necesarios para llevar a la práctica un
plan que concebían como poco realista.
Los sucesores de Roosevelt, Harry Truman (1945-1953) y
Dwight Eisenhower (1953-1961) se inclinaron a favor de un reordenamiento
“realista”. El mundo era un lugar demasiado grande y demasiado caótico para que
Estados Unidos lo reorganizara a su imagen y semejanza, especialmente si esa
reorganización debía conseguirse mediante organismos de un casi gobierno
mundial, en los que la administración estadounidense tendría que llegar a
compromisos con las opiniones e intereses de otros países. Ambos presidentes
optaron por basar la hegemonía de su país en el control estadounidense del dinero
mundial y del poder militar global. No obstante, en la inmediata posguerra, los
gobiernos no contaron en forma inmediata con el suficiente beneplácito político
y social para hacerse de los recursos que requería el nuevo papel de Estados
Unidos como potencia hegemónica. Sin embargo, como diría el secretario de
Estado Dean Acheson, “sucedió lo de Corea y nos salvó”. Frente al avance de los
comunistas no hubo dudas para asignar los fondos necesarios para armar a la
superpotencia que “salvaría la democracia”. La sociedad estadounidense de la
década de los cincuenta se caracterizó por la prosperidad y el crecimiento
económico asociados con la creciente gravitación del conservadurismo.
A partir de la experiencia de la guerra y de las
migraciones, la injusta posición del negro asumió una dimensión nacional. Las
nuevas posibilidades que ofrecían las zonas industriales indujeron al
desplazamiento de los negros hacia el norte y el oeste. En algunas ciudades
como Los Angeles, San Francisco, Buffalo, Syracuse, la población de color
creció en más del 100 %. En este nuevo contexto, algunos lograron mejores
condiciones, pero otros vieron frustradas sus expectativas por la
discriminación de la que eran objeto. En 1943 estallaron 242 motines raciales
en 47 ciudades. El más violento, en Detroit, fue reprimido mediante la
intervención de las tropas federales.
La evolución en Europa Occidental.
En la primera posguerra la democracia fue intensamente
cuestionada, en parte debido a su débil inserción en los nuevos países de
Europa del este, en España y en Portugal, en gran medida por el brutal
deterioro de las condiciones de vida en el marco de la crisis económica y
porque la movilización de los pueblos logró ser canalizada, en una extensa
porción del continente europeo, por el fascismo. En cambio, finalizada la
Segunda Guerra Mundial el ideario democrático prevaleció en gran parte del
mundo.
Detrás de esta fuerza recobrada hubo dos importantes
factores. Por un lado, la revalorización de la democracia en aquellas
sociedades que habían pasado por la experiencia del fascismo. Por otro, la
exitosa recuperación económica y el afianzamiento del Estado de bienestar, que
alejaban a las clases trabajadoras de proyectos de cambio social y político radicales.
Sin embargo, hacia fines de la guerra el péndulo político de
Europa se orientaba hacia la izquierda. Las élites conservadoras estaban
desacreditadas por su colaboración con los fascistas; en cambio, los comunistas
habían aumentado su prestigio a partir de su papel protagónico en la
Resistencia. Su disciplina, su espíritu de sacrificio, su fe en la causa por la
que luchaban hizo posible que los comunistas asumieran el liderazgo político en
las luchas por la liberación de 1944-1945. En esos años, zonas enteras del sur
de Francia y del norte de Italia estaban en manos de guerrilleros comunistas.
No obstante, los partidos de este signo no se plantearon lanzarse a una
insurrección armada mientras continuase la guerra. En las elecciones de posguerra
se convirtieron en la fuerza mayoritaria de la izquierda en Italia, Francia,
Checoslovaquia, Yugoslavia, Albania, Bulgaria y Grecia. En la inmediata
posguerra, quienes sostenían los principios del liberalismo ortodoxo no
tuvieron eco en la sociedad, prevalecía un estado de ánimo favorable a un papel
activo del Estado para avanzar en la reconstrucción económica y promover una
mayor justicia social, tal como lo planteó, por ejemplo, el programa de la
Resistencia francesa. En este contexto,
el liberalismo económico quedó reducido casi a una secta, y sus más definidos
defensores se organizaron para preservar su identidad en el plano ideológico. Nota
Los comunistas participaron en los gobiernos de Francia e Italia hasta 1947, y
en la mayor parte de los países de Europa occidental hubo gobiernos fuertemente
reformistas con destacada gravitación de los socialistas, excepto en Alemania
occidental. El electorado británico, por ejemplo, sorprendió en 1945 a los
máximos dirigentes políticos cuando se volcó a favor del partido Laborista:
habían sido los conservadores los que dirigieron exitosamente la lucha contra
los nazis. Parecía que iban a llevarse a cabo cambios radicales. Pero no hubo
nada parecido al maximalismo polarizador de 1917-1920. En 1944-1945 los
comunistas privilegiaron la cohesión del antifascismo: unidad nacional, ganar
la guerra, restaurar la democracia. Al finalizar el conflicto, tanto en Italia
como en Francia los comunistas aceptaron el rápido desmantelamiento de los
comités locales de resistencia y respaldaron la creación de gobiernos de amplia
unidad nacional, ya que “la recuperación no podía ser obra de un solo partido
sino de toda la nación”.
