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domingo, 21 de junio de 2020

La crisis económica: El fin del Neobatllismo. Por Henry Finch

El impacto de la crisis: las reacciones políticas  por Finch, Henry: “Historia económica del Uruguay contemporáneo”, EBO, 1980, págs. 41-51


El estancamiento económico implicó para el Uruguay batllista un duro golpe que, a la larga, resultaría fatal. La pérdida del dinamismo económico iniciaría el proceso que conduciría a la crisis política. Es posible que alguna forma de crisis política fuese inevitable dado el debilitamiento de la posición de las burguesías nacionales en toda América Latina y la aparición de nuevas formas de dependencia. Si hubiese sido posible mantener una tasa de crecimiento del ingreso real per cápita de 2 ó 3 % anual hasta más allá de mediados de la década del cincuenta, el inicio de la crisis pudo haberse postergado. El sistema político imperante rara vez postuló la necesidad de un crecimiento económico sostenido .
Sin embargo, las políticas redistributivas y basadas en el consenso del Uruguay de postguerra – aunque no fuesen por sí mismas conducentes para lograr el desarrollo– debían tener como premisa indispensable el crecimiento global de la economía al igual que sus antecesoras de la época de Batlle y Ordóñez. Las reacciones de la clase política frente a la situación económica revisten, por lo tanto, un gran interés. La estrategia económica que comenzó a ser implementada a fines de la década del cuarenta no fue objeto de mayores revisiones en toda la década siguiente. La distorsión de la economía, que era ya evidente hacia 1955, no había asumido todavía caracteres tales que hiciesen irresistible el reclamo de un cambio ni era tan grave como para que sus efectos más notorios no pudiesen ser subsanados por medidas parciales. Las reservas de divisas eran todavía suficientes para enjugar los continuos déficit comerciales y, aunque los gastos públicos excedían continuamente a las rentas, la tasa anual de aumento de los precios al consumo promedió sólo un 11 % entre 1951 y 1955. Pero a los signos de desequilibrio observados en la primera mitad de los años cincuenta se sumaron, en la segunda, el estancamiento y luego la liquidación gradual de las reservas monetarias. A pesar de estos hechos, el gobierno colorado reelecto en 1954 mantuvo su estrategia económica general: “Renglón fundamental de nuestra vida económica y de la paz social que vivimos es defender y fomentar nuestra industria manufacturera” (27). Luis Batlle aprovechó la misma oportunidad para criticar a los productores rurales –excepto a los ovejeros– por su dependencia de los subsidios estatales y también para afirmar la importancia del sistema de cambios múltiples para el comercio exterior. Sin embargo, en setiembre de 1955 se produjo una devaluación de los tipos de cambio aplicables a casi todas las importaciones y a algunas de las exportaciones. Al año siguiente se reforzaron los controles comerciales y cambiarios a los efectos de restringir el nivel de importaciones y de hacer viable una creciente tendencia a los acuerdos comerciales bilaterales. Asimismo, en 1956, se iniciaron conversaciones con un grupo de bancos de Nueva York a los efectos de obtener un crédito de treinta millones de dólares, cosa que no se concretó por no estar dispuesto el gobierno uruguayo a aceptar las condiciones exigidas (28). La acelerada depreciación de la moneda agudizó las tensiones sociales. Las huelgas eran frecuentes y casi siempre más perjudiciales de lo que habían sido en la década anterior. Los exportadores de lana, con la ventaja de disponer de una mercadería no perecedera, acapararon la producción a los efectos de obtener un tipo de cambio más favorable y, en esa forma, la provisión de divisas para la importación empezó a hacerse cada vez más restringida e irregular. Finalmente, en octubre de 1957, se cerró por un tiempo el mercado de cambios. El impacto de la crisis: las reacciones políticas La política económica de los colorados llegó finalmente a su término al implantarse la Reforma Monetaria y Cambiaria en diciembre de 1959. La oposición se había incrementado a partir de 1957 y estaba siendo aprovechada por el sector exportador rural, cuya capacidad para provocar crisis cambiarias a través de la retención de la producción o del contrabando al Brasil