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sábado, 30 de abril de 2011

Historia Argentina · Felipe Pigna

Historia Argentina · Felipe Pigna

Informe Dipló de Abril© Le Monde diplomatique, edición española.Doble moral de la intervención internacional Libia, lo justo y lo injusto por Ignacio Ramonet.

Doble moral de la intervención internacional
Libia, lo justo y lo injusto
por Ignacio Ramonet
Director de Le Monde diplomatique, edición española.
El silencio de los gobiernos progresistas latinoamericanos ante las revueltas árabes y el apoyo a Gadafi de algunos de sus líderes resulta sobrecogedor. Contrariamente a las guerras de Kosovo o de Irak, la intervención actual en Libia cuenta con el aval de Naciones Unidas. Lo que no implica que esté exenta de problemas ni de intereses ocultos.
“Todos los pueblos del mundo
que han lidiado por la libertad
han exterminado al fin a sus tiranos”
Simón Bolívar
Los insurgentes libios merecen la ayuda de todos los demócratas. El coronel Gadafi es indefendible. La coalición internacional que lo ataca carece de credibilidad. No se construye una democracia con bombas extranjeras. Por ser en parte contradictorias, estas cuatro evidencias nutren cierto malestar –en particular en el seno de la izquierda– con respecto a la operación “Odisea del Amanecer”, iniciada el pasado 19 de marzo.
La insurrección de las sociedades árabes constituye el mayor acontecimiento político internacional desde el derrumbe, en Europa, del socialismo autoritario de Estado en 1989. La caída del muro del Miedo en las autocracias árabes es el equivalente contemporáneo de la caída del Muro de Berlín. Un auténtico terremoto mundial. Por producirse en el área de mayores reservas de hidrocarburos del planeta y en el epicentro del “foco perturbador” del mundo (ese arco de todas las crisis que va de Pakistán al Sahara Occidental, pasando por Irán, Afganistán, Irak, Líbano, Palestina, Somalia, Sudán, Darfur y Sahel) su onda de expansión modifica la geopolítica internacional.
El pasado 14 de enero algo se rompió para siempre en el mundo árabe. Ese día, manifestantes tunecinos que desde hacía semanas reclamaban en las plazas libertad y democracia consiguieron derrocar al déspota Ben Alí. Comenzaba el deshielo de las viejas tiranías árabes. Un mes después, en Egipto, el corazón de la vida política árabe, un poderoso movimiento de protesta social expulsaba a su vez al general Hosni Mubarak del poder. Entonces, como si de repente hubieran descubierto que los regímenes autoritarios, de Marruecos a Bahrein, eran colosos con pies de barro, decenas de miles de ciudadanos árabes se lanzaron a las plazas gritando su infinito hartazgo de los ajustes sociales y las dictaduras (1).
La fuerza espontánea de estos vientos de libertad sorprendió a todas las cancillerías mundiales. Cuando comenzaron a soplar sobre las dictaduras aliadas de Occidente (en Túnez, Egipto, Marruecos, Jordania, Arabia Saudita, Bahrein, Irak, Yemen), las grandes capitales occidentales, empezando por Washington, Londres y París, se sumieron en un prudente mutismo, o alternaron declaraciones que revelaban su profundo malestar ante el riesgo de ver desaparecer a sus “amigos dictadores” (2).
Mutismo en América Latina
Mucho más sorprendente fue, durante esta primera fase (de mediados de diciembre a mediados de febrero), el silencio de los gobiernos progresistas de América Latina, considerados por toda una parte de la izquierda internacional como su principal referente contemporáneo. Una sorpresa tanto más grande puesto que estos gobiernos tienen mucho en común con el movimiento insurreccional árabe: llegaron al poder mediante las urnas, aupados por poderosos movimientos sociales (en Venezuela, Brasil, Uruguay y Paraguay) que, en varios países (Ecuador, Bolivia, Argentina), después de haber resistido a dictaduras militares, también derrocaron pacíficamente a gobernantes corruptos.
Inmediata debió haber sido allí la solidaridad con las insurrecciones árabes, réplicas de sus propios alzamientos cívicos. Pero no lo fue. Y eso que el carácter izquierdista del movimiento no ofrecía dudas. El conocido intelectual egipcio Samir Amin lo describe así: “Las principales fuerzas en movimiento durante los meses de enero y de febrero eran de izquierdas. Demostraron que tenían una resonancia popular gigantesca pues llegaron a movilizar a ¡más de quince millones de manifestantes en todo Egipto! Los jóvenes, los comunistas, fragmentos de las clases medias democráticas constituyeron la columna vertebral de ese movimiento” (3).
A pesar de ello, hubo que esperar al 14 de febrero –o sea tres días después de la caída del odiado Mubarak y un día antes del comienzo de la insurrección popular en Libia– para que, por fin, un líder latinoamericano calificase la rebelión árabe de “revolucionaria” en una declaración donde explicaba con lucidez: “Los pueblos no desafían la represión y la muerte ni permanecen noches enteras protestando con energía por cuestiones simplemente formales. Lo hacen cuando sus derechos legales y materiales son sacrificados sin piedad a las exigencias insaciables de políticos corruptos y de los círculos nacionales e internacionales que saquean el país” (4).
Pero cuando, naturalmente, esa rebelión se extendió a los países autoritarios del mal llamado “socialismo árabe” (Argelia, Libia, Siria), un pesado mutismo volvió a caer sobre las capitales del progresismo latinoamericano. Políticamente esto aún podía interpretarse de dos maneras: simple prolongación del prudente silencio que hasta entonces, globalmente, habían observado esas cancillerías con respecto a acontecimientos muy alejados de sus principales centros de interés; o expresión de un malestar político frente al riesgo de perder, en su pulseada contra el imperialismo, a aliados estratégicos...
Ante el peligro de que triunfase esta segunda opción, varios intelectuales relevantes (5) avisaron de inmediato que ello significaría algo impensable para gobiernos seguidores del mensaje universal del bolivarianismo. Porque sería afirmar que una relación estratégica entre Estados es más importante que la solidaridad con los pueblos en lucha, lo cual conduciría, más tarde o más temprano, a cerrar los ojos ante cualquier eventual atrocidad contra los derechos humanos (6). Y en este caso el ideal solidario de la revolución latinoamericana naufragaría en el helado océano de la Realpolitik.
En el tablero de la política internacional, la Realpolitik (definida por Bismarck, el “canciller de hierro” prusiano, en 1862) considera que los países se reducen a sus Estados. Jamás toma en cuenta a sus sociedades. Según ella, los Estados se mueven sólo en función de sus fríos intereses y de sus alianzas estratégicas (cuya finalidad esencial es la preservación del Estado y no la protección de la sociedad). Desde la paz de Westfalia en 1648, la doctrina geopolítica establece que la soberanía de los Estados es intangible en virtud del principio de no-injerencia y que un gobierno, sea cual sea el modo en que llegó al poder, tiene total libertad de hacer lo que quiera en sus asuntos internos.
