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lunes, 20 de diciembre de 2010

Historia Económica del Uruguay: 1900-1955: Trabajo realizado por el Instituto de Economía: histo@iecon.ccee.edu.uy


el desempeño econÓmico global:
del modelo agro-exportador a
la industrializaciÓn sustitutiva
de importaciones
La economía uruguaya 1900-1955 (I)


Magdalena Bertino, Reto Bertoni, Héctor Tajam, Jaime Yaffé

Noviembre de 2001


Instituto de EconomÍa
Serie Documentos de Trabajo

DT 5/01

























EL DESEMPEÑO econÓmico GLOBAL:
DEL MODELO AGRO-EXPORTADOR A
LA INDUSTRIALIZACIÓN SUSTITUTIVA DE IMPORTACIONES

La economía uruguaya 1900-1955 (I)



Magdalena Bertino, Reto Bertoni, Héctor Tajam, Jaime Yaffé


histo@iecon.ccee.edu.uy




RESUMEN



Este documento abre una serie de tres dedicada al estudio de la economía uruguaya entre 1900 y 1955. Considera el desempeño económico global del Uruguay en la primera mitad del siglo XX, cuando el país vivió “sus mejores” momentos: una importante dinámica de crecimiento, en evidente contraste con la segunda mitad del siglo.

En la primera parte se realiza una caracterización general del período centrada en el reconocimiento de dos modelos de desarrollo diferentes: el agro-exportador heredado del siglo XIX y el de industrialización sustitutiva de importaciones, durante cuya vigencia el crecimiento estuvo inducido por las exportaciones de productos pecuarios o por la producción manufacturera para el mercado interno, respectivamente; el primero entró en crisis hacia 1913-14 abriendo un período de transición, de búsquedas y ensayos particularmente innovadores desde 1931, que culminó con la configuración del segundo modelo hacia 1943-1944. Luego, en la segunda y tercera parte del trabajo se estudia la economía antes y después de 1930: se considera este año como el parte aguas entre dos épocas, culmina una fase expansiva y comienza una depresión que no se revertirá sino hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el país ingresa en otra fase de gran crecimiento, la más importante del siglo XX.

El abordaje de cada uno de estos dos sub-períodos comienza con una síntesis sobre la economía internacional, luego se considera el desempeño económico global y finalmente se presentan algunos elementos generales relativos al contexto social.

En las conclusiones se exponen los principales resultados del trabajo, vinculándolos a algunos temas más generales de la historia económica: crecimiento y apertura externa, efecto de los shocks externos, relación Estado-Economía y papel del sector externo en el largo plazo.




ÍNDICE









1.   Introducción general ………………………………………….……………...…...…....4

2.   Caracterización general del primer medio siglo ……………………………….............5

3.     El primer batllismo, la crisis de 1913, la guerra y después (1900-1930) ...........………....8
3.1. La economía internacional ........................................................................……… 8
3.2. El desempeño económico global ..........................................….....................….. 12
        3.3. Población y nivel de vida......................................................................................17

4.   Entre la depresión y la gloria: del terrismo al neobatllismo (1930-1955).....................19
        4.1. La economía internacional.................................................................................... .19
      4.2. El desempeño económico global............................................................................27
      4.3. Población y nivel de vida............................................................................….......30

5.   Conclusiones.................................................................................................................32

Bibliografía.........................................................................................................................36


















1. Introducción general


El objeto de la serie de tres documentos que con este se inicia es el análisis de la economía uruguaya desde el comienzo del siglo XX hasta fines de los años cincuenta[1]. Combinamos para ello el estudio del desempeño global con el de los diferentes sectores y las políticas económicas que se llevaron adelante. Incorporamos, además, una consideración sobre los modelos de desarrollo económico y social que es posible distinguir, sus características, sus ciclos de expansión, auge y crisis.

El período estudiado es particularmente relevante dentro de la evolución general de la economía uruguaya a lo largo de todo el siglo. Como bien puede observarse en el gráfico que representa el PBI a lo largo del siglo, en esta época la economía experimentó en términos de crecimiento los mejores momentos del siglo XX. Esta afirmación no tiene ninguna connotación cercana a la complaciente máxima de que “todo tiempo pasado fue mejor”. En primer lugar, porque se trata de una constatación empírica. En segundo lugar, porque la historia que siguió al primer medio siglo sólo se puede explicar a partir de él o, lo que es lo mismo, la evolución económica del Uruguay en la segunda mitad del siglo se encuentra en gran parte explicada por su propio pasado.

La dinámica de crecimiento de la economía uruguaya aparece como una característica de su evolución hasta promediar el siglo. El PBI creció entre 1900 y 1957 a una tasa media anual acumulativa del 3.3%, a pesar del impacto de dos guerras mundiales y la crisis más profunda vivida por el capitalismo. En evidente contraste, entre 1957 y 1998 el producto creció al modesto ritmo del 1.9% anual (Bertino-Tajam 1999).

Como resultado de estos escenarios de crecimiento tan diferentes puede decirse que, hasta promediar el siglo, el país logró disimular la desventaja relativa respecto a los países líderes de la economía mundial, evitando una ampliación significativa de la brecha con ellos e incluso, en circunstancias especiales, acortando distancias. En cambio, en los últimos cuarenta años del siglo, el proceso de divergencia en las tasas de crecimiento provocó una ampliación de esta distancia.

Las hipótesis manejadas han sido tomadas de trabajos anteriores de los propios autores y de aportes de diversos colegas. En este sentido, el presente trabajo pretende ser una síntesis del “estado del arte” en los asuntos considerados y a la vez un avance fundado en investigación propia que venimos llevando adelante en el Área de Historia Económica del Instituto de Economía.

En este primer documento ensayamos una caracterización general de la economía uruguaya en la primera mitad del siglo XX, centrada en la identificación de los dos modelos de desarrollo que reconocemos y en el estudio, además, del desempeño global de la economía en cada uno de los dos sub-períodos. A pesar de estar convencidos de que la transición entre la crisis del primer modelo y la configuración del segundo comienza en 1913-14 y culmina recién en 1943, creemos pertinente considerar el año 1930 como el parte aguas entre dos épocas en la evolución económica del Uruguay. Allí culmina una fase expansiva y comienza una depresión que no se revertirá sino hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el país ingresa en otra fase de gran crecimiento, la más importante del siglo XX. En cada uno de estos sub-períodos comenzamos con una síntesis sobre la economía internacional, luego consideramos la performance global de la economía y finalmente presentamos algunos elementos generales relativos al contexto social.

En el segundo documento de la serie se presenta un enfoque sectorial de la economía a lo largo de todo el período, abordando específicamente los siguientes sectores: agropecuaria, industria, servicios, sector público y finanzas del Estado.

El tercer documento está dedicado al estudio de la política económica. Allí también reconocemos dos etapas que coinciden con los sub-períodos establecidos en el análisis del desempeño económico global, en cada una de las cuales identificamos una modalidad predominante, antes y después de 1930: el camino estatista en la primera y la expansión de la regulación económica en la segunda.

Hubiésemos deseado dedicar una mayor atención al tema de la distribución del ingreso, asunto clave para una visión más completa que la aquí presentada de la historia económica y social uruguaya del período que estudiamos. Seguramente allí reside una de las dos carencias de este texto, que reconocemos y deseamos explicitar. El incipiente desarrollo de los estudios sobre el tema en nuestra historiografía y la imposibilidad en el momento actual de centrar en él la investigación de nuestro equipo, explican esta carencia.

La segunda es la ausencia de análisis comparado, tanto a nivel regional como mundial. Somos conscientes de la importancia que la dimensión comparativa tiene para comprender los procesos nacionales, percibiendo sus especificidades y similitudes, y permitiendo su inscripción en procesos mayores. Sólo hemos incluido una descripción sintética de la situación de la economía internacional que permite ubicar nuestro relato en un contexto mayor.


2. Caracterización general del primer medio siglo

El desempeño de la economía uruguaya en la primera mitad del siglo XX, cuantificado en función de la riqueza creada, muestra tres momentos fundamentales en que hubo un importante crecimiento. Como puede verse en el gráfico del PBI, las fases de expansión se ubican en la primera década del siglo (hasta 1912), los años veinte (hasta 1930) y la segunda posguerra (hasta 1957).

En esos períodos se acompañó el crecimiento de los países capitalistas avanzados, impidiendo con ello la ampliación de la brecha en los niveles de riqueza y, en particulares circunstancias, logrando achicarla transitoriamente. Los exitosos resultados permitieron un mejoramiento del nivel de vida en general, dado el incremento de la cantidad de bienes a disposición de la población. Así lo evidencia el crecimiento del PBI por habitante.




En estos períodos de crecimiento no funcionó un único modelo de desarrollo de la economía y la sociedad uruguayas. Por un lado, se registran dos modalidades distintas de distribución de la riqueza nacional entre los diversos sectores de la sociedad. Por otro, estas fases de crecimiento tienen lugar en el marco de dos estructuras económicas diferentes, con predominios sectoriales muy disímiles, en la medida en que difieren los pesos relativos de los diversos sectores de la economía (en particular, la participación de la industria con relación a la ganadería).

Ambas constataciones confirman la existencia de dos modelos diferentes de crecimiento y desarrollo cuyas características señalaremos a continuación: las dos primeras fases de crecimiento (1902-1912 y 1922-1930) se desarrollan bajo la vigencia de un modelo; la tercera (1944-1957) bajo la de otro.

Una buena parte de la historiografía nacional –y también la producción desde el campo de la ciencia económica– caracterizó, en la década de 1960, a los dos primeros escenarios como el resultado de la dinámica del “modelo de crecimiento hacia afuera” y al tercero como la consecuencia del triunfo del “modelo de crecimiento hacia adentro”.

En los últimos tiempos, cambios en el paradigma interpretativo y la generación de nuevas evidencias, permiten ubicar de otra manera la historia económica del Uruguay en el contexto internacional, y mejorar sustantivamente la comprensión de su evolución. Como resultado, se han ido generalizando otros conceptos para referirse al modelo de desarrollo que caracteriza a los dos primeros períodos, tales como “modelo agro-exportador”, “crecimiento inducido por las exportaciones”, “inserción virtuosa”. Asimismo, el papel que jugó la industria en el tercer escenario de crecimiento llevó, para caracterizarlo, a utilizar el concepto de modelo de “industrialización sustitutiva de importaciones” (ISI)[2]. No se trata de simples cambios de denominación, sino de intentos de reinterpretación de la historia económica del país.

En las últimas décadas del siglo XIX los cambios en la estructura económica y los arreglos institucionales[3] concretados en el marco de la modernización del Estado, hicieron posible la inserción de la economía uruguaya en el mercado mundial capitalista. El patrón de comercio internacional predominante entonces y durante las primeras décadas del siglo XX, ofreció la oportunidad de participar activamente como proveedor de bienes primarios, especialmente cueros, lana y carne.

Por lo tanto, al comenzar el siglo XX Uruguay había encontrado la manera de insertarse en forma relativamente exitosa en el comercio mundial y su economía crecía inducida por la dinámica exportadora. Este modelo agro-exportador concretó un proceso de crecimiento del PBI del orden del 3,3% anual entre 1902 y 1912.