En poco tiempo las propuestas más radicales de la
resistencia dejaron de resonar. En parte, porque ante la dura tarea de la
reconstrucción las personas se replegaron hacia el espacio privado, con el afán
de reconstruir también sus vidas. En gran medida, además, porque las relaciones
internacionales tuvieron una gravitación cada vez más fuerte en la posición de
la izquierda. A medida que la Guerra Fría se imponía, los comunistas fueron
quedando aislados.
La Unión Europea
La reconstrucción europea se combinó con el proceso de
unificación de los países miembros de este continente, la mayor parte de los
cuales hoy componen la Unión Europea.
Durante siglos Europa fue escenario de guerras frecuentes y
sangrientas, aunque hubo un largo período de paz desde la caída de Napoleón
(1815) hasta la Primera Guerra Mundial. Al concluir la Segunda Guerra, Francia
tenía fuertes recelos en relación con la recuperación de Alemania impulsada por
Estados Unidos. Al mismo tiempo, en algunos círculos políticos e intelectuales
era atractiva la idea de una unidad europea que operara como valla para
posibles conflictos armados. Desde diferentes grupos y personalidades se abrió
paso un movimiento que impulsaba la creación de los Estados Unidos de Europa.
La iniciativa contó a su favor con la experiencia de la resistencia
antifascista, que había vinculado a quienes en distintos países rechazaron el
nazifascismo. En las organizaciones regionales y nacionales que propusieron una
asociación supranacional desempeñaron un papel destacado antiguos militantes de
la Resistencia.
La empresa de construir una entidad supranacional de
carácter político estuvo signada por una serie de obstáculos: por un lado, las
rivalidades nacionales, ya que tanto Churchill como De Gaulle pretendían que su
país asumiera el liderazgo de la nueva organización. Por otro lado, las
divergencias entre los grupos y los partidos que adherían a la iniciativa
respecto de la naturaleza de la futura comunidad, cómo habría de organizarse
políticamente, cuál sería su desenvolvimiento económico. Finalmente, en mayo de
1949 los representantes de Bélgica, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Irlanda,
Italia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos y Suecia aprobaron el estatuto de un
Consejo de Europa, al que luego se sumaron Grecia (1949), Turquía (1949),
Islandia (1950), la República Federal de Alemania (1950), Austria (1956),
Chipre (1961), Suiza (1963) y Malta (1965). En la actualidad lo integran
cuarenta y siete países europeos. La asamblea europea que dispuso su creación
elaboró una Carta de los Derechos Humanos y dispuso la creación de un Tribunal
Europeo. Sin embargo, el Consejo carece de atribuciones en el campo de la
cooperación económica y militar, ya que en ese caso ni Gran Bretaña ni otros
Estados como Suecia, y más tarde Austria o Suiza hubiesen tomado parte en él.
Aunque la vinculación lograda resultó débil, políticamente expresó el interés
por forjar un campo común entre los países que compartían determinadas
concepciones: la defensa del sistema democrático y el compromiso con el respeto
de los derechos humanos.
Paralelamente, los gobiernos europeos desarrollaron formas
de cooperación interestatal en el plano económico y militar mediante la
formación de organismos específicos. En 1948 se creó la Organización Europea
para la Cooperación Económica (OECE), para el manejo de los fondos del Plan
Marshall. La Organización ayudó a liberalizar el comercio entre los Estados
miembros, alentó los acuerdos monetarios, y propició la cooperación económica
en aspectos concretos. Un paso clave para la integración fue la fundación de la
Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA). El impulso provino de la
decisión norteamericana y británica de reconstruir la economía de Alemania
occidental y de las reservas que generó en Francia y los Estados del Benelux
(Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo). Estos países pidieron un control
internacional sobre el desarrollo de la industria pesada alemana y que se
asegurara el suministro del carbón del Ruhr a sus propias industrias. En mayo
de 1950, el ministro francés de Asuntos Exteriores Robert Schuman dio forma a
estas inquietudes: propuso la creación de una Alta Autoridad, abierta al
ingreso de los países europeos que compartieran la idea, y que se haría cargo
de la producción franco-alemana de carbón y acero. Al mes siguiente los
gobiernos de Bélgica, la República Federal Alemana, Italia, Luxemburgo y los
Países Bajos aceptaron el Plan Schuman, pero Gran Bretaña se rehusó a ingresar.
Los ministros de Asuntos Exteriores de Bélgica, la República
Federal Alemana, Italia, Luxemburgo, Francia y los Países Bajos firmaron el 25
de marzo de 1957 los Tratados de Roma, por los que se creaba la Comunidad
Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM).