Semejante idea de la soberanía –que sigue siendo dominante– ha visto erosionada su legitimidad desde el final de la Guerra Fría en 1989. Y ello en nombre de los derechos de los ciudadanos y de una concepción ética de las relaciones internacionales. Las dictaduras, cuyo número se reduce de año en año, van resultando cada vez más ilegítimas según los criterios del derecho internacional. Y moralmente inaceptables porque, entre otros graves abusos, despojan a las personas de sus atributos de ciudadanos.
Basado en este razonamiento se desarrolló, en los años 90, el concepto de derecho de injerencia o deber de asistencia que condujo, pese a aceptables pretextos de fachada, a desastres político-humanitarios de gran envergadura en Kosovo, Somalia, Bosnia... Y finalmente, bajo la conducción de los neoconservadores estadounidenses, al desastre total de la guerra de Irak (7).
Pero tan trágicos fracasos no han interrumpido la idea de que un mundo más civilizado debe ir abandonando una concepción de la soberanía interna establecida hace casi cuatro siglos en nombre de la cual poderes no elegidos democráticamente han cometido (y cometen) incontables atrocidades contra sus propios pueblos.
En 2006, la Organización de las Naciones Unidas, en su Resolución 1674, ha hecho de la protección de los civiles, incluso contra su propio gobierno cuando éste usa armas de guerra para reprimir manifestaciones pacíficas, una cuestión fundamental. Esto modifica, por primera vez desde el Tratado de Westfalia –en materia de derecho internacional– la concepción misma de la soberanía interna y del principio de no-injerencia. La Corte Penal Internacional (CPI), creada en 2002, va en idéntico sentido.
En ese mismo espíritu, muchos líderes latinoamericanos denunciaron con justa razón la pasividad o la complicidad de grandes potencias democráticas ante los graves crímenes cometidos, entre 1970 y 1990, por las dictaduras militares en Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y tantos otros países mártires de Centro y Suramérica.
Por eso sorprendió que no llegase de América Latina ningún mensaje de solidaridad para con los civiles reprimidos a partir del 15 de febrero, cuando empezaron las protestas sociales pacíficas en Libia, inmediatamente reprimidas por las fuerzas del coronel Gadafi con desmedida violencia (233 muertos en los primeros días) (8). Ni tampoco al estallar, el 20 de febrero, el “Tripolitazo”, cuando unos 40.000 manifestantes denunciaron la carestía de la vida, la degradación de los servicios públicos, las privatizaciones impuestas por el FMI y la ausencia de libertades.
Igual que durante el “Caracazo” del 27 de febrero de 1989 en Venezuela, esa insurrección tripolitana, retransmitida por decenas de testigos oculares, se extendió como reguero de pólvora por toda la capital: se multiplicaron las barricadas, ardió la sede del gobierno, las comisarías fueron incendiadas, los locales de la televisión oficial saqueados, el aeropuerto ocupado, y el palacio presidencial asediado. El régimen libio empezó a tambalearse.
Inmenso error político
En semejantes circunstancias, cualquier otro dirigente hubiese entendido que la hora de negociar y de abandonar el poder había llegado (9). No así el coronel Gadafi. A riesgo de sumir a su país en una guerra civil, el “Guía”, en el poder desde hace 42 años, explicó que los manifestantes eran “jóvenes a los que Al Qaeda había drogado echándoles píldoras alucinógenas en el Nescafé...” (10). Y ordenó a la Fuerza Armada reprimir las protestas a cañonazos y con una fuerza extrema. El canal Al-Jazeera mostró los aviones militares ametrallando a los manifestantes civiles (11).
En Benghazi, un grupo de protestatarios asaltó un arsenal de la guarnición local y se apoderó de miles de armas ligeras para defenderse contra la brutalidad de la represión. Varios destacamentos militares enviados por Gadafi para sofocar en sangre la protesta se sumaron a la rebelión con tanques y pertrechos. En condiciones muy desfavorables para los insurrectos empezaba la guerra civil: un conflicto impuesto por Gadafi contra un pueblo que estaba pidiendo pacíficamente el cambio.
Hasta ese momento, las capitales de la América Latina progresista seguían silenciosas. Ni una palabra de solidaridad, ni siquiera de compasión con los rebeldes civiles que luchan y mueren por la libertad. Hasta que, el 21 de febrero, en un intento por alejar cualquier acusación contra ella, la diplomacia británica –cuya responsabilidad fue central en la rehabilitación del coronel Gadafi a partir de 2004 en la escena internacional– anuncia, a través del ministro de Exteriores William Hague, que el líder libio “podría haber huido de su país y estar dirigiéndose a Venezuela” (12).
Es falso. Y Caracas lo desmiente rotundamente. Pero los medios internacionales muerden el anzuelo y se centran de inmediato en la conexión que el Foreign Office ha sugerido. Minimizando los ostentosos recibimientos de Gadafi en Roma, Londres, París o Madrid, la prensa mundial insiste en las relaciones del “Guía” con Caracas. El propio Gadafi cae en la trampa y también menciona a Venezuela en su primer discurso desde el comienzo de las protestas. Lo hace para negar su huída a ese país, pero ello da pie a nuevas especulaciones sobre el “eje Trípoli-Caracas”. Gadafi añade: “Los manifestantes son ratas, drogados, un complot de extranjeros, de estadounidenses, de Al Qaeda y de locos” (13).
Esta perezosa jácara del “complot estadounidense” es retomada como argumento por varios dirigentes progresistas latinoamericanos –Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, entre otros–, para expresar ahora, cada uno a su modo, una clara solidaridad con el dictador libio bajo los sufridos pretextos de que la “situación es confusa”, que los “medios de comunicación mienten” y que “nadie sabe quiénes son los rebeldes” (14). Ni una frase de compasión hacia un pueblo sublevado contra un tirano militar que manda disparar contra sus propios ciudadanos. Ninguna alusión tampoco a la famosa sentencia del Libertador Simón Bolívar: “Maldito sea el soldado que vuelve las armas contra su pueblo”, doctrina fundamental del bolivarianismo.
La inmensidad del error político sobrecoge. Una vez más, algunos gobiernos progresistas conceden prioridad, en materia de relaciones internacionales, a cínicas consideraciones estratégicas que se hallan en perfecta contradicción con su propia naturaleza política. ¿Los conducirá ese razonamiento a expresar también su apoyo a otro infrecuentable tiranillo local, Bashar al Assad, presidente de Siria, un país que vive bajo estado de emergencia desde 1962 y cuyas fuerzas de represión tampoco han dudado en disparar con fuego real contra pacíficos manifestantes desarmados?
