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miércoles, 12 de enero de 2011

Kant: Kuno Fischer



VIDA DE KANT

Kuno Fischer (1)


I


Parece necesario en la historia de la filosofía que en ciertas épocas se detengan los espíritus a contemplar las grandes figuras consagradas por los tiempos, como si por vez primera fueran descubiertas, y conquistar de esta suerte un punto común de partida. Entre todos los pensadores modernos que han precedido a Kant, acaso no exista uno que no haya ejercido esta especie de atracción entre ciertas tendencias contemporáneas. Quizá también ha llegado ya el momento de profundizar en Kant una filosofía que sólo muy pocos han sabido comprender.
Mas en lo que sigue no nos ocuparemos de la filosofía de Kant, sino de su persona, y de esta trazaremos el retrato por las particularidades de su vida y de su carácter, sirviéndonos de las poquísimas fuentes que para el efecto existen.
Entre todas estas, las más importantes son los cortos escritos que se publicaron el año en que murió Kant, redactados por personas que le conocían y hasta le trataron durante muchos años. Son, generalmente, de discípulos fieles, de los pocos que vivían en el mismo círculo que nuestro filósofo, y que fueron más tarde sus amigos íntimos. Uno de estos escritos tiene un valor especial. En 1792, uno de los discípulos más asiduos de Kant, Borowski, escribió un resumen biográfico de la vida de su maestro; él quiso leer este escrito en la Sociedad alemana de Koenisberg, y antes de hacerlo, se lo envió a Kant para obtener su consentimiento y para que hiciera las rectificaciones que creyera oportuno. Consintió Kant en examinarlo, pero le prohibió terminantemente que hiciera uso alguno de su escrito antes de su muerte, y suplicó al autor que evitase su lectura en la Sociedad alemana. Le remitió el trabajo con observaciones y notas de su propia mano, y en la carta con que se lo enviaba, le decía con tanta modestia como prudencia, que no le era agradable el honor que se le quería hacer, porque siempre había tenido una repugnancia natural a todo lo que tuviera visos de pompa, y porque, de ordinario, el elogio provoca la censura. Esto escribía Kant en una época en que ya estaba su gloria asegurada. Los apuntes biográficos que hizo Borowski alcanzan sólo al año 1792, son incompletos, pobres de detalles, y en la apreciación del filósofo hay estrechez, a pesar de las alabanzas que a manos llenas le tributa. Sin embargo, siempre tendrán mucha importancia por haber sido examinados y corregidos por Kant (2). Hay otros dos escritos que se publicaron en el mismo año y que sirven de complemento al trabajo anterior. Jachmann fue discípulo y amanuense de Kant en el período más glorioso de su vida, de 1784 a 1794, en el tiempo justamente en que Kant se ocupaba en perfeccionar y acabar el edificio de su doctrina. Las cartas que Jachmann publicó después de la muerte de Kant, más bien que una biografía, son una característica. Por último, los años posteriores de Kant nos han sido referidos por Wasianski, su discípulo en 1773, más tarde su amanuense, y desde 1790, amigo de la casa y el que cuidaba de los asuntos económicos del filósofo cuando los años imposibilitaron a este (3). Las noticias más completas sobre la vida de Kant las da Schubert en su biografía del filósofo.

II
Época de Kant

No tiene la vida de Kant brillo alguno exterior, excepción hecha de la gloria, que no buscaba, pero que por la importancia de su obra no podía evitar y que vio elevarse a su mayor esplendor. Tal vez no se ha visto nunca reputación tan extraordinaria unida a vida tan sencilla, tan modesta y silenciosa. La vida de Kant, por su calma uniforme, presenta cierto contraste con la inmensa extensión de su celebridad y con la altura a que su fama llegaba. Carece su vida por completo de esa grandiosidad que seduce a la imaginación del vulgo; no es grande en el exterior ni por su destino. Bajo este aspecto no deja de ser interesante compararla con la de sus predecesores. ¡Qué contraste entre Kant y Bacon! Las más altas dignidades del Estado, los honores y las riquezas las une ese primer fundador de la filosofía moderna a un amor desenfrenado por el fausto y la opulencia, que extravía al Lord Canciller, le arrastra a las acciones más vergonzosas y le atrae al fin una sentencia deshonrosa. Kant, que nunca quiso ser más que un profesor de universidad, siempre fue en ideas y conducta la misma simplicidad, la probidad personificada. Su vida no ofrece tampoco nada de los terribles contrastes que consumieron la juventud de Descartes; no necesitaba de aquella agitación exterior, de los deseos frenéticos de movimiento y de viajes, que tanto preocuparon al filósofo francés en la primera época de su vida y que no pocas le arrastraron a la extravagancia y las aventuras. Reconcentrada en sí misma la vida de Kant, avanza con paso lento y seguro, con completa regularidad y con un recogimiento siempre creciente. Este carácter parece, en todos sus rasgos, formado para solo encontrar su centro en sí propio, y ciertamente que tal debía ser el carácter de la filosofía del conocimiento de sí mismo. Y así como el espíritu en Kant constantemente se dirige hacia este punto único, que fuera de él no puede encontrar, así también su vida exterior, quiero decir, su vida local, obedece a la misma concentración. Está su vida adscrita, por decirlo así, a la gleba. En este respecto puede compararse a Kant con Sócrates, sujeto en Atenas por la absorción en que el estudio de sí mismo le sumía. Ha vivido Kant cerca de ochenta años y sólo salió de su provincia y pueblo natal durante el tiempo en que fue preceptor. Su vida, únicamente consagrada a la meditación filosófica, puede ser puesta al lado de la de Spinoza, aunque carece de las persecuciones violentas, y terribles que hicieron de la vida del filósofo judío una soledad, un desierto, que le ha dado para siempre el sello de una grandeza trágica. Es verdad que no estuvo la vida de Kant exenta de contrariedades ni de persecuciones; pero acaecieron tarde y fueron débiles, no obstante la maldad que las dictaba; nunca tampoco pudieron detener la ya cumplida obra ni causar a su autor peligros de importancia. Eso fue sólo un incidente enojoso, bien pronto alejado por circunstancias favorables y cuyas peores consecuencias recayeron sobre los que le habían originado. Por último, comparada esa vida con la del primer filósofo alemán de los que precedieron al fundador de la filosofía crítica, con Leibniz, no ofrece aquella la general y múltiple actividad que desplegaba Leibniz en todas las direcciones; nada de aquel brillo exterior, de esos honores mundanos que Leibniz amaba, y nada, en fin, de la ambición que los hace buscar.
La filosofía moderna, fruto del espíritu del protestantismo alemán, se naturalizó con Leibniz en Alemania. Leibniz la introdujo, por su persona, en aquel Estado cuyo poder y misión consistían, desde la paz de Westfalia, en proteger al protestantismo y fomentar su progreso. Bajo cierto aspecto permaneció Leibniz a ese mismo Estado. Él encontró, en efecto, en la corte del rey de Prusia un recibimiento hospitalario; la primera reina de Prusia le profesó gran amistad y tomó un gran interés por él y por sus lecciones; él fundó la Academia de Berlín. En una universidad prusiana enseñó Wolf su filosofía, la primera que se expresó en alemán. Fue Prusia el país en que esta filosofía obtuvo la doble dicha de ser expulsada por un rey y llamada por otro. Con Kant entró la filosofía alemana en el corazón de los Estados prusianos. La vejez de Leibniz pudo todavía templarse al sol naciente de la monarquía prusiana. Wolf tuvo su más brillante periodo cuando reinaba Federico Guillermo I, que le expulsó de Halle. Bajo Federico el Grande, que llamó al desterrado, palidece sucesivamente la estrella de esta filosofía. La vida de Kant se prolonga durante ochenta años de la historia prusiana; él presenció cuatro cambios de reinados, y esos gobiernos tan diversos ejercieron cada uno a su manera una influencia particular sobre la vida y la suerte de nuestra filósofo. Su juventud y su educación ocurren bajo Federico Guillermo I; ella también estaba impregnada de un espíritu severo de economía doméstica, que desde el trono se extendía a todas las clases de la sociedad. Aquel pietismo que expulsó a Wolf de Halle poseía en Koenisberg una escuela donde Kant fue educado. En el año del advenimiento de Federico II, tornó Wolf a Halle, y entró Kant en la universidad. Su carrera académica, el desenvolvimiento progresivo de su filosofía, su enseñanza y la aparición de la filosofía crítica pertenecen al siglo del gran rey y forman uno de los rasgos más importantes y gloriosos del cuadro de esta época. La guerra de los siete años es el primer obstáculo con que nuestro filósofo tropieza, y la paz que le sucede ve madurar los primeros frutos de la filosofía crítica. Al acabar el siglo de Federico, la obra está ya fundada sobre sólidas bases. Bajo el reinado siguiente, presa de los enemigos de las luces, sobreviene –¡signos del tiempo!– el ataque dirigido contra Kant, ataque que no puede ahogar la obra cumplida, pero que cae sobre su autor, encorvado por el honroso peso de setenta años. Y, empero, tuvo aún el anciano la ventura de respirar en los tiempos mejores de Federico Guillermo III.