La crisis de 1913 y la Primera Guerra Mundial abrieron un paréntesis de una década en esa fase de crecimiento. Después de 1922, el modelo –aunque maltrecho– da muestras de vitalidad y ofrece algunos resultados positivos. Sin embargo, la coyuntura internacional y la situación interna ya no eran las mismas. El crecimiento de la primera posguerra fue      –sin duda– inducido por la buena performance exportadora, especialmente después de 1925, pero el mercado interno cobró, desde entonces, una dinámica importante y fue en gran medida responsable de los primeros síntomas de cambio estructural[4]. Cuando el orden mundial se dislocó, luego del crack del 29, el modelo de crecimiento, que ya mostraba síntomas de agotamiento, no resistió y cayó.

Más de una década llevó recomponer la economía del país para hacer frente a la nueva situación internacional (la “gran depresión” de los treinta y la Segunda Guerra Mundial). Pero, a diferencia de otros países latinoamericanos e incluso los propios Estados Unidos, el Estado uruguayo mostró una celeridad particular en la búsqueda y concreción de respuestas alternativas.

A partir del conjunto de medidas de excepción que tomó el Consejo Nacional de Administración –ya desde antes que impactara la crisis mundial– y de la política económica que desde 1933 llevó adelante la dictadura terrista, el Estado promovió el cambio estructural, buscando transformar una estructura económica centrada en la producción ganadera hacia otra donde la industria jugara un papel más relevante, y comenzó a gestar un conjunto de instituciones y regulaciones que fueron el marco en que se concretó el nuevo modelo de desarrollo.

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y se diluyeron los obstáculos para el normal abastecimiento de insumos, materias primas y maquinarias, el proceso de industrialización adquirió un ritmo muy importante y la economía uruguaya volvió a crecer pero a instancias predominantemente del sector industrial. Si el modelo anterior a 1930 pudo definirse como crecimiento inducido por las exportaciones, el nuevo modelo estuvo inducido por la industria manufacturera. Esta se gestó fundamentalmente como una industria sustitutiva de importaciones; de ahí la generalización del nombre ISI con que se ha caracterizado el modelo. Aunque parte del crecimiento industrial se debió a la expansión del mercado interno, que generó una demanda doméstica acrecida que estimuló el desarrollo de la industria ya existente, importa señalar que este cambio del sector dinámico de la economía respondió a una transformación más profunda en las rentabilidades relativas de los diversos sectores, así como a una política de incentivos y transferencias de recursos implementada por el Estado, hechos que, combinados, estimularon una reorientación de la inversión hacia el sector industrial. La historiografía nacional ha identificado –en gran medida– este tercer período de crecimiento –el más importante ocurrido en el siglo– y el modelo responsable del mismo, con el nombre de neobatllismo.


3. El primer batllismo, la crisis de 1913, la guerra y después (1900-1930)

3.1. La economía internacional

Hacia 1900, el sistema económico dominante en el mundo, el capitalismo, constituía la forma específica en que las sociedades europeo-occidentales organizaban la producción y distribución de bienes y servicios en tierras propias y ajenas. En el último cuarto del siglo XIX, Europa había protagonizado un impulso expansionista que llevó a que el sistema se impusiera a escala planetaria. La comprensión de este fenómeno es fundamental cuando se incursiona en el análisis de la economía internacional en los albores del siglo XX.

En la génesis de dicha situación se encuentra la segunda revolución industrial, que proporcionó la infraestructura básica para el desarrollo de una verdadera economía mundial. La revolucionaria transformación de los transportes que lideró el ferrocarril y que culminó con la navegación a vapor a grandes distancias, achicó el planeta, acercó culturas y economías, abarató costos y con ello precios. Quedó conformado de manera definitiva un mercado mundial para la mayoría de los productos.

Era el escenario de la globalización. Podría afirmarse que en aquella época la tendencia a la mundialización –intrínseca al capitalismo– adoptó formas institucionales concretas. El sistema del patrón oro expresó, en gran medida, el conjunto de normas y mecanismos que rigieron la expansión y consolidación del capitalismo occidental en esa etapa de la globalización.

El camino “natural” que debía recorrer el resto del mundo no podía ser otro que incorporarse al sistema como condición para lograr el crecimiento económico. La inserción latinoamericana en la economía mundial constituye el capítulo continental de ese proceso. En Uruguay, a partir de los años sesenta, la historiografía adoptó el concepto de modernización para señalar el conjunto de cambios económicos, sociales e institucionales que permitieron la inserción del país en el moderno sistema mundial. Estos cambios fueron los que viabilizaron la incorporación del Uruguay al circuito económico capitalista en el marco de un patrón comercial de complementación con las economías industrializadas.

La economía internacional a fines del siglo XIX se basaba en un funcionamiento aparentemente sencillo que facilitaba la transferencia de recursos económicos por sobre las fronteras nacionales en una escala sin precedentes, a través de movimientos de capital y de trabajo y del intercambio comercial, entre dos polos: por un lado, las naciones industrializadas –con Gran Bretaña a la cabeza– proveedoras de manufacturas y capitales y, por otro, los países periféricos cuya función era proveer de materias primas y alimentos (Rapoport 2000).

Este esquema se completaba con la existencia del patrón oro, sistema de cambios fijos que daba seguridad a los intercambios en el comercio internacional, aun en ausencia de organismos financieros internacionales. El patrón oro era una forma muy particular de organizar los mercados financieros de acuerdo con los siguientes cinco principios: el libre flujo de oro entre individuos y países; el mantenimiento de valores fijos de las monedas nacionales respecto al oro y, por tanto, entre sí; la ausencia de una organización internacional coordinadora; la asimetría entre los países con déficit y excedentes en la balanza de pagos; y la deflación en lugar de la devaluación como mecanismo de ajuste para un país deficitario.

En este sistema los países mantenían fijo el valor de sus monedas con el valor del oro, al tiempo que la circulación monetaria interna también tenía una relación fija con las reservas de ese metal. El resultado de la adopción del patrón oro era la aceptación de un sistema automático de ajuste: un déficit comercial traía consigo la necesidad de exportar oro a corto plazo, reduciéndose entonces la cantidad de reservas y, por lo tanto, del circulante en el país con la consiguiente caída de precios. En el mediano plazo esto fomentaba las exportaciones de bienes, pues los extranjeros compraban en ese mercado a precios más bajos que en el propio. Al mismo tiempo disminuían las importaciones, ya que los consumidores nacionales se abstenían de comprar los artículos extranjeros, ahora más caros. Este mecanismo, que implicaba una nueva entrada neta de oro, conducía nuevamente al equilibrio. La condición del ajuste automático era la libre convertibilidad de las monedas en oro y la exportación o importación del metal sin ningún tipo de impedimentos.

Que el oro gozara de aceptación universal como medio de liquidar los pagos internacionales y que la mayoría de las divisas pudiera convertirse fácilmente en oro fueron motivos suficientes para considerar al sistema como garante de la estabilidad económica (Temin 1995).

Sin embargo, este sistema monetario internacional, que satisfacía las necesidades de los países industrializados (el centro), no tenía efectos similares en los países no industrializados. En la periferia, los déficit comerciales hacían que se produjera una salida neta de oro pero sin la contrapartida de una disminución de circulante, debido a que las urgencias fiscales obligaban a mantener la liquidez. Se producía entonces una virtual desvalorización de la moneda con los consiguientes movimientos especulativos y la fuerte presión sobre los bancos emisores. Entonces, la inestabilidad monetaria provocaba desconfianza y retracción de la actividad económica, actuando estos fenómenos como agravantes de la situación hacia el interior de las economías nacionales. La historiografía uruguaya encontró en la pugna entre cursistas y oristas una manifestación concreta de aquellos problemas.

Fue raro, sin embargo, que se dejara a la deriva a los países de ultramar para afrontar sus dificultades financieras: el capital extranjero (del centro) fluía en “auxilio” de las economías periféricas. Un rasgo notable del sistema anterior a la Primera Guerra Mundial era que el centro financiero de Londres estaba siempre dispuesto a aliviar la presión, permitiendo que los países en apuros pidieran préstamos a corto plazo. El resultado fue que la inserción en los mercados mundiales asumió, para los países productores de bienes primarios, la característica de una relación cada vez más asimétrica, haciendo que sus ciclos económicos estuvieran subordinados a los de los países industrializados.

El comienzo del siglo XX mostró cambios importantes en este sistema mundial. Emergieron nuevas potencias, cuya incidencia en el plano económico fue en aumento, paralelamente a la decadencia de Gran Bretaña, la reina de los mares y el taller del mundo decimonónico. Este proceso se observó claramente en los sectores básicos de la industria, donde Gran Bretaña se vio desplazada del primer lugar. En 1890, los Estados Unidos ya la superaban en la producción de hierro y acero; en 1914, fue aventajada por Alemania. Al mismo tiempo se produjo una pronunciada declinación de la productividad; en la industria carbonífera –pilar del desarrollo británico– se pasó de 403 toneladas per cápita en 1881 a 309 toneladas en 1911.

Sin embargo, el hecho fundamental que  marca un punto de quiebre en el desarrollo de la economía mundial fue la Gran Guerra (1914-1918) que inauguró una verdadera era de las catástrofes (Hobsbawn 1994) signada por las crisis y las guerras mundiales. El intrincado y frágil sistema de división internacional del trabajo que había ido configurándose gradualmente y que había traído consigo niveles de bienestar sin precedentes, e incluso riqueza, para las poblaciones de Europa y de algunos puestos avanzados de la civilización occidental de ultramar, se desintegró de repente con el estallido del conflicto armado (Cameron 1991).

La guerra significó la interrupción de relaciones comerciales, la escasez de bodegas y el encarecimiento de fletes y seguros, al tiempo que presionó a los países en conflicto a orientar su producción en función de las necesidades bélicas y, también, obligó a los gobiernos a abandonar el “patrón oro”[5]. Las instituciones que habían consagrado el triunfo a nivel planetario del sistema capitalista (sistema multilateral de comercio y pagos), entraron en una profunda crisis.

Finalizado el conflicto en 1918, la economía real evidenciaba un cambio sustancial con las últimas décadas del siglo anterior. La producción, los capitales y, por ende, la hegemonía mundial se habían mudado de continente. Los Estados Unidos de América emergieron como potencia, pero su estructura productiva y las potencialidades de su mercado interno daban al “nuevo centro” características muy distintas a las de la Inglaterra victoriana. El grado de apertura de la economía norteamericana era mucho menor y en esas condiciones el automatismo de los ajustes internacionales no podía funcionar fluidamente.

La creencia generalizada en círculos académicos y gubernamentales de que el patrón oro había sido la piedra angular de la prosperidad de la belle époque, condicionó las políticas de posguerra; se evaluó la guerra sólo como un paréntesis. Durante los veinte, aunque en la superficie parecían restaurarse las condiciones que habían asegurado la estabilidad de la economía internacional y su expansión hasta 1914, subterráneamente crecía y se alimentaba la crisis que haría eclosión con la internacionalización de los efectos del crack estadounidense de 1929. Las nostalgias por el viejo orden sucumbirían ante la más profunda crisis que el sistema hubiera sufrido hasta entonces y que sumió al mundo capitalista en la depresión.