Lo que básicamente se aprobó fue una unión aduanera, de ahí el nombre de
Mercado Común que le dio la opinión pública a la CEE. En Roma se acordó una
transición de doce años para la total anulación de los aranceles entre los
países miembros. Ante el éxito económico asociado a la mayor fluidez de los
intercambios comerciales, el plazo transitorio se acortó y el 1 de julio de
1968 se suprimieron todas las barreras aduaneras entre los Estados
comunitarios, al mismo tiempo que se impuso un arancel común para todos los
productos procedentes de terceros países. Este mercado común solo incluyó la
libre circulación de bienes; el movimiento de personas, capitales y servicios
siguió sufriendo importantes limitaciones. En realidad, hubo que esperar al
Acta Única de 1987 para que se diera el impulso definitivo que llevó, en 1992, a
que se estableciera un mercado unificado. Otro elemento esencial de lo acordado
en Roma fue la adopción de una Política Agraria Común. Esencialmente, esta
política estableció la libertad de circulación de los productos rurales dentro
de la Comunidad Europea, pero trabó el ingreso de estos bienes procedentes de
otros países y garantizó a los agricultores europeos un nivel de ingresos
suficiente mediante la subvención a los precios agrícolas.
La progresiva integración económica, según sus responsables,
allanaría el camino hacia el objetivo final de la unión política. En este
sentido, la CEE se dotó de una serie de instituciones: la Comisión, el Consejo,
la Asamblea Europea (posteriormente el Parlamento), el Tribunal de Justicia y
el Comité Económico Social, cuyas competencias se fueron ampliando y
complejizando en los diversos acuerdos que modificaron el Tratado de Roma.
El principal problema político con el que arrancó la
Comunidad Europea fue que un país de la importancia del Reino Unido se
mantuviera al margen. Los británicos se negaron a ingresar porque privilegiaron
sus relaciones con los países del Commonwealth y porque rechazaban subordinar
su programa político y económico a organismos supranacionales. No obstante,
mientras que la Comunidad Europea protagonizó un crecimiento económico
espectacular, con unas tasas de crecimiento en los años sesenta claramente
superiores a las norteamericanas, Gran Bretaña continuó decayendo y amplió su
brecha negativa respecto de los países del continente. Finalmente, en agosto de
1961, el gobierno británico solicitó el inicio de negociaciones para sumarse al
proyecto común. Sin embargo, el jefe político francés De Gaulle, resuelto a
construir lo que él denominó una Europa de las patrias independiente de las dos
superpotencias, y al mismo tiempo receloso de la estrecha vinculación británica
con Washington, vetó en 1963 el ingreso británico en la CEE. Volvió a hacerlo
cuatro años después, cuando el ministro laborista Harold Wilson renovó el
pedido de ingreso en la CEE. El presidente francés, pese a defender una Europa
fuerte para frenar a Washington y a Moscú, nunca creyó en una Europa unida
políticamente. Para De Gaulle, la acabada autonomía nacional francesa era una
cuestión innegociable. En 1973 nació la Europa de los Nueve, con el ingreso del
Reino Unido –ya no estaba De Gaulle para impedirlo–, junto con el de Dinamarca
e Irlanda.
Producción en masa y sociedad de consumo
Las significativas transformaciones que atravesaron a las
sociedades del Primer Mundo en la segunda mitad del siglo xx fueron a la vez
económicas, sociales, culturales y políticas. Aunque simplificando un proceso
con múltiples dimensiones, se distinguen cinco factores básicos en la honda
renovación social: la consolidación del fordismo como estrategia productiva
asociada a nuevas formas de consumo; la extendida y profunda urbanización; el
nuevo papel de la mujer tanto en el campo laboral y en el ámbito familiar como
en la relación con su cuerpo a partir del control de la natalidad; la destacada
gravitación de la cultura juvenil y, por último, la consolidación del Estado de
bienestar. Este contribuyó a un cierto grado de desmercantilización de la
fuerza de trabajo, pero también, aunque no fuera su objetivo, a un creciente
afianzamiento del individualismo. En estos resultados se conjugaron, tanto los
extendidos alcances de la educación como las posibilidades abiertas para
organizar la propia vida con una mucha menor dependencia del núcleo familiar y
de la condición de asalariado.
Las tres décadas de crecimiento económico se basaron,
principalmente, en la difusión de las técnicas de producción masiva, el bajo
costo de la energía, la expansión de los mercados de consumo y la gestión
keynesiana.