En lo que respecta a Libia, la única iniciativa latinoamericana positiva fue la del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, que propuso, el 1º de marzo pasado, el envío a Trípoli de una Comisión internacional de mediación constituida por representantes de países del Sur y del Norte para tratar de poner fin a las hostilidades y negociar un acuerdo entre las partes. Rechazada por Seif el Islam, el hijo del “Guía”, pero aceptada por Gadafi, esta tentativa de mediación fue torpemente descartada por Washington, París, Londres y los insurgentes libios.
A partir de ahí, las cancillerías progresistas suramericanas insistieron en su apoyo a un perfecto iluminado. En efecto, hace decenios que Muamar Gadafi dejó de ser aquel capitán revolucionario que, en 1969, derrocó a la monarquía, expulsó de su país las bases militares estadounidenses y proclamó una singular “República árabe y socialista”. Desde el final de los años 70, su errática trayectoria y sus delirios ideológicos (véase su disparatado Libro Verde) lo han convertido en un dictador imprevisible y jactancioso. Semejante a aquellos tiranos locos que América Latina conoció en el siglo XIX con el nombre de “caudillos bárbaros” (15). Ejemplos de sus trastornos: la expedición militar de 3.000 hombres que lanzó, en 1978, en auxilio del sanguinario Idi Amín Dadá, otro demente presidente de Uganda... O su afición a un juego erótico con chicas menores llamado “bunga bunga” que le enseñó a su socio italiano Silvio Berlusconi... (16).
Gadafi jamás se ha sometido a ninguna elección. Ha establecido en torno a su imagen un culto de la personalidad que linda con el endiosamiento. En la “masocracia” (Jamahiriya) libia no existe ningún partido político, sólo hay “comités revolucionarios”. Habiéndose autoproclamado “Guía” vitalicio de su país, el dictador se considera por encima de las leyes. En cambio, el vínculo familiar es, según él, fuente de derecho. Basado en ello, nombró por antojo a sus hijos para los puestos de mayor responsabilidad del Estado y los de mayor rentabilidad en los negocios.
Tras la (ilegal) invasión de Irak en 2003, temiendo ser el siguiente de la lista, Gadafi se arrodilló ante Washington, firmó acuerdos con la administración Bush, erradicó sus armas de destrucción masiva e indemnizó a las víctimas de sus atentados terroristas. Para complacer a los “neocons” estadounidenses se erigió en perseguidor de Osama Ben Laden y de la red Al Qaeda. Estableció también acuerdos con la Unión Europea para convertirse en cancerbero retribuido de los emigrantes africanos. Pidió ingresar en el FMI (17), creó zonas especiales de libre comercio, cedió los yacimientos de hidrocarburos a las grandes transnacionales occidentales y eliminó los subsidios a los productos alimenticios de primera necesidad. Inició el proceso de privatización de la economía que provocó un importante aumento del desempleo y agravó las desigualdades.
El “Guía” protestó contra el derrocamiento del dictador tunecino Ben Alí a quien consideraba como “el mejor gobernante de la historia de Túnez”. En materia de inhumanidad, sus fechorías son incontables. Desde su apoyo a conocidas organizaciones terroristas hasta su demostrada participación en atentados contra aviones civiles, pasando por su encarnizamiento contra cinco inocentes enfermeras búlgaras torturadas durante años en prisión, o el fusilamiento sin juicio, en la siniestra cárcel Abú Salim de Trípoli, en 1996, de un millar de prisioneros originarios de Benghazi (18).
Dudosa solidaridad democrática
La actual revuelta empezó precisamente en esa ciudad el 15 de febrero pasado cuando las familias de estos fusilados, animadas por las protestas en los países árabes, salieron a la calle para exigir pacíficamente la liberación del abogado Fathy Terbil quien defiende, desde hace quince años, el derecho a recuperar los cuerpos de sus parientes ejecutados (19). Las imágenes de la brutalidad de la represión de esta manifestación –difundidas por las redes sociales y el canal Al-Jazeera– escandalizaron a la población. Al día siguiente, las protestas se habían ampliado masivamente y extendido a otras ciudades. Sólo en Benghazi, 35 personas fueron asesinadas por la policía y las milicias gadafistas (20).
A mediados de marzo, cuando las huestes gadafistas empezaron a cercar Benghazi, tan alto grado de ensañamiento contra la población civil hizo legítimamente temer que se cometiese un baño de sangre (21). En un discurso dirigido a “las ratas” de esa ciudad, el “Guía” amenazó: “Llegamos esta noche. Empiecen a prepararse. Los sacaremos del fondo de sus armarios. No habrá piedad” (22).
Los pueblos recientemente liberados de Túnez y Egipto deberían haber acudido de inmediato en ayuda de los asediados libios que reclamaban a gritos ayuda internacional (23). Era su responsabilidad primera. Pero lamentablemente los gobiernos de estos dos países no supieron estar a la altura de las circunstancias históricas.
En ese contexto de urgencia, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó, el 17 de marzo, la resolución 1973 que establece un régimen de exclusión aérea en Libia con el fin de proteger a la población civil y hacer cesar las hostilidades (24). La Liga Árabe había dado su acuerdo preliminar. Y, cosa excepcional, la resolución fue presentada por un Estado árabe: el Líbano (además de Francia y Reino Unido). Ni China, ni Rusia, que disponen de derecho de veto, se opusieron. Brasil e India tampoco votaron en contra. Varios países africanos se pronunciaron a favor: Sudáfrica (la patria de Mandela), Nigeria y Gabón. Ningún Estado se opuso.
Se puede estar en contra de la estructura actual de Naciones Unidas o estimar que su funcionamiento actual deja mucho que desear. O bien que las potencias occidentales dominan esa organización. Son críticas aceptables. Pero, por ahora, la ONU constituye la única fuente de legalidad internacional. Por eso, y contrariamente a las guerras de Kosovo o de Irak que nunca tuvieron el aval de la ONU, la intervención actual en Libia es legal –según el derecho internacional–, legítima –según los principios de la solidaridad entre demócratas– y deseable para la fraternidad internacionalista que une a los pueblos en lucha por su libertad. Se podría añadir que potencias musulmanas como Turquía, reticentes en un primer momento, han terminado por participar en la operación.
También podría recordarse que si Gadafi, como era su intención, hubiese anegado en sangre la insurrección popular, habría enviado una señal de vía libre a los demás tiranos de la región, alentándolos de ese modo a aplastar ellos también, sin miramientos, las protestas locales. Basta con observar que, en cuanto las tropas de Gadafi se aproximaron a sangre y fuego a Benghazi, en medio de la pasividad internacional, los regímenes de Bahrein y de Yemen no dudaron en disparar con fuego real contra los manifestantes pacíficos. No lo habían hecho hasta entonces. Pero apostaron a su vez al inmovilismo internacional.