La “inserción” del Uruguay en la economía internacional se consumó en las últimas décadas del siglo XIX y primeros años del XX. Las bases de esta integración fueron la apertura al comercio mundial y el carácter complementario de su producción (división internacional del trabajo). Los mecanismos de regulación del sistema mundial –patrón oro y multilateralismo– y la consolidación del país como “estado-nación”, fueron las garantías del tipo de integración alcanzado. Sin embargo, a pesar de los resultados exitosos en el corto plazo, se trataba de una “inserción tardía”. Los mercados de bienes primarios mostraban, ya antes de la Primera Guerra Mundial, una baja elasticidad, producto de la transición demográfica y los cambios en la dieta de los países industrializados, pero sobre todo había países que contaban con cuotas de mercado ya aseguradas, tanto por precios como por volumen de la oferta y ellos marcaban los precios internacionales. La extraordinaria demanda de bienes primarios durante la Primera Guerra Mundial y el consiguiente aumento de precios, no alentó la toma de decisiones que pudieran contrarrestar el retraso, sobre la base de un aumento de la productividad. Entonces, el desempeño exportador quedó ligado casi exclusivamente a la fluctuación de los precios que otros determinaban.

Algunos contemporáneos lograron apreciar la fragilidad que significaba esa gran dependencia de la demanda y de los precios internacionales, en particular la escasa dinámica que mostraba, desde el punto de vista tecnológico, el proceso de producción. Sin embargo, no se consiguió revertir aspectos estructurales como la lentitud con que se consumó la mestización del rodeo vacuno, fenómeno que explica el retraso de la sustitución del tasajo por la carne congelada y enfriada; o la muy baja o nula reinversión de los excedentes provenientes de las exportaciones, tanto en el sector agropecuario –base de nuestros productos exportables– como en la industria, que alentaba otra estrategia de crecimiento.

La evidencia histórica muestra que el ritmo y las fluctuaciones de la economía uruguaya acompañaron, en todo el período, el desempeño de la economía internacional[6]. Uruguay consiguió resultados promisorios en su relación con el mundo, sobre todo gracias a la difusión del progreso técnico concretada en la revolución de los transportes. La producción uruguaya encontró en los rieles y el puerto un canal privilegiado de vinculación con el mercado mundial.

Pero la economía mundial a la que se integró Uruguay en el último cuarto del siglo XIX comenzó a desaparecer antes de que el país hubiera podido aprovechar sus potencialidades. La realidad emergente de la Primera Guerra Mundial marcó el surgimiento de una nueva potencia hegemónica, los Estados Unidos de América, cuya economía no ofrecía las mismas posibilidades de articulación con la economía uruguaya.

Los cambios en la economía mundial constatados a partir de la Primera Guerra, la caída de las exportaciones uruguayas, el freno del crecimiento demográfico, la débil dinámica tecnológica, se constituyeron en factores que socavaron las bases del modelo de inserción. No parece temerario afirmar que el fenómeno del crecimiento en este período estuvo históricamente ligado a la permanencia de ciertas condiciones internacionales y que, inducido por el desarrollo de un sector agro-exportador que presentó una escasa dinámica, no fue capaz de echar las bases para una inserción internacional diferente en el futuro.

3.2. El desempeño económico global

En el marco del modelo pecuario-exportador heredado del siglo XIX, el batllismo impulsó a partir de 1903 –más enfáticamente a partir de 1911– un vasto plan de reformas económicas y sociales que, de concretarse en su totalidad, hubieran transformado la estructura económico-social hasta el punto de configurar un modelo claramente diferente de aquel[7]. En efecto, el elenco político encabezado por José Batlle y Ordóñez se propuso modernizar, diversificar y nacionalizar la economía uruguaya al mismo tiempo que expandir el bienestar social.

En ese sentido, por un lado, se fomentó, con acentos y avances diversos, la modernización de la producción ganadera, el desarrollo de la agricultura, de la industria, de los servicios y la reforma de la estructura fiscal. Por otro, se postuló el reconocimiento de los derechos sociales de los trabajadores, la necesidad de elevar sus ingresos y de desarrollar un conjunto de servicios sociales para mejorar las condiciones generales de trabajo y de vida. De igual forma, se impulsó una completa reubicación del Estado en el proceso económico y social, promoviendo un intervencionismo cuya expresión concreta fue la decidida política de nacionalizaciones y estatizaciones.

En el plano de las reformas sociales el batllismo dejó una herencia perdurable que marca un punto de inflexión, casi fundacional, en la historia del bienestar social en el Uruguay: la sanción de una amplia legislación social y el crecimiento de la cobertura pública de servicios sociales con carácter universal (educación y salud).

En el plano de las reformas económicas el balance es bien distinto. Por un lado, la exitosa política de nacionalizaciones y estatizaciones fue la concreción y el legado más notable del primer batllismo. Efectivamente, el Estado se dotó –en particular entre 1911 y 1915– de un conjunto de empresas públicas que ocuparon, a veces monopólicamente, áreas estratégicas de la economía (crédito, seguros, generación de energía eléctrica, tráfico portuario). Sin embargo, por otro lado, es también notorio que, si bien hubo algunos atisbos de diversificación, la ganadería tradicional orientada a la exportación siguió siendo el sector más relevante de la economía. El fracaso del batllismo –paralizado sin lugar a dudas desde 1916– en el intento de concretar sus reformas rural y fiscal, así como la limitada expansión de la agricultura y la industria, son la contracara de lo anterior.

En esencia, el modelo agro-exportador que el Uruguay del novecientos heredó del siglo XIX, sobrevivió en sus características fundamentales. Pero, de cualquier forma, el impacto de las reformas sociales y económicas efectivamente concretadas durante el primer batllismo, no puede soslayarse: en esos años se produce una auténtica modernización de la economía y la sociedad, en particular en su ámbito urbano. Y la afirmación se sostiene, aun cuando perduró el predominio productivo ganadero y el dinamismo de la economía siguió dependiendo de las exportaciones apoyadas en ese sector. Vistas en una perspectiva más amplia, esas transformaciones operadas bajo el primer batllismo configuraron una segunda modernización, o una segunda fase del proceso de modernización, que tuvo su primer capítulo en el último cuarto del siglo XIX durante los períodos conocidos como militarismo (1876-1886) y civilismo (1886-1903).

Las primeras tres décadas del siglo XX están dominadas por una dinámica exportadora muy importante que muestra una tasa de crecimiento global acumulativa del PBI del 3,4% anual (1,1% por habitante). No obstante, debe destacarse un impasse en el proceso entre 1913 y 1922. En estos años el PBI experimenta una brusca caída primero y luego una lenta recuperación, producto de la crisis financiera de 1913, los efectos de la Primera Guerra Mundial y la posterior crisis de posguerra. Recién en 1922 se recupera en términos reales el nivel de PBI de la preguerra y al final de los años veinte hay un importante crecimiento pero, ya entonces, con cambios de estructura. Todo parecería indicar que durante este período el modelo agro-exportador antes reseñado alcanzó hacia 1912 su momento culminante y mostró, en el contexto de la crisis posterior, sus limitaciones internas y externas.

El volumen de las exportaciones, pilar de este modelo de crecimiento hacia afuera que el batllismo heredó e intentó transformar, se estanca desde la Primera Guerra Mundial, comenzando un período en el que el crecimiento del valor de las exportaciones se debe al alza de los precios internacionales. Recién en 1922 el producto ganadero recupera el nivel de 1913. La evolución positiva de los precios de los productos ganaderos en el mercado internacional es, pues, la única variable explicativa del incremento del valor de las exportaciones durante la guerra. La baja de estos precios en los últimos años de la década del veinte se tratará de compensar con un aumento en la extracción de ganado.

Cuando la crisis de 1913 deprimió seriamente, entre otras cosas, el flujo de importaciones del Uruguay, afectó uno de los pilares financieros del modelo del primer batllismo a tal punto que cuestionó su propia viabilidad. La drástica reducción de la recaudación fiscal, fuertemente centrada en los aranceles de importación, dejó al Estado y a su conducción política sin recursos financieros para sostenerse y, aun más importante en la perspectiva que estamos trazando, para ejecutar su plan reformista.

El estallido de la Primera Guerra Mundial no hizo sino agravar esta difícil situación fiscal, reduciendo aun más drásticamente las importaciones y cerrando totalmente el respiro alternativo que hubiera significado el acceso, una vez más, al crédito externo. La primera reacción de la conducción batllista ante las dificultades no fue la resignación. Por el contrario, los gobernantes intentaron concretar uno de los capítulos hasta entonces postergados de su plan reformista: la reforma fiscal (Barrán-Nahum 1985). Ante la reducción brutal de la recaudación vía aranceles, se intentó cambiar la fuente principal de sustentación impositiva del Estado, cargando a la propiedad inmobiliaria rural y urbana.

Fue tal y tan exitosa la resistencia demostrada por los propietarios (Barrán 1986, Rilla 1992), en particular los rurales (recordemos que en 1915 se crea la Federación Rural), que este intento acabó fracasando y con ello quedó hipotecado el futuro del reformismo que se mantendría no más que como latencia hasta fines de los años veinte, transitando resignadamente por los años de lo que algunos historiadores han denominado república conservadora por oposición al impulso reformista del primer batllismo (Barrán-Nahum 1987, Caetano 1992-1993).

Este es el trasfondo económico y social de la derrota colegialista de julio de 1916 y el subsiguiente alto de Viera, notable giro político cuya importancia específica no puede minimizarse como el mero reflejo de las dificultades económicas y las luchas sociales. Se trata de un momento de resolución política de un conflicto que pudo haber derivado hacia otras alternativas. El “alto” de 1916 marcó el comienzo de una nueva época: democrática (por la ampliación de la participación y de las garantías políticas) pero conservadora (por el contenido de las políticas públicas y por sus apoyos sociales).

Pero la guerra trajo otra novedad de signo contrario: si bien nuestras exportaciones se mantuvieron estancadas en volumen, se operó un notorio incremento del valor de las mismas por la elevación de los precios internacionales de los alimentos y materias primas. En un contexto de restricción importadora, esto determinó que durante los años de la guerra se produjese una importante acumulación de saldos favorables en nuestra balanza comercial, lo cual generó en el sector ganadero exportador y en buena parte del elenco político gobernante una acrecida sensación de riqueza, independientemente del ya por entonces notorio estancamiento de la producción manufacturera y de la propia producción ganadera, difícilmente visible para los contemporáneos en medio de la euforia provocada por los buenos precios obtenidos[8].

Si evaluáramos la situación global de la economía uruguaya de aquel momento, limitándonos a las exportaciones y a los saldos de nuestra balanza comercial, no podría concluirse otra cosa que el reconocimiento de una holgada superación de la crisis iniciada en 1913 y una creciente prosperidad. Sin embargo, como bien sabemos, el comercio exterior no es suficiente para juzgar el desempeño global de una economía. Observando la evolución del resultado agregado de la producción total del país año tras año, vemos un panorama distinto. Las series del PBI uruguayo recientemente estimadas (Bértola 1998, Bertino-Tajam 1999, Bértola 2000)[9] muestran una marcada caída durante la mayor parte de la guerra, que recién se revierte en 1917.