El fordismo fue una estrategia de acumulación intensiva de
capital basada en la “gestión científica” del trabajo iniciada a fines del
siglo XIX, que básicamente consistió en la apropiación del saber del trabajador
para ser transferido a la máquina. Al mismo tiempo que la cadena de montaje
imponía sus tiempos a las tareas del obrero, un equipo de técnicos y profesionales
le ordenaba la organización de su labor y supervisaba sus actividades. Este
sistema posibilitó un gran incremento en la productividad del trabajo y dio
lugar a la producción masiva de bienes de consumo baratos. Un requisito clave
para que los incrementos de productividad no desembocaran en una crisis de
superproducción como la de 1930 consistió en que el trabajador masivo gestado
por el taylorismo se convirtiese en el consumidor masivo de los bienes
producidos industrialmente. En este sentido, el círculo virtuoso de los años
dorados incluyó el contrato de largo plazo de la relación laboral con límites
rígidos para los despidos, y la aceptación del crecimiento del salario indexado
en relación con el incremento de la productividad en general. El aumento de los
salarios reales se tradujo en consumo masivo; esta demanda sirvió para
estimular nuevas inversiones, que al estar asociadas con crecimientos de la
productividad aseguraron tasas de ganancias atractivas, y por ende nuevas
inversiones.
La incorporación de los jóvenes y adolescentes jugó un papel
destacado en la ampliación del consumo. La cultura juvenil fue un sector cada
vez más atractivo para las industrias de la ropa, la música y la publicidad.
Con las innovaciones tecnológicas, nuevos productos invadieron el mercado:
televisores, discos de vinilo, casetes, relojes digitales, calculadoras de
bolsillo. Una de las grandes novedades fue la miniaturización y la portabilidad
de estos objetos.
La expansión económica requirió una abundante oferta de
fuerza de trabajo y elevadas inversiones de capital en la producción
industrial. La mano de obra provino de distintas fuentes. El enorme paro
encubierto así como el número considerable de trabajadores situados en sectores
escasamente productivos ofrecieron después de la guerra la fuerza de trabajo
barata que alentó la recuperación y la expansión económica de Europa occidental
y el Japón. A medida que se consumía esta reserva laboral, la oferta de trabajo
también aumentó a través de la inmigración, de una tasa más alta de la
población incorporada al mercado de trabajo –especialmente de mujeres, que dejaban
de ser solo amas de casa– y, a mediano plazo, del crecimiento demográfico.
En los movimientos internacionales de población se
produjeron cambios estructurales respecto de los flujos migratorios de la era
del imperialismo: de las migraciones intercontinentales a las
intracontinentales. En la inmediata posguerra se produjeron traslados masivos
por razones políticas. Entre 1945 y 1947 la Administración de las Naciones
Unidas para el Socorro y la Rehabilitación repatrió a no menos de 30 millones
de personas. A partir de los años cincuenta, los países occidentales empezaron
a atraer sobre todo a emigrantes que abandonaban sus países por motivos
económicos. En un primer momento procedían de Europa meridional y oriental,
luego del norte de África y posteriormente ingresaron muchos del Próximo y
Medio Oriente (Turquía, Irán y Pakistán). Los gobiernos no elaboraron una
política inmigratoria sino que toleraron la llegada de inmigrantes como
solución coyuntural. Sin embargo, los trabajadores extranjeros, en lugar de
entrar y salir de acuerdo con la marcha del ciclo económico, se insertaron de
manera permanente en los puestos de trabajo menos considerados y peor pagados.
A partir de las dificultades económicas a principios de los 70, los gobiernos
europeos occidentales resolvieron restringir la entrada de los extranjeros.
Estados Unidos también recibió un caudal destacado de inmigrantes, procedentes
sobre todo de Costa Rica, las Antillas, México. A diferencia de Europa
occidental gran parte de la fuerza de trabajo que llegaba a Estados Unidos eran
trabajadores de temporada, ilegales. Japón no recibió inmigrantes, los
estrangulamientos en el mercado de trabajo fueron superados a través de la
colocación de sus capitales en los países de Asia sudoriental.
No solo llegaron trabajadores de las zonas menos
desarrolladas, el capital también fue hacia ellas, y hubo inversiones en nuevas
regiones en el interior de las propias fronteras nacionales. Esta expansión
estuvo vinculada tanto con la búsqueda de zonas con bajos salarios por parte
del capital, como con el interés de muchos gobiernos en impulsar el crecimiento
de las zonas más atrasadas a través de subvenciones directas e indirectas.
Resultados de esta orientación fueron la expansión del sureste de Estados
Unidos, del Mezzogiorno en Italia, de Escocia oriental en Gran Bretaña, de
Flandes en Bélgica.
La expansión y profundización industrial impulsó el
crecimiento del sector de los servicios en relación con las actividades
requeridas por las grandes unidades productivas y la comercialización de los
bienes de consumo, pero también alentado por el afianzamiento del Estado de
bienestar y por los cambios en las pautas de la vida familiar, entre los que se
destacó el nuevo papel de la mujer. Desde el momento en que las mujeres –de la
clase media, básicamente, ya que las de los sectores populares duplicaron sus
esfuerzos– relegaron las tareas domésticas fue necesario que otros “sirvieran”
las necesidades del hogar: las casas de comidas, los lavaderos, los centros
maternales, los geriátricos. La nueva familia empezó a depender de los
servicios, pero estos no necesariamente quedaron a cargo de los trabajadores de
este rubro, que tuvieron la inmediata competencia de los artefactos domésticos,
un dato que afectó negativamente el salario de los empleados del sector
servicios.