socavaba aún más las bases de una economía ya de por sí maltrecha. El descontento de los productores rurales encontró expresión política en la Liga Federal de Acción Ruralista, cuya decisión de apoyar el lema Partido Nacional en las elecciones de 1958 resultó un factor decisivo para la derrota colorada. Sin embargo, el primer gobierno blanco de este siglo, instalado en marzo de 1959, no pareció tener una doctrina económica coherente ni tener preparado un conjunto de medidas para enfrentar la situación. Según se dijo más tarde, la política blanca estuvo orientada hacia cuatro objetivos fundamentales: reforma y recuperación financiera, libertad comercial, estabilidad monetaria y desarrollo económico y social. Pero estas orientaciones tardaron en concretarse y recién a fines de 1959 –casi seis meses después de la llegada de una misión del Fondo Monetario Internacional– la Reforma Monetaria y Cambiaria se convirtió en ley. El paquete de medidas estabilizadoras provocó grandes controversias en su momento y en épocas posteriores aunque, en realidad, tuvo escasa importancia a largo plazo. No fue – por supuesto– el causante de los problemas económicos del país, tal como sostuvieron sus opositores políticos, pero debe decirse que sus directivas fueron ampliamente ineficaces para solucionar esos problemas. La ideología en la que se inspiraba era la del liberalismo económico, con el mercado libre y la libre competencia, como reacción contra el dirigismo estatal y el intervencionismo del Estado en la economía, a los que se consideraba causantes de la distorsión de los precios y del sistema productivo. Sus objetivos fueron, por lo tanto, reestablecer el equilibrio interno y externo mediante la creación de un mercado de cambios libre con tipos únicos y fluctuantes, desmantelando los controles comerciales y cambiarios y dando fin a la tendencia a los acuerdos comerciales bilaterales. Estas medidas fueron acompañadas por restricciones sobre la expansión de los medios de pago y por una devaluación sustancial del peso uruguayo. En el mercado libre comercial, el tipo de cambio de $ 4.11 por dólar anterior a la reforma se elevó a $ 11.06. Para atenuar las dificultades del período de transición se establecieron detracciones para las exportaciones y recargos y depósitos previos para las importaciones en un régimen que se pensó como transitorio. El monto de estos gravámenes variaba de acuerdo a la mercadería en cuestión, de modo que uno de los rasgos esenciales del sistema de cambios múltiples venía a mantenerse en el nuevo régimen. Pocos meses después, en setiembre de 1960, la paridad de $ 7.40 por dólar fue acordada con el Fondo Monetario Internacional, la cuota uruguaya fue elevada de quince a treinta millones de dólares y el camino quedó abierto para los créditos internacionales. La Reforma Monetaria y Cambiaria fue, en cierto modo, una consecuencia inevitable de la situación a que se había llegado. A fines de la década del cincuenta resultaba ya claro que la política de industrialización basada en la sustitución de importaciones que habían puesto en práctica los colorados estaba superada y que los intentos de prolongar su existencia a través de nuevas manipulaciones de los controles comerciales o cambiarios sólo podían tener resultados a muy corto plazo. La necesidad de ayuda externa ya resultaba evidente a través de las infructuosas gestiones realizadas por el gobierno colorado ante el Fondo y – dada la tendencia de los políticos uruguayos a realizar el mínimo de cambios indispensable para evitar la crisis inminente– el acercamiento de los blancos a la institución crediticia internacional debió resultar a todos una medida obvia. Algunos pudieron decir que esta decisión contribuyó a entregar el país a la penetración extranjera y a implantar un régimen regresivo en la distribución de la renta nacional. Por otro lado, el Fondo Monetario podía ofrecer un programa coherente para el desarrollo económico del país, cosa que el gobierno blanco no parecía en condiciones de hacer sin ayuda externa. Además, la redistribución de la renta en favor de los intereses rurales recompensaba el apoyo electoral de la poderosa clase conservadora y, por lo menos, algunos de los cambios de orientación exigidos por el Fondo –tales como la fijación de una nueva paridad para el peso y la unificación de los