¿Cómo conciliar ambas cosas? Mientras que el desempeño global de la economía muestra la continuidad de la crisis hasta casi el final de la guerra, el desempeño externo en términos de balanza comercial fue ampliamente favorable. ¿Cómo es posible la riqueza en medio de la crisis? Hasta hace poco, no se contaba con estas recientes estimaciones de producto, a pesar de que estudios realizados hace ya varios años (Barrán-Nahum 1985 y 1987) percibían esta situación paradójica y ponían en evidencia que durante la guerra el medio urbano montevideano revelaba todas la dimensiones de la crisis: fuerte caída del salario real, incremento de los alquileres, desocupación, eran los síntomas de una deteriorada situación social que había comenzado con la crisis de 1913 y empeorado en los años de la guerra.

Este panorama de crisis social urbana indica la pista para la resolución de la aparente paradoja. La localización urbana del deterioro señala una diferenciación económico-geográfica relevante para el problema en cuestión. Mientras que la economía y la sociedad urbanas recibieron, sin mediaciones de ninguna especie, todo el peso de las restricciones impuestas por la crisis y la guerra, la economía y la sociedad ganaderas se beneficiaron ampliamente, también sin mediaciones, del notable incremento del valor de nuestras exportaciones. El enriquecimiento durante la guerra tuvo un claro carácter clasista: se enriqueció directamente el sector ganadero y hubo cierta distribución al interior de la sociedad rural.

Las estimaciones del PBI (global y sectorial) y de las de importaciones y exportaciones, junto con algunas otras referidas a la evolución del gasto público y de los salarios reales durante la guerra, nos acercan a una posible explicación que resolvería esta paradoja. La reducción y encarecimiento de las importaciones y la caída de la recaudación junto con la restricción del crédito externo, generaron una fuerte retracción del gasto y la inversión públicos, un encarecimiento del consumo y una caída de la producción manufacturera. Mientras tanto, la positiva evolución de la demanda externa y de los precios internacionales de nuestros productos ganaderos, generó un fuerte incremento del valor de las exportaciones, aun cuando el volumen de la producción no creció de la misma manera.

Estas dos situaciones nos permiten explicar cómo pudieron convivir la bonanza de los ganaderos y sus sectores subalternos con el empobrecimiento de los sectores populares urbanos que se vieron afectados por partida doble: desde el mercado por la caída del empleo y del salario real privado, y desde el Estado por la retracción del gasto público. Al mismo tiempo, se hace comprensible la simultaneidad de la caída del PBI (que recién en 1922 recuperará el nivel de 1912), o sea, la recesión económica global durante la guerra, con el buen desempeño exportador: el producto industrial cae y el producto ganadero ya muestra síntomas de estancamiento.

Hubo un intento de revertir la situación apelando a una redistribución del ingreso: la radicalización del batllismo ante la crisis de 1913 fue, como vimos, una apuesta a invertir la pirámide impositiva cargando crecientemente a los sectores propietarios. Sus dificultades para concretarse inmediatamente y su abandono contundente a partir de 1916, sellaron la suerte de esa alternativa para revertir los términos sociales de la crisis así como su ecuación económica. Una buena parte de los ingresos por exportaciones se acumuló en cuentas radicadas en el BROU y permitió ampliar la base para sostener los créditos a los aliados en 1918 así como autorizar una emisión monetaria suplementaria.

Al mismo tiempo, el presupuesto del Estado –y con él la inversión y el gasto públicos– se achicó radicalmente ante la caída de la recaudación que gravaba el consumo popular y los insumos para la industria. La imposibilidad de reorientar la carga impositiva hacia el sector económico-social donde la riqueza que ingresaba vía exportaciones acrecidas y apreciadas se acumulaba, perpetuó la penuria fiscal[10]. Una vez más, en este caso, como suele suceder con los fenómenos históricos, un peculiar anudamiento de factores económicos, sociales y políticos, internos y externos, está en el centro de la compleja explicación de una realidad paradójica pero a la vez comprensible.

Podría afirmarse, abusando de sus límites cronológicos, que los años veinte constituyen un período en que el Uruguay y América Latina transitan desde el primer choque externo del siglo XX (la Primera Guerra Mundial) hasta la crisis final del modelo de crecimiento inducido por las exportaciones. Se ha señalado este período como una transición desde el apogeo hacia el agotamiento del crecimiento hacia afuera y el vuelco hacia el mercado interno de los años treinta (Bértola 1991).

Luego del impacto de la Primera Guerra Mundial y la importante depresión de la posguerra (1920-21), la economía uruguaya muestra síntomas de recuperación y se retoma la senda de crecimiento. Entre 1922 y 1930 crece a una tasa acumulativa anual del 6.6%, que representa un ritmo mayor incluso que el constatado en la primera fase de crecimiento (1900-1912), que era del orden del 4% anual. El modelo parecía recuperar la vitalidad.

Sin embargo, la dinámica de este fenómeno tiene facetas diferentes a lo ocurrido antes del conflicto bélico. Por un lado, los precios de los productos primarios tuvieron una fuerte caída que sólo se pudo compensar acelerando la extracción de ganado; por otro, el país avanzó peligrosamente en los niveles de endeudamiento, la deuda pública externa creció notablemente desde 1921 y, en buena medida, para atender problemas financieros (Tajam 2000).

El país mantuvo sus características agro-exportadoras y, a pesar de un incipiente crecimiento de la industria manufacturera, no evidenció un proceso de industrialización fuerte, ni transformó las bases de su inserción internacional. Por tal razón, las profundas transformaciones operadas en la economía mundial a partir de la Gran Guerra condicionaron severamente el funcionamiento del modelo de crecimiento vigente desde las postrimerías del siglo XIX.

El fracaso del batllismo en conseguir cambios de fondo en la estructura productiva y especialmente en el sistema fiscal, fue sucedido en los años veinte por la política de compromiso (Nahum 1975) que perpetuó el bloqueo del reformismo. Además, el ambiente intelectual se vio teñido de un optimismo fácil, al constatar los progresos indudables del país en sus primeros cien años de vida. Los contrastes hacia el final de la década podían encontrarse en el descontento de los ganaderos, los saldos negativos de la balanza comercial y el incremento de los servicios de la deuda externa.

A pesar del ingenuo optimismo del Uruguay del Centenario, puede señalarse algunas manifestaciones de la toma de conciencia de la situación delicada que ofrecía la economía nacional. Entre ellas, merecen especial mención las medidas de política económica impulsadas por el Consejo Nacional de Administración que permiten ubicar por esos años el segundo impulso reformista del batllismo, que ya hemos mencionado. Y, como contracara, la creación del Comité Nacional de Vigilancia Económica, promovida por los sectores conservadores, especialmente la Federación Rural.

La magnificencia de algunas obras públicas (el Palacio Legislativo inaugurado en 1925, el Estadio Centenario erigido en 1930, entre otros tantos ejemplos posibles) y los éxitos deportivos (campeones olímpicos de fútbol en 1924 y 1928, campeones de la primera copa mundial organizada por la FIFA en 1930 en el propio Estadio Centenario) alimentaron el optimismo con que el país conmemoró sus primeros cien años. Por debajo, el modelo evidenciaba sus límites. La depresión económica mundial impactó en un país que ya estaba en crisis. Los uruguayos festejaron eufóricamente su Centenario “de espaldas al precipicio” (Caetano-Jacob 1989).

3.3. Población y nivel de vida

Las estimaciones disponibles permiten ubicar la población del país en algo menos de un millón de habitantes al comenzar el siglo XX (Pereira-Trajtenberg 1966, Rial 1981)[11]. Hacia 1930 superaba el millón y medio, lo que evidencia un importante crecimiento (alrededor del 2% anual). El factor dinámico estuvo constituido por la migración internacional, fenómeno que disimuló la transición demográfica que se inició tempranamente en el país: el crecimiento vegetativo (nacimientos menos defunciones) se hizo cada vez más lento, fundamentalmente, por la caída del índice de natalidad.

Una de las características que resaltan en el Uruguay de 1900 es el elevado grado de urbanización y, especialmente, la concentración de la población en la capital                  –Montevideo– donde, según el Censo de 1908, residía un 30% de los habitantes del país. Si bien la llegada de migrantes internacionales puede explicar en parte el fenómeno, la causa más importante fue la migración interna[12]. La ganadería extensiva expulsaba gente hacia los países vecinos (en la zona fronteriza) y hacia los centros poblados del interior o, directamente, a la capital.

El mismo Censo de 1908 ofrece la posibilidad de observar la distribución de la población en los principales sectores de actividad económica. De acuerdo con esta fuente, el 28% de la población estaba vinculado al sector primario –agro–, otro 28% al secundarioindustria manufacturera y de la construcción– y el 44% a los servicios –comercio, transporte, banca, etc.– (Klaczko 1979). Esta estructura de la población contrastaba con la realidad de otras naciones de América Latina, por su “modernidad”, reflejada en el peso de los sectores secundario y, especialmente, terciario. Hacia 1930, la afluencia migratoria y la incipiente diversificación de la economía, sobre todo como resultado del crecimiento de la industria manufacturera y los servicios públicos, debieron profundizar esta imagen de “sociedad moderna” del Uruguay.

De los datos manejados en el párrafo anterior se deriva una interesante reflexión: en un país que crecía a influjos de la producción del campo, la población ocupada en esas labores apenas superaba una cuarta parte de la población económicamente activa. Y, para no salir del asombro, se puede constatar que la actividad pecuaria, base de las exportaciones que lideraban el crecimiento, ocupaba menos de la mitad de la población activa empleada en el agro. En cambio, la agricultura, que casi no participaba en el comercio exportador –y contaba con sólo un 5 ó 6% de la superficie productiva–, ocupó más del 50% de la población activa rural durante todo el período.

Un rasgo importante de esa sociedad rural fue el carácter predominantemente familiar de la fuerza de trabajo. En el caso de la agricultura, sector en el que se cuenta con estimaciones más precisas, la mano de obra asalariada –peones– creció a lo largo del período, pero en 1930 no llegaba al 12 % y aun en 1949, representaba sólo el 24% de los trabajadores agrícolas. Quizá en este fenómeno se encuentre una explicación a la ausencia de enfrentamientos entre patrones y proletariado rural en el agro uruguayo, como sí se produjeron a nivel latinoamericano (Bertino-Bucheli 2000).

Una manera de aproximarnos al nivel de vida en Montevideo, en las primeras tres décadas del siglo XX, es seguir la evolución del poder adquisitivo de los sectores asalariados. Un indicador relativamente confiable, a tales efectos, es el salario real[13]. Este evidencia una tendencia al estancamiento, con grandes fluctuaciones, entre fines del siglo XIX y mediados de la década de 1920. El único período de crecimiento neto[14] del poder adquisitivo de los asalariados uruguayos se concretó después de 1925 y llegó a su fin en 1933. Algunas cifras resultan elocuentes: entre 1897 y 1930 creció apenas un 6,5%. El peor momento de los sectores asalariados –en lo que respecta a su poder adquisitivo– se vivió en los años de la Primera Guerra Mundial y la inmediata posguerra. Entre 1910 y 1919 el salario real cayó en picada; en este último año llegó a sólo un 64% del de 1910.