La Unión Europea, en particular, tiene una responsabilidad específica en este asunto. No sólo militar. Es menester pensar en la próxima etapa de consolidación de las nuevas democracias que van a ir surgiendo en esta región tan vecina. Apoyar la “primavera árabe” supone asimismo el lanzamiento de un verdadero “Plan Marshall”, o sea, una ayuda económica masiva “semejante a la que se ofreció a Europa del Este después de la caída del muro de Berlín” (25).
¿Significa todo esto que la operación “Odisea del Amanecer” no plantea problemas? En absoluto. En primer lugar, porque los Estados u Organizaciones que la capitanean (Estados Unidos, Francia, Reino Unido, OTAN) son los “sospechosos de siempre” implicados en múltiples aventuras guerreras sin la mínima cobertura legal, legítima o humanitaria. Aunque esta vez los objetivos de solidaridad democrática parecen más evidentes que los nexos con la seguridad nacional de Estados Unidos, cabe preguntarse ¿desde cuándo le ha importado a estas potencias la democracia en Libia? Es por ello que carecen de credibilidad.
Segundo: existen otras injusticias en esta misma región –el sufrimiento palestino, la intervención militar saudita en Bahrein contra la indefensa mayoría chiita, la desproporcionada brutalidad de los gobiernos de Yemen y de Siria...– ante las cuales las mismas potencias que atacan a Gadafi hacen la vista gorda dando prueba de una doble moral.
Tercero: el objetivo debe ser el que fija la resolución 1973 y sólo ése: ni invasión terrestre, ni víctimas civiles. La ONU no ha dado licencia para derrocar a Gadafi, aunque bien parece que ese sea el objetivo final (e ilegal) de la operación. En ningún caso esta intervención debe servir de precedente para otras aventuras guerreras contra Estados situados en el punto de mira de las potencias occidentales dominantes.
Cuarto: la historia enseña (y el caso de Afganistán lo demuestra) que es más fácil entrar en una guerra que salir de ella. Y quinto: el olor a petróleo de toda esta operación apesta.
Los pueblos árabes están sin duda sopesando lo justo y lo injusto de la actual intervención militar en Libia. En su gran mayoría apoyan a los insurgentes (aunque se siga sin saber bien quiénes son y aunque se sospeche que varios elementos indeseables figuran en el actual Consejo Nacional de Transición). Por el momento, al menos hasta finales de marzo, no se han producido manifestaciones de rechazo a la operación en ninguna capital árabe. Al contrario, como estimuladas por ella, nuevas protestas contra las autocracias se intensificaron en Marruecos, Yemen, Bahrein... Y sobre todo en Siria.
Obtenida la zona de exclusión aérea y a salvo la población civil de Benghazi, a finales de marzo estaban cumplidas las dos principales exigencias de la resolución 1973. Aunque otras demandas no lo estaban aún (el cese el fuego por parte de las fuerzas gadafistas y su garantía de acceso seguro a la ayuda humanitaria internacional), a partir de ese momento los bombardeos debieron cesar. Más aún en la medida en que la OTAN, que no ha recibido mandato internacional para ello, ha asumido el 31 de marzo el liderazgo militar de la ofensiva. La resolución tampoco autoriza a armar, entrenar y dirigir militarmente a los rebeldes porque ello supone un mínimo de fuerzas extranjeras (“comandos especiales”) presentes en el suelo libio, lo cual está explícitamente excluido por la resolución 1973 del Consejo de Seguridad.
Es urgente que los miembros de ese Consejo de la ONU vuelvan ahora a consultarse; que se tenga en cuenta la posición de China, Rusia, India y Brasil para imponer un alto el fuego inmediato y buscar una salida no militar al drama libio. Una solución que tome en cuenta también la iniciativa de la Unión Africana, garantice la integridad territorial de Libia, impida toda invasión terrestre de fuerzas extranjeras, preserve las riquezas del subsuelo contra la rapacidad de algunas potencias foráneas, ponga fin a la tiranía y reafirme la aspiración a la libertad y a la democracia de los ciudadanos.
En Libia, sólo una salida política negociada por todas las partes será justa.
1 Ignacio Ramonet, “Cinco causas de la insurrección árabe”, Informe Dipló, 16-4-11, www.eldiplo.org
2 Ignacio Ramonet, “Túnez, Egipto, Marruecos, esas dictaduras ‘amigas’”, www.monde-diplomatique.es
3 Christophe Ventura, “Entrevista con Samir Amin”, Mémoire des luttes, París, 29-4-11.
4 Fidel Castro, “La Rebelión Revolucionaria en Egipto”, Granma, La Habana, 14-2-11.
5 Véase, por ejemplo, Santiago Alba y Alma Allende, “Del mundo árabe a América Latina”, Rebelión, 24-2-11, y Atilio Boron, “No abandonar a los pueblos árabes”, Página/12, Buenos Aires, 7-4-11.
6 Error que ya cometió dos veces la revolución cubana cuando apoyó la intervención militar del Pacto de Varsovia en Praga para aplastar la insurrección popular checoslovaca en agosto de 1968 y cuando aprobó la invasión de Afganistán por la URSS en diciembre de 1979.
7 Ignacio Ramonet, Irak, historia de un desastre, Debate, Madrid, 2005.
8 Agencia Reuters, 21-2-11.
9 En América Latina, ante protestas populares de gran envergadura, varios presidentes (elegidos democráticamente) tuvieron que renunciar a su cargo. Tres de ellos en Ecuador: Abdalá Bucarám, “por incapacidad mental”, en 1997, Jamil Mahuad en 2000 y Lucio Gutiérrez en 2002. Dos en Bolivia: Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 y Carlos Mesa en 2005. En Perú, Alberto Fujimori en 2000. Y en Argentina, Fernando de la Rúa en 2001.
10 El País, Madrid, 24-4-11.
11 The Guardian, Londres, 21-2-11.
12 Agencia AFP, 21-2-11.
13 www.rue89.com/2011/02/22/kadhafi-je-suis-a-tripoli-pas-au-venezuela-191416
14 El más antiimperialista de los líderes árabes, Sayyed Nasrallah, jefe del Hezbolá libanés, ha declarado que es “irracional decir que las revoluciones árabes, y singularmente la libia, fueron preparadas en cocinas estadounidenses”. Discurso del Seyyed Nasrallah, 19-4-11, www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=&inicio=0
15 Alcides Arguedas, Los Caudillos bárbaros, editorial Viuda de Luis Tasso, Barcelona, 1929. Véase también Max Daireaux, Melgarejo, Editorial Andina, Buenos Aires, 1966.
16 Quentin Girard, “Toi vouloir faire bunga-bunga?”, Slate, París, 12-11-10, www.slate.fr/story/30061/bunga-bunga-berlusconi
17 “Le Rapport du FMI qui félicite la Libye”, in Mémoire des luttes, París, 11-4-11, www.medelu.org/spip.php?article761
19 Véase Evan Hill, “The day the Katiba fell”, Al Jazeera english, 2-4-11, http://english.aljazeera.net/indepth/spotlight/libya/2011/03/20113175840189620.html
20 Ibid.
21 Estos y otros crímenes han conducido al fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, el argentino Luis Moreno Ocampo, a abrir una investigación contra Muamar Gadafi, acusado de “crímenes contra la humanidad” por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
22 Agencia AFP, 17-4-11.
23 Khaled Al-Dakhil, “Pourquoi tant d’hésitations?”, Al-Hayat, Londres (reproducido por Courrier Internacional, París, 17-4-11).
25 Nouriel Roubini, “Un plan Marshall pour le printemps arabe”, Les Échos, París, 21-4-11.
I.R.
© Le Monde diplomatique, edición española