En la edad dorada se produjo en el mundo una notable
aceleración del proceso de urbanización, derivado, en buena medida, del
incremento de las migraciones rural-urbanas. La población rural fue expulsada
de la agricultura por la modernización del trabajo rural, al mismo tiempo que
era atraída a la ciudad por la expansión industrial y el crecimiento de la
economía informal, especialmente en las áreas metropolitanas de los países en
desarrollo.
El Estado de bienestar
En las explicaciones sobre los orígenes del nuevo tipo de
Estado coexisten dos perspectivas básicas: la que destaca el peso de los
cambios estructurales y la que pone el acento en el papel de los actores
sociales y políticos que impulsaron su construcción.
Según el enfoque estructuralista, el proceso de
industrialización hizo necesaria y posible una novedosa política social.
Necesaria porque las organizaciones e instituciones que antes de la Revolución
Industrial intervenían en asegurar la reproducción social, tales como la
familia, la Iglesia, la solidaridad gremial, se resquebrajaron, perdieron
consistencia y se vieron enfrentadas a desafíos para los que no estaban
preparadas. Según esta explicación, el mercado es incapaz de atender las
necesidades básicas de los miembros de la sociedad, y frente al peligro que
representa la desintegración del tejido social es preciso que el Estado asuma
tareas vinculadas con la atención de las necesidades de los miembros de la
sociedad. Desde esta perspectiva, algunos autores reconocen cuatro grandes
procesos históricos en la base del Estado de bienestar: el nacimiento del
capitalismo industrial, desde el momento que dio lugar a la legislación sobre
cuestiones tales como la instalación y el funcionamiento de las fábricas, la
higiene pública en las ciudades, los accidentes de trabajo. En segundo lugar,
la construcción de los Estados nacionales, un proceso que promovió la formación
de ciudadanos vía la extensión de la educación pública junto con la
instrumentación de políticas familiares y demográficas destinadas a incrementar
la cantidad de la población, y que recurrió, también, a las políticas sociales
y sanitarias vinculadas con la salud de la población para, principalmente,
contar con ejércitos integrados por ciudadanos en condiciones de hacer la
guerra. En tercer lugar, el proceso de secularización, en virtud del cual la
mayor parte de las funciones concretadas por la Iglesia –educativas y de
atención social– pasaron a ser ejercidas por el Estado. Por último, el
afianzamiento de la democracia, que planteó el problema de que no todos los
habitantes de una nación contaban con los recursos necesarios para ejercer sus
derechos ciudadanos, dadas sus distintas condiciones sociales, económicas y
culturales. El Estado debía ofrecer recursos básicos comunes para que todos
ejercieran, en forma autónoma y consciente, sus derechos cívicos.
Estos estudios permiten distinguir las precondiciones
fundamentales del origen y el ascenso de Estado de bienestar, pero no nos dicen
nada ni sobre cómo se gestaron ni acerca de sus variaciones.
Las explicaciones que privilegian el estudio de los actores
sociales y políticos buscan precisar quiénes promovieron el desarrollo del
Estado de bienestar. Una parte de estos trabajos parten de la pregunta ¿quiénes
se beneficiaron? Una de las respuestas ha postulado que las demandas y las
luchas de la clase obrera y de los partidos socialistas tuvieron un papel
decisivo en la aprobación de las medidas destinadas a promover la legislación
social. Esta interpretación social argumenta que la política social solidaria
fue pretendida y en gran parte realizada por los más beneficiados por el nuevo
orden. Impulsada desde abajo, la redistribución del ingreso concretada por el
Estado de bienestar habría significado que los más afortunados se hicieran
cargo de mejorar la situación de los desfavorecidos. Numerosos estudios
empíricos reconocieron un vínculo directo entre la fuerza y coherencia del
movimiento obrero y la expansión del Estado de bienestar. Los Estados de
bienestar moldeados por la presión socialista eran, según este enfoque, más
grandes, con mayores niveles de gasto y cualitativamente diferentes.