La ya señalada tendencia al estancamiento, al menos hasta 1925, y las fuertes oscilaciones en el poder adquisitivo de los asalariados, son factores a tener en cuenta para entender el desarrollo de la actividad sindical en el período y las frecuentes huelgas, así como el origen –y el sentido– de buena parte de la legislación social del batllismo.


4. Entre la depresión y la gloria: del terrismo al neobatllismo (1930-1955)

4.1. La economía internacional

El cuarto de siglo que siguió a la profunda crisis iniciada en los Estados Unidos en 1929, presenta dos períodos bien delimitados: de 1930 a 1945 se sufre, casi a escala planetaria, la “gran depresión” y la impresionante destrucción de fuerzas productivas que significó la Segunda Guerra Mundial[15]; después de 1945 el mundo asistió a un impresionante fenómeno de crecimiento económico y de instauración de un conjunto de instituciones que definieron un nuevo sistema mundial de comercio y pagos ofreciendo, a quienes lograron constituirse en centro de ese nuevo sistema, la posibilidad de disfrutar de una nueva edad de oro del capitalismo que llegaría hasta la crisis de los años setenta.

La depresión capitalista, que se desarrolla a partir del “crack” de la Bolsa neoyorquina de 1929, fue la crisis más profunda que padeció el capitalismo en su historia. El 24 de octubre de 1929 –el “jueves negro” de la historia financiera norteamericana– el pánico provocó una avalancha masiva de venta de acciones, haciendo que los precios de las mismas cayeran vertiginosamente, eliminando millones de dólares en valores ficticios. Otra oleada de ventas se produjo el 29 de octubre. Un buen indicador de la gravedad de la situación es el índice de los precios bursátiles: de una máxima de 381 cayó a 198 el 13 de noviembre.


Ante el pánico desatado, los bancos exigieron el pago de los préstamos realizados en el marco de la euforia especulativa de los “locos años 20”, forzando aun más a los inversores a ofrecer sus acciones en el mercado al precio que quisiera dárseles. Los inversionistas norteamericanos que habían realizado operaciones en Europa dejaron de hacerlo y vendieron su activo allí para repatriar los fondos. Este retiro de capitales de Europa continuó a lo largo del año 1930, situando al sistema financiero bajo una presión insoportable. Acompañando esta debacle financiera, los precios de las mercancías bajaron cada vez más, y, a través de las vías del comercio internacional, se transmitió también la crisis a los países productores de bienes primarios.

Este incompleto relato de la transmisión de la crisis bursátil, sólo pretende ubicar al lector en aquellos momentos. Pero la quiebra de la Bolsa no fue la causa de la profunda recesión que se instaló desde 1930; los años anteriores habían engendrado suficientes desequilibrios como para provocarla.

En el plano de la “economía real” se había vivido después de la Primera Guerra Mundial un extraordinario despliegue tecnológico que multiplicó la producción hasta límites incompatibles con la capacidad de consumo. Esto fue cierto no sólo en el sector industrial que venía revolucionándose desde hacía más de un siglo, sino también en el sector agrícola.

La distribución del ingreso, por su parte, mostró extremas desigualdades, llevando a la concentración de la riqueza en un sentido inverso a lo que la expansión de la producción requería.

Estos síntomas no fueron visualizados como problemáticos por los contemporáneos, más allá de los naturales ajustes y desajustes de la economía liberal, regulada por el sacrosanto “dejar hacer, dejar pasar”. La expansión del crédito apareció como una solución lo suficientemente sencilla para compensar los desequilibrios temporales. Es que se había vivido la reconstrucción de posguerra y luego la expansión de los años veinte como el reflejo de un sistema capitalista sano y dinámico, capaz de superar de manera rápida los contratiempos ocasionados por la “Gran Guerra” y sus secuelas.

El retorno al patrón oro fue considerado la cuestión fundamental para volver a un régimen multilateral de comercio y pagos y así restaurar el mecanismo del ajuste automático, garantía de estabilidad y orden a nivel planetario hasta 1914. A ello se dirigieron los mayores esfuerzos de los gobiernos.

Cuando se inició el espiral depresivo en 1929, nadie –o casi nadie– pensó en una catástrofe; la fe en el catecismo liberal fue fatal. La falta de disposición para cambiar el rumbo de la política económica hizo que la respuesta demorara demasiado y esto provocó que la depresión fuera más intensa y duradera. La “gran depresión” había comenzado.

Después de 1930, ante la gravedad de la situación, se apeló a recetas proteccionistas y este tipo de medidas que se generalizaron, como una verdadera reacción en cadena, condujo a una desorganización completa de la red de intercambios mundiales[16]. En los tres primeros meses de 1931, el total del comercio internacional había descendido a menos de dos tercios del valor alcanzado en el primer trimestre de 1929.

En mayo de 1931 el Creditanstalt austríaco, de Viena, uno de los bancos más grandes e importantes de Europa Central, suspendió sus pagos. En Gran Bretaña, el 21 de setiembre de 1931, el gobierno autorizó al Banco de Inglaterra a suspender los pagos en oro.

Varios países fuertemente afectados por la caída de los precios de sus productos primarios, como Argentina, Australia y Chile, habían abandonado ya el patrón oro. Entre setiembre de 1931 y abril de 1932 lo hicieron oficialmente veinticuatro países más, y otros, aunque nominalmente lo seguían, habían suspendido en realidad los pagos en oro.

Sin un patrón internacional común, los valores de las monedas fluctuaron sin sentido, en respuesta a la oferta y la demanda, influidos por la fuga de capitales y los excesos del nacionalismo económico. Esta quiebra del sistema multilateral de comercio y pagos dio lugar a mecanismos totalmente heterodoxos como los sistemas de preferencia imperial y los convenios bilaterales.

El primer tipo de solución perjudicó especialmente a los países vinculados estrechamente al comercio británico. Ante la recesión agrícola los dominios británicos presionaron al Reino Unido para que los ayudara a enfrentar la difícil situación, garantizándoles la colocación de sus productos mediante restricciones a las importaciones provenientes de países que no pertenecieran a la Comunidad Británica (Commonwealth). Esta política se materializó en la Conferencia de Ottawa, en 1932, que afectó directamente a Uruguay al reducirse su “cuota” como proveedor de carnes a Gran Bretaña.

El segundo tipo de solución consistió en la celebración de acuerdos comerciales entre países cuya complementariedad productiva hacía posible un régimen similar al “trueque”, para evitar el uso de oro o divisas. La modalidad consistía en una especie de “clearing”, o sea, la apertura de cuentas corrientes en cada país, mediante las cuales se hacían todos los pagos del intercambio comercial.

El resultado de estos procesos fue la conformación de áreas bien definidas a nivel mundial, de acuerdo con la moneda con la que se podía comerciar: el área del dólar, el área de la libra y –hasta el decreto de inconvertibilidad del franco– el área del oro.

El problema más grave se originaba en aquellos países que debían triangular, o sea, vender en un área y comprar en otra. Era el caso de algunos países latinoamericanos de zonas templadas, incluido Uruguay, que exportaban bienes primarios al área de la libra pero debían adquirir gran parte de sus materias primas, combustibles, ciertos bienes de consumo duradero y maquinaria en el área del dólar.

La caída drástica del comercio internacional entre 1929 y 1932 indujo otras similares en la producción, definiéndose así las características más generales de la “gran depresión”: su carácter mundial, su intensidad, la enorme contracción del comercio mundial, la espiral deflacionista y la caída radical del empleo.

Junto a los efectos directamente económicos, las consecuencias de la recesión en el plano de la política económica a largo plazo también merecen atención. Después de los primeros meses de estupor, los gobiernos de los distintos estados dejaron de lado las recetas liberales y decidieron intervenir en la actividad económica, buscando, en principio, paliar los efectos más nocivos de la crisis y luego encauzar la producción y el consumo nacionales del modo más independiente posible de las nefastas influencias externas.

En aquellos países en que las estructuras del capitalismo coexistían con un poder autoritario, como Alemania, Italia y Japón, la acción estatal consistió en una reglamentación estricta de todas las actividades económicas y en el desarrollo de la industria bélica como sector dinámico de generación de demanda y empleo, especialmente desde 1935.

En los Estados Unidos, el triunfo en 1933 del Partido Republicano y el ascenso de Franklin D. Roosevelt dieron lugar a un experimento económico de gran trascendencia, el “New Deal”. El programa de Roosevelt se basaba en un fuerte respaldo a la inversión mediante la intervención estatal, facilitando el crédito y realizando obras públicas para estimular la demanda. Al mismo tiempo, se procuraba impedir la baja del ingreso de los agricultores, instrumentar un sistema de seguridad social frente a los problemas más graves, estimular la negociación colectiva de los salarios y salvar de la bancarrota al sistema bancario. En el plano del comercio internacional se procuró abandonar progresivamente las políticas proteccionistas y se devaluó el dólar.

En todos los países del mundo capitalista se puede constatar, en los años 30, un aumento del papel del gobierno en la economía y un cambio gradual en la actitud hacia la política económica (que después de la Segunda Guerra Mundial fue denominada la “revolución keynesiana”). En los países de América Latina se realizaron grandes esfuerzos para desarrollar industrias propias que permitieran sustituir las importaciones y con ello reducir los efectos negativos de la dependencia exterior sobre la balanza de pagos.

La “gran depresión” no llegó a superarse completamente por las políticas activas como el New Deal, aplicadas en los países más desarrollados, sino por el inmenso proceso de destrucción de recursos y vidas que significó la Segunda Guerra Mundial. Durante su transcurso la producción mundial creció, como consecuencia del esfuerzo bélico. La industria norteamericana, por ejemplo, alcanzó tasas de crecimiento superiores al 15% anual.

En todos los países la intervención estatal en la economía se profundizó para organizar el racionamiento de productos esenciales, la distribución de materias primas según las prioridades bélicas y la reorientación de la mano de obra hacia actividades vinculadas directa o indirectamente con la guerra.

Desde el punto de vista de los países latinoamericanos, que vivían el proceso de industrialización sustitutivo de importaciones, la guerra tuvo un impacto contradictorio. Por un lado, la demanda de alimentos y materias primas generó un incremento de los precios internacionales de los mismos, lo que, sumado a las dificultades de importar productos de Europa y otros países involucrados en el conflicto, dio por resultado balances comerciales favorables; esto, a su vez, proveyó a las economías de divisas capaces de estimular el impulso industrializador concretado en los años treinta. Pero, como contrapartida, se debió soportar la escasez de materias primas, combustibles y maquinarias esenciales para la producción, generándose, en consecuencia, un crecimiento interesante sólo en aquellos sectores que tenían menos dependencia de los insumos externos y una base tecnológica más sencilla.