tipos de cambio, por ejemplo– eran más aparentes que reales.La fórmula fondomonetarista proporcionó al nuevo gobierno una solución para el problema inmediato de la crisis de la balanza de pagos, favoreciendo además a los intereses rurales mayoritarios en el partido triunfante, cosa que le permitió volver a ganar las elecciones en noviembre de 1962. En realidad, la economía mostró, en un principio, signos de recuperación. Luego del desastroso año 1959, en el que las inundaciones afectaron grandes áreas distorsionando la producción agropecuaria, el producto bruto interno aumentó el 3.6% en 1960 y el 3% en 1961. Las exportaciones tuvieron cierto repunte, alcanzando en volúmenes físicos el nivel más alto del quinquenio en 1961 con una cifra que, sin embargo, no superaba la del promedio de los años 1945-55 y que no volvió a ser alcanzada hasta finales de la década. En 1959 y 1960 el gobierno central logró superávit presupuestales –aunque el sector público en su conjunto seguía acumulando déficit– y el índice de precios al consumo bajó del 39.3% en 1959 a 10.9% en 1962. Aún en el corto, plazo, sin embargo, la reforma demostró serias inadecuaciones. Luego de una década en la que las importaciones habían estado reguladas por controles físicos y de ese modo dependían de un orden de prioridades y de la existencia de divisas, la desaparición de los controles que se produjo en 1960 trajo como resultado su fuerte incremento, particularmente de bienes de consumo duraderos y de equipos. Los déficit acumulados de la balanza comercial en el período 1960-62 totalizaron 160 millones de dólares. La liberalización del régimen de comercio exterior permitió que se pusiese en evidencia la inelasticidad de la demanda de bienes importados, cosa que hasta entonces había permanecido oculta. La reforma pudo haber mantenido alguna coherencia si la mejora de las exportaciones lograda en 1961 hubiese podido mantenerse. De todos modos –y tal como se sostiene en el capítulo tercero de este trabajo– mientras la totalidad de la producción agropecuaria es básicamente sensible a las variaciones de precios, el aumento de esos precios tiende a traducirse en un aumento de los costos. En todo caso, los ajustes de los tipos de cambio marchaban con retraso con respecto a la inflación, por lo qué la redistribución del ingreso en favor de los sectores rurales resultaba perjudicada mientras los precios reales de los productos de exportación caían abruptamente a partir de 1960. (Cuadro 7.5) Por otra parte, los problemas del agro uruguayo radicaban en profundos problemas de estructura frente a los cuales la reforma resultaba irrelevante como solución a largo plazo para el estancamiento de la producción rural. Otro factor significativo durante este período fue el crecimiento de la deuda externa en la que los créditos de los proveedores a la importación –libremente negociados como resultado de la reforma– eran la parte sustancial. La debilidad fundamental de la reforma no fue que sacrificaba el crecimiento económico en aras de reducir la tasa de inflación –tal como sucedía con las políticas estabilizadoras en cualquier otro país de América Latina – sino que, simplemente, la restauración, necesariamente incompleta, de las fuerzas del mercado en el mercado de cambios y la abolición de los controles fracasaron en su intento de eliminar las causas del desequilibrio de la balanza de pagos. Aunque la Reforma Monetaria y Cambiaria fue la más relevante expresión de la política económica del gobierno blanco, una iniciativa de gran importancia de futuro fue la elaboración de un Plan Nacional de diez años. La C.I.D.E. (Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico) fue creada en 1960 con el cometido de coordinar los proyectos de inversiones del sector público. Encargada de preparar planes nacionales como forma de canalizar la ayuda externa de la Alianza para el Progreso, sus recursos fueron reforzados y sus objetivos ampliados a los efectos de que pudiese preparar un informe completo de los problemas de la economía uruguaya que fue publicado en mayo de 1963 (32). A comienzos de 1964 la C.I.D.E. fue reestructurada con la denominación de Consejo Interministerial de Desarrollo Económico y su Plan fue publicado en mayo de 1965. 