Era de Revoluciones | Solo PowerPoint

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Sucesos ocurridos el 21 de abril de 1972 según un artículo publicado por Luis Casal Beck en el diario "La República" de Montevideo

21 ABRIL DE 1972. UN SUCESO QUE SE OCULTÓ EN LOS COMUNICADOS OFICIALES

Marinos mataron a dos soldados que protegían al comandante del Ejército

Estaban de civil en la azotea del edificio donde vivía el general Florencio Gravina. Los dos soldados, confundidos con guerrilleros, fueron abatidos por una patrulla naval. Nada se dijo públicamente. Y hubo cambios: llegó Cristi a la División I y Zubía a la II.

Luis Casal Beck |
Inesperado. Bordaberry debió efectuar relevos en la cùpula militar.
Inesperado. Bordaberry debió efectuar relevos en la cùpula militar.
El revés de la trama. El hecho -silenciado- ocurrió casi un mes antes de la muerte de los 4 soldados, el 18 de mayo de1972.
El revés de la trama. El hecho -silenciado- ocurrió casi un mes antes de la muerte de los 4 soldados, el 18 de mayo de1972.
En aquel abril de 1972 en que la violencia se expandía vertiginosamente por la sociedad uruguaya, se produjo una grave desinteligencia en el interior de las propias fuerzas armadas, que derivó en la muerte de dos soldados que estaban vigilando el edificio donde residía el entonces comandante del Ejército, general Florencio Gravina.
El 21 de abril de 1972, la Armada, realizó un operativo en busca de guerrilleros en una residencia cercana al edifico, y al ver a aquellos hombres de civil, armados, en la azota, creyó descubrir la presencia del "enemigo". Los fusileros, dispararon y los mataron. Después, comprobarían que se trataba de soldados que estaban cuidando de su comandante.
Según una versión no oficial difundida 14 meses después en el Exterior, el propio general Gravina, ante aquel inesperado tableteo de ametralladoras, se encerró en el baño de su apartamento con una granada de mano, identificándose a viva voz y reclamando el cese del fuego.
Los graves hechos no fueron divulgados públicamente. El gobierno de Juan María Bordaberry decidió hacer cambios en la cúpula militar, para terminar con lo que técnicamente se denominó "anemia de mando".
En esa movida, pasó al frente de la poderosa División I, con jurisdicción en Montevideo y Canelones, -teatro de las operaciones principales-, el general Esteban Cristi que estaba en San José (División II), donde fue nombrado Eduardo Zubia, promovido al generalato. Los dos, eran "considerados los máximos exponentes del grupo gorila del Ejército", según la descripción del entonces ministro de Educación y Cultura Julio Maria Sanguinetti, en crónicas divulgadas en el Exterior. (ver recuadro).
El propio Sanguinetti, mantuvo reuniones con líderes de la oposición buscando tranquilizar a la izquierda, subrayando la "garantía profesional" de los dos jerarcas castrenses, que tenían la misión de "corregir métodos", que habían derivado en sucesos graves. Para los gobernantes, dureza no era sinónimo de deslealtad institucional.
En los meses siguientes, sería Cristi uno de los principales generales que desobedecería al poder civil y el mandato de la justicia: crisis de octubre de 1972, al negarse a liberar a médicos presos en cuarteles, según lo dispuesto por un juez y por el ministerio de Defensa; y después, los hechos que derivaron en el procesamiento por la justicia militar del líder colorado Jorge Batlle.
La opinión pública no se enteró de la muerte de los dos soldados por causa de un error de la Armada, y en junio de 1976, cuando la Junta de Comandantes en jefe de las FF.AA. dio a conocer el tomo uno de la obra "Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental. La subversión", el hecho tampoco fue consignado en la detallada cronología. En aquel 21 de abril de 1972, según este libro, nada grave había ocurrió en el país (página 721).
La prensa de la época, reproducía lo que decían los comunicados oficiales emitidos por las Fuerzas Conjuntas (existía una fuerte censura). Eso explica que en la minuciosa investigación de varios años realizada por el Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, -cuyo primer director fue José Pedro Barrán-, tomando como una de sus principales fuentes lo que decían los medios de comunicación locales, el hecho haya sido ignorado. ("La Caída de la democracia. Cronología Comparada de la Historia Reciente del Uruguay (1967-1973)", 1996).
La referencia al episodio tomó estado público en plena dictadura y en el Exterior. En una de las 10 crónicas que Sanguinetti escribió después del golpe de 1973 para la agencia Latín (que el diario Excelsior de México, tituló: "Crónica Intima del Golpe Uruguayo"), se dio cuenta de este episodio el 23 de julio de ese año, pero la referencia quedó diluida en un minucioso registro de hechos ocurridos en aquellos años, salpicados por los desgarros y la muerte.
Esta serie de notas, no fueron conocidas en Uruguay durante el ciclo dictatorial (1973-1985), y por lo que se ve, las propias FFAA evitaron incluir aquella tragedia de la muerte de los dos soldados, en su principal obra de divulgación, que si subrayó lo ocurrido pocos días después (18/5/1972): la muerte de los cuatro soldados que estaban en un jeep custodiando al general Gravina, "(y fueron) ametrallados a mansalva, desde una camioneta tripulada por integrantes del MLN-T" ("Las FF.AA. al Pueblo Oriental", página 728).
"Hay tanta confusión que cuatro días después (de la muerte de 8 comunistas en la seccional 20 del Partido Comunista), en pleno día y a plena luz, en el domicilio del comandante del Ejército, general Florencia Gravina, son muertos dos soldados, que lo custodiaban desde la azotea, vestidos de civil", relataba Sanguinetti en su segunda crónica para Latin, de julio de 1973.
"Una patrulla de la Marina, que allanaba una casa cercana, al ver a dos individuos armados en lo alto del edificio, hizo fuego sobre ellos, rodeó el inmueble y entró en una escuela, cuyas maestras pusieron a los niños contra el suelo para prevenir el peligro", agregaba. El comandante en jefe en persona terminó adentro de un cuarto de baño, con una granada de mano, gritando inútilmente quiera era y reclamando que cesara el fuego".
Aquello "colmó el vaso", el gobierno busco reforzar el mando, promovió a militares duros y en resumidas cuentas instaló en mandos claves a generales que en los meses siguientes, avanzarían sobre las instituciones y romperían el orden democrático, instaurando una dictadura que duró doce años. En esas crónicas, se describen los pasos dados dentro del gobierno y los encuentros con figuras de la oposición política (ver recuadros).
"Cristi de 55 años, alto, fuerte. Había llegado al generalato durante el gobierno de (Jorge) Pacheco Areco, seleccionado por él para el ascenso a indicación del entonces ministro de Defensa, Federico Garcia Capurro, señala Sanguinetti. Típico hombre de caballería, se le identificaba con las características clásicas de la ruda arma, la mas tradicional y austera de todos los Ejércitos. Un hombre fuerte".
"En lugar de Cristi, -añadía-, se le da la jefatura de la región número dos al coronel Eduardo Zubía, que por entonces, no tenía destino, y que poco después seria ascendido a general por el presidente Bordaberry. Este tenía con él una vieja amistad y confiaba en su carácter y decisión. Junto con él se designa al coronel Juan José Méndez como director de la Escuela de Armas y Servicios, el lugar de máxima concentración de oficiales, donde hacen sus cursos de ascenso de grado y, por lo mismo, escenario tradicional de todo movimiento de agitación".
Una investigación de la politóloga Maria del Huerto Amarillo señala que en abril de 1972 fueron cambiadas 18 de las jefaturas policiales de todo el país, diecisiete de las cuales quedaron en manos de jerarcas militares ("El ascenso al poder de las Fuerzas Armadas", cuadernos Paz y Justicia, 1986).
Fue recién en noviembre de 2008 que un ensayo publicado en Montevideo hizo referencia a la muerte de los dos soldados en abril de 1972. En "La Agonía de una democracia. Proceso de la caída de las instituciones en el Uruguay (1963-1973)", Sanguinetti alude a este suceso (páginas 268), pero no incorpora sus testimonios de 1973, -en un texto naturalmente mas compacto-, como sus contactos con la oposición de izquierda y la mirada optimista exhibida por quienes gobernaban al país respecto a la "profesionalidad" de Cristi y otros jerarcas castrenses, promovidos a comandos centrales del aparato represivo estatal, y que terminaron liquidando el preciado estado de derecho de los uruguayos.


creartehistoria: Ejercicio de repaso para 2º año:

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viernes, 29 de abril de 2011

Articulo del diario" La Republica" de Montevideo, Uruguay

José Gervasio Artigas fue motivo de polémica en la Feria del Libro

En el marco del "Día de Uruguay" celebrado en la Feria del libro que se realiza en la ciudad de Buenos Aires, en una charla sobre el Bicentenario las miradas se centraron en José Gervasio Artigas, resaltando su importancia en la integración regional.