El final de la Segunda Guerra ofreció novedades importantes desde el punto de vista de la correlación de fuerzas internacional. Europa mostraba un panorama económico sombrío: la producción industrial y agrícola en 1945 era la mitad, o menos, de lo que había sido en 1938. Además de los daños a la propiedad y las bajas humanas, millones de personas habían sido arrancadas y alejadas de sus hogares y familias, y otras tantas se enfrentaban a la perspectiva de morir de hambre.

Antes de la guerra, Europa importaba más de lo que exportaba, alimentos y materias primas en particular, y pagaba la diferencia con las ganancias producidas por sus inversiones en el extranjero, su marina mercante y sus servicios financieros. Después de la guerra la desarticulación de los mercados de bienes y capitales, sumada a la obligada liquidación de gran parte de las inversiones en el extranjero, hizo sumamente difícil abordar la reconstrucción. Vencedores y vencidos sufrieron las mismas calamidades.

La “sagrada unión” de los diferentes sectores sociales y políticos en la lucha contra los fascismos amenazaba con desmoronarse ante los graves problemas de sobrevivencia y la emergencia de la URSS, como nueva potencia mundial, constituía un peligro latente de expansión del socialismo en Europa.

La ayuda no demoró en llegar y los Estados Unidos, el otro término de la ecuación mundial de posguerra, contribuyeron decisivamente a levantar un muro de contención frente al comunismo.

En primera instancia, la ayuda se materializó a través de organismos de las Naciones Unidas, como la Administración de Ayuda y Reconstrucción (UNRRA) que, entre 1945 y 1946, distribuyó más de 20 millones de toneladas de alimentos, ropa, mantas y medicamentos. En conjunto, entre el 1° de julio de 1945 y el 30 de junio de 1947, por medio de concesiones a la UNRRA y otras ayudas urgentes, los EE.UU. pusieron a disposición de Europa 4.000 millones de dólares y casi 3.000 millones más para el resto del mundo.

Ante la insuficiencia de aquellas partidas, desde 1947, se implementó desde Washington el denominado Plan Marshall por el que, al tiempo que se suministraba ayuda a Europa para su reconstrucción, se consagraban actos decisivos para la “contención del comunismo” (doctrina Truman). Hasta 1952, los Estados Unidos aportaron otros 13.000 millones de dólares.

Esto permitió a los países de la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), institución creada para administrar y distribuir las partidas otorgadas por el Plan Marshall, importar del área del dólar artículos que en Europa escaseaban. Casi un tercio consistió en alimentos, forrajes y fertilizantes, sobre todo durante el primer año del programa. Después la prioridad se trasladó a los bienes de capital, materias primas y combustibles, a fin de permitir a las industrias europeas reconstruirse y exportar. Esto determinó que los principales países de Europa Occidental consumaran su reconstrucción e iniciaran procesos de integración regional que culminarían al promediar la década de 1950 en el Tratado de Roma y el nacimiento de la Comunidad Económica Europea (CEE)[17].

En la década siguiente a la finalización de la guerra la propia magnitud de la tarea de reconstrucción concedió a los estados un papel cada vez más destacado y necesario en la vida económica y social. Y no sólo en los países que habían sufrido la destrucción de la guerra (Europa, Japón); incluso en los Estados Unidos se aprobó la Employment Act de 1946, que creaba el Consejo de Asesores Económicos del Presidente y comprometía al gobierno federal a mantener un alto nivel de empleo. El Estado “juez y gendarme” había pasado a ser una institución del pasado.

La necesidad de la planificación y la construcción institucional, el establecimiento de un nuevo orden económico internacional, también fue asumida ya desde antes de terminar la guerra. En agosto de 1941, en una reunión llevada a cabo a bordo de un acorazado, Roosevelt y Churchill firmaron la “Carta del Atlántico”, en la que comprometieron a sus respectivos países a emprender la instauración de un sistema multilateral de comercio, en lugar del bilateralismo predominante desde la década de 1930. Los vientos parecían propicios para cerrar un período, iniciado con la Primera Guerra Mundial, cuya manifestación más visible había sido la desintegración económica mundial.

En 1944, durante la conferencia internacional realizada en Bretton Woods, se concretaron las bases para la creación de dos instituciones internacionales que ocuparán un papel fundamental en el funcionamiento del nuevo orden: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF).

El FMI tendría la responsabilidad de dirigir la estructuración de los intercambios entre las diversas monedas mundiales y también la de financiar los desequilibrios en los pagos a corto plazo entre los países. El BIRF, también conocido como el Banco Mundial, concedería préstamos a largo plazo para la reconstrucción de las economías devastadas por la guerra y, más tarde, para el desarrollo de las naciones pobres del mundo.

En Bretton Woods también se presentó la iniciativa de crear una Organización Internacional de Comercio (OIC) que estableciera las reglas “para el comercio justo entre las naciones”. Esto no prosperó, las barreras proteccionistas y los intereses creados en torno a ellas en los distintos países, hicieron imposible llegar a acuerdos de liberalización general. Pero se concretó el nacimiento, en Ginebra en 1947, de una institución mucho más modesta en sus objetivos como lo fue el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT). Los firmantes se comprometían, como un paso inicial hacia el multilateralismo, a extender la cláusula de la nación más favorecida a los demás (es decir, no discriminar a naciones), reducir los aranceles, no recurrir a restricciones cuantitativas (cuotas) y eliminar las existentes[18].

A pesar de los negativos presagios de mediados de la década de 1940, bajo el liderazgo de los Estados Unidos de América se logró reestructurar la economía mundial sobre la base de los principios del sistema capitalista y a partir de la década de 1950 se vivió, en torno a los países industriales del mundo, el más largo período de crecimiento ininterrumpido con las tasas de crecimiento más altas de la historia. El crecimiento medio del PBI mundial por habitante desde 1950 hasta 1973 alcanzó el 4,5% anual[19].

Sin embargo, la economía mundial mostró –también como nunca– un extraordinario crecimiento de la desigualdad entre los pueblos del mundo. El contraste entre la riqueza del “Norte” y la miseria del “Sur” fue también parte de la historia económica de la posguerra.

La “nueva edad de oro del capitalismo” fue el resultado de un cambio fundamental en las relaciones de intercambio internacional; un nuevo patrón de comercio intraindustrial sustituyó al predominante hasta 1930, de carácter esencialmente interindustrial[20]. Esto dificultó extraordinariamente las posibilidades de inserción de las economías periféricas, incapaces de competir en productividad con las potencias económicas que se movían en la frontera tecnológica.

El carácter dependiente y periférico de la economía uruguaya quedó claramente de manifiesto cuando la crisis económica mundial hizo inviable el modelo de inserción que había perfilado desde fines del siglo XIX.

Las medidas adoptadas por el Consejo Nacional de Administración entre 1930 y 1932, instauraron las bases de la respuesta nacional al impacto de la crisis internacional, pero fue la política económica del terrismo la que erigió un conjunto de instituciones reguladoras del sector externo y del sector financiero de la economía uruguaya, cuyo objetivo inmediato fue paliar la crisis, pero que determinó cambios tan sustanciales de los precios relativos en la economía, que con su permanencia en el tiempo fue configurando un nuevo modelo económico[21].

Al igual que las críticas dirigidas desde la teoría económica neoclásica, contra el cerramiento de América Latina en los años 30, cabe como explicación también para el Uruguay que la caída de los precios internacionales, la pérdida de mercados tradicionales para los bienes exportables, la tendencia al déficit de la balanza de pagos y la escasez de divisas obligaron a medidas de excepción, como en todo el mundo.

La Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra ofrecieron al Uruguay la posibilidad de acumular divisas producto de una demanda internacional exagerada por las condiciones bélicas y una consecuente coyuntura favorable en los términos de intercambio. Pero esta situación cambió en la década de 1950 y puso al país en una difícil encrucijada, pues el comercio por sí solo crea ganancias de una vez y para siempre y lo que queda como base del crecimiento es el cambio tecnológico y el aumento de la productividad en ramas que encuentren una rápida expansión de la demanda (Bértola 2000:107). En ese terreno el Uruguay no consiguió, a pesar de la activa intervención del Estado, superar los problemas fundamentales que afectaban su estructura productiva.

La regulación estatal que pudo redistribuir los ingresos, sobre la base de privilegiar la producción manufacturera local y la expansión del mercado interno, por la vía de incrementar el ingreso de los sectores asalariados, mostró una escasa capacidad de respuesta cuando la coyuntura internacional cambió después de la reconstrucción de Europa.

Los instrumentos utilizados por el neobatllismo mantuvieron una protección indiscriminada, sin exigir contrapartidas a los altos niveles de rentabilidad garantizados a la industria nacional. Tampoco se avanzó en el desarrollo de una capacidad innovativa autónoma, los distintos agentes económicos no se comprometieron en la gestación de ámbitos propicios a la innovación y, por parte de los empresarios, en la inversión en actividades vinculadas a la investigación aplicada y el desarrollo experimental. Esta actitud se vincula –en parte– con la escasa valorización que se tenía respecto a las actividades de investigación científico-tecnológica. Esta situación no permitió promover, a través de estímulos selectivos, un patrón de especialización productiva capaz de alcanzar niveles de competitividad que ofrecieran la posibilidad de reinsertar al país en las nuevas condiciones de la economía internacional.

La imposibilidad de una ventajosa reinserción en el nuevo patrón de comercio mundial hizo que afloraran, desde mediados de la década de 1950, todas las contradicciones del modelo de industrialización sustitutivo de importaciones. El crecimiento hacia adentro estaba agotado.

4.2. El desempeño económico global


Los dos modelos de crecimiento señalados están separados por una crisis y posterior recuperación en los años que van desde el impacto de la “gran depresión” hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Salvando algunas oscilaciones coyunturales, puede observarse que entre 1931 y 1944 el producto está estancado (véase el gráfico sobre el PBI), a pesar de las activas medidas de intervención económica definidas e implementadas desde el Estado. Esta constatación, sumada a las ya señaladas acerca del primer batllismo y los efectos de la Primera Guerra Mundial, interpela seriamente la visión generalmente aceptada según la cual el Uruguay siempre se habría beneficiado de las desgracias ajenas. Las dos guerras y la “gran depresión” no fueron beneficiosas para la economía uruguaya a juzgar por el desempeño económico que exhiben las ya mencionadas recientes estimaciones del PBI uruguayo[22].

Estos tres desastres en la economía y la sociedad mundial en el período que Hobsbawn bien llamó era de las catástrofes, afectaron al Uruguay de forma diferente, de acuerdo con las transformaciones que se venían operando en la estructura económica del país y en sus políticas económicas.

Durante las dos guerras mundiales los precios de los productos exportados tuvieron un gran incremento. En el primer caso, con un sector interno todavía muy débil y una economía muy abierta, las ganancias extraordinarias obtenidas por el sector exportador no se transfirieron a la economía en su conjunto. No hubo medidas del Estado para concretar esa transferencia[23].

En cambio, al estallar la Segunda Guerra Mundial el país era muy diferente, con un sector interno muy desarrollado, una industria dinámica y un Estado que venía controlando el comercio exterior desde que se hicieron sentir los efectos de la crisis de 1929. Parte de las ganancias obtenidas por el sector exportador fueron transferidas al desarrollo de la industria, la agricultura y los servicios y a una política de mayor equidad distributiva, posibilitando la concreción de un nuevo modelo.