Sin embargo, la identificación de los castigados por el
mercado como el grupo más interesado en la intervención estatal ayuda muy poco
a entender los Estados de bienestar realmente existentes, que presentan
significativas diferencias unos de otros. No existió un patrón común aplicable
al conjunto de las sociedades capitalistas avanzadas. En Estados Unidos, por
ejemplo, la política del Partido Demócrata fue la más próxima a la gestión
socialdemócrata europea, pero tuvo marcadas diferencias con esta, y el Estado
de bienestar estadounidense fue más débil que los de las distintas versiones
europeas. El de Japón atendió la promoción del pleno empleo, pero fue muy
mezquino en el terreno de los servicios sociales. Teniendo en cuenta estos
contrastes entre los Estados de bienestar, otra corriente, como veremos más adelante,
en lugar de conceder un papel protagónico solo a la clase obrera, destaca la
intervención de coaliciones sociales que en unos casos contaron con la
presencia de las clases medias –los Estados de bienestar socialdemócratas–,
mientras que en otros Estados de bienestar liberales estuvo casi ausente.
Los trabajos que se preguntan sobre quiénes toman las
medidas sociales y cómo las aplican, analizan la composición, la organización y
las prácticas de la burocracia estatal. El muy temprano Estado de bienestar
sueco, por ejemplo, contó con organismos estatales preparados para evitar el
desempleo en lugar de atender el pago de subsidios a los parados En cambio, la
mayor parte de los otros Estados de bienestar europeos dejaron de lado la
intervención activa en el mercado de trabajo, y cuando llegó el desempleo se
vieron obligados a gastar en los subsidios a los parados. Por otro lado, el
desempeño de la burocracia sueca estuvo lejos de caer en la ineficiencia y
corrupción que distinguieron a los responsables de los programas sociales en
los países del sur europeo cuando los socialistas llegaron al gobierno.
Los tres enfoques mencionados recortan aspectos diferentes:
la estructura socioeconómica, los objetivos y las decisiones de los sujetos
sociales y, por último, la organización y las intervenciones de los organismos
estatales, pero no son excluyentes y admiten ser vinculados entre sí.
Si en la edad dorada el Estado intervino a través de la
política fiscal, monetaria, y el gasto público fue porque hubo un destacado
consenso acerca de que las actividades estatales podían generar las condiciones
apropiadas para alcanzar el pleno empleo, la estabilidad de precios, el
bienestar social, el equilibrio de la balanza de pagos. En la construcción de
este consenso jugaron un papel significativo las ideas de los ingleses John
Maynard Keynes y Willian Beveridge. El primero elaboró el marco teórico según
el cual la política era capaz de solucionar aquellos problemas que los
liberales pretendían que fuesen aceptados como el precio a pagar para avanzar
hacia la eficiencia. El segundo, en el marco de la Segunda Guerra, creó un
programa de salud universal para la población inglesa, en el que se reconoció
que todo ciudadano debía tener aseguradas condiciones de vida dignas sin que fuera
necesario ningún tipo de control de ingresos. Desde los planteos de Beveridge y
Keynes los mecanismos de intervención estatal y de provisión de servicios
complementaban la economía de mercado, solo era necesario corregir determinados
desequilibrios del laissez faire. Se postulaba la reformulación del capitalismo
liberal, pero sin pretender transformar radicalmente la economía de mercado ni
la estructura de clases. El Estado de bienestar revisaría el capitalismo
liberal para hacerlo económicamente más productivo y socialmente más justo. En
los años de auge económico, los servicios sociales recibieron más del 50 % del
gasto público.
La acción del Estado se combinó con el pacto entre las
corporaciones claves del sistema productivo: el movimiento sindical y las
organizaciones empresarias. Ambas se comprometieron, con diferente grado de
eficacia y nivel de adhesión, a contribuir al crecimiento económico, vía el
control del conflicto social, el primero; a través de las inversiones
productivas y la indexación de los salarios las segundas. La articulación entre
el Estado de bienestar y ese pacto global contribuyó a la compatibilidad de capitalismo
y democracia. Aunque hubo diferentes tipos de Estado de bienestar, es posible
distinguir un conjunto de instrumentos y prácticas ampliamente difundidas que
constituyeron los rasgos distintivos del nuevo contrato social. Por un lado, el
gasto público contribuyendo al aumento de las tasas de beneficio privadas, ya
sea mediante la concesión de subvenciones, la nacionalización de sectores
ineficientes, la creación de empresas públicas que por su alta composición
orgánica de capital exigen elevadas inversiones. Por otro, la planificación
indicativa que racionalizó la asignación de recursos y canalizó la inversión
hacia sectores previamente seleccionados por la burocracia estatal. A esta
planificación se sumaron las intervenciones anticíclicas de los gobiernos para
evitar la recesión o frenar la inflación a través de las políticas monetarias,
fiscales y crediticias. Por último, los programas de seguridad social que
generaron condiciones favorables para la relativa desmercantilización de la
fuerza de trabajo. Esto especialmente en los países escandinavos, donde la
intervención estatal se comprometió con la promoción del pleno empleo.