100 Aún cuando el Plan y sus recomendaciones fueron casi totalmente ignorados por los gobiernos posteriores, el trabajo del C.I.D.E. resultó de un inmenso valor. El informe de 1963 fue el primer diagnóstico serio que se hizo en el Uruguay acerca de la crisis. Sus conclusiones resultaron, sin embargo, menos novedosas que los datos y análisis aportados como base de la Investigación. A comienzos de la década del sesenta, el Uruguay carecía de una información estadística básica que hiciese posible una planificación económica racional. El censo de población de 1963 era el primero que se realizaba desde 1908. En 1962 se designó una comisión para elaborar ¡as cuentas nacionales que fueron publicadas en forma definitiva en 1965 cubriendo el período 1955-63. Hasta esa fecha, las estimaciones de la renta nacional quedaron libradas a cálculos aislados e, individuales basados en material estadístico inadecuado (33). Pero, aparte de estos materiales básicos, el C.I.D.E. confeccionó también un buen número de informes sobre distintos aspectos de la actividad económica. Al desapasionado y convincente diagnóstico de la crisis uruguaya que se hacía en estas publicaciones se sumaba el respaldo de la autoridad intelectual de su Secretario Técnico, el Cr. Enrique Iglesias. El diagnóstico del C.I.D.E. era fundamentalmente de carácter estructuralista y desarrollista. El problema de la inflación era considerado como consecuencia fundamentalmente del estancamiento económico, de los conflictos sociales resultantes y del deterioro de los términos de intercambio más que como el resultado de una política de expansión monetaria . El estancamiento, por su parte, aparecía allí enraizado en la problemática de la industria manufacturera que había agotado las posibilidades fáciles de la sustitución de importaciones y se veía limitada por la pequeñez del mercado interno. “La débil reacción de la producción agropecuaria al solo estímulo de los precios” (35) aparece también señalada como una de las causas del estancamiento productivo. Las propuestas del Plan incluyen un conjunto de objetivos para un período de diez años, en especial un aumento promedio del ingreso per cápita del orden del 4%, un programa trienal dirigido a sentar las bases de un crecimiento rápido y un plan de estabilización de un año para reducir la tasa de inflación y eliminar los factores no estructurales de inestabilidad. El proyecto en su conjunto toma la forma de una planificación indicativa que esboza una línea de inversiones para el sector público a los efectos de aumentar su participación en el conjunto de las inversiones de capital especialmente durante el periodo trienal. Los proyectos de inversión del sector privado serían considerados de acuerdo a un orden de prioridades en el marco de la planificación general. No se anticipaba ningún aumento de las dimensiones del sector público a expensas del sector privado y la economía del país iba a seguir siendo mixta, manteniéndose los mecanismos determinantes de los precios en la órbita privada. En lo que tiene que ver con la proporción de las inversiones a ser financiadas por préstamos externos, la tasa del 16% (1960-63) anterior al Plan debía reducirse a menos del 1 % en 1974 (36), utilizándose el capital extranjero sólo cuando se diesen condiciones estrictamente establecidas en materia de nivel de ahorro interno y de situación de la balanza de pagos. Lo más importante del Plan no radicó, sin embargo, en la tasa de crecimiento proyectada ni en la creación de un marco aceptable para el Comité de Expertos de la Organización de los Estados Americanos que asegurase al Uruguay la posibilidad de una posterior ayuda externa. Las propuestas del Plan contenían un conjunto de reformas estructurales cuya implementación se señalaba reiteradamente como indispensable para su éxito. La reforma debía extenderse a las estructuras agrarias, buscando eliminar los problemas de dimensión y tenencia de las unidades de explotación agropecuaria que dificultaban la implantación de nuevas tecnologías; al sistema impositivo, mediante la eliminación de algunos impuestos antieconómicos y la mejora administrativa del régimen fiscal; al sistema financiero, mediante la creación de un Banco Central independiente y la transformación del Banco de la República en una institución más especializada en la promoción del desarrollo; y a la administración pública, mejorando tanto la calidad de sus servicios como su