Este modelo se constituye en factor explicativo básico del tercer escenario de crecimiento identificado (1944-1957). El mismo se corresponde con la culminación de un importante proceso de cambio estructural (variación de la participación sectorial en la generación de la riqueza).

Como respuesta a las restricciones impuestas al modelo agro-exportador, primero por sus propias limitaciones y luego por el impacto de la “gran depresión”, se puso en práctica en el país una serie de medidas de política económica que, en el marco de un mercado mundial desestructurado y hostil, permitió “capear el temporal”, dinamizando actividades vinculadas al mercado interno y operándose un embrionario proceso de diversificación productiva. A este fenómeno se lo ha denominado industrialización sustitutiva de importaciones.

La industria cobró importancia como actividad capaz de procesar materias primas nacionales e importadas, ahorrando divisas y generando una reactivación económica general y convirtiéndose, desde entonces, en el sector más dinámico. Por supuesto que la dependencia “natural” de este sector respecto a los insumos energéticos, la tecnología y ciertas materias primas extranjeras, impuso un fuerte grado de intervencionismo estatal para ahorrar divisas, priorizar su gasto y fomentar la actividad manufacturera. A la sombra de estas “inevitables” medidas nació y se desarrolló una política industrial en la cual el proteccionismo pareció ser la clave.

Esta tercera fase de crecimiento también se corresponde con la culminación de un importante proceso de construcción institucional (establecimiento de reglas y mecanismos que modelan el comportamiento de los agentes) orientado a la regulación económica, cuyo origen puede remontarse al final de los años veinte en el marco de un segundo impulso batllista (Jacob 1986), y más definidamente a partir de 1931 cuando el establecimiento del control de cambios marcó el punto fundacional de una serie de reglamentaciones del comercio exterior que se irían completando en el curso de los treinta y los cuarenta.

Este proceso de construcción institucional fue abarcando un conjunto creciente de aspectos del proceso económico (el comercio exterior, la industria, el mercado laboral, la comercialización interna de algunos bienes) hasta completar un denso andamiaje regulatorio. En este sentido, la aprobación de los Consejos de Salarios en 1943 marca un momento destacado del mencionado proceso. Observado hoy en el largo plazo, puede señalarse que su instalación en 1944 fue la culminación de la transición que se iniciara en 1913-1914 ante la crisis del primer batllismo y tomara un rumbo más definido a partir de 1931.

Aunque resulte en principio extraño, dada la firme oposición que Terra presentó frente a las medidas económicas del gobierno democrático que antecedió a su dictadura, puede decirse que la política económica del terrismo no se salió del cauce delineado desde fines de los años veinte. Por el contrario, confirmó y profundizó la tendencia preexistente pautada por las crecientes atribuciones regulatorias del Estado sobre la economía y por el estímulo a la diversificación productiva[24]. Consideramos que 1943-1944 es un momento culminante de una transición iniciada en 1913-1914, y también el punto inaugural de un nuevo modelo que se configuraría plenamente durante el neobatllismo (1947-1958), y que cabe caracterizar como industrialista, pro-agrícola y redistributivista.

Desde el punto de vista de la transición de modelos, 1943 y1944 son años bisagra y también desde el punto de vista del desempeño económico global del país. En la segunda mitad de la década de 1930 el fuerte crecimiento industrial permitió la recuperación hasta 1939 de la economía uruguaya del duro golpe de la crisis de los primeros años treinta. La Segunda Guerra Mundial frenó esta tendencia, pero desde 1944 (en que se supera en forma consistente y duradera el PBI de 1939) se inicia una nueva fase de crecimiento económico que llegaría hasta 1957.

Después de concluida la Segunda Guerra Mundial se reestructuraron los mercados mundiales y, bajo el supuesto de la redistribución de las divisas que el país había logrado acumular durante el conflicto, más la favorable coyuntura que se extendió –en materia de precios– hasta después de la Guerra de Corea (1953), pudo concretarse un modelo de crecimiento nuevo con un fuerte contenido industrialista, pero también sustentado en una diversificación de la producción agrícola (cereales, oleaginosos, lácteos, lana y carne) y una protagónica acción reguladora del Estado.

La economía uruguaya exhibió en estos años de crecimiento con redistribución del ingreso, un fuerte dinamismo interno, base del buen desempeño global en un contexto de estancamiento agropecuario. Efectivamente, nuestros datos muestran que el grado de apertura externa de nuestra economía (la relación entre PBI global y comercio exterior y más específicamente entre PBI y exportaciones) cae notoriamente durante estos años.

La contrapartida de este cerramiento está en el creciente dinamismo interno que la economía uruguaya adquiere, dado por el impulso industrializador y el peso cada vez mayor del pequeño mercado interno, en el marco de una redistribución de ingresos que alcanzó a los sectores populares urbanos –especialmente aquellas ramas de actividad en que la organización sindical permitió aprovechar los mecanismos de negociación salarial obligatoria instalados a partir de 1944– elevando su poder adquisitivo y, consecuentemente, su nivel de consumo.

Sin embargo, el modelo encerraba una limitación y una contradicción que resultarían insuperables y lo conducirían a su fracaso: la estrechez insalvable del mercado interno –que hacía de la proyección exportadora la única alternativa viable para un desarrollo industrial sostenible– y la estrecha relación del proceso de industrialización con el desempeño del sector agropecuario. Detrás de la interesante dinámica que mostraba la industria manufacturera se escondía una gran dependencia de las importaciones, lo que implicaba necesidad de divisas para satisfacer los requerimientos del sector.

El éxito y la sustentabilidad del modelo estaban ligados a los logros de productividad y a la dinámica del sector exportador, en el que el estancamiento ganadero (que ya llevaba más de veinte años) se mostraba como una restricción difícil de superar. En la medida en que el sector manufacturero no alcanzó una competitividad al nivel internacional, entre otros motivos, por el efecto nocivo de la forma en que se practicó el proteccionismo, sólo podía mantenerse esa dinámica con una permanente transferencia de ingresos desde el sector primario exportador.

En la segunda mitad de la década de 1950 una nueva coyuntura internacional, en que los precios de nuestros productos exportables cayeron, puso a prueba el modelo “de crecimiento hacia adentro”. La restricción externa se volvió un obstáculo difícil de sortear con la escasa dinámica tecnológica que había desarrollado “la industria sustitutiva de importaciones” y el estancamiento agropecuario.

La serie del PBI nos muestra el año 1957 como la cima luego de la cual se dibuja una caída y el inicio de una fase de estancamiento perdurable del PBI por habitante, que recién se superaría en la segunda mitad de la década de 1970. La cantidad de bienes a disposición de la población hizo difícil el reparto pactado del excedente y, por consiguiente, ya no fue posible mantener la estabilidad socio-política derivada de aquel acuerdo básico. La disputa por mantener derechos conquistados y/o privilegios obtenidos provocó tensiones sociales y políticas. El modelo se encontraría por aquellos años con su propia crisis y se mostraría, luego de variados y dispares intentos, incapaz de superarla.

4.3. Población y nivel de vida

Como el país no contó con censos de población entre 1908 y 1963, todas las cifras que podemos manejar para el período 1930-1955 son naturalmente estimaciones[25]. En los años extremos de nuestro período, la población del Uruguay pasó de 1:700.000 habitantes a algo menos de 2:500.000, lo que era reflejo de un enlentecimiento del crecimiento, con una tasa media anual del 1,4%. El cese de los flujos migratorios y la baja tasa de natalidad explican esta dinámica de la población uruguaya. La pirámide por edades de la población se vio profundamente modificada por el efecto de estos fenómenos. Mientras que a comienzos de siglo los menores de catorce años constituían el 41% de la población, en 1963 ese porcentaje había caído al 28% y los mayores de sesenta años habían pasado, en el mismo lapso, del 4% al 12%. La población uruguaya envejecía notoriamente.

La urbanización y la macrocefalia capitalina, ya señaladas, adquirieron magnitudes asombrosas para un país del continente latinoamericano. En 1932, Montevideo tenía más de medio millón de habitantes, algo menos del 30% de la población del país; hacia 1942, 800.000 habitantes, el 33% del total y en el censo de 1963, la población de la capital era de 1:260.000 habitantes, o sea, más del 45% de la población uruguaya. Esta constatación revela una intensificación de la migración campo-ciudad, alentada por la secular expulsión de brazos desde las explotaciones agropecuarias y la expectativa de conseguir trabajo en el incipiente sector industrial o en los servicios, que acompañaban el crecimiento de Montevideo.

La población rural –y en forma paralela el empleo rural– creció lentamente, llegando a su máximo en 1951 debido a los incentivos a la agricultura impulsados por el neobatllismo. Desde entonces, el nivel de empleo en el campo declinó en cifras absolutas y, aunque el crecimiento de la industria y los servicios fueron capaces de absorber parte de los migrantes internos, la administración pública pudo haber sido también una posible solución ocupacional.

En lo que respecta al nivel de vida, tal como señalábamos en la primera parte del trabajo, al utilizar como indicador indirecto la evolución del salario real, sólo se cuenta con datos urbanos (Bértola-Calicchio-Camou-Porcile 1999). El desempeño salarial entre 1930 y fines de la década de 1950 muestra un marcado deterioro durante los años treinta y una mejora importante en la segunda posguerra. La caída de los años treinta tiene como explicación la política económico-social que instrumentó el terrismo para enfrentar los efectos de la crisis mundial. Esta compresión de los salarios ofreció, asimismo, la posibilidad de una importante acumulación en el pujante sector industrial de la economía.

El gran crecimiento de los salarios en la posguerra se dio en el marco de un fuerte proceso de cambio estructural en la economía uruguaya (el crecimiento acelerado de la industria) y a través del funcionamiento de una institución como los Consejos de Salarios que ofició de pieza clave de la regulación salarial desde su creación en 1943. Entre 1946 y 1950, la tasa de crecimiento del salario real fue del 7,9% anual, la más alta de la historia del país. Esta dinámica fue el resultado de un conjunto de arreglos institucionales que se articularon dificultosamente, pero que permitieron sensibilizar la evolución de los salarios nominales a la evolución de los precios internos y, aun más, aventajarlos hasta 1950. A partir de entonces, se puede constatar un relativo estancamiento del poder de compra de los asalariados uruguayos, aunque manteniendo el alto nivel alcanzado en los años anteriores.

El salario real público tiene un desempeño similar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, adelantándose una década a los salarios privados, muestra un estancamiento, especialmente en los niveles salariales inferiores de la escala. El fenómeno, paralelo al crecimiento del número de funcionarios públicos, podría interpretarse como un aumento de la masa salarial en desmedro de la calidad del salario en el sector público.

A pesar de las disímiles situaciones que pudieron desarrollarse al interior de los sectores asalariados, puede señalarse que el Uruguay alcanzó hacia 1950 niveles de bienestar comparables a algunos países desarrollados.