III
Educación

1. Familia y escuela
Manuel Kant nació el 22 de Abril de 1724 en Koenisberg, siendo el cuarto hijo de una honrada familia de artesanos, de regular aunque insignificante fortuna. Eran sus padres oriundos de Escocia; de suerte que estaba Kant ligado por parentesco nacional con David Hume, de quien precisamente recibió el primer impulso para sus imperecederas elucubraciones filosóficas. Su padre, sillero, usaba todavía en su firma la ortografía escocesa, Cant. Nuestro filósofo cambió la primera letra para evitar una falsa pronunciación, Zant. Del mismo modo que en otros hombres célebres se ha observado que reciben principalmente de la madre las influencias que más persisten, así también Kant, que tenía por su madre el más vivo afecto, recibió de ella desde sus primeros años una influencia decisiva y parece que ella tuvo siempre por él una gran predilección. Hasta decía Kant haber heredado sus mismas facciones, y aún en sus últimos tiempos hablaba siempre de su excelente madre con el más profundo enternecimiento. «Nunca olvidaré a mi madre» –decía en el seno de la confianza– «ella es la que ha sembrado y fomentado en mi pecho el primer germen del bien; ella abrió mi corazón a las impresiones de la naturaleza; despertó mi inteligencia; la desarrolló, y sus enseñanzas han tenido sobre toda mi vida una influencia duradera y saludable.»
Los padres de Kant, y particularmente la madre, estaban entregados al pietismo que entonces imperaba y que tan poco se parece al que entre nosotros existe. Aun estando en contradicción con la creencia obstinada de la letra, buscaba aquel pietismo la salud del hombre, no en las exteriores manifestaciones, sino en la edificación interior, en la interior pureza y en la piedad del espíritu.
Esta dirección, que naturalmente no excluye la rigidez de la creencia, era la que propagaba en Koenisberg el Dr. Franz Albert Schultz, que vino a esta ciudad en 1731 de predicador y miembro del consistorio, que fue elegido profesor de teología al año siguiente, y que más tarde se encargó de la dirección del colegio de Federico (collegium Fridericianum).
Este hombre ejerció, de acuerdo con el sentido del príncipe reinante, una influencia duradera sobre todas las escuelas prusianas. En él puso la madre de Kant toda su confianza. Ella le consultaba para la educación de su hijo, y seguía con tanto más gusto sus consejos, como que Schultz indicaba la carrera teológica para él. Así, a los diez años, fue enviado Kant al colegio de Federico, dirigido por su protector, y donde imperaba desde su creación el espíritu del pietismo.
Una singular coincidencia ha confiado la educación de los innovadores de la filosofía moderna a poderes que más tarde han combatido ellos con la mayor energía. Bacon fue educado por escolásticos; Descartes por jesuitas; Spinoza por los rabinos, y Kant por los pietistas. Sin embargo, Kant no tuvo que sufrir la influencia de los pietistas; las estrechas miras de la intransigencia pietista le fueron completamente extrañas y no pudieron introducirse en el ánimo del escolar. Lo que tiene el pietismo de malsano y contrario a la razón y lo que a los espíritus débiles suele comunicar, no hallaba en Kant simpatía alguna. Pero en un aspecto ejerció el pietismo sincero cierta influencia saludable sobre su espíritu, a saber: en la severidad moral de sus sentimientos y en la rigidez de su conciencia, cosas que siempre pedía y que mismo practicaba. Tampoco ha negado el reconocimiento que al pietismo tenía por lo que toca a la energía moral. Porque la perfecta y rigurosa pureza de los sentimientos fueron siempre el último fin, el único y el más elevado de sus doctrinas filosóficas sobre la moral. Esa disposición al rigorismo moral que en Kant observamos, fue alimentada y desarrollada, sin duda alguna, por su educación pietista. El mismo Schultz reunía en su persona el espíritu estrecho del pietismo y un carácter severo, moral y generoso, éste rodeaba del mayor cuidado al discípulo que le confiaron, y era para Kant y sus padres, un padre, un bienhechor, Kant, hasta en la edad más avanzada, habló siempre de él con el más vivo reconocimiento, y su deseo predilecto era levantar al maestro y bienhechor de su juventud un monumento público.
Los siete años de escuela (1733-1740), no ofrecen nada de particular. Él era todo lo contrario de un genio precoz. No era la escuela el escenario donde podían manifestarse con brillo y lucimiento sus facilidades extraordinarias. De estructura débil y delicada, de pecho estrecho y hundido y de no muy bien hecha figura, debía Kant ante todo obtener por un esfuerzo enérgico de la voluntad el sentimiento de su propio valor y flexibilidad intelectual. Tenía principalmente que combatir con dos obstáculos físicos: la timidez y la falta de memoria, defectos que bastan para ocultar las mejores disposiciones de un niño. Kant no pudo, hasta cierto punto, libertarse nunca de esta timidez innata. Y es que además estaba  sostenida por su modestia. Al mismo tiempo se observaba en él desde muy temprana edad una rápida presencia de espíritu, que le servia de mucho en los pequeños peligros que existen en la vida de un joven. Era tímido, pero no miedoso. Ya se podría prever que tendría voluntad e inteligencia de sobra para vencer los enojosos obstáculos que la naturaleza había colocado en su camino. A medida que avanzaba en la carrera escolar, sus facultades se hacían más notorias, y demostraba mayor celo en el estudio. En cuanto a la enseñanza que se le daba, iba muy bien en los estudios clásicos, particularmente en el latín, que lo aprendía con Heidernich, y muy mal en matemáticas y filosofía. Hasta tal punto era mala esta última parte, que Kant se inclinó con grandísima predilección a los estudios clásicos, y nadie hubiera adivinado en él al futuro filósofo. Se entregó sobre todo a la lectura de los autores latinos, y esto constituía para él un ejercicio de estilo y de memoria. Aprendió a escribir correctamente el latín; hasta tal punto, que supo más tarde expresar en el latín escolástico las más arduas cuestiones de metafísica. Su memoria se llenó tanto de los escritos de los poetas romanos, que hasta en su vejez recitaba de memoria los trozos más escogidos, en particular el poema de Lucrecio. Entonces pensaba Kant dedicarse por completo a la filología. Ya se veía él hecho un filólogo futuro escribiendo libros en latín, con el nombre de Cantius en la portada. El celo por el estudio de los autores latinos, el proyecto de hacer de esto su única ocupación, lo compartía Kant con dos condiscípulos; uno de los cuales realizó en efecto, y con éxito, esos planes de la juventud: este fue David Ruhnken, de Stoepe, que en el mundo filológico ha hecho célebre el nombre de Ruhnkenius. El otro discípulo era Martin Kunde, de Koenisberg, cuyo talento ahogaron las necesidades materiales, y vivió siempre en muy triste situación hasta que al fin murió de rector en la escuela de Rastemburg. Los tres jóvenes rivalizaban en sus estudios filológicos; juntos leían a sus autores predilectos y en común formaban sus planes para el porvenir. Muchos años después, Ruhnken y Kant eran ya profesores célebres; el uno en Leyda, el otro en Koenisberg. En 1771, Ruhnken escribió a Kant una epístola clásica donde recordaba a su antiguo amigo los años de la juventud y el colegio. Federico Ruhnken sólo sabía entonces del filósofo Kant lo que oía decir y alguna que otra crítica sobre sus obras. Únicamente sabía que Kant se ocupaba de filosofía inglesa, a la cual estimaba en mucho. Encargaba a Kant que escribiera sus obras en latín para que los ingleses e irlandeses pudieran leerlas; que esto debía serle fácil al que en la escuela escribía, con tanto primor esta lengua. Es de creer que Kant fuera contado, cuando estaba en las clases superiores con Ruhnken, entre los mejores alumnos; este al menos es el recuerdo que en su amigo había dejado. Así le decía en esa carta: «Erat tum ea de ingenio tuo opinio, ut omnes predicarent, posse te, si studio nihil intermiso contenderes, ad id, quod in litteris summun est, pervenire.» Acaso haya exagerado un poco la retórica latina. Al comienzo de la carta, el primer recuerdo de la juventud está consagrado a los maestros pietistas, que parecen al filólogo clásico una mala aventura, de la cual los dos amigos han sacado el mejor partido posible: «anni triginta sunt lapsi, cum uterque tetrica illa quidem, sed utili nec poenitenda fanaticorum disciplina continebamur
Las ciencias filosóficas y matemáticas no contaban en la escuela con ningún Heydenreich, y el estudio de estos ramos fue infructuoso. Siempre que Kant recordaba aquellos estudios, decía a su amigo Kunde que sus antiguos profesores de filosofía, no solo no desarrollaban en él la llama de esta ciencia, sino que más bien estuvieron a punto de apagarla por completo.

2. Los estudios académicos
En la Universidad sucedió precisamente lo contrario. Aquellas ciencias que estaban más descuidadas en el colegio Federico, tenían en la universidad sus mejores representantes. Daba lecciones de filosofía y matemáticas el todavía joven e ilustre Martin Knutzen; de física, Gotfried Teske. Aquí entró nuestro Kant en un nuevo mundo, que en adelante había de ser su verdadera patria. La chispa que la escuela no pudo encender se convirtió aquí en brillante llama que con su fulgor iluminaría más tarde como reluciente astro al mundo del pensamiento. El que mayor influencia ejerció sobre Kant fue Knutzen, el cual le introdujo en el estudio de las matemáticas y de la filosofía, le hizo conocer las obras de Newton, le sirvió de amigo y de maestro y le ayudó con sus consejos.
Primeramente se inscribió Kant en la facultad de teología, y desde la escuela estaba destinado a hacer estos estudios. Con suma puntualidad y aplicación siguió sus cursos, especialmente los de dogmática de Schultz, el antiguo director del colegio, y predicó algunas veces en las iglesias comarcanas. había, pues, concluido sus estudios teológicos cuando abandonó por completo esta carrera. Por diferentes motivos debió tomar esa resolución. El más capital sin duda fue la preferencia que tuvo por las ciencias matemáticas y filosóficas; el segundo motivo que influyó contra la teología puede ser muy bien que lo hallara en esa misma ciencia, y sobre todo en el sentido pietista que tenía y que ahora en la universidad se revelaba mejor que en el colegio, y donde le parecía más refractaria como dogmática que lo que le era como moral y disciplina, manifestándose de esta suerte al futuro pastor como el yugo por el cual tendría que pasar para entrar en su carrera eclesiástica. Fácil es suponer cuán insoportable hubiera sido semejante imposición a un hombre como Kant, y con qué placer para evitar ese yugo renunciaría a la carrera teológica. Esperaba Kant siendo teólogo obtener en Koenisberg una plaza de sustituto; lo deseaba para permanecer en la ciudad universitaria y proseguir sus estudios científicos. Ese puesto era ordinariamente el primer paso en la carrera teológica, y el que precedía a todas las posiciones jerárquicas. No consiguió Kant el puesto y fue preferido para tan insignificante empleo un opositor aún más insignificante. Quizá fue este el último y decisivo motivo que para siempre le alejó de la carrera teológica.

3. La enseñanza privada
Kant no podía vivir en esta situación mucho tiempo en Koenisberg. Lo poquísimo que sacaba de algunas lecciones particulares y todo lo que en el porvenir pudiera sacar, no alcanzaba para cubrir las necesidades de su vida; y como con la muerte de su padre (1747) empeoró su situación económica, no quedaba a Kant otro recurso que salir de Koenisberg y asegurar su sustento entrando de profesor privado en el seno de alguna familia. En este puesto esperaba aprovechar en sus estudios científicos todo el tiempo que le quedara, y tal vez también ahorrar dinero suficiente para seguir más tarde su verdadera vocación. Su objeto era la carrera académica. Para empezar, además de la preparación científica, necesitaba Kant otra preparación económica que acaso le exigiría mayor tiempo que la primera. Brillantes trabajos habían probado ya su capacidad científica. En el momento en que termina Kant el período académico de su vida y en que se dispone a comenzar la del preceptorado, escribió su primera disertación: «Pensamientos sobre la verdadera evolución de las fuerzas vivas en la Naturaleza,» donde intentó resolver con sus propias fuerzas uno de los problemas más difíciles y profundos de la filosofía de la naturaleza. Imprimió a su costa este escrito, ayudado por un pariente materno. (Aquí sólo estudiamos la vida exterior del filósofo y ha de sernos permitido que no entremos en lo que al contenido de aquel escrito respecta.) Con aquel trabajo selló Kant el curso de su vida académica, y dio el primer paso en su nueva carrera.
Por espacio de nueve años (1746-1755) fue Kant preceptor de tres familias distintas. Primero en casa de un predicador reformador de los alrededores de Gumbinnen; después en casa del caballero de Hulsen, de Arensdorf, en Mohremgen; y por último, en casa del conde Kayserling, de Rautenburg, que pasaba en Koenisberg la mayor parte del año. Estos nueve años constituyen en la vida de Kant un período de calma, y carecemos de pormenores de ella. Kant mismo confesaba que valía mucho más su teoría pedagógica que la práctica, o, como en otros términos expresaba esta contradicción, que los mejores principios formaban los peores preceptores. Por lo demás, parece que supo tener gran tacto y habilidad en la difícil posición de preceptor en una casa particular, porque de sobra nos lo prueban el cariño y adhesión que se creo en el corazón de sus discípulos y el aprecio de sus padres. Con la familia Hulsen y Kayserling estuvo siempre relacionado, y con la última, en particular, mantuvo relaciones muy íntimas. Algún tiempo después le fue entregado como pensionista, en su casa, uno de los jóvenes Hulsen, y también se notó que el primer propietario prusiano que libró a sus aldeanos de la servidumbre, fue precisamente el discípulo de Kant.