Hernán Reyes Alcaide | CORRESPONSAL EN ARGENTINA
Edición 2011. La Feria del Libro luce sus galas.
Edición 2011. La Feria del Libro luce sus galas.
Artigas "es el único caso de un prócer que representa a un país al que nunca quiso". Las palabras del historiador Linclon Maiztegui Casas le pusieron pimienta a una charla sobre la figura de José Artigas, en el marco del "Día de Uruguay" que organizó el miércoles pasado la Feria del Libro de Buenos Aires. "Yo creo que Artigas no era uruguayo, pero, con los años, el país construyó un Artigas uruguayo". enseguida dobló la apuesta su colega Gerardo Caetano, con quien compartió el panel "Bicentenario de la República Oriental del Uruguay", y del que además participaron Carlos Demasi y Ana Ribeiro.
El panel organizado por la Cámara Uruguaya del Libro, con el apoyo de la embajada en Argentina, mostró que las opiniones cruzadas sobre la figura del prócer no reconocen fronteras. Caetano opinó que "la historiografía mostró un Artigas triunfante, cuando en realidad fue derrotado en todos sus grandes objetivos", y, remarcando la voluntad regional del líder, sentenció: "Artigas no hubiese querido un monumento en una plaza 'Independencia', ni siquiera quería a Montevideo". También criticó que se haya elegido este año para la conmemoración de los doscientos años del país y dijo que "el Bicentenario de 2011 es una patraña, todos los historiadores deberían estar de acuerdo. Puede ser el Bicentenario de muchas cosas, pero no de la Independencia".
Maiztegui Casas también sembró dudas sobre si efectivamente el inicio del ciclo por la independencia comenzó en 1811: "En esa época Uruguay no existía como país, aunque es cierto que el fin del sistema colonial supuso de alguna forma el inicio de la emancipación", sostuvo. Además, insistió en la lucha de Artigas por no crear un país independiente. "Artigas debe ser el único prócer que no estuvo de acuerdo con la creación de su propio país", dijo. "Nunca quiso la separación de las Provincias Unidas y esa fue su lucha hasta el último día, mantener la integración de los pueblos y apostar por la unidad regional", afirmó. Caetano también suscribió esa mirada y lo celebró "la explosión del interés por Artigas en la Argentina".
Ribeiro trató de unificar las distintas ópticas: "Hay varios Artigas y los historiadores debemos abarcar y comprender a todos ellos", aseguró agregando que algunos de sus relatos le recordaban a los de los emigrados a la Argentina: "El Artigas exiliado de su país nos muestra a un personaje con nostalgias similares a las que los trajo a ustedes aquí esta noche", afirmó dirigiéndose a los casi doscientos asistentes, en su mayoría uruguayos residentes en Argentina.
Demasi coincidió en la cantidad de Artigas que existen hoy y sostuvo que "como cada uno de nosotros lo abordó desde una óptica distinta, cada día van apareciendo distintas dimensiones de Artigas. Mucho tenemos de él de guerrero, pero poco de estadista; mucho de su exilio, pero poco de otras facetas", opinó.

martes, 12 de abril de 2011

Felipe Pigna: El Asesinato de Urquiza. 11 de abril de 1870

El asesinato de Urquiza

El 11 de abril de 1870 el general Justo José de Urquiza fue asesinado en el Palacio San José, Entre Ríos, mientras se desempeñaba como gobernador de esa provincia. Urquiza fue aliado político de Rosas durante 15 años, pero en 1851, reasumió el manejo de las relaciones exteriores de su provincia, formó una alianza con Brasil y el gobierno de Montevideo, y venció a Rosas en Caseros.

Fue presidente de la Confederación entre 1854 y 1860, que desde septiembre de 1852 se encontraba separada de Buenos Aires. Tras la batalla de Pavón y la posterior incorporación de Buenos Aires a la nación, la estrella de Urquiza comenzó a eclipsarse. Su negativa a apoyar los levantamientos federales de los montoneros del Chacho Peñaloza y Felipe Varela contra la política del puerto de Buenos Aires y al apoyo a las fuerzas del general Mitre en la Guerra del Paraguay no hicieron más que aumentar su desprestigio  y generar fuertes rechazos entre sus comprovincianos.

En 1868 se presentó  como candidato a presidente, pero fue derrotado por Sarmiento quien a poco de asumir apoyó su nombramiento como gobernador de Entre Ríos y lo visitó en su provincia. El abrazo con Sarmiento, el principal responsable de la muerte del Chacho, sería la gota que colmaría  el vaso que había comenzado a llenarse tras la extraña retirada de Pavón y con el apoyo a Mitre y a la guerra fratricida con el Paraguay. Reproducimos a continuación un fragmento de un libro donde se narran los sucesos que tuvieron lugar tras la batalla de Pavón, que condujeron a la muerte de Urquiza.

Fuente: Gras, Mario César, Rosas y Urquiza, sus relaciones después de Caseros, Buenos Aires, [s.n.], 1948.


En Pavón, Urquiza termina, prácticamente, su vida militar e inicia el eclipse de su carrera política. (…) Su sacrificio al retirarse del campo de batalla no obstante el triunfo de su caballería, no logra pacificar los espíritus ni conciliar los viejos enconos entre unitarios y federales, porteños y provincianos, que el resultado de la acción, lejos de apaciguar, ha exacerbado. Personalmente, no ha quedado bien ni con unos ni con otros: los primeros seguirán desconfiándole y denostándole y los segundos, especialmente los entrerrianos, que se sienten defraudados y heridos en su amor propio, perderán su fe en el viejo conductor y le acusarán de haberles traicionado, para facilitar los planes políticos de Mitre. (…) Lo cierto es que el episodio de Pavón cambia fundamentalmente el panorama político del país. La Confederación se desploma… (…) Sus cartas a Mitre, de enero de 1862, se juzgan humillantes y le enajenan las simpatías de la juventud pensante de Entre Ríos, que es numerosa y milita en las filas del partido federal que, desengañado de Urquiza, ha encontrado un nuevo líder en el general López Jordán, el bizarro jefe de la caballería entrerriana que batió a la de Mitre en los campos de Pavón. Urquiza ha dejado de ser para sus comprovincianos el caudillo indiscutido y amado. Se le obedece y se le acata, pero ya no se le quiere. Sus más adictos lugartenientes y ano se muestran tan sumisos y algunos hasta se permiten pequeñas rebeldías… (…) Numerosas publicaciones de la época y tradiciones lugareñas, demuestran cuanto había declinado el ascendiente de Urquiza entre los entrerrianos, a raíz de su conducta en Pavón.

“Hoy no hay en Entre Ríos, un solo paisano, por sencillo que sea –escribía en 1866 don Juan Coronado- que no esté penetrado de que el general Urquiza ni es ni ha sido federal ni unitario, sino mercader de sangre humana…”. 1(…)

Urquiza…parece no advertir el creciente desapego de su pueblo.