capacidad para dirigir y coordinar la política económica. También se recomendaban cambios fundamentales en el sistema de seguridad social, en la promoción de las exportaciones y de la industria y en varios otros planes sectoriales. Estas propuestas de reforma derivaban directamente del anterior diagnóstico del C.I.D.E. sobre los problemas estructurales del sistema económico uruguayo. Su carácter de proyecto de largo alcance y su insistencia en la necesidad de su puesta en práctica convirtieron el Plan en un manifiesto en favor del cambio a la par que en un programa concreto de desarrollo. Sin embargo, un plan económico –aún de carácter indicativo– constituye un documento político, tanto en lo que tiene que ver con su ideología implícita como en lo que respecta a los sectores sociales y económicos a los que va dirigido. El Plan intentaba resolver este problema estableciendo un campo de opciones específicamente “políticas” mientras enfatizaba que el Plan en sí mismo era un instrumento “técnico” (37). El área política incluía la decisión de adoptar el Plan, la creación de un clima de confianza en el futuro del país y la seguridad de una efectiva colaboración del sector privado (38). Con una respuesta política positiva el Plan podría ser adoptado como un expediente técnico realista para lograr el crecimiento económico y una justa distribución de sus beneficios, empleando la eficiencia y la racionalidad económica como criterios objetivos de la reforma. Creer que la ineficiencia y la irracionalidad eran los obstáculos fundamentales para el desarrollo del Uruguay fue, tal vez, el error básico de este enfoque estructuralista. La eficiencia y la racionalidad sólo resultan criterios objetivos cuando existe un acuerdo básico sobre un conjunto de valores sociales y políticos, cosa que no sucedía ciertamente en este caso. El gobierno blanco se vio obligado a crear un organismo de planificación por las exigencias de la Alianza para el Progreso y por la necesidad interna de demostrar concretamente su preocupación por el futuro del país. Pero el énfasis que el Plan ponía en la necesidad de que la dirigencia política adoptase la planificación como técnica básica sugería ya claramente lo que los hechos iban a poner luego en evidencia, es decir, que los partidos políticos no tenían ninguna intención de poner en práctica el Plan y sus reformas. De haberlo hecho hubiesen actuado en contra de sus propios intereses, en contra de los intereses de las burocracias que constituían su clientela y también del sector privado en general, especialmente del sector terrateniente y del sistema comercial y financiero. En 1962 el Partido Nacional, que había aprobado la Reforma Monetaria y Cambiaria, volvió a ganar las elecciones. Para esa fecha los puntos fundamentales de su política económica se estaban haciendo insostenibles aunque debieron ser mantenidos por motivos electorales. En 1963, sin embargo, el peso fue devaluado y pasó de $ 11.04 a $ 16.50 por dólar creándose un nuevo mercado de cambios, dedicado especialmente a transacciones no comerciales, cuya cotización no era sostenida por el Banco República. Hasta esa fecha la cotización sobrevaluada del peso había constituido un expediente para garantizar una cierta estabilidad de los precios pero ello se había logrado al precio de amplios déficit en la balanza comercial, una creciente presión especulativa en contra de la moneda uruguaya y un serio endeudamiento externo. Una vez pasadas las elecciones, la presión para que se abandonase la Reforma no tuvo ya motivos para ser resistida. Durante el segundo gobierno blanco la evolución de la economía estuvo caracterizada por la continuación del estancamiento, por la aceleración del proceso inflacionario, por los déficit fiscales y del sector público, y por la creciente especulación financiera que operaba a través de un sistema bancario hipertrofiado y que resultó en una fuga de capitales de 246 millones de dólares en el período 1962 - 67 (39). Por otra parte, los déficit de las cuentas corrientes generados en los años de liberalización comercial del anterior gobierno fueron enjugados mediante nuevas devaluaciones del peso en el mercado oficial de cambios y por la manipulación de los controles sobre la importación. Aunque no se produjo ninguna ruptura formal en las relaciones con el Fondo Monetario –y, aún, se llegó a un acuerdo para refinanciar la deuda externa a comienzos de 1966– la política económica de mediados de la década del sesenta significó un limitado retorno a la práctica de los contralores comerciales y cambiarios y –si exceptuamos la ya mencionada publicación del Plan Nacional del C.I.D.E.