IV
Los empleos académicos

1. Carrera y habilitación
En 1755 llegó por fin el momento de aspirar a los grados académicos, época por cierto desfavorable bajo el punto de vista científico, porque sobrevino esto un año antes de la guerra de los siete años. El 12 de Junio de 1755 fue Kant nombrado doctor después de una disertación sobre el fuego, que fue de la aprobación completa de su antiguo profesor Teske, y hecho privat docent de la universidad de Koenisberg, después de otra disertación publica hecha el 27 de Septiembre del mismo año sobre los principios de los conocimientos metafísicos. Con arreglo, a una real orden de 1749 no podía nadie ser admitido al profesorado extraordinario sin haber sostenido antes tres discusiones sobre una disertación impresa. Llenó Kant este requisito con una discusión sobre la monadología física. Estaban, pues, franqueados los primeros grados de la carrera académica. Hasta ahora había subido Kant merced a sus propios esfuerzos, y muy de prisa por cierto. Pero de hoy en adelante necesitaba el apoyo de la suerte y de las circunstancias, y éstas le fueron tan desfavorables que sólo adelantaba en su carrera con una extremada lentitud. Quince años estuvo Kant de privat docent antes de obtener la merced de entrar en la universidad como profesor ordinario.
Debemos indicar aquí los obstáculos que se interpusieron en su camino, y que tan lento hicieron el progreso de su carrera académica. Apenas terminó Kant su tercera disertación, se presentó para el profesorado extraordinario de matemáticas y filosofía. Con motivo de la muerte de su profesor Knutzen estaba esta clase vacante desde 1751. La guerra era inminente en estos momentos, y había decidido el gobierno prusiano no conceder ninguna cátedra extraordinaria. Su nombramiento fracasó esta vez. Dos años más tarde, en 1758, vacó también la cátedra ordinaria de lógica y metafísica, y era menester proveerla a pesar de la guerra. Pretendió Kant la clase con otro privat docent, llamado Buck. A principios del mismo año habían invadido los rusos la provincia de Prusia; el 22 de Enero entraron en Koenisberg. Toda la administración de la provincia, la civil y la militar y la distribución, por consiguiente, de los puestos académicos estaban en manos de un general ruso. Apoyaba la candidatura de Kant su antiguo profesor Schultz, cuya conducta en esta ocasión es bastante característica. La benevolencia que prestaba a su antiguo discípulo luchaba en su ánimo con las sospechas que le inspiraba el desertor de la teología. Era Schultz un wolfiano ortodoxo y en la tesis de recepción se había mostrado Kant contrario a Wolf en cuestiones muy capitales. Tenía, pues, Schultz más de una razón para permanecer indeciso. Pero quería convencerse ante todo en lo que toca a la fe. Hizo llamar a Kant, y apenas hubo entrado en su cuarto, le preguntó: «¿Tenéis en vuestro corazón el temor de Dios?»– Indudablemente tenía la pregunta más trascendencia que la que le supone Borowski creyendo que fue sencillamente un medio para hacer que callara Kant. No fue Kant más afortunado en esta ocasión. El general ruso le excluyó y dio la cátedra a su rival.
Al fin de la guerra fueron mejorando los tiempos. Pedro III subió al trono a principios de 1762; hízose la paz entre Prusia y Rusia; la hostilidad se convirtió en alianza; devolviéronse las provincias conquistadas, y volvió la universidad de Koenisberg a ser regida por la administración prusiana. Así por sus lecciones como por sus escritos, uno de los cuales acababa de ser premiado por la Academia de Berlín, se había atraído Kant la atención del gobierno prusiano. Se dijo que le darían la primera cátedra vacante. En Julio de 1762 vacó, en efecto, una clase; pero –nuevo contratiempo– la clase era de poesía. Kant no podía naturalmente pretender ese puesto, que entre otras funciones, imponía al propietario la obligación de juzgar todas las poesías de circunstancias, y de hacer las oficiales para las grandes solemnidades, navidad, coronaciones, natalicios, &c. La guerra había concluido, y era indispensable proveer la vacante el gobierno se fijó en Kant. El ministro encargado de la administración de las universidades escribió al curatorium de Koenisberg pidiéndole informes sobre cierto magister de aquel lugar, llamado Manuel Kant, que ya el gobierno conocía por algunos escritos suyos que demostraban un profundo saber, y preguntando si tenía las dotes necesarias y el deseo de ser profesor de poesía. No aceptó Kant el empleo, y se recomendó para otra ocasión. Respondió el ministro «que sería colocado el magister M. Kant tan pronto como hubiera una ocasión, para honor y utilidad de la Academia de Koenisberg.»
Se presentó esa ocasión al año siguiente, aunque sin ser todavía una cátedra, sino el modesto puesto de subbibliotecario del palacio real, con el sueldo no menos modesto de 62 thalers anuales. Por orden del gabinete, fecha 14 Febrero de 1766, fue otorgado este puesto «al hábil magister Kant, célebre por sus escritos científicos.» Este fue su primer empleo oficial. Tenía a la sazón 42 años.
Por último, después de quince años de esperar, después de tantos infructuosos esfuerzos, llegaba Kant al puesto que tan merecido tenía. En Noviembre de 1769 recibió el nombramiento para la universidad de Erlangen de profesor ordinario en la materia a que se había consagrado; en Enero del año siguiente le ofreció la misma clase la de Jena. Como no se le ofrecía nada en Koenisberg, se disponía ya a aceptar la proposición de Erlangen. Casi había cerrado sus compromisos, cuando se le ofreció en Koenisberg la perspectiva de la cátedra de matemáticas. Buck, aquel que obtuvo del general ruso la clase de lógica y metafísica, pasó a aquella cátedra y fue nombrado Kant profesor de la que dejaba vacante en Marzo de 1770, consiguiendo al fin la clase que en vano pretendió doce años atrás. El 20 de Agosto de 1770 inauguró su profesorado con la tesis: «de la forma y de los principios del mundo sensible e inteligible.» El que respondió en esta ocasión fue Marcus Herz, uno de sus más distinguidos discípulos. En esta disertación están contenidos los principios de la filosofía crítica. Kant había hallado ya su nuevo camino, y en este escrito penetraba en él defendiendo las bases de una filosofía completamente nueva. Así, el año de 1770 constituye en su vida un momento muy importante, y hace época, así por su vida exterior, como por el desenvolvimiento científico de su espíritu.
Sin ningún otro título honorífico ocupó Kant hasta su muerte esta cátedra, cuyos deberes cumplió con escrupulosa puntualidad todo el tiempo que le fue posible. En 1772 se desprendió del cargo de bibliotecario, que a más de serle molesto, le robaba un tiempo precioso, y se entregó por completo a sus lecciones y estudios. Durante esta docena de años estuvo constantemente preocupado con la gran idea de una transformación completa de la filosofía. Progresaba con gran lentitud en la facultad. Sólo los cuatro primeros miembros de ésta tenían asiento en el Senado académico. En 1780 alcanzó Kant el cuarto lugar en la facultad, y la entrada por consiguiente en el Senado. En el verano de 1786 fue por primera vez rector de la Universidad, y como tal tuvo que hablar en nombre de la Albertina (4) al rey Federico Guillermo II que acababa de subir al trono, y que se encontraba en Koenisberg para recibir el homenaje de esta ciudad. Apunta Borowski en su manuscrito que Kant fue muy distinguido en esta ocasión, especialmente por el ministro Herzberg. Nosotros, por nuestra parte, decimos que Kant, que no buscaba tales honores, borró esas líneas en el manuscrito. En el verano de 1788 fue rector por segunda vez, y antes de 1792 senior de toda la facultad y también de toda la Academia (5).

2. Profesorado
Hemos indicado las condiciones exteriores de su posición oficial. Debemos ahora tratar de cómo llenó sus funciones, de la extensión y naturaleza de sus lecciones académicas. En el invierno de 1755 al 56 dio Kant su primera clase. Borowski asistió a la apertura del curso. «Vivía entonces –nos dice este– con el profesor Kypke, en la ciudad nueva. Un número increíble de estudiantes ocupaba por completo la vasta sala que allí había, el vestíbulo, y se extendía hasta las escaleras. Esto parecía embarazarle. No teniendo el hábito de estas cosas, casi perdió el dominio de sí mismo, hablaba más bajo que de costumbre y se corregía frecuentemente. Pero esto hacía crecer nuestra admiración por aquel hombre que creíamos todos de un vastísimo saber, y que, sin temor verdadero, se presentaba ante nosotros con tan grande modestia. En las lecciones siguientes ya no sucedió lo mismo, y no solo fueron profundas sus explicaciones, sino también fáciles y amenas.» Todos los que le oyeron coinciden en decir que sus lecciones eran interesantísimas, de grandísima doctrina, y que cuando el objeto que trataba lo requería, les imprimía grandísimo vuelo y elevación. El fin que Kant seguía en sus explicaciones era el del profesor, y sobre todo del profesor de filosofía. Antes que propagar ideas propias, excitaba en sus discípulos el estímulo y los inclinaba al propio pensamiento. Mil veces dijo él, desde lo alto de su cátedra, que no se viniera allí a aprender filosofía, sino a filosofar. No era su objeto trasmitir resultados adquiridos, sino que delante de sus mismos oyentes procedía a la investigación, les hacía seguir la operación científica y brotar a sus ojos las concepciones justas, despertando de esta suerte en ellos la actividad del pensamiento, y a la vez encadenando la atención y el espíritu de los que le escuchaban. Es lógico que no sirvieran para todas las cabezas semejantes lecciones, que sólo se atrajeran las inteligencias algo elevadas y que se alejaran los espíritus mediocres, probablemente los más numerosos. Tampoco le gustaban los que escribían, y no quería oyentes que por completo se entregaran a su palabra. A causa del constante cuidado de provocar la meditación en sus oyentes, y de preferir que la verdad brotara del espíritu de los otros a publicarla él mismo, puede decirse que nunca fue Kant dogmático en su clase, ni aun como profesor de filosofía.
Hacía sus cursos, según costumbre, por manuales impresos, que, así a sus discípulos como a él, fueron muy útiles por el gran número de cursos que dio. No se sujetaba, sin embargo, al manual, ni se rebajó a convertir sus cursos en meras explicaciones de los párrafos impresos. Empleaba en él también aquella espontaneidad que quería surgiese en el ánimo de sus oyentes. Sin traba alguna, se entregaba por completo al libre curso de sus pensamientos, y cuando estos le arrastraban demasiado lejos del tema dado, cortaba de repente el hilo con un: «así sucesivamente», o «etcétera», y cogía de nuevo el asunto con un «in summa, señores.» Pero lo que sobre todo cautivaba a sus oyentes, aun a los más incapaces de pensar por sí mismos, era, además de aquella libertad en sus explicaciones y de sus maneras llenas de animación, las aplicaciones interesantes, graciosas y a veces poéticas que hacía cuando, para hacer más claras sus lecciones, buscaba ejemplos y comparaciones en los poetas, viajeros o historiadores. Dada esta manera de tratar las cuestiones, cualquier interrupción del cuidado que tenía que observar, le era en extremo desagradable. La cosa más insignificante, si no estaba habituado a ella, por ejemplo, una singularidad en el traje de un estudiante, bastaba para turbarle. Cuenta Jachmann un rasgo de este género, muy característico y a la vez muy cómico. Dice que tenía Kant costumbre de fijar sus ojos, parare recogerse en sí mismo cuando hablaba, en uno de sus oyentes más cercanos, como si a él fueran dirigidas todas sus demostraciones. Estaba un día cerca de él un estudiante a quien faltaba en la levita un botón: Kant advirtió este hueco. Sin cesar caía involuntariamente su mirada en el sitio del botón, como si contemplara algún defecto de la naturaleza; todo el curso de la lección se le notó excesivamente turbado.
El círculo obligado de su enseñanza comprendía las asignaturas que había profesado: matemáticas, física, lógica y metafísica, y además derecho natural, moral, teología natural, geografía física y antropología. Los manuales de que se se servía eran: en matemáticas y física, los de Wolf y Eberhard; en lógica, el de Baumeister, después el de Meier, y en metafísica, el de Baunister al principio, después el de Baumgarten.
Desde 1760 empezó a extender el campo de sus lecciones a fin de hacer más atractivos los estudios académicos y de propagar los adelantos de las ciencias. Para los teólogos daba el curso de filosofía de la religión o teología natural, para otros antropología y geografía física. Desde que publicó en 1763 y 1764 su disertación sobre «la única base posible para la demostración de la existencia de Dios» y sus observaciones sobre el sentimiento de lo bello y de lo sublime», entraron estas materias en sus explicaciones bajo el nombre de «Crítica de las pruebas de la existencia de Dios» y «Tratado de lo bello y de lo sublime.»
Con el más riguroso celo llenó Kant durante cuarenta años sus deberes académicos. después vinieron los obstáculos: primero, el conflicto que tuvo con el gobierno; segundo, su avanzada edad. En 1794 interrumpió su curso de teología racional, causa del conflicto con el gobierno. En el verano de 1795 suspendió todas sus lecciones particulares, y sólo continuó con las públicas de lógica y metafísica. Por último, en el otoño de 1797 terminó para siempre sus cursos académicos.
Hacía sus cursos en las horas diarias, rigurosamente determinadas, como en general acostumbraba en la distribución de su tiempo. Cuatro veces por semana daba sus lecciones, de siete a nueve de la mañana, dos veces, de ocho a diez, y además el sábado de siete a ocho las repeticiones. Tuvo siempre estas horas con la mayor puntualidad. Asegura Jachmann que en los nueve años que estuvo oyendo a Kant no se acuerda de una sola vez que faltara a sus clases, ni que se haya hecho esperar un cuarto de hora.
Bien se comprende que en el curso de cuarenta años poco a poco se fueran apagando sus fuerzas oratorias, mucho más si se recuerda que no le acompañaban las físicas, y sobre todo la débil edad de voz que siempre tuvo. Mientras influían en el ánimo de los oyentes, la vivacidad de las lecciones, el nombre del maestro y la novedad del asunto, parece como si la misma debilidad de aquel órgano fuera una causa más para atraerse la atención de aquellos oyentes. Con el tiempo era lógico que perdieran sus lecciones la vivacidad que antes tenían. En los primeros años podía Kant influir poderosamente, y hasta arrastrar a los más impresionables, sobre todo cuando valiéndose de Pope y Haller, sus poetas favoritos, se entregaba a los trasportes de su fantasía. Una de estas lecciones debió ser la que enamoró en tal grado a un oyente, que éste reprodujo todos los pensamientos en una composición poética, que al otro día por la mañana enviaron a Kant. Gustó tanto la poesía al filósofo, que no pudo dejar de leerla en la clase. El oyente poeta era Herder, que a la sazón (1762-1764) estudiaba en Koenisberg, y seguía los cursos de Kant. Recordando más tarde Herder en sus cartas sobre el progreso de la humanidad los tiempos de su juventud académica, trazó el retrato de su antiguo maestro con los más vivos y entusiastas colores. El pasaje que dedica a la memoria de Kant le hace más honor que la desentonada y errónea polémica que más tarde sostuvo contra la filosofía crítica. «Yo tuve la dicha –dice él– de conocer a un filósofo, que fue mi maestro. En los años más florecientes de su vida tenía la jovialidad de un mancebo y creo que siempre la tuvo hasta en su edad madura. Su ancha frente, que indicaba la fuerza del pensamiento, era morada de permanente jovialidad; salía de sus labios la palabra más abundante en pensamientos; disponía a su antojo del chiste, del humor y de la broma, de suerte que sus lecciones, a la par que científicas, eran el entretenimiento más agradable. Con el mismo interés examinaba a Leibniz, Wolf, Baunigarten, Crusius, Hume, estudiaba las leyes de Newton, de Keplero y otros físicos; daba entrada a los escritos de Rousseau, Emilio y la Eloisa, que entonces acababan de publicarse, así como también a cuantos descubrimientos científicos ocurrían, viniendo a parar siempre en el conocimiento imparcial de la naturaleza y en el valor moral del hombre. La historia de la humanidad, de los pueblos, de la naturaleza, de las ciencias naturales y la experiencia eran siempre las fuentes de que se valía para dar animación a sus explicaciones: nada digno de ser sabido le era indiferente; buscando siempre la verdad y su propagación, no conocía cábalas, ni sectas, ni prejuicios. Animaba y hasta obligaba a sus oyentes a pensar por propia cuenta. Ignoraba lo que era el despotismo. Ese hombre, que con el mayor respeto, que con el más vivo agradecimiento nombro, es Manuel Kant: tengo ante mis ojos su agradable imagen.» (6)
Treinta años más tarde vino Fichte a Koenisberg para oír a Kant. después de asistir a su clase escribió Fichte en su diario: «He oído a Kant y tampoco me ha satisfecho. Su explicación es soporífera.» había llegado Fichte a Koenisberg con una idea tan exagerada de Kant, que el Kant real no correspondía a ella. No es esto una censura para Kant, todo lo contrario. Podrá ser tan justo el juicio de Fichte como el de Herder. Las explicaciones que Herder oyó son treinta años anteriores a la que oyó Fichte.
Los cursos más concurridos de Kant eran los de antropología y de geografía física, dedicados a la generalidad de las gentes cultas.
En ellos quería Kant propagar este género de conocimientos útiles e importantes sobre el mundo y la naturaleza humana, que él poseía en gran cantidad. El estudio asiduo de los pueblos y de los hombres era para él una especie de recreo a la vez que le servía de complemento a sus investigaciones filosóficas. Mas desde todas partes se dirigía siempre su pensamiento hacia un objeto único, al cual afluían como a su punto céntrico: la naturaleza humana. Para conocer a la naturaleza humana como tal, anterior e independiente de toda experiencia, es necesario el sentido especulativo que la filosofía crítica ha creado. Para conocer a la naturaleza humana tal como la experiencia la presenta, como dentro del mundo aparece, es necesario un conocimiento profundo y extenso de la experiencia, del mundo. Kant, que nunca había viajado, no podía obtener ese conocimiento por propias observaciones. Así, reemplazó los viajes con la lectura asidua y detenida de las narraciones de viajeros. Al lado de una excelente memoria podía una gran fuerza de imaginación que le permitía representar las cosas en todos sus detalles y conservarlas con tal claridad que parecía tenerlas delante de sus ojos. Hablaba con tal exactitud e interés de las particularidades de un país o de una ciudad, que más de una vez se le hubiera tomado por un touriste. En una ocasión describía el puente de West-minster de Londres, su forma, dimensiones y medida con tanta claridad y vida, que un inglés que le estaba oyendo le tomó por un arquitecto que había vivido muchos años en Londres. Del mismo modo hablaba otra vez de Italia, como si hubiera conocido a ese país por larga y propia experiencia. De todo esto se comprende el interés que debían tener sus lecciones sobre geografía física, animadas por tal riqueza de conocimientos y por imaginación tan extraordinaria. Así, concurrían a estos cursos, no solo jóvenes estudiantes, sino también un gran número de personas de edad madura y de las más diversas profesiones. Y estaba tan extendida la reputación de estas lecciones, que desde puntos muy lejanos se mandaban a pedir los extractos. Entre estos lejanos lectores de Kant se encontraba el ministro prusiano von Zedlitz, que siguiendo a las inspiraciones del rey Federico favorecía el progreso, y particularmente la filosofía kantiana. Un año después de haber inaugurado Kant su profesorado ordinario, fue puesto von Zedlitz al frente del departamento eclesiástico y encargado de la alta inspección de la enseñanza prusiana. Tenía encargo de dejar el campo más libre a las opiniones, particularmente las científicas, y cuidar al mismo tiempo de que doctrinas rancias y manuales antiguos y fuera de uso, no perjudicaran a la instrucción pública. Animado de este espíritu escribió el ministro en Diciembre de 1775 a la universidad de Koenisberg, prohibiendo a los profesores hacer sus cursos y explicaciones sobre manuales anticuados. La enseñanza debía ser filosófica y no debía explicarse más la filosofía de Crusius. Entre honrosas excepciones se hacia especial mención de Kant y Reusch, a quienes se designaba como modelos para los otros profesores. Los crusianos intransigentes como Weymann y Wlochatius recibieron aviso de explicar sobre otros asuntos. Sin duda alguna en esta orden –muy oportuna desde luego– hay algo de imperativo, como de por sí lo producía el racionalismo ilustrado de la época: en ella se ordena a los profesores que cesen de ser estrechos en sus miras.
Zedlitz tenía de Kant altísima opinión. En 1778 le escribía: «estoy asistiendo ahora a vuestro curso de geografía, física, mi estimado profesor Kant, y lo menos que puedo hacer es enviaros mi agradecimiento. Esto tal vez os admire, efecto de las ochenta millas que nos separan; pero yo también debo confesaros que estoy en la situación del estudiante que o está muy lejos del profesor, o no está habituado a su pronunciación, porque el manuscrito que estoy leyendo está escrito de una manera muy incorrecta y confusa. Sin embargo, por lo que he logrado descifrar, se han aumentado extraordinariamente mis deseos de leer lo restante.»
Al quedar vacante en el mismo año la cátedra de filosofía en Halle por la muerte de Meier, ofreció el ministro a Kant la primera cátedra de filosofía de Prusia en las más brillantes condiciones. Ni el gran sueldo, ni la perspectiva de un mayor auditorio, ni el título que para él tenía dispuesto el ministro fueron bastante para alejarlo de su querido Koenisberg.