A partir de 1864, nuevos acontecimientos contribuyen a ahondar su impopularidad.
En abril de ese año, Urquiza termina su período gubernativo y como su reelección es imposible por impedirlo una cláusula constitucional, el pueblo se apresta a nombrarle reemplazante. La candidatura de López Jordán está en el ambiente, apoyada por la juventud y por lo más conspicuo del partido federal, pero no cuenta con el apoyo de Urquiza, quien impone la de su ministro don José maría Domínguez…

Ese mismo año [1864], una encarnizada guerra civil está desangrando la vecina República Oriental. (….)… los entrerrianos quieren intervenir decididamente en el conflicto para apuntalar al gobierno amigo y contribuir, con su sangre, al sostenimiento. Urquiza les contiene aconsejándoles calma y prudencia. Esta actitud los desconcierta e indigna. Ellos no admiten la pasividad de su caudillo y a despecho de sus advertencias, cruzan el Uruguay por centenares para incorporarse a las filas del ejército blanco. Las cosas empeoran aún. El gobierno brasilero, para proteger a Flores y desalojar a los blancos del gobierno de Montevideo, invade el territorio oriental y ocupa el río Uruguay con una poderosa escuadra. Urquiza, cuyo auxilio ha recabado el gobierno uruguayo, se niega a intervenir, invocando la neutralidad argentina…

La Guerra del Paraguay, consecuencia forzosa de la intervención brasilera en los asuntos orientales le dará oportunidad para demostrarle hasta dónde ha llegado el desafecto.

Varios de sus más adictos partidarios y servidores se alejan de su lado y algunos van a vocear sus agravios en libelos y periódicos, diciéndose defensores del pueblo entrerriano, oprimido por su despotismo y esquilmado por su avaricia. (…) El doctor Evaristo Carriego, 2 que ha sido su panegirista y volverá a serlo después, cuando, desaparecido el prócer, reconozca hidalgamente su error y aprecie, con serenidad, su inmensa labor constructiva, publica en El Pueblo una serie de violentos artículos que contienen cargos lapidarios contra el vencedor de Caseros… (…) …Carriego, que era entrerriano, hablaba en nombre de los entrerrianos, y sus escritos fueron los fermentos más eficaces que prepararon la explosión del 11 de abril de 1870.

[Urquiza] se hace elegir nuevamente gobernador de Entre Ríos, en reemplazo de su antecesor don José María Domínguez que termina su mandato el 24 de abril de 1868, y que ha desarrollado su gestión gubernativa trabado por la influencia absorbente del caudillo supremo. Los entrerrianos se sienten atados por un nuevo período de cuatro años al yugo personal de Urquiza, (…) que lleva ya 29 años consecutivos de dominio en la provincia…

La revolución que culminará en la tragedia del 11 de abril comienza a gestarse entonces como la única solución posible.  (…) La idea del asesinato de Urquiza flotaba en la atmósfera, como una obsesión latente, alimentada por el rencor de sus adversarios. La incitación de Sarmiento en su famosa carta a Mitre: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena, cueste lo que cueste. Southampton o la horca” gravitaba, como consigna siniestra, sobre la vida del prócer, a quien llegaban continuamente prevenciones más o menos fundadas de sus amigos.

En 1863, el autor del Martín Fierro en su ya recordado opúsculo Vida del Chacho había escrito estas palabras que resultaron proféticas: “La sangre de Peñaloza clama venganza, y la venganza será cumplida, sangrienta, como el hecho que la provoca, reparadora como lo exige la moral, la justicia y la humanidad ultrajada con ese cruento asesinato. La historia de los crímenes no está completa. El general Urquiza vive aún, y el general Urquiza tiene también que pagar su tributo de sangre a la ferocidad unitaria, tiene también que caer bajo el puñal de los asesinos unitarios como todos los próceres del partido federal. Tiemble ya el general Urquiza; que el puñal de los asesinos se prepara para descargarlo sobre su cuello, allí, en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones tan frecuentados por el partido unitario” 3.

Ya hemos visto cuantas tentativas de asesinato se han frustrado después de Caseros. “Podríamos llenar libros –dice Vásquez- reproduciendo artículos periodísticos publicados desde Caseros hasta después de Pavón en los cuales se clama, se pide y se exige por patriotismo el asesinato de Urquiza… Fue esa propaganda metódica, persistente, de todos los días, la que dio tradición al asesinato”.

Era una sentencia a muerte sin plazo fijo pero que se cumpliría, tarde o temprano, inexorablemente.

“¿Por qué Urquiza, en lugar de hacer escribir biografías –decía Evaristo Carriego en 1867- no tiene el buen sentido de morirse una vez siguiera? ¿Piensa acaso no dejarnos desahogo nunca? 4

El 2 de marzo de 1869, el doctor Vélez Sarsfield, ministro del interior de Sarmiento, escribe una extensa carta a Urquiza en que desliza algunas advertencias que hacen suponer que el astuto cordobés presentía, en aquellos momentos, la eliminación del general. Dice la carta:

Buenos Aires, marzo 2 de 1868.

Excmo. Sr. Capitán general, don Justo J. de Urquiza.

Estimado señor y amigo:
He tendido la satisfacción de recibir las dos últimas cartas de V. E. con varias comunicaciones que las acompañan. Ellas me han confirmado en la creencia íntima que tenía, de que no era posible  que fuerza alguna pasase del Entre Ríos a revolucionar la república vecina. Yo había presenciado la completa armonía de los jefes del litoral oriental con V.E. y me persuadía que ningún grupo de consideración se animaría a un acto hostil a V.E y a las autoridades orientales. Todo el secreto, o más bien la causa de esos rumores, es, a mi juicio, el deseo de tantos hombres perdidos que hay en nuestra República y en la vecina, de ver aparecer a V.E. de Entre Ríos para crear un caos que sirve siempre a las malas aspiraciones.
Dalmacio Vélez Sarsfield 5

Urquiza no cree en estas advertencias. Piensa como Quiroga en vísperas de Barranca Yaco que no ha nacido el hombre que lo ha de matar.

Mientras tanto, el acercamiento entre Urquiza y el presidente Sarmiente se intensifica, día a día, con el consiguiente desagrado de los entrerrianos que ven en ello un nuevo e imperdonable renunciamiento del viejo caudillo. “Esta reconciliación –anota Vásquez- se consideró en Entre Ríos, que no se apeaba a sus rencores ni se entibiaba en su pasión provincialista, como la entrega definitiva a la política de la metrópoli” 6.

Un nuevo trascendental acontecimiento viene a exacerbar los ánimos y a precipitar el desenlace del drama que está viviendo, desde hace años, el recalcitrante localismo de los entrerrianos.

Con el objeto de sellar su definitiva reconciliación con Urquiza, Sarmiento resuelve visitarle en San José para celebrar juntos el 18º aniversario de Caseros. A tal efecto y acompañado de brillante séquito se embarca en Buenos Aires a bordo del vapor de guerra Pavón y arriba al puerto de Concepción del Uruguay en la noche del 2 de febrero de 1870 desembarcando a la mañana siguiente. Urquiza y Sarmiento se abrazan en el puerto y el sanjuanino pronuncia aquella frase zalamera y efectista que la historia ha recogido: “Ahora sí que me siento presidente de la República, fuerte por el prestigio de la ley y el poderoso concurso de los pueblos”. Urquiza, correspondiendo a tan significativas demostraciones de cordialidad, echa la casa por la ventana, para agasajar a su encumbrado huésped. El sentimiento provincialista sufre así un rudo y afrentoso golpe que lo hiere en lo más íntimo, pulverizando los últimos restos de su antigua devoción por Urquiza. (…)

Para colmo, Sarmiento, ha tenido el mal gusto (no quiero usar otra expresión) de realizar el viaje a bordo de un vapor de guerra cuyo nombre Pavón significa una afrenta para los entrerrianos y para el general Urquiza en particular. ¿No disponía la armada nacional de otro buque de nombre menos agraviante? ¿No constituía una innecesaria provocación a los sentimientos localistas del pueblo, presentarse en un buque que traía pintado en su casco un nombre que evocaba la única acción de guerra en que el orgullo provincial quedó abatido? ¿No importaba un insulto al Gobernador de Entre Ríos y una desconsideración a la magnífica hospitalidad del general Urquiza, visitarle a bordo de una nave que ostentaba el nombre de la única batalla perdida por él perdida? Broma trágica, inadvertencia inexplicable o ensañamiento premeditado, la presencia del Pavón en el puerto de Concepción del Uruguay, debió excitar los ánimos, harto preparados para la insurgencia.