– no vio surgir ninguna nueva iniciativa.  Las elecciones de 1966 se disputaron casi exclusivamente en torno al tema de la reforma constitucional. La situación económica no se convirtió en un tema central de la campaña pero el retorno al poder del Partido Colorado y la restauración del Poder Ejecutivo unipersonal marcaron un cambio significativo en la actitud de! gobierno ante la crisis económica. El cambio del Consejo Nacional de Gobierno integrado por nueve miembros por una presidencia fortalecida en sus poderes por el nuevo texto constitucional ayudó a consolidar la posición del Ejecutivo frente a las presiones derivadas del proceso político. Paradójicamente, la reforma constitucional pensada –entre otros motivos– para prevenir la posibilidad de un golpe de Estado hizo posible la independización de la Presidencia con respecto a los partidos políticos cuando, en diciembre de 1967, Jorge Pacheco Areco asumió el poder luego de la muerte del presidente Gestido. Más allá de los cambios institucionales, el deterioro de la situación económica hizo inevitable un cambio de orientación (40). La inflación seguía en aumento constante desde comienzos de la década del sesenta y superó el 70 % en 1966. El programa de estabilización no podía, pues, demorarse más. Por otra parte, la acumulación de las obligaciones de la deuda externa iniciada en la primera mitad del decenio alcanzaba a 96.8 millones de dólares de intereses y amortizaciones del sector público con vencimiento en 1967. El gobierno del General Gestido, iniciado en marzo de 1967, no intentó imponer, en un principio, un programa estabilizador. Hasta poco antes de su muerte, el nuevo mandatario se resistió a la reanudación de los contactos con el Fondo Monetario Internacional prefiriendo buscar apoyo popular para una política “desarrollista” sobre la base de su prestigio como administrador y de su relativa independencia con respecto a la política partidaria. Su experiencia terminó en noviembre de 1967 con una nueva devaluación del peso de 98 a 200 unidades por dólar en el mercado oficial de cambios. El fracaso de esta política no se debió solamente a la herencia de problemas del pasado y a la creciente oposición del sector privado frente al intervencionismo estatal sino también a sucesivos períodos de sequía y de inundaciones producidos ese año que redujeron los saldos exportables de la producción agropecuaria, aceleraron el proceso inflacionario al elevar los precios de los alimentos y estimularon las actividades especulativas en materia cambiaria. El acceso a la presidencia de Pacheco Areco confirmó la nueva orientación aunque los rasgos principales de la misma no resultaron totalmente apreciables hasta mediados de 1968. En abril de ese año tuvo lugar una nueva devaluación del orden del 25% y en junio se decretó una congelación de precios y salarios a los efectos de detener el proceso inflacionario que había alcanzado un incremento del 180% en los precios de los artículos de consumo en los doce meses anteriores. Los Consejos de Salarios, anterior régimen de negociación salarial, fueron sustituidos por la Comisión de Precios e Ingresos (COPRIN) que debía controlar las nuevas escalas de precios y salarios fijadas por decreto. Los poderes del Ejecutivo, ya aumentados por la reforma constitucional de 1966, se vieron reforzados por nueva legislación de emergencia. La política económica, sin embargo, se mantuvo sin cambios hasta que sus propias contradicciones – especialmente las derivadas del mantenimiento de un tipo de cambio sobrevaluado y las exigidas por la campaña electoral de 1971– provocaron primero su distorsión y luego su abandono. Esta etapa resulta muy significativa en la evolución de la crisis y requiere un análisis cuidadoso, entre otras cosas porque este intervalo de forzada estabilidad se vio acompañado por un resurgimiento del desarrollo económico. La estrategia adoptada en 1968 guarda cierta similitud con la que se puso en práctica en 1960 bajo el primer gobierno blanco. En ambos casos la devaluación de la moneda