V
La nueva doctrina

1. Desarrollo de la Filosofía Crítica
Hallábase Kant a la sazón ocupado en la preparación de su obra capital. Lo que él ya había descubierto y presentado con completa claridad en su disertación inaugural, era el gérmen del nuevo sistema filosófico. Con lentitud y seguridad, como lo requería la dificultad del asunto y la profundidad de Kant, avanzaba hacia su término este grandioso trabajo intelectual. Era, además, tan vasto el campo de estás nuevas investigaciones que cada paso que le aproximaba hacia su fin, parecía más bien alejarlo. Kant por lo menos creyó terminar su trabajo mucho antes. Las cartas que en esta época escribía a Marcus Herz, de Berlín, nos dan algunos datos sobre los retrasos que su obra experimentaba. Al mismo tiempo son esas cartas las únicas que nos dan algunos detalles sobre la elaboración de la filosofía crítica.
La idea de una nueva filosofía estaba presente al espíritu de Kant con toda claridad desde 1770. Sabía que se necesitaba una crítica de la razón pura en su relación con los conocimientos teóricos y los prácticos. Ya en Febrero de 1772 escribía él a Herz: «Estoy haciendo una exposición, una crítica de la razón pura que contiene la naturaleza del conocimiento teórico y práctico (en tanto que es meramente intelectual), cuya primera parte, que contiene las fuentes de la metafísica, su método y límites, para fundar más tarde los principios puros de la moral, publicaré de aquí a tres meses» (7). La obra toda debía abarcar en sus dos partes lo que después apareció en las tres críticas separadas: de la razón pura, de la razón práctica y del juicio. Kant pensaba entonces poder concluir en tres meses la crítica de la razón pura y publicarla.
En Junio del mismo año escribía a Herz que en esos momentos estaba ocupado en una obra sobre los límites de la sensibilidad de la razón. Estas dos partes son, pues, las investigaciones que comprendía más tarde la crítica de la razón pura en sus doctrinas elementales (como estética y lógica trascendentales). Sin embargo, él observó bien pronto que no solo ha de estar fundado el conocimiento, sino que debe ser exactamente limitado, y que para la completa solución de la cuestión crítica era también necesario «una disciplina, un canon, una arquitectónica de la razón pura» en una palabra, lo que más tarde llamaba método la crítica de la razón pura. «No pienso»– escribía Kant en Noviembre de 1776– «concluir este trabajo antes de pascuas, y creo más bien que le dedicar una parte del verano próximo.» Al mismo tiempo se quejaba de su salud siempre quebrantada.
Sobre el sistema de la nueva filosofía y sobre la idea del todo, no tenía ya Kant duda alguna. Mas antes de toda deducción sistemática, era preciso producir las bases por medio de la misma indagación crítica. Esta crítica de la filosofía estaba llena de dificultades, sobre todo para la forma de exposición que debía ser conveniente y comprensible para todo el mundo. Así escribía Kant en Agosto de 1777 que esta crítica era como una piedra en medio del camino de su trabajo sistemático, que toda su ocupación consistía entonces en apartarla a un lado, y que para el invierno esperaba haberlo conseguido por completo. El trabajo avanzaba. Sin embargo, tampoco estuvo concluida en el verano del año siguiente. No estaba la dificultad en el número de pliegos, sino en el mismo asunto. «Yo espero» decía en una carta de este año, «que encontraréis justificada la causa de la tardanza en la naturaleza de la cosa y del proyecto mismo.» En otra carta de Agosto de 1778 habla él de su obra como de un «Manual de Metafísica» en que incesantemente trabaja. En ese mismo año tomaron también sus lecciones de metafísica otro carácter distinto. Hablando Kant en esa carta de las explicaciones, dice que se separan mucho de las anteriores y de las ideas generalmente admitidas.
Al fin, el 1º de Mayo de 1781 escribía Kant: «En estas ferias de pascua saldrá un libro mío con el título de Crítica de la razón pura. Se imprime en la casa de Hartknoch, de Halle. El libro contiene el resultado de las múltiples investigaciones que comenzaron por los conceptos que discutimos juntos bajo el nombre de mundi sensibilis et intelligibilis. Para mí tiene una gran importancia someter la suma de todos mis esfuerzos al juicio del hombre profundo que se dignaba interesarse por mis ideas y que las comprendía con tanta penetración.»
La aparición de esta obra constituye en la historia de la filosofía la época crítica. habían pasado diez años desde que Kant anunciaba publicarla a los tres meses, y sólo tres desde que decía que iba a contener sólo algunos pliegos. Pero estos pocos pliegos se convirtieron en un abultado volúmen. Esta obra es una de las más difíciles que se han publicado, y al mismo tiempo, lo que es todavía más raro, una de las más acabadas y meditadas. Pero al mismo tiempo que por esta obra se rejuvenece por completo la filosofía y se abre una nueva era para ella su autor, de cincuenta y siete años de edad, pone los pies en las puertas de la vejez. De naturaleza débil, de constitución enfermiza y de extremada sensibilidad necesitaba ahora de toda la fuerza de su voluntad y de todo el tiempo que le quedaba para educar aquel hijo tan retardado. Las nuevas bases están dadas, y sobre ellas hay que levantar la nueva doctrina. Kant consagra cada vez más sus fuerzas a esta obra, y la mira como objeto de su vida. Economiza el tiempo más que nunca, porque avanzan los años y le queda todavía mucho por hacer, siendo él quien únicamente puede hacerlo. Visita con menos frecuencia, escribe muy pocas cartas, a veces se pasa un año para contestarlas; todo su tiempo de trabajo lo absorben sus ocupaciones oficiales y filosóficas.

2. Las obras posteriores
En la Crítica de la razón pura se indicaban claramente los problemas que debían ser resueltos. Ante todo era necesario comprender bien la misma investigación kantiana, el espíritu de la filosofía crítica y su punto de vista completamente nuevo. El primer juicio que de la obra se publicó entonces y por persona competente, nos hace ver cuán lejos estaban de su justa interpretación las primeras inteligencias de la época. Garve, que se hallaba en los baños de Pyrmorit, recibió la Crítica de la razón Pura entre otros libros nuevos. Al poco tiempo daba cuenta de ella en los Anuncios científicos de Goettingen, y ponía la doctrina de Kant al lado del idealismo dogmático de Berkeley. Y cuenta que Kant había tomado un punto de vista tan alejado y distinto del idealismo como del realismo de la época dogmática y de toda dirección dogmática o escéptica. Se creyó, empero, que la Crítica estaba demasiado cerca del idealismo de Berkeley y del escepticismo de Hume.
Kant no podía tolerar una interpretación tan extraviada, y para hacer ver los puntos que principalmente debían hacerle distinguir de Berkeley y Hume, y facilitar al mismo tiempo la mejor interpretación de su obra, escribió en 1783 sus «Prolegómenos de toda metafísica futura.» Con este fin también modificó algunos puntos esenciales en la segunda edición de la Crítica de la Razón pura, y entre las dos ediciones ha establecido diferencias, cuya importancia para el carácter e inteligencia de la filosofía crítica hicieron observar, primero Jacobi y después Schopenhauer. Mas no nos ocuparemos aquí del desarrollo filosófico de Kant, sino en cuanto esto se relaciona con su vida exterior.
Las primeras cuestiones que la crítica prescrita se refieren al modo de fijar los principios para el conocimiento de los fenómenos sensibles, para la conducta moral, para el gusto y la consideración teleológica de las cosas en general. Se trataba en primer lugar de establecer las bases metafísicas de las ciencias naturales y de la moral. Kant resolvió este problema en los diez años de la crítica. En 1785 publicó las «Bases de la metafísica de las costumbres»; en 1786 los «Principios metafísicos de las ciencias físicas»; en 1788 la «Crítica de la razón práctica», y, por último, en 1790 quedó terminada en sus principales lineamientos toda la obra crítica, con la publicación de la «Crítica del Juicio.» Con esto quedó establecida toda la doctrina de la filosofía moderna, y el último decenio que resta de siglo fue también el último de actividad científica para nuestro filósofo.
Después de haber sido descubiertos la facultad y límites de la razón humana a la luz de la nueva filosofía crítica, y después de haber sido desarrollado todo lo que de la sola razón se deriva, faltaba todavía exponer a esta nueva ciencia de la razón en sus relaciones con todo lo que en nuestra vida espiritual no se deriva únicamente de la razón pura. Era necesario establecer una diferencia entre lo racional y lo positivo. Toda la claridad y exactitud que había puesto Kant en su arte crítica para lo racional, debía mostrarse también en su oposición con lo positivo. Esta oposición había sido concebida en la filosofía de Kant con mucha mayor profundidad que en la filosofía racionalista, pareciendo así aproximarse la futura conciliación. En el punto de vista completamente nuevo de Kant, y fundado en lo más íntimo de la naturaleza humana, pueden existir y ser aceptados elementos tales de las creencias positivas, que la filosofía anterior, que hizo exclusión de todas ellas, sólo supo negar. Pero eran, sin embargo, inevitables la lucha y la oposición. En primer lugar, encontró Kant delante de él, y en primera línea, a la fe bajo la forma de religión positiva; en segunda, al derecho bajo la forma del estado positivo, históricamente dado, y, por último, a las ciencias positivas, personificadas en lo que se llamaba Facultades superiores, por oposición a la facultad de filosofía. Su último hecho crítico fue exponer y conciliar esta lucha de facultades. Sus doctrinas sobre la religión y el Estado fueron la vanguardia que inició la batalla general. Y aquí, en el choque con la religión positiva, tropezó Kant, como era de esperar, con los más pertinaces enemigos que halló fuera de la ciencia.