La identificación de distintos tipos de Estado de bienestar
se basa en el reconocimiento de diferentes grados y modalidades de intervención
estatal, conjuntamente con el hecho de que las medidas gubernamentales tuvieron
disímiles alcances e impactos en el seno de cada sociedad. Para muchos autores,
el Estado de bienestar no puede ser entendido solo en términos de los derechos
que concede; es preciso tener en cuenta cómo sus actividades en la provisión de
bienes y servicios están entrelazadas con las prácticas del mercado y con el
papel de la familia. Un concepto clave para la distinción de los Estados de
bienestar es el grado en que flexibiliza la dependencia del individuo respecto
del salario para contar con los bienes y servicios necesarios para su vida. La
desmercantilización se produce cuando el Estado presta un servicio como un
asunto de derecho y cuando una persona, generalmente por un tiempo determinado
o una incapacidad probada, puede sostener una vida digna sin depender del
mercado. En última instancia, los diferentes tipos de Estado de bienestar
remiten a su grado de injerencia en la reformulación de la lógica mercantil del
capitalismo. nota
En el marco de la crisis de 1970, las críticas de los
liberales al Estado de bienestar ocuparon el centro de la escena política e
ideológica, y su propuesta de que fuera desmantelado ganó importantes
adhesiones. El debilitamiento del Estado de bienestar no fue el resultado
directo del avance del neoliberalismo: en gran medida se debió a sus promesas
incumplidas y, básicamente, al hecho de que la sociedad que intervino
activamente en su construcción había cambiado significativamente a lo largo de
la edad dorada.
http://carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/carpeta-3/los-anos-dorados-en-el-capitalismo-central/el-estado-de-bienestar
La crisis petrolera que estalló en 1973 fue el primer gran
sacudón capitalista de la posguerra, y el inicio del fin de las tres décadas
"gloriosas" que supieron construir en Europa las bases del Estado de
Bienestar, que garantizaba cobertura social a todos sus ciudadanos y le
otorgaba un lugar preponderante a las políticas públicas en la organización y
la ejecución de la vida económica de las naciones.
Detrás de ese telón de fuerte crecimiento que decoró las
décadas de los '50, los '60 y parte de los '70 del siglo pasado -los
"Treinta Gloriosos"-, asomaba sin embargo un paisaje de excesiva
liquidez y especulación financiera que se convertiría, con los años, en una
verdadera marca de los tiempos durante el cambio de milenio. A principios de
los años '70, el entramado financiero mundial pasó de la escasez de dólares que
caracterizó a los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, a una
abundancia de billetes verdes creada tanto por los déficits comerciales como
por la constante salida de capitales de Estados Unidos.
Pero aparte del flujo excesivo de liquidez, la caída de la
tasa de ganancia de las empresas occidentales -medida respecto a los
astronómicos beneficios obtenidos antes- funcionó como otro gran disparador de
la crisis, que luego se tradujo en duras consecuencias sobre los niveles de
empleo y el rango de las protecciones sociales, que comenzaron a ser
cuestionadas con severidad.
En lenguaje de fechas, tanto el abandono del patrón oro por
parte de Estados Unidos en 1971, como la invasión de petrodólares de 1973 (que
hicieron explotar las monumentales deudas externas de los países periféricos),
funcionan como condensadores de los procesos que ocurrieron en el seno de las
economías centrales.
También, y como ha ocurrido cada vez que alguna gran crisis
asoma, fue el momento de un cambio en el paradigma dominante a nivel teórico,
ya que los años dulces del keynesianismo de la posguerra cedieron ante las
presiones de una revolución conservadora liderada por el tatcherismo en Gran
Bretaña y el reagenismo en la gran potencia mundial.
1973 puede funcionar entonces como la fecha de nacimiento
del neoliberalismo, doctrina que marcó el último cuarto de siglo y que busca,
en la actualidad, la manera de esquivar su propio pozo negro. Causas y efectos.
El fin de la Segunda Guerra Mundial dejó un mundo devastado con un continente
entero destruido, y un nuevo líder en el orden geopolítico internacional:
Estados Unidos.
La nueva potencia fue el motor y el director de la expansión
económica que siguió al final de la guerra, y el gran generador de los
capitales que sirvieron para volver a levantar los edificios reales y
simbólicos de toda Europa.
Según Mario Rapoport y Noemí Brenta, autores de "Las
grandes crisis del capitalismo contemporáneo", la expansión económica de
posguerra "implicó una nueva etapa de auge del capitalismo en las
economías avanzadas", con altas tasas promedio de crecimiento (cerca del 5
por ciento anual para los países de la OCDE, con picos de 10 por ciento para
Japón), plena ocupación, moderados índices de inflación y ninguna crisis a
nivel mundial.
Fue la edad de oro del capitalismo moderno, lo que los
cientistas políticos franceses denominaron "Les trente Glorieuses", o
los Treinta Gloriosos.
Sin embargo, sobre el filo de los '70, comenzó a asomar un
proceso de "estanflación" fogoneado, por el lado de la producción,
por un decrecimiento de la tasa de ganancia debido a múltiples factores que
incluyeron los mayores salarios, el incremento de la relación capital-producto,
y un incremento de ganancias que no logró aumentar la demanda efectiva.