De este modo y, como si cumpliera un designio fatal de la providencia, Sarmiento, que había propiciado el asesinato de Urquiza en 1861, venía a precipitarlo ahora, no armando materialmente el brazo homicida, pero sí encendiendo la chispa que lo hará inevitable. Dos meses después, la revolución contra Urquiza, largamente gestada y a duras penas contenida, estalló violenta, haciendo su primera víctima en el ilustre organizador de la República. 7

En el atardecer del 11 de abril de 1870 una partida de 104 hombres armados, al mando del coronel Robustiano Vera, hicieron ruidosa irrupción en San José. Venían a apresar al gobernador y caudillo a los gritos de ¡Abajo el tirano Urquiza! ¡Viva el general López Jordán! Un grupo de cinco a las órdenes del coronel Simón Luengo, cordobés y protegido del general, se encamina a las dependencias privadas del dueño de casa. Integran el grupo Nicomedes Coronel, capataz de una de las estancias de Urquiza, oriental de origen, el tuerto Álvarez, cordobés, el pardo Luna, oriental y el capitán José María Mosqueira, entrerriano, nacido en Gualeguaychú. El general que está tomando mate debajo del corredor se incorpora, sorprendido por el bullicio y, comprendiendo que se trata de un asalto, grita ¡Son asesinos! Y corre a proveerse de un arma. Los asaltantes se acercan. ¡No se mata así a un hombre en su casa, canallas! Les especta, haciendo un disparo que hirió en el hombro a Luna. “Álvarez, entonces –explica el coronel Carlos Anderson, ayudante de Urquiza- y jefe de la Guardia del Palacio, testigo presencial de los sucesos- le tiró con un revólver, y le pegó al lado de la boca: era herida mortal, sin vuelta. El general cayó en el vano de la puerta y en esa posición Nico Coronel le pegó dos puñaladas y tres el cordobés Luengo, el único que venía de militar y que lo alcanzó cuando ya la señora Dolores y Lola, la hija, tomaban el cuerpo y lo entraban en una piecita, en la cual se encerraron con él yendo a recostarlo en la esquina del frente, donde se conservan hasta ahora, las manchas de sangre en las baldosas”.

El mismo día y casi a la misma hora eran ultimados en Concordia Justo y Waldino Urquiza, hijos del general.
“Este sacrificio inútil, pera el cual no es posible encontrar ni intentar atenuantes, fue fatal para la limpieza de la bandera revolucionaria. Manchó una causa que siendo legítima y patriótica pudo redituar fecundas y provechosas consecuencias. La insurgencia triunfa. A pesar de la prosapia de las ilustres víctimas, Entre Ríos no da ninguna muestra de reacción. La mayoría de las situaciones departamentales con sus respectivos jefes de policía y demás autoridades, se adhieren al movimiento. Hay un silencio  que no es de conformidad con el crimen pero sí con la revolución que más tarde se rubrica con la sangre sobre las cuchillas entrerrianas”. 8

La Legislatura de la provincia elige gobernador Constitucional al general Ricardo López Jordán, jefe la oposición a Urquiza y del movimiento revolucionario triunfante.

Producido el drama de San José, el presidente Sarmiento, quizá para sosegar su conciencia que lo acusaba como remoto instigador del crimen, quiso  vengar la muerte de Urquiza, arrojando sobre la heroica Entre Ríos todo el peso de su poder. 16.000 hombres que luego organiza en tres ejércitos, invaden su territorio. Son las tropas veteranas que regresan de la guerra del Paraguay. Sarmiento presidente, lleva a cabo su propósito de no economizar sangre de gauchos. (…) La guerra será larga y cruenta pero en definitiva los remingtons y cañones del ejército nacional vencerán a las lanzas y tercerolas del valiente ejército de López Jordán. La provincia quedó sometida, la sangre de sus hijos corrió a raudales y el odio a Sarmiento se hizo una religión entre los nativos. (…)

Los autores materiales del asesinato de Urquiza han sido oportunamente identificados, los autores mores permanecen en la penumbra. Existen inculpaciones pero faltan pruebas. Ni a los entrerrianos ni al general López Jordán puede responsabilizarse con seriedad del nefando crimen. Los primeros jamás fueron…proclives a esa medida extrema. Lo prueba el hecho de que entre sus cinco ejecutores solo había un entrerriano, el capitán Mosqueira, quien en su indagatoria manifestó “que nunca creyó que se asesinara al general Urquiza” lo que evidencia que solo estaba en sus propósitos apresar al general, nunca ultimarlo. En cuanto a López Jordán, ni existen pruebas que lo condenen ni es verdad que se responsabilizara del crimen como lo afirma enfática pero arbitrariamente don Julio Victorica; se solidarizó con el movimiento revolucionario que es cosa distinta pero lamentó públicamente aquel exceso. “He deplorado que los patriotas que se decidieron a salvar las instituciones no hubieron hallado otro camino que la víctima ilustre que se inmoló”, dijo, al prestar juramento del cargo de gobernador de la Provincia, con que le invistió la legislatura en la sesión del 14 de abril.

Referencias:

1 Misterios de San José, publicada en Buenos Aires, Imprenta de la Sociedad Tipográfica, Tacuarí 65/67, en 1866, y reeditada por Juan Palumbo, Buenos Aires, 1911. La cita corresponde a esta última edición, página 311 y siguientes.

2 Hijo del coronel Evaristo Carriego, de larga actuación pública en Entre Ríos y abuelo del poeta del mismo nombre y apellido, llamado, con justicia, el Cantor del Suburbio.

3 José Hernández, Vida del Chacho, Antonio Dos Santos, editor, 1947, pág. 114.

4 Antecedentes para el proceso del tirano de Entre Ríos. Imprente Republicana, B. Aires, 1867, pág. 11.

5 Carta publicada por Julio Victorica...

6 Aníbal S. Vásquez.

7 “La decisión con que el general Urquiza, ya sea en el puesto de gobernador de Entre Ríos o como personalidad política, de gran prestigio en el país, se puso al servicio de la autoridad nacional, presidida por el general Mitre primero y por el señor Sarmiento después, fue la causa, principal o única, de la conspiración contra su vida, cuyo desenlace fatal se consumó en la noche del lunes santo, 11 de abril de 1870”. (Julio Victorica). Newton, por su parte, confirma: “El atentado que culmina con la muerte de Urquiza es una consecuencia inmediata de la visita de Sarmiento”.

8 Aníbal S. Vásquez.