VI
Kant y Woellner

1. Los decretos religiosos
Necesitamos remontarnos un poco para referir este desagradable y célebre conflicto. Existían las circunstancias exteriores de peor género que podían trasformar en persecución política una discusión teológica. Bajo el gobierno del gran rey y de su ilustre ministro jamás hubiera sucedido al filósofo de Koenisberg lo que en estos momentos era natural consecuencia de la nueva forma de gobierno.
Federico «El único» murió el año de 1786. Su sucesor Federico Guillermo II, muy diferente del gran rey, de fútil y voluble espíritu, y sin elevación alguna de pensamiento, no hubiera sido por sí mismo un peligro para nuestro filósofo. Por el contrario, al ocupar el trono le dio muestras de benevolencia y de respeto. Hizo que fuese Kiesewetter a Koenisberg para que estudiara en sus propias fuentes la filosofía kantiana. Se entregó en brazos del misticismo y de lo misterioso, más por su forma extraordinaria y extravagante que por pietismo. En una palabra, no le convencía el pietismo, pero le seducía. En verdad no podía costar mucho trabajo atraer a esa dirección a un hombre que sentía interés y hasta admiración por St. Germain y Cagliostro. Ya nadie ignora con qué medios y con qué facilidad supieron alucinar y conquistar al crédulo monarca.
La política prusiana tomó en este reinado el camino de la reacción, que se iba acentuando a medida que en Francia se desencadenaba la revolución y crecían sus impetuosos ataques a la Iglesia y el Estado. La revolución estaba aliada en Francia con el pensamiento libre. La monarquía en Prusia contraía alianzas con los enemigos más apasionados de las luces, y cayó en el error de buscar en el crecimiento del poder clerical una protección contra el deseo de las novedades políticas.
Dos años más tarde del cambio de trono, cayó el ministerio Zedlitz, y en su lugar fue colocado el 3 de Julio de 1788 un teólogo fanático y ambicioso, el antiguo predicador Juan Cristian Woellner. El general ayudante del rey, Bischofsverder, tenía sus mismas ideas. Desde estas regiones y con la fuerza de la autoridad superior, se organizó una verdadera campaña contra el racionalismo, con objeto de expulsarlo de todas sus posiciones ventajosas en la cátedra y en la literatura. Pocos días después del nombramiento del ministro, el 9 de Julio de 1788, se publicó un decreto que obligaba severamente a los profesores de religión a sujetarse a lo dispuesto como norma única y exclusiva, amenazándoles en caso contrario con la pérdida del empleo. Este es el memorable decreto de Woellner. Otro posterior del 19 de Diciembre del mismo año suprimía la libertad de la prensa, sometiendo a la censura las obras nacionales y sujetando a inspección las extranjeras. Para que se llevaran a cabo estas medidas se estableció en Abril de 1791 una autoridad especial encargada de la inspección y vigilancia en todas las cuestiones religiosas y de enseñanza. Constaba esta autoridad, especie de consejo supremo, de tres hombres, que se llamaban consejeros consistoriales, siendo en realidad los más serviles instrumentos de Woellner; sus nombres eran: Hermes, Woltersdorf e Hilmer. Tenían omnímodo poder sobre todos los empleos académicos y eclesiásticos; tenían en sus manos la promoción y el ascenso, la supresión y la facultad de disponer de todos ellos. Examinaban a todos los candidatos para los empleos académicos y religiosos, y recaía este examen en su fe y sus opiniones. Los predicadores y profesores existentes estaban rigurosamente vigilados y sometidos a la censura, que sólo atendía a sus ideas religiosas. Viajaban por todas las provincias, inspeccionaban los establecimientos públicos, decretaban sobre la enseñanza y los libros de texto, recomendando los que ellos mismos escribían o encomendándolos a los que pensaban bien. Aquel que no se acomodaba explícitamente a estas disposiciones, provocaba las sospechas de la autoridad inquisitorial, y se le señalaba como malpensado. A los sospechosos se les llamaba racionalistas, enemigos de toda religión y ateos. No se tardó mucho en llamarles también jacobinos y demócratas. En 1792 y 94 los decretos sobre religión y censura fueron más severos todavía. Se consideraba a todo racionalista como sedicioso, y todo profesor al tomar posesión de su cargo debía jurar sobre los libros simbólicos.

2. La doctrina religiosa de Kant
En estos momentos precisamente sobrevinieron las investigaciones críticas de Kant sobre política y religión. La Crítica de la Razón práctica, que ya contiene el elemento fundamental de la doctrina religiosa de Kant, se publicó en el mismo año en que Woellner subió al poder. La filosofía crítica y con ella un nuevo racionalismo mejor fundado, se habían extendido a las más lejanas regiones del mundo científico, y se encontraban en el momento más propicio para conquistar las cátedras de las Universidades alemanas. Su íntima naturaleza era totalmente opuesta al espíritu con que gobernaba en la enseñanza el ministerio de Federico Guillermo, y que amenazaba a la libertad del pensamiento y de conciencia, no en sus extravíos y exageraciones, sino en sus mismas raíces. Una figura de tanta influencia como la de Kant y una filosofía tan poderosa como la suya debían provocar muy pronto en el campo enemigo rudos ataques y disposiciones hostiles. Una carta de Kiesewetter que fue encontrada entre los manuscritos de Kant demuestra que desde el primer día en que Wolterdorff ejerció sus funciones, había ya propuesto al rey que se prohibiera al filósofo Kant explicar cosa alguna (8). Pero el ataque que se dirigió contra Kant no se hizo de esa manera que tanto agradaba a Wolterdorff.
Kant mismo ofreció esta ocasión al fanatismo de Berlín. Había enviado para su publicación en 1792 a la Revista Mensual de Berlín, inspirada por el racionalismo de aquella época, un trabajo sobre el «mal absoluto». Se hacía la impresión de la Revista en Jena; pero con objeto de evitar todo lo que pudiera sugerir el pensamiento de que se había querido evitar la censura y hacer una especie de fraude literario, encargó Kant explícitamente que se sometiera su artículo a la censura de Berlín. Dio Hilmer la autorización para que se imprimiera, añadiendo sin embargo para su completa tranquilidad que lo hacía «en vista de que los artículos de Kant sólo son leídos por los científicos muy profundos.» Se publicó el artículo en Abril de 1792. Poco después envió Kant al mismo periódico y con la misma recomendación su segundo trabajo sobre «La lucha del bien y del mal.» Como asunto concerniente a la teología bíblica, pasó este escrito a la censura común de Hilmer y Hermes. Negó este último el imprimatur. Apoyó Hilmer a su colega y comunicó por escrito esta resolución al director de la Revista. A las observaciones de este se replicó sencillamente «que los censores no tenían otro criterio que el decreto sobre religión y que no podían dar explicaciones de ningún género.» Esto imposibilitó desde luego la publicación del artículo en la Revista Berlinesa. Pero Kant, que había publicado ya la primera disertación, deseaba vivamente hacer lo mismo con las tres siguientes que se hallaban enlazadas con la primera de un modo íntimo y directo. No había otro camino posible que dar este escrito a una facultad teológica para que lo examinara y diera el necesario permiso.
No se dirigió a Goettingen, por ser Universidad extranjera; tampoco podía dirigirse a Hallo, que había prohibido se publicara el escrito de Fichte, «Crítica de toda revelación». Adoptó el camino más corto y sometió sus disertaciones a la censura de la facultad teológica de Koenisberg. Esta votó por unanimidad la autorización, y poco tiempo después fueron publicados los cuatro estudios como obra completa y formando un solo volumen con este título: «La religión en los límites de la razón», obra que fue impresa en 1793 en la casa de Nicolovius en Koenisberg. Causó tanta sensación esta obra de Kant, que al año siguiente era ya de todo punto necesaria una segunda edición. Pero el tribunal clerical de Berlín no podía ver esto con calma, y aprovechó la ocasión por tanto tiempo deseada de tomar alguna medida contra nuestro filósofo.
El 12 de Octubre de 1794 recibió Kant esta extraordinaria orden: «Federico Guillermo, rey de Prusia por la gracia de Dios, &c., a nuestro fiel e ilustre súbdito, salud. Nuestra elevadísima persona ha visto desde algún tiempo con sumo disgusto cómo habéis abusado de vuestra filosofía para relajar y desnaturalizar muchas de las doctrinas fundamentales de la Santa Escritura y del cristianismo, particularmente en vuestro libro sobre la Religión en los límites de la Razón y en otros escritos menores. Nos esperábamos algo mejor de vos, y debéis también comprender hasta qué punto faltáis a vuestros deberes como maestro de la juventud y a mis paternales prescripciones en bien del país. Esperamos de vuestra parte en el menor plazo posible una justificación completa, y os advertimos que si no queréis caer en desgracia con nos, no incurráis de nuevo en las faltas cometidas, aplicando por el contrario todo vuestro celo y autoridad, como es deber vuestro, a que se lleven a cabo con mejor éxito nuestras paternales intenciones. En caso contrario, os atendréis necesariamente a las dolorosas consecuencias que os sobrevinieren. Haceos acreedor a nuestra alta gracia. Berlín 1º de Octubre de 1794. Por orden especial de S. M., Woellner.»
Al propio tiempo todos los profesores de filosofía y de teología de Koenisberg tuvieron que comprometerse por escrito a no dedicar cursos a la filosofía religiosa de Kant.
En esta época se hallaba nuestro filósofo en la cima de sus años y de la gloria: tenía setenta años de edad, y el mundo entero glorificaba su nombre. Con ocasión de la medida de que acababa de ser víctima obró con la mayor prudencia. La guardó para sí mismo y con tanto secreto, que excepción hecha de un solo amigo, nadie tuvo conocimiento del hecho hasta que él lo propagó después de la muerte del rey. El cambio de ideas que se le pedía, era absolutamente imposible; la resistencia abierta era inútil y contraria a sus sentimientos. El único partido que le quedaba era el silencio. Sobre un pedacito de papel que se encontró entre otros después de su muerte, escribió las siguientes palabras que expresan su situación y sus pensamientos como en un monólogo: «Abdicar y desmentir una convicción interior es una bajeza, pero callar en un caso como el presente, es el deber de un súbdito; y si todo lo que se dice debe ser verdadero, no por eso es un deber decir públicamente toda la verdad.»
En este sentido respondió Kant a la carta real justificándose de los cargos que se le hacían y demostrando que eran infundados. En cuanto a la recomendación que se le hizo de emplear mejor su talento, la cumplió condenándose al silencio. Se resignó a no dar curso alguno sobre asuntos de religión. «Para evitar la última sospecha –dice al final de la carta– aseguro solemnemente y declaro, como muy fiel vasallo de Vuestra Real Majestad, que en lo futuro, así en mis escritos como en mis clases, me abstendré por completo de todo lo que se refiera a la religión, así a la natural como a la revelada.» Estas palabras, «como muy fiel vasallo de Vuestra Majestad», contienen una reserva mental muy prudente y que tal vez podrá parecer a algunos demasiado prudente. Se comprometía a callar mientras el rey viviera, y adoptó este giro con el pensamiento de que en caso de que el rey muriera antes que él, como seria entonces súbdito del sucesor, recobraría de nuevo su libertad de pensamiento. –Explícitamente lo dice él mismo en otra parte.
Los hechos, en efecto, justificaron la previsión. Kant tuvo la satisfacción de recobrar su libertad de pensar, al ocupar el trono Federico Guillermo III, con el cual reapareció en Prusia el verdadero espíritu de tolerancia. La lucha entre la razón y la fe, entre lo racional y lo positivo, crítica y precepto o como quiera llamarse, dieron lugar, de parte de los teólogos, a ataques muy sensibles e injustificados contra nuestro filósofo. A él le importaba que esta cuestión se siguiera lealmente y en conformidad con lo que se debía buscar, que no era la derrota del adversario, sino el progreso de la ciencia. No era aquello un mero proceso entre la teología y la filosofía, pues bien considerada en su generalidad, la discusión alcanzaba a las relaciones de las ciencias filosóficas con las positivas, que se diferenciaban entre sí en la Universidad, según los diferentes miembros que la componían. fue tal esta lucha entre los individuos de las facultades, que casi tomaron aspecto de derecha e izquierda de Parlamento. En esta discusión intervino Kant con su escrito «La disputa de las facultades» poniendo término a aquellas divisiones de la ciencia y señalando a cada parte los límites en que podía desenvolverse. En el prefacio daba cuenta de lo que le había acontecido durante el ministerio Woellner. Tal fue el último escrito digno de su talento.