incrementó grandemente los ingresos de los propietarios rurales y de los exportadores así como las rentas del Estado a la par que reducía el nivel de los salarios reales. Con todo, la congelación salarial que impuso una nueva redistribución de la renta en 1968 no hubiese sido posible a comienzos de la década del sesenta cuando todavía seguía vigente el estilo batllista de gobierno. El enfrentamiento que se produjo con las organizaciones laborales carecía de precedentes en el Uruguay batllista y, a pesar de los ajustes de salarios autorizados a fines de 1968, el promedio de los salarios reales bajó ese año a 86.5 (base 1961) mientras que en  1967 había sido de 101.7 (42). Los conflictos laborales no se redujeron por el posterior aumento del índice de salarios reales a 102.3 en 1969 ni por el compromiso del gobierno de mantener la estabilidad cambiaria luego del escándalo que acompañó a la devaluación de abril de 1968. La orientación económica del gobierno de Pacheco Areco fue notablemente exitosa no sólo en lo que respecta a la desaceleración de un proceso inflacionario extremadamente rápido sino también en el logro de la elevación de la tasa de crecimiento que llegó a alcanzar niveles sin precedentes desde mediados de la década del cincuenta. Los precios al consumo aumentaron un 125 % en 1968 pero en 1969 el aumento llegó sólo a un 21 % y en 1970 a un 16%. El crecimiento del producto bruto interno en términos reales fue del 5.1 % en 1967, bajando al 1.4% en 1968 pero subiendo luego por encima del 5 % en los dos años siguientes. En América Latina en general los programas de estabilización se habían visto acompañados por una reducción de la tasa de crecimiento económico aún cuando tanto Chile como Argentina habían tenido también éxito en el mantenimiento de tasas de crecimiento elevadas en programas estabilizadores de segunda instancia durante la parte final de la década del sesenta (43). Resulta, pues, de evidente importancia explicar por qué la experiencia uruguaya difiere tanto de la del resto del continente. Los programas de estabilización inspirados por el Fondo Monetario Internacional fueron puestos en práctica en esos años pensando en que el estancamiento productivo a corto plazo sería seguido de un crecimiento a largo plazo. De acuerdo a esta hipótesis el crecimiento resultaría de la desaparición de los factores distorsionantes provocados por la inflación y –si se alentaban el ahorro y las inversiones y se desalentaba la especulación– los capitales extranjeros entrarían a raudales. De todos modos, la etapa de desarrollo debía ser precedida por un período de estancamiento resultante de la restricción del crédito y de los gastos públicos y de los efectos de la devaluación de una moneda sobrevaluada sobre los ingresos reales de la población y sobre los costos de la industria. Todo esto presupone que la inflación se debe a un exceso en la demanda. Pero, en el caso uruguayo, la inflación se vio acompañada por el estancamiento del producto y la estimulación de la demanda por una política de expansión monetaria, más que provocar un crecimiento, llevaba a los distintos grupos sociales a luchar por la distribución de un ingreso nacional que no aumentaba. En esta forma la reducción del nivel de la demanda agregada no trae aparejadas automáticamente consecuencias adversas para el crecimiento; en realidad, la contracción de la actividad económica duró muy poco tiempo y la reactivación se produjo tan pronto como se permitieron los ajustes de salarios a partir de setiembre de 1968. De todos modos, el éxito de la orientación económica pachequista admite otros dos tipos de explicaciones. En primer lugar el sector exportador respondió muy vigorosamente al alza de los precios internos resultante de la devaluación. El valor de sus productos se vio fortalecido por el alza de los precios mundiales en 1969-70 y ello implicó una sustancial recuperación de los desastres climáticos de 1967. Como resultado de todo ello los ingresos por exportaciones en 1970 fueron, no sólo los más altos desde comienzos de la década del cincuenta, sino también un 47% mayores que en 1967. En segundo lugar, la orientación pachequista significó una clara ruptura con las formas anteriores de dirección económica ante la cual el sector privado respondió con inusual confianza. Los sectores políticos tradicionales