En ese punto comenzó a consolidarse un círculo vicioso de
menor productividad, menor consumo, menores ganancias, menor inversión, y
menores salarios.
A la par, todos los países occidentales entraron en procesos
inflacionarios relacionados con la mayor liquidez mundial, que llegó a su vez
en parte como resultado de la crisis del sistema de Bretton Woods.
El brusco cambio en el sistema monetario internacional comenzó
a gestarse ya en los años '60 con el resquebrajamiento del dolar y el
fortalecimiento en paralelo de las monedas europeas y del yen japonés, como
consecuencia de las mejoras en la competitividad de sus economías.
En agosto de 1971 el presidente de EEUU, Richard Nixon,
decidió suspender la convertibilidad del dolar frente al oro, lo que en
realidad desarmaba todo el sistema monetario puesto en pie después de la
Segunda Guerra.
La tasa de ganancia, por su lado, se redujo también por un
combo de factores que incluyeron algunos gastos monumentales como la Guerra de
Vietnam y la carrera espacial; y el auge del poder sindical y de los
movimientos sociales, que lucharon para defender salarios altos, lo que según
los especialistas empeoró el círculo inflacionario.
Por último, se trató de una época rica en innovaciones
tecnológicas que también se caracterizó por una mayor interrelación de las
esferas comerciales, financieras y productivas, todo bajo la hegemonía
económica, política y estratégica de Estados Unidos.
Los petrodólares y la deuda: El shock petrolero de 1973, que
se tradujo en un fenomenal aumento de los precios de los combustibles y en
fuertes restricciones para su consumo, tiene su punto de origen en la creación
de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) en 1960.
Ese organismo fue creado por las grandes naciones
productoras, sobre todo las del Golfo Pérsico, como una respuesta a la baja del
precio del crudo que imponían las potencias centrales a través de sus empresas
petrolíferas.
Ante esta situación la Opep decidió aumentar el precio del
barril de petróleo crudo de tal forma que, mientras en 1970 costaba 2,53
dólares, a fines de los años 80 costaba 41, y hoy roza los 100.
El aumento, concentrado en el año 1973, produjo hondas
consecuencias en las economías de los países industrializados, que dependían de
su importación.
También hay que mencionar el efecto político de la guerra de
Yom Kippur, ya que la Opep y algunos aliados árabes establecieron un embargo de
los envíos de crudo hacia Occidente, sobre todo a Estados Unidos y Holanda, lo
que encareció de manera casi inmediata los precios.
A la par, los países productores aumentaron
considerablemente sus ganancias y exportaron capital al sistema financiero
occidental, que comenzó a ofrecer préstamos a granel, sobre todo a los países
de la periferia.
Así, la mayoría de las naciones en vías de desarrollo se
endeudaron, un proceso que estalló cuando México declaró la imposibilidad de
pagar sus créditos en 1980.
El fin del Estado de Bienestar: Frente a la crisis, desde
los círculos políticos conservadores se empezaron a cuestionar las ideas
keynesianas de intervencionismo estatal, y se comenzó a minar teórica y
prácticamente el funcionamiento del Estado de Bienestar.
Según sus críticos, el Estado gastaba demasiado y era eso lo
que generaba la crisis, por lo tanto había que reducirlo. Neoliberales o
neoconservadores decían que el aumento de las ganancias era el único motor de
la economía, y por lo tanto se debían reducir los costos volviendo al
liberalismo tradicional con la reducción del Estado, la disminución de los
salarios y la eliminación de los puestos de trabajo innecesarios.
En ese contexto, los países centrales, con Washington y
Londres a la cabeza, reorientaron sus políticas fiscales y monetarias para
disminuir o cortar los beneficios del Estado de Bienestar.
Respecto al caso británico, el historiador Eric Hobsbawm, en
su libro "Años interesantes, una vida en el siglo XX", destaca
"el avance ideológico de la creencia tatcherista de que la única forma de
gestionar los asuntos públicos y privados de un país era mediante hombres de
negocios con expectativas y métodos propios del mundo empresarial".Al
mismo tiempo, las nuevas tecnologías y las políticas de flexibilización laboral
empezaron a expandirse por todo el mundo, por lo que muchas empresas
transnacionales cerraron sus establecimientos en sus países de origen para dar
comienzo a la "deslocalización", o sea la implantación en otros
países con mano de obra más barata y leyes más laxas.
En los '80, el neoliberalismo tuvo su propia biblia con el
Consenso de Washington, doctrina que fue aplicada por la totalidad de los
países sudamericanos durante la última década del siglo pasado. La ortodoxia
había vuelto al subir al podio.”
Material solo para uso educativo tomado en parte de:
http://carpetashistoria.fahce.unlp.edu.ar/carpeta-3/los-anos-dorados-en-el-capitalismo-central/el-estado-de-bienestar
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