VII
Últimos años de Kant

El extraordinario genio de este hombre, fortalecido por una inquebrantable fuerza de voluntad, excitado siempre por trabajos nuevos y a cual más difíciles, se conservó siempre activo y diligente en lo posible para un cuerpo enfermizo y agobiado por los años. Pero estaba este cuerpo agotado, y las fuerzas corporales se fueron debilitando rápidamente. Apercibiéndose Kant de su propia caducidad, se había retirado, desde 1797, de su cátedra, y fue poco a poco suspendiendo todas sus relaciones con la sociedad. Desde 1798 no acudió ya a ninguna de las invitaciones que tanto le halagaban antes, encerrándose en un pequeño círculo de amigos. De día en día se limitaba más la esfera de su vida y aumentaba el peso de sus años. Sin embargo, se ocupaba todavía de un trabajo original que designaba, frecuentemente, como su obra maestra, con esa preferencia que demuestra siempre el anciano por el último hijo que tiene. Debía exponer esa obra la transición de la metafísica a la física, y él mismo la titulaba Sistema de la filosofía en su totalidad. Hasta los últimos meses antes de morir escribió en ella con toda la asiduidad posible. Es lícito dudar del valor de esta obra, de sus nuevos pensamientos, del orden y método que en ella existe, aun sin haberla leído, al considerar el estado de debilidad en que su autor se encontraba y al pensar en las conclusiones a que él podía haber llevado su filosofía. No puede comprenderse qué pensamientos nuevos podían traerse dentro de una filosofía como la suya. Hombres competentes que han leído su extenso manuscrito aseguran que sólo es la repetición de sus obras anteriores con el sello de la debilidad senil. Ese manuscrito se perdió, pero ha sido hallado de nuevo. Se ha pensado en su publicación y las noticias que de él se dan confirman todo lo que se decía. (9)
Lo que verdaderamente iba destruyendo a Kant no era una enfermedad especial, sino el marasmo con todos sus achaques. Extinguíase su memoria, aletargábanse sus miembros, vacilaban sus pasos; a consecuencia de esto disminuyó sus paseos, hasta que al fin los suprimió por completo. A lo último apenas podía tenerse en pie y necesitaba del apoyo y cuidado de los otros. A todo esto se unía una constante pesadez de cabeza que excéntricamente atribuía él a la electricidad del aire, para hacer que sus sufrimientos fuesen producto de circunstancias, y no de su propia debilidad. Los sentidos fueron debilitándose, especialmente el de la vista; perdió el apetito y se puso tan débil, que no pudo ocuparse ya de sus asuntos, ni contar dinero, ni certificar sus cuentas. En su antiguo discípulo Wasianski halló por fortuna un amigo decidido que generosamente se encargó del cuidado de su casa. Kant experimentó todos los achaques propios de la senectud. El 24 de Abril de 1803 cuando ya había cumplido setenta y nueve años, escribió estas palabras bíblicas que pocos como él pueden hacer suyas: «Según la Biblia, dura nuestra vida setenta años, y cuando pasa, llega a los ochenta, y si tiene algún valor, sólo es el de la pena y el trabajo.»
No debía él cumplir los ochenta años. después de un ataque agudo en Octubre de 1803 se repuso todavía por algunos meses. Las fuerzas le abandonaban cada vez más. Ya no podía escribir su nombre y olvidaba lo escrito. Las imágenes se borraban de su espíritu; las palabras más usuales faltaban a sus labios; no conocía ya a sus más íntimos amigos, y su cuerpo, que él en broma solía llamar su «Pobreza» estaba seco como una momia. Estaba completamente harto y cansado de la vida. Al fin vino la muerte a sacarle de tan lastimoso estado, a 12 de Febrero de 1804. Si él hubiera vivido hasta el año siguiente, habría podido celebrar como docent de la Universidad de Koenisberg su quincuagésimo aniversario. Fue contemporáneo y súbdito de Federico el Grande, y sentíase con razón por su espíritu hijo legítimo de esa época. El primer escrito que publicó al entrar en la carrera académica, «Historia natural del cielo», lo dedicó al gran rey. Su obra más importante, la Crítica de la Razón pura, la dedicó al ministro Zedlitz. Entre las grandes figuras científicas de la época de Federico, es él la primera y la que con mejor derecho está al lado del mariscal en el monumento de Federico en Berlín.
En el espacio de su carrera académica ¡cuántas variaciones extraordinarias en la historia del mundo! La guerra de siete años y sus gloriosos resultados, que elevaron a la Prusia al rango de las primeras potencias de Europa; la guerra de la independencia americana; las sacudidas de la revolución francesa, que en el último año de nuestro filósofo termina su primer período después de tantas trasformaciones y pasa de su última forma republicana bajo el consulado, al absolutismo del imperio. No fue Kant un espectador ocioso de todos estos acontecimientos. Después de sus estudios filosóficos, nada le interesaba tanto como la historia política del mundo. Seguía su curso con el más vivo interés. Abrazó la causa de América contra Inglaterra con la más viva simpatía, y aun con más calor se interesó por la revolución francesa. La estrella de Federico el Grande se elevaba cuando Kant comenzó sus estudios académicos, y terminaba su brillante carrera cuando Kant comenzó sus trabajos académicos, cuando Kant comenzaba la que había de recorrer. Los últimos años de nuestro filósofo vieron también levantarse la de Napoleón.
Murió antes de que la dominación extranjera cayese sobre el suelo alemán y de la guerra de la independencia. Pero el espíritu de su filosofía estaba con la causa alemana, y Kant, que con tanto interés había visto fundarse la independencia de otras naciones extrañas, hubiera sido sin duda alguna uno de los primeros en defender la libertad de su propia patria contra el humillante yugo del extranjero.
Kant tenía una antipatía decidida a la guerra como tal, y lo que particularmente excitaba su interés eran las reformas de los Estados y de sus Constituciones, hechas y basadas en ideas de justicia. Sus opiniones políticas particulares fueron determinadas en parte por los acontecimientos que él presenció, y no se interpretarán en sujeción a su particular matiz ni en sus características contradicciones si no se tiene presente la gran influencia que ejercían aquellos acontecimientos y la excesiva sensibilidad de Kant para todas estas cosas. El gobierno prusiano bajo Federico el Grande, la independencia americana, conquistada y fundada por Washington, y la Francia de 1789 ejercieron gran influjo e las ideas políticas de nuestro filósofo. Sus mayores simpatías eran para el Estado de Federico, y sus antipatías para Inglaterra. Defendía con entusiasmo la idea primitiva de justicia de la revolución francesa y esta fue durante largo tiempo el lema favorito de sus conversaciones. Toda la tolerancia que tenía siempre con las opiniones opuestas a las suyas, desaparecía al tratar este último punto. La mejor Constitución para él, era aquella que a la mayor libertad uniera la legalidad mayor, pues entendía que sin esta condición no es posible justicia alguna. La revolución francesa le atraía grandemente por la idea de derecho que contenía, pero no podía menos de rechazarla por la anarquía inseparable del comienzo de una revolución.

VIII
Personalidad de Kant

Los dos rasgos fundamentales del carácter de Kant que se señalan hasta en las más pequeñas particularidades y que en él se unen y completan de una manera extraordinaria, son el sentimiento de la independencia personal y el de la puntualidad más rigurosa. Añadamos a esto la penetración del pensador y advertiremos que la filosofía crítica no podía hallar otro carácter que mejor conviniera a su fundador. Aquellos dos rasgos son las virtudes cardinales del carácter de Kant que constantemente se manifiestan, así en las cosas glandes como en las insignificantes, hasta un grado tal, que como no podía menos de suceder en semejante naturaleza, pasan de los límites habituales. Por espíritu de independencia pudo llegar a ser rigorista y por el de la regularidad, pedante. Procedía siempre consigo mismo bajo el punto de vista racional y ordenaba y regularizaba su vida como si se tratase de la misma razón pura.
Como filósofo, investiga las últimas condiciones del conocimiento humano y saca de aquí los principios que fundan y limitan nuestro saber. Como hombre, pone siempre su vida bajo el imperio de principios que ha establecido rigurosamente. El verdadero fin de la filosofía kantiana es someter todo acto del entendimiento a principios sabidos con toda claridad y acompañar todo juicio con la conciencia perfecta de su posibilidad y necesidad. Del mismo modo la regla y plan de su vida es someterá principios claros y sabidos todos los actos de la vida y acompañar cada uno de ellos con la conciencia perfecta de su justicia. No hacer nada que sea contrario a su fin, determinar toda acción según su finalidad y con la conciencia de esta, realizarla es para él una necesidad tan natural como moral, que no puede menos de satisfacer en todos sus puntos siempre y en todas partes. En su filosofía y en la vida práctica es siempre el hombre de principios. Jamás hubiera sido el filósofo que fue, si también no hubiera sido, aun en todas las pequeñeces de la vida, el hombre que supo ser. En esto consiste la independencia y regularidad de su vida. Es independiente porque se apoya en sus propios principios, y metódico porque obra con arreglo a ellos.
La independencia personal, en el verdadero sentido de la palabra, no pudo adquirirla muy fácilmente nuestro filósofo, y tuvo necesidad de largos y constantes esfuerzos. El grado a que logró llevarla nos da una idea de toda la fuerza de su carácter. De quebrantada salud, que había de ser causa frecuente de perturbaciones en sus trabajos, de pequeñísima fortuna, que no le permitía, en manera alguna, una vida independiente, hállase Kant, desde el primer momento, en la necesidad de depender de otros por esos dos lados. Ante todo, pues, tenía que adquirir bienestar físico y económico para asegurar su independencia y la libertad de su espíritu.

1. Independencia económica
Kant sacrificó su deseo predilecto de vivir en Koenisberg para poder vivir de sí mismo, y no del auxilio de otros. Se hizo preceptor y lo fue durante nueve años hasta que estuvo en disposición de entrar en la carrera académica. Lo que ganaba de sus lecciones públicas y privadas no era gran cosa; pero lo que las circunstancias le negaban supo él conseguirlo por un trabajo constante y principalmente por su orden económico. Aquel principio suyo de no hacer nada contrario a su fin, lo practicaba en la vida privada, no gastando nada inútilmente, y lo seguía con tanta puntualidad, que puede decirse que literalmente no malgastaba nada. Su economía era una verdadera virtud, que estaba tan distante, según la ética de Aristóteles de la prodigalidad como de la avaricia. Esa virtud la tenía él como necesidad de su independencia. Nunca aceptaba nada de nadie, no se hacia servir gratuitamente ni debió nada. Jamás tuvo un acreedor, y en su vejez repetía esto con justo orgullo. De esta suerte consiguió al fin llegar del mejor modo posible a la comodidad. Sostenía a sus parientes pobres, y no por medio de limosnas fortuitas, sino por asistencias anuales de alguna consideración, dejándoles al morir una fortuna de bastante importancia en aquella época. Jachmann dice de él: «Este grande hombre aspiró desde su juventud a librarse de toda dependencia a fin de poder vivir para sí y para su deber. Hallaba en esta independencia la base de toda la felicidad de su vida, y ya en edad avanzada, aseguraba que había sido mucho más feliz privándose de una cosa que gozándola a expensas de otro. Cuando era profesor, estaba tan gastado su único traje, que algunos amigos creyeron que debían someter a su juicio, con la mayor discreción posible, el deseo que tenían de comprarle uno nuevo. Kant se regocijaba todavía en su vejez, al recordar la fuerza con que rehusó aquel ofrecimiento y que había llevado una levita vieja, aunque limpia, por no soportar el peso de una deuda. Consideraba como uno de los mayores bienes de su vida no haber debido un cuarto a nadie. «Siempre pude, con pecho tranquilo y sereno, responder: ¡Adelante! cuando llamaban a mi puerta –decía frecuentemente este grande hombre– porque estaba seguro de no ver nunca delante de mí a un acreedor.»