que habían inspirado el estilo gubernativo batllista basado en el consenso fueron gradualmente confinados al ámbito parlamentario y excluidos de los cargos ejecutivos del gobierno. El éxito de la nueva política en enfrentar a las organizaciones laborales de inspiración izquierdista hizo tomar cuerpo a la opinión de que la estabilidad monetaria podría afirmarse si se lograba imponer cierta estabilidad institucional y política que hiciese posible el fortalecimiento de la empresa privada. Al igual que lo acontecido en el sector rural, la industria mostró una marcada recuperación que hizo crecer su producto a un ritmo porcentual anual del 5 % entre 1968 y 1970. La tasa de inversiones en términos reales fue mayor en 1969 y 1970 que en ningún otro año desde 1962 Aún cuando la relativa estabilidad de los precios se mantuvo en 1971 y el incremento del nivel de los mismos fue ese año del 24 %, el dinamismo del sistema económico no duró demasiado. En 1971 y 1972 el producto bruto interno se redujo un 1 % anualmente y en el último año la propia estabilidad de los precios empezó a desaparecer. Las razones del fracaso de este modelo deben buscarse, por un lado, en sus propias limitaciones y por el otro en el carácter transicional del gobierno de Pacheco Areco. En lo que respecta a lo primero resulta claro que la presión inflacionaria no fue eliminada sino, más bien, suprimida a través de un uso poco ortodoxo de los contralores de precios. El nivel de demanda continuó siendo alto alimentado por la continua expansión monetaria y por los déficit del sector público. En 1968 los gastos de la administración central fueron reducidos al mínimo y el déficit casi llega a equilibrarse, pero luego los gastos aumentan del 13.2 % del producto bruto interno que eran en 1968 (el porcentaje más bajo de la década) al 19.7% que llegan a ser en 1971 y que representa el porcentaje más alto de todo el decenio (45). La activación de la demanda resulta también evidente en el sector externo en el que los saldos favorables en cuentas corrientes de 1968 se transforman en saldos negativos en cada uno de los tres años siguientes a pesar de las devaluaciones de 1967-68 y de la recuperación de las exportaciones. La presión resultante sobre la estabilidad del peso uruguayo dio ocasión a que marcase una nueva ruptura con la ortodoxia económica cuando en abril de 1968, el gobierno se comprometió a mantener estable la cotización de la moneda uruguaya en el mercado de cambios. Este compromiso tuvo por resultado el resurgimiento de la especulación monetaria en 1970 y reflejó las contradicciones de la estrategia de Pacheco Areco. Habiendo buscado el apoyo de la empresa privada, y asesorado por un equipo técnico-empresario mientras ignoraba a la clase política y se enfrentaba a las organizaciones laborales, la tradición legalista del país era todavía lo suficientemente fuerte como para imponer la necesidad de moverse en el marco de un sistema electoral. Los tipos de cambio oficiales fueron, pues, mantenidos para minimizar los aumentos en el costo de vida pero con los efectos de la especulación cambiaria, del endeudamiento externo y del deterioro de los ingresos de los propietarios rurales y del sector exportador. La estabilización se vio aún más comprometida por el aumento de los gastos públicos –a través de préstamos sin intereses a los funcionarios del Estado, por ejemplo– en los meses anteriores a las elecciones de noviembre de 1971. Aún cuando el candidato pachequista, Juan María Bordaberry, resultó triunfante, el modelo económico vigente no pudo ser mantenido. AI cabo de un mes el peso fue nuevamente devaluado y, como resultado de las medidas expansionistas de 1971, la tasa de inflación superó el 70 % en 1972 y en cada uno de los tres años siguientes. El volumen de las exportaciones se redujo agudamente en 1972 aunque los efectos de esta reducción se vieron compensados por la suba de los precios internacionales. Sin embargo, en 1972, al igual que en el año anterior, se produjo un descenso del producto bruto interno. A esa altura de las cosas la problemática económica empezó a sentir el impacto de la crisis política que culminó en 1973 y que puso fin al período de transición iniciado bajo la presidencia de Pacheco Areco dando paso a las orientaciones neoliberales

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