2. El cuidado de su salud
El celo y cuidado críticos que tuvo para sus asuntos económicos, los aplicó con no menos éxito a su propia salud. Sin medios de fortuna llegó a conseguir una posición desahogada y pudo vanagloriarse de no haber tenido un solo acreedor, únicamente a fuerza de economía constante y racional. De naturaleza débil y hasta enfermiza, alcanzó sin embargo una avanzadísima edad en el pleno uso de todas sus fuerzas espirituales, y pudiendo también decir que ni un solo día se había sentido enfermo, ni necesitado los auxilios de un médico.– Así, este bienestar del cuerpo, como el de sus negocios privados, eran simplemente productos de su gran tacto y prudencia, que se acrecentaron en lo posible, más en el cuidado de su cuerpo, que en el gobierno de su hacienda. Mas si en esta no era su celo el de un avaro o un ambicioso, no eran tampoco sus precauciones en la primera las debilidades del que se encuentra dominado por la molicie y el egoísmo, antes bien, el orden que en su vida tenía estaba fundado en reglas higiénicas que a su vez había sacado de la observación constante y atenta de su naturaleza física. Estudió su propia constitución del mismo modo que en filosofía había estudiado la razón humana. Puede decirse que observaba su cuerpo como observa al tiempo el más escrupuloso meteorólogo. Entre sus reglas higiénicas era la más capital la actividad del cuerpo, la sobriedad, el sustine y abstine. Entendía que la fuerza moral de la voluntad era el mejor régimen y en ciertos casos la mejor medicina. Puede decirse que empleaba a la vez la razón pura como higiene y como terapéutica. Era su método una dietética de la razón pura fundada para conservar la vida humana, prolongarla, librarla de enfermedades y libertarla también de ciertas perturbaciones físicas. Así fue, que abundando en este sentido, dedicó a Hufeland, el autor de la Macrobiótica, el trabajo que se titula: «Del poder que tiene el espíritu para dominar sus impresiones enfermizas por medio de la voluntad» (10); escrito que incluyó después en su «Disputa de las facultades.»
La fuerza saludable de la voluntad que él recomendaba, la había estudiado y practicado en sí mismo. Su constitución física le hubiera llevado fácilmente a la hipocondría; a causa de su estrecho y comprimido pecho, sufría con frecuencia palpitaciones y una opresión constante que nada exterior o mecánico podía aliviar, y de la cual nunca se vio completamente libre, llegando un momento en que sus sufrimientos le volvieron melancólico y le hicieron la vida insoportable. Como carecía de medios, se dio cuenta exacta de sus disposiciones y tomó la resolución de no ocuparse en una cosa que sólo podría empeorarle preocupándose constantemente con ella. Pero aquí era donde sobre todo radicaba el peligro de la hipocondría. Con la sola resolución de no ceder en nada pudo sin embargo conjurar este peligro. La compresión de su pecho era un estado mecánico que él no podía remediar con facilidad; mas hizo dominar en su espíritu la calma y la serenidad, y a pesar del estado de su cuerpo, siempre conservó libre su pensamiento y un carácter franco y muy buen humor en sus relaciones de sociedad. Aun en otras sensaciones más desagradables, supo también triunfar de su perturbadora influencia, llevando con energía su atención a otra parte hasta el momento en que dejó de sentirse afectado. De esta suerte consiguió también dominar los padecimientos de la gota que en sus últimos anos llegaban a quitarle el sueño. Eligiendo un asunto cualquiera de reflexión y que no fuera muy excitante, daba a su espíritu otra dirección que cuidadosamente seguía hasta que era sorprendido por el sueño. Este método terapéutico lo empleaba también con bastante éxito en las toses y fluxiones. Se decidía a respirar con los labios cerrados todo lo posible, hasta hacer que entrara el aire libremente por los conductos interceptados. Del mismo modo se proponía no preocuparse de la irritación que la tos produce, y conseguía dominarla con ese enérgico esfuerzo de su voluntad. Así, en las cosas más insignificantes, iba siempre aplicando su método higiénico. De ordinario solía pasearse solo a fin de que no le obligase a hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que respirar con los labios abiertos, aspirando de esta suerte a librarse de las afecciones reumáticas. Por esta razón le ocasionaba un verdadero disgusto el encuentro de un amigo en sus paseos. Cuando trabajaba en su gabinete tenía la inquebrantable costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, con el objeto de levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer mucho tiempo inmóvil en su asiento. Su higiene, toda estaba también establecida en reglas no menos rigurosas y profundamente estudiadas la medida y la naturaleza de las comidas y bebidas, la duración del sueño, la manera de hacer la cama, y por fin, hasta el modo de arroparse. De suerte que se había convertido en su propio médico e independizado de la medicina profesional. Casi todas las medicinas le eran refractarias, aunque deban exceptuarse las píldoras de su antiguo amigo Trummer. Prestaba empero grandísima atención a los diferentes descubrimientos y métodos terapéuticos de esa ciencia; aprobaba el sistema de Brown; el de Jenner, en cambio, y su método de vacuna le parecía ser la inoculación de la bestialidad.» Pero lo que sobremanera le cautivaba era la química aplicada a la medicina (11).
Por pueriles que parezcan estos cuidados, no se debe juzgar, sin embargo a nuestro filósofo de un modo inconveniente. Estaba muy lejos de amar demasiado a la vida y de temer a la muerte. Cuidaba de su cuerpo como se cuida a un instrumento que se desea mantener el mayor tiempo posible en buen estado de servicio. Poco había hecho la Naturaleza por su salud; pero él la hizo su obra predilecta, y no hay que extrañar que sintiera por ella el afecto del autor, que no la olvidara un solo momento, que fuera frecuentemente su tema de conversación, y que gozara lleno de satisfacción al ver sus cuidados coronados por el éxito. Su salud era para él un experimento. Y todo el celo con que la atendía es el que se aplica siempre a toda experiencia que se quiere lograr. Pensaba hasta en la duración de su vida, según las mayores probabilidades, y leía minuciosamente la estadística de la mortandad de Koenisberg, que pedía al Jefe de policía.

3. Molestias y obstáculos
Quería Kant en sus trabajos, que tanto recogimiento exigían, no ser molestado de modo alguno. Se alejaba así cuidadosamente de todo lo que pudiera interrumpirle. De suerte, que además de la independencia personal que había menester, necesitaba también una gran tranquilidad . Para que la habitación le fuera agradable, había de ser lo más silenciosa posible. Mas como esta condición era difícil satisfacerla en una ciudad como Koenisberg, cambiaba frecuentemente de casa. La que tomó en las proximidades del Pregel estaba expuesta al bullicio de los buques y de las carretas polacas. Una vez se mudó de casa porque cantaba demasiado el gallo de un vecino; intentó primero comprárselo, y no consiguiéndolo, tuvo que abandonar su habitación. Por último, compro una casa modesta cerca de los fosos del castillo. Pero aquí tampoco se vio libre de molestias desagradables. Próxima a su casa, estaba la prisión de la ciudad, en donde hacían cantar a los presos ritos religiosos a fin de mejorarlos y corregirlos, y que iban a parar cuando abrían las ventanas a los mismos oídos de Kant. Contrariado en extremo por estas interrupciones, que él llamaba «un desorden, una manifestación piadosa del aburrimiento, escribió a su amigo Hippel, alcalde primero de a ciudad y al propio tiempo inspector de la prisión, la carta siguiente que textualmente reproducimos y que expresa como nada el estado de ánimo de nuestro filósofo en esos momentos: «Os suplicamos encarecidamente que libertéis a los moradores de esta vecindad de las oraciones estentóreas que hipócritamente entonan los que en la prisión se encuentran. No digo yo que carezcan de motivo y de causa para quejarse como si la salud de su alma corriera peligro al cantar un poco más bajo, y que no pudieran oírse ellos mismos, teniendo las ventanas cerradas. Si lo que buscan es un certificado del carcelero, en que conste que son gentes temerosas de Dios, no creo que necesiten armar ese escándalo para que no deje de oírlos él, pues si bien se mira, podrían rezar en el mismo tono con que rezan en su casa los que son verdaderamente religiosos. Una palabra vuestra al carcelero, si os dignáis darle como regla lo que acabo de deciros, pondría para siempre término a este desorden y aliviaría de una gran molestia a aquel por cuya tranquilidad os habéis incomodado tantas veces. –Manuel Kant (12).» Mas no fue tan solo el canto de la prisión lo que interrumpía su tranquilidad. Oíanse frecuentemente en la vecindad músicas de baile que hacían perder a nuestro filósofo el tiempo y el buen humor, lo que tal vez contribuyó no poco a producirle la aversión que por la música sentía y que llegara a llamarla «un arte importuno.» Hasta en su Estética conservó aún el mal efecto que estas perturbaciones le produjeron.
Todo lo que interrumpía el círculo habitual de su vida le era desagradable. A la hora del crepúsculo acostumbraba con toda regularidad entregarse a la meditación y como tenía el hábito de fijar los ojos en algún objeto cuando se entregaba a sus reflexiones, tendía su vista en esta hora meditativa por fuera de la ventana de su cuarto, e iba a fijarla en la torre de Loebenicht, que estaba enfrente. No hallaba él términos con qué expresar la satisfacción que sentía, –según Wasianski– al hallar un objeto tan adecuado a lo que él apetecía y a distancia tan conveniente. Pero más tarde empezaron a crecer entre Kant y la torre los álamos de un vecino, que al fin concluyeron por ocultarla a su vista. fue tan sensible a Kant el verse privado de su acostumbrado espectáculo, que no paró hasta conseguir de la generosidad del vecino el sacrificio de las copas de sus árboles. Toda modificación en las costumbres de su casa y en el orden de su vida le desagradaba, y se defendía contra la más pequeña todo el tiempo posible. Parecía que su carácter y el orden de su vida y de su casa se habían formado al mismo tiempo. Cuando le invadieron los años y la vejez, necesitó, sin embargo, aceptar algunas modificaciones y el auxilio de otras personas. Con la mayor repugnancia se resignó a esta necesidad. Sólo después de grandes luchas interiores pudo una vez despedir a un antiguo criado que había tenido durante cuarenta años, y que no solo era completamente inútil sino de conducta en extremo indigna.
Pasábase el día entero reflexionando sobre el caso, y parecíale tan difícil desprenderse de aquel hombre, que necesitó de toda su energía y de un esfuerzo extraordinario para no seguir pensando en él. Para tener más presente su resolución, escribió en uno de los cuadernos que más usaba, para facilidad de su memoria, las frases siguientes: «Es preciso olvidar a Lampe (13).» Así se llamaba el criado.

4. Orden económico de su vida
Su manera toda de vivir estaba arreglada según principios exactos y costumbres que tenían el carácter de una regularidad matemática. Tenía distribuido el día con la mayor exactitud y el uno era completamente igual al que le precedió. El tiempo era la principal fortuna de Kant y lo administraba como su dinero, con la mayor economía. El sueño no debía durar más de cinco horas. A las diez en punto se acostaba y a las cinco de la mañana se levantaba. Tenía su criado orden de despertarle y de no permitirle, de ningún modo, dormir más tiempo. Gustaba Kant oír decir a su criado que por espacio de treinta años no había dejado nunca de levantarse a la hora precisa. Dedicaba la mayor parte de la mañana a las lecciones. A las siete en punto salía de su cuarto de estudio y marchaba a su clase. A eso de las nueve, hora en que de ordinario terminaban sus lecciones, regresaba a su casa, entraba en su cuarto de estudio, donde se ocupaba en sus trabajos científicos y en lo que destinaba a la estampa. Trabajaba sin descanso hasta la una, hora en que salía a comer y momento de descanso el más agradable y fecundo para él. Gustábanle los placeres de la mesa, y de todos los sensuales, eran los únicos que prefería y de que cuidaba un tanto. Pero no por esto debe creerse que fuera este hombre tan sencillo un gastrónomo refinado, pues no tenía en su mesa mayor refinamiento que en lo restante de su vida. Mas en el modesto límite de la vida común, gustaba de una buena mesa, y la consagraba no poco tiempo. En el caenam ducere, seguía con gusto el ejemplo de los antiguos epicúreos. No empleaba, por supuesto, en comer todo el tiempo que dedicaba a la mesa, tres horas, por lo regular, y a veces cinco, sino a la sociedad que nunca le fue tan agradable, como en estas horas. En esos momentos se volvía Kant conversador y comunicativo. Poseía el don de una conversación variada, interesante e instructiva, y era en su casa tan buen anfitrión como bien venido huésped en la ajena. Nadie hubiera descubierto en tan alegre compañero de mesa, que hablaba con cada uno de lo que más le interesaba, y con las mujeres del arte culinario, al pensador más profundo de su época. Hasta sus sesenta y tres años comió Kant en un hotel; más tarde, cuando tuvo una casa propia, convidaba diariamente a su mesa a algunos de sus buenos amigos, los que seguramente tuvieron no poca influencia en su vida. Aun con sus mismos convidados practicaba el celo crítico y el orden sistemático que a todo aplicaba. Todo lo examinaba; todo estaba pensado y arreglado a la general armonía; la elección de platos, la de los invitados y su número; el tema para la conversación y hasta la forma y el momento de las invitaciones. Los convidados no debían ser menos de tres, ni más de nueve; «su sociedad no había de ser mayor que el número de las Musas, ni menor que el de las Gracias.» Después de la comida, y de un ligero reposo, venía siempre el paseo, que duraba ordinariamente una hora, y aún más, si el tiempo era hermoso. Generalmente paseaba por un camino que se llamó después el paseo del filósofo. Las más veces paseaba solo y despacio; ambas cosas por razones higiénicas. Dedicaba las horas de la tarde a la lectura en su cuarto, y las horas del crepúsculo a la meditación. A las diez estaba terminado su día. No era fácil hacerle salir de este orden regular diario, y si, por casualidad, y contra su voluntad, tenía que infringir en algo su plan, se prevenía para la segunda vez e inscribía entre sus máximas el evitar para lo futuro un caso semejante. No importaba la pequeñez del caso para hacerle quebrantar su propósito y hacer una excepción, hasta tal punto, que no pocas veces había una contradicción cómica entre el rigorismo de la máxima y la nimiedad de su aplicación. Cuenta Jachmann un ejemplo muy elocuente. «Una vez volvía Kant de su paseo habitual, y al momento de entrar en su calle, encontró al conde *** que iba en un coche por la misma calle. El conde, hombre muy atento, detuvo al punto su carruaje, bajóse de él, y suplicó a nuestro filósofo que diera un paseo con él. Kant, sin reflexionar y cediendo al primer impulso de la urbanidad, aceptó y subió al coche. Los briosos movimientos del fogoso corcel y las voces del conde le hicieron bien pronto recelarse, no obstante las seguridades que el conde le daba de sus conocimientos en el asunto. Fueron primero a visitar algunas propiedades inmediatas a la ciudad; propuso después el conde una visita a un amigo, distante no más que una milla, y Kant, por cortesía, no tuvo otro remedio que acceder a todo. Por último, contra todas sus costumbres sólo pudo llegar a su casa a las diez, incómodo y disgustado. Con este motivo tomó por máxima no subir jamás a un coche que él mismo no hubiera alquilado y del cual pudiera disponer a su antojo, así como no dejarse convidar nunca por nadie. Bastábale haber establecido una máxima para que formara parte de él; sabía ya cómo debía conducirse en otro caso semejante, y nada en el mundo era capaz de hacerle desistir.»
Así fue como pasó la vida de Kant, siempre lo mismo, como el más regular de todos los verbos. Todo estaba meditado, pensado, determinado según reglas y máximas, en todos los detalles, hasta la comida de cada día y el color de cada prenda de vestir. Vivía en todas sus partes como el filósofo crítico, de quien decía en broma Hippel que así hubiera podido escribir una crítica del arte culinario como la de la Razón pura.

5. Celibato
En esta organización de su vida, que formaba un sistema completo y acabado, exactamente dividido y detallado como un libro kantiano; en este orden estereotipado que tenía en todas sus esferas la independencia personal del filósofo, se comprende muy bien que Kant se bastaba a sí propio en el interior de su casa, y que no había de tener inclinación a la vida entre dos. Realmente, el círculo uniforme de su vida no podía tener otro centro que él. He aquí la razón de que permaneciera célibe. El matrimonio no podía penetrar en el orden de su vida. Su amor exclusivo a la independencia le retenía célibe. Además, las inclinaciones que impulsan al matrimonio no fueron tan vivas en él que causaran a su estado célibe grandes privaciones. No había en su vida hueco alguno que el matrimonio pudiera llenar. Y a medida que avanzaba en edad se arraigaban más sus costumbres, y el sistema de vida que había seguido era incompatible con la vida conyugal. Pretenden sus biógrafos que aun en edad bien avanzada estuvo dos veces a punto de casarse; pero que faltó en el momento oportuno; esto prueba que no había tomado en serio la cosa. Estaba conforme con San Pablo sobre el matrimonio: casarse es bueno; no casarse mejor, y hacía además referencia al juicio de una mujer muy inteligente que le había repetido muy a menudo: «Si te va bien, quédate así.» Mas no debe por esto creerse que fuera insensible o contrario a las mujeres, porque no era ni lo uno ni lo otro, antes bien, gustaba en extremo de su trato y dícese que se mostraba con ellas sumamente amable y atento. Eso sí, no habían de ser eruditas, ni debía versar la conversación sobre puntos que traspasaran los límites prescritos en la buena sociedad. Le impresionaban vivamente las gracias y encantos que da a la sociedad la mujer, pero también es verdad que no sintió mucho que le fuera indispensable en su vida íntima esta bella mitad del género humano. Su falta no le causó tampoco enojo alguno. No dejaron de hablarle de ello sus amigos y hasta de aconsejarle; pero siempre permaneció sordo a sus deseos, aunque los recibiera con benevolencia. Aun teniendo sesenta y nueve años, un pastor de Koenisberg le instó a que se casara y hasta le llevó en hora no acostumbrada un escrito que con este objeto había publicado: «Rafael y Tobías, o el diálogo de dos amigos sobre el matrimonio agradable a Dios.» Kant indemnizó a este buen hombre de los gastos que había hecho, y refería frecuentemente de muy buen humor esta edificante conversación.
El matrimonio es una de esas condiciones que sólo pueden ser conocidas practicándolas, y como Kant no se sometió nunca a ese régimen, permaneció oculta para él la dicha y la dulzura que en esta vida común existen. Él lo consideraba como una relación externa de derecho, en la cual los contrayentes no son el uno para el otro más que un medio y no un fin; y lo que es todavía más característico para su manera de considerar esto, hallaba la parte útil del matrimonio en condiciones económicas, es decir, en el concurso que una mujer rica da a la independencia de su marido. Asegurada esta relación económica y la mutua benevolencia, parecíale el matrimonio realmente feliz y racional por la sencilla causa de que estaba fundado en principios sólidos de la razón. Estos matrimonios de razón eran los que frecuentemente aconsejaba a sus amigos jóvenes, y a veces los instaba vivamente, llegando el caso de disgustarse si notaba que la pasión tenía entrada en sus propósitos. No es posible pensar nada más prosaico, vulgar, común, y en el sentir de algunos hombres, más práctico sobre el matrimonio que lo que pensaba Kant, quien carecía por completo de sentido para comprender su parte poética y sentimental. Falta es esta que sólo podemos perdonar al filósofo achacándosela al solterón. En algunos de sus héroes, parece que es la filosofía poco favorable al matrimonio. Descartes y Hobbes, Spinoza y Leibniz, fueron también célibes.

IX
Los principios

El mismo orden y puntualidad que Kant tenía en todo, se muestran también en sus trabajos. Formaba su plan en la meditación silenciosa; reflexionaba sobre el asunto que quería tratar la mayor parte de las veces durante sus paseos solitarios, tomaba después notas en hojas volantes, las estudiaba más tarde en sus detalles, y cuando quería dar algo a la estampa, era menester que estuviera antes acabado el manuscrito en todas sus partes. Esta es la razón de que tengan todos sus escritos la madurez y el carácter que los distingue y que le aseguran en la historia de la filosofía un lugar tan eminente, el primero sin duda alguna en la filosofía alemana.
Frecuentemente se ha comparado a Kant, en su obra filosófica, a un comerciante que en todos los negocios que trata, cuenta exactamente su capital, conoce perfectamente los límites de su capacidad financiera y nunca se sale de ellos. Analizó, tanto como pudo y con el mayor celo todo el capital de los conocimientos humanos; y si pueden ser comparados los conocimientos que se adquieren con las mercancías que se expenden, Kant ha separado las buenas mercancías de las legítimas, para vender solamente, como hombre honrado, las buenas y legítimas. Ha verificado el inventario de la filosofía según lo que realmente posee, lo que puede todavía adquirir, lo que falsamente cree haber adquirido y enseña a los otros como si realmente lo poseyera. Aún puede extenderse esta comparación de Kant con el comerciante a su propia persona. Su carácter tiene algo del comerciante honrado, y sus mismas amistades hablan de esta semejanza. Hombre completamente libre de prejuicios y sóbrio, de una moralidad sencilla e inquebrantable que por instinto rechaza lo que es simple apariencia y tiende hacia lo verdadero, es Kant uno de los pocos que viviendo en este mundo de apariencias, no les dan valor. De aquí que el rasgo más enérgico de su carácter, el más grande y general sea ese sentimiento incondicional de la verdad, que tanto ha menester la ciencia, y que en medio de las ilusiones que llenan al mundo, es tan difícil encontrar para que disipen las tinieblas que lo rodean. No basta para el sentido de la verdad el desearla. Muchos hombres tienen buena voluntad, y también la convicción sincera de su amor a la verdad, y son, sin embargo, incapaces de concepciones verdaderas, porque sus ojos sólo ven apariencias y en sus cabezas sólo hay ilusiones engañosas. Ese sentimiento de Kant era primitivo en él, con él nació, y poderoso por naturaleza formaba el centro y el núcleo, de su carácter. Jamás se dejó deslumbrar por las apariencias, por las locas ilusiones, ni por la imaginación, enemigos los más funestos de la verdad. Mas los verdaderos motores de la verdad, si así puede decirse, la constante aplicación, la infatigable actividad y el continuo examen de sí mismo jamás le abandonaron.
En moral, este amor a la verdad es el amor a la justicia. Kant acudía al juicio recto sobre todas las cosas, así en la vida como en la ciencia; quería juzgar justa y fundamentalmente, sin adornos retóricos ni palabras altisonantes. Toleraba la sátira, pues llegaba a ella con su juicio punzante, despreocupado y su modo de poner en desnudez todas las cosas; pero no la retórica que sacrifica la verdad y la justicia de las cosas a las antítesis, a los juegos ingeniosos y a las frases elocuentes y de efecto. El amor sincero a la verdad de Lessing cayó a veces en paradojas por someter, con una contradicción aventurada, la cuestión a una prueba inesperada e iluminarla también con un rayo repentino de luz. En esto era Kant mucho más severo, pues jamás quiso sorprender, sino convencer. Su mismo estilo se adapta perfectamente a esta manera austera de pensar; nunca es deslumbrador, siempre profundo, por cuya razón es también con frecuencia pesado, cosa que nunca le sucedió a Lessing. Para ser perfectamente justo, Kant se creía en el caso de decir todo cuanto se refiere al objeto que trataba. Así, el peso de su período es a veces demasiado, y necesitaba los paréntesis para que todo pudiera marchar en el mismo período. Esos períodos de Kant marchan lentamente, parecen carros cargados; es menester leerlos y volverlos a leer, coger separadamente cada proposición y reunirlas todas después; en una palabra, es necesario deshacerlos materialmente si se quiere comprenderlos bien. Esta pesadez de estilo no es falta del autor, porque Kant escribía en estilo fácil y ligero cuando el objeto se lo permitía; es debido a la profundidad, al amor a la verdad del pensador concienzudo que no quiere omitir nada en su juicio de lo que puede darle forma más completa y acabada.
Todos los rasgos característicos de Kant, que con el mayor cuidado hemos seguido hasta en sus pequeñeces, convergen hacia una común conformidad, rara y verdaderamente clásica: el pensador profundo y el hombre sencillo y recto. Siempre exacto y puntual en todo, económico en las pequeñeces, generoso hasta el sacrificio, cuando era menester, siempre reflexionando, completamente independiente en sus juicios, y siempre la lealtad, la probidad y la rectitud personificadas, es Kant, en la mejor acepción de la palabra, un burgués (buerguerlich) alemán de aquella gran época de que nuestros abuelos nos han hablado. Para nosotros es un tipo admirable, ideal, bienhechor, un tipo nacional.
«Si se quiere determinar, dice Guillermo de Humboldt, la gloria que Kant ha dado a su patria y sus servicios al pensamiento especulativo, hay que considerar necesariamente tres cosas: 1º que lo que ha destruido, nunca volverá a levantarse; 2º que lo que ha fundado nunca perecerá, y 3º y lo más capital, que ha establecido una reforma a que muy pocas se asemejan en toda la historia de la filosofía.»

Notas
(1) Kuno Fischer, autor de este trabajo, es una de las figuras más distinguidas y más simpáticas, que se destacan en la moderna Alemania. Nació en 1824, es hoy profesor y rector de la Universidad de Heidelberg. Además de este trabajo contamos con otros de no menos importancia y valor.
(2) Darstellung des Lebens und Characters Inmanuel Kant's von L. C. Borowski, 1804.
(3) Inmanuel Kant geschildert in Briefen an einen Freund. J. B. Jachmann, 1804. Inmanuel Kant von Wasianski, 1804.
(4) Nombre de la universidad de Koenisberg.
(5) Para saber el estado de su posición económica basta el hecho de que al advenimiento de Federico Guillermo II recibió el aumento de 220 thalers y que tuvo desde entonces 620 thalers anuales.
(6) Herder's, Werke Philosophie und Geschichte, bd. XIV.
(7) I. Kant's Briefe, herausgegeben von Schubert, Saemtliche Werke XI, Abth. I, j. 2S.
(8) Schubert, Kant's Biographie, f. 130.
(9) Dice Wasianski, que según el juicio de Schulze, a quien Kant enseñó el manuscrito, era ese trabajo el comienzo de una obra que no podía redactar. Últimamente han discutido sobre el asunto las Neuen-Preussischen, Provincial-Blaetter y los Preussischen-jahrbuecher. En fin, el que con más atención se ha ocupado de ese manuscrito y ha dado más noticias es Rudolf Reicke; según este, consta de cien pliegos, y respecto a su contenido están todos conformes.
(10) Sin contar las repetidas ediciones que este escrito de Kant ha tenido en Alemania así como sus obras restantes, este estudio en particular ha sido publicado por un médico, habiendo obtenido un sin número de ediciones desde la reciente fecha en que se tiró la primera.
(11) Borowski, Obra cit., pág. 113.
(12) La carta está fechada el 9 de Julio de 1784.
(13) 1º de Febrero de 1802.