El comportamiento de algunos indicadores indirectos de la distribución del ingreso permite completar la imagen de los niveles de bienestar social al promediar el siglo XX. La relación entre salarios y renta de la tierra se mantiene estable y la relación salarios-alquileres evoluciona muy favorablemente a los primeros a partir de la década de 1940; también puede manejarse como muestra de una distribución más equitativa del ingreso la menor dispersión salarial[26] evidenciada tanto entre diferentes categorías de empleados y obreros, como entre el salario masculino y el femenino (Bértola 2000).

Sin embargo, a medida que avanzaba la década de 1950 la política redistributiva del neobatllismo chocó con el estancamiento del producto, lo cual condujo a progresivos enfrentamientos, entre los distintos agentes sociales, por la apropiación del menguado excedente. Desde el campo crecía la protesta por la exacción de la que decían ser objeto los autodenominados “productores de la riqueza nacional” (léase ganaderos) como resultado del contralor del comercio exterior y, en particular, de la aplicación del sistema de cambios múltiples. Desde tiendas patronales se fueron agudizando las críticas a los Consejos de Salarios, culpando a esta institución de la pérdida de competitividad del sector y de la espiral inflacionaria que comenzaba a desarrollarse. Todos estos eran síntomas de que los mecanismos de regulación no encontraban margen de acción en el nuevo escenario de estancamiento.


5. Conclusiones

La evolución de la economía uruguaya desde comienzos del siglo XX exhibe una importante dinámica de crecimiento, que muestra síntomas de agotamiento al promediar el mismo. Este desempeño relativamente exitoso fue el resultado del funcionamiento de dos modelos económicos distintos. El primero fue el modelo agro-exportador heredado del siglo XIX que entró en crisis hacia 1913-1914. El segundo, se termina de configurar a principios de los años cuarenta y tuvo por base un proceso de industrialización sustitutivo de importaciones.

Entre la crisis del modelo agro-exportador y la configuración plena de otro modelo, que apostó al desarrollo industrial, medió un largo período de transición (1913-1943) caracterizado por los intentos de reformulación y también apuestas más innovadoras. En medio de esa transición, el año 1930 constituye un punto de inflexión. Allí termina un período de crecimiento y se inicia una profunda recesión. Se abandonan, entonces, más claramente, los intentos de reformular el viejo modelo en crisis y se comienzan a ensayar, más decididamente, nuevos rumbos que culminarán con la emergencia de otro modelo que implicará un cambio en la estructura económica. El crecimiento en las tres primeras décadas del siglo fue inducido por las exportaciones; a partir de 1930 será la industria manufacturera, produciendo fundamentalmente para el mercado interno, la base del crecimiento más importante del siglo.

El agotamiento del primer modelo está asociado al carácter extensivo de la ganadería y a su temprano estancamiento productivo. La ganadería extensiva fue un serio obstáculo para el crecimiento de la población del país y por ende del mercado interno. Los trabajadores expulsados de las estancias no fueron absorbidos por una agricultura débil y predominantemente extensiva. El resultado fue un fuerte flujo migratorio en busca de ocupación en la industria y los servicios, fenómeno que explica el alto grado de urbanización que muestra el país tempranamente.

El funcionamiento del modelo no generó suficientes derrames desde el complejo pecuario-exportador hacia otras actividades vinculadas a la producción material (por ejemplo, la industria manufacturera), como para que se gestara un cambio estructural. El Estado tampoco logró incidir sustancialmente en la reasignación de recursos a través de la estructura fiscal, cuya fuente básica de recaudación siguió siendo el impuesto al consumo. Como resultado, la inexistencia de canales de transmisión de los beneficios de la actividad exportadora al resto de la economía constituyó una limitante fundamental a la viabilidad del modelo agro-exportador.

La crisis mundial impactó en una economía uruguaya en extremo frágil, imponiendo al sector externo (balanza comercial-balanza de pagos) una serie de restricciones que obligaron al elenco gobernante a abandonar una ortodoxia liberal a la que el batllismo había erosionado. Desde 1931 el Estado se convierte en el árbitro de una muy importante transferencia de ingresos; el mecanismo fue una profunda alteración de los precios relativos principalmente a través de la política cambiaria. Los incentivos desde el Estado para potenciar las actividades manufactureras se fueron multiplicando y los mecanismos de regulación de la actividad económica, en su conjunto, fueron en aumento.

El menor coeficiente de apertura de la economía y los arreglos institucionales mencionados hicieron que, a pesar de las restricciones impuestas por la Segunda Guerra Mundial, fuera posible aprovechar los beneficios provenientes de un desarrollo  extraordinario de las exportaciones, no sólo durante el conflicto sino en los años siguientes. La convergencia de una importante acumulación de divisas, un mercado interno en expansión por una mejora importante del poder adquisitivo y una más equitativa distribución del ingreso, al tiempo que los niveles de protección aseguraban a las industrias manufactureras un mercado cautivo, configuraron un nuevo escenario de crecimiento de la economía uruguaya que alcanzó las tasas más altas del siglo.

A mediados de la década de 1950 se conjugaron varios fenómenos que pusieron fin a esta exitosa performance. El estancamiento ganadero –de larga data– y el proteccionismo agrícola de los países desarrollados se retroalimentaron, imponiendo una decisiva restricción a la entrada de divisas, tan necesarias para la continuación del proceso de industrialización. Por su parte, la industria no fue capaz de generar una dinámica que se reflejara en un aumento de la productividad en ramas que tuvieran una rápida expansión de la demanda. El brusco cambio de la situación internacional y el nuevo patrón de comercio intraindustrial predominante en el mundo desde entonces, constituían obstáculos muy difíciles de sortear para las economías periféricas.

La regulación estatal, que pudo redistribuir los ingresos sobre la base de privilegiar la producción manufacturera local y la expansión del mercado interno, falló en la política de incentivos. Se mantuvo una protección indiscriminada, sin exigir contrapartidas y no se avanzó en el desarrollo de una capacidad innovativa autónoma.

El resultado fue la incapacidad para gestar un patrón de especialización productiva que permitiese alcanzar niveles de competitividad que ofrecieran la posibilidad de reinsertar al país en las nuevas condiciones de la economía internacional. El nuevo patrón de comercio mundial hizo que afloraran, desde mediados de la década de 1950, todas las contradicciones del modelo de industrialización sustitutivo de importaciones.

La perspectiva histórica de este trabajo permite arrojar luz sobre algunos conceptos polémicos y sobre ciertos lugares comunes en la ciencia económica.

En primer lugar, los períodos de crecimiento no se relacionan necesariamente con períodos de apertura. Los tres escenarios de crecimiento –dentro de nuestro período de estudio– se corresponden con grados de apertura muy diferentes de la economía uruguaya: el primero (antes de la Primera Guerra Mundial) está asociado a una economía con un grado importante de apertura, el segundo (durante los años veinte) se desarrolla en un contexto de disminución de la apertura y el tercero (en la segunda posguerra), el período de mayor crecimiento del siglo, en el marco del modelo de industrialización sustitutivo de importaciones o de “crecimiento hacia adentro”, con un grado de apertura muy bajo en comparación con el primer escenario descrito.

Segundo, la evidencia manejada por nuestro equipo de investigadores nos permite concluir que los shocks externos tuvieron un impacto negativo sobre el desempeño económico global, medido en función de la riqueza creada (PBI). Los efectos de la Primera Guerra Mundial tuvieron una dimensión más importante por el grado de apertura de la economía uruguaya y los escasos mecanismos de regulación con que se pudo hacerles frente. La crisis económica mundial, iniciada en 1929, impactó fuertemente provocando una profunda recesión en los primeros años treinta, pero las regulaciones estatales que se arbitraron frente al shock contribuyeron no sólo a lograr una rápida recuperación, sino a concretar cambios importantes en la estructura económica. En este sentido, se crearon las condiciones necesarias de un nuevo período de crecimiento. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial la economía uruguaya y su relación con la economía internacional, mostraban diferencias muy significativas con aquellas de 1914. No sólo el grado de apertura era menor y por ello la exposición del país a las fluctuaciones internacionales, sino que un complejo andamiaje regulatorio había madurado durante los años treinta y ofrecía una gran capacidad de manejo de las variables macroeconómicas, en función de lo cual la intensidad y la duración de los efectos negativos del conflicto bélico tienen otra dimensión.

En tercer lugar, el estudio de la economía uruguaya en el largo plazo permite confirmar la importancia que tuvieron las exportaciones como fuente de divisas. Sin embargo, el buen desempeño exportador no siempre estuvo asociado al crecimiento económico. Aprovechando un fenómeno de inflación internacional de precios y en ausencia de regulación estatal, los beneficios provenientes del comercio exterior acrecieron las arcas del sistema financiero, provocando un desarrollo importante de la banca como ámbito de acumulación: ese fue el escenario de la Primera Guerra Mundial. En la década de 1940, la coyuntura favorable de los términos de intercambio, ahora en presencia de un andamiaje institucional que dotó al Estado de fuertes mecanismos de regulación del comercio exterior, permitió una dinámica transferencia de ingresos y un crecimiento muy importante de las actividades vinculadas a la producción material (especialmente la industria). El sector financiero también muestra en los años cuarenta un fuerte incremento de su actividad, pero como resultado de la dinámica multiplicadora de depósitos y créditos. En síntesis, el buen desempeño exportador no estuvo siempre asociado al desarrollo de la producción material y por ende a la generación de riqueza; en ocasiones dio lugar sólo a la acumulación en el sector financiero.

Por último, el análisis de la economía uruguaya en este medio siglo permite concluir, también, que la política importa. La supuesta neutralidad del Estado ante el libre juego de las leyes del mercado no garantizó una óptima asignación de recursos ni aseguró el natural camino hacia el equilibrio de la economía. El Estado actuó, a través del juego de incentivos, orientando el comportamiento de los agentes económicos y, de esa manera, pudo propiciar un modelo de desarrollo u otro.


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[1] Una síntesis del trabajo que se presenta en esta serie fue publicada anteriormente en el artículo de los mismos autores titulado “La larga marcha hacia un frágil resultado, 1900-55”, capítulo primero del libro El Uruguay del siglo XX. La economía, Instituto de Economía - Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2001.
[2] Aunque el concepto de sustitución de importaciones es manejado por varios autores, la categoría ISI, tan cara a las corrientes desarrollistas de los cincuenta y sesenta, no tuvo una aplicación rigurosa en nuestro país.
[3] Por arreglos institucionales entendemos el conjunto de mecanismos, reglas, acuerdos, prácticas aceptadas y normativas, en fin, instituciones que moldean el comportamiento de los agentes económicos, sean estos individuos u organizaciones.
[4] Por cambio estructural entendemos el conjunto de variaciones que se producen en la contribución sectorial para la generación de la riqueza. En otras palabras, cuando los tres sectores: primario (agropecuaria), secundario (industria) y terciario (servicios) modifican su participación en el PBI y en la ocupación de la fuerza de trabajo.
[5] La imposibilidad de mantener la libertad internacional de circulación del oro y las presiones de la demanda del mismo sobre el centro financiero de Londres, llevó a la deserción en cadena de los países respecto al “patrón oro”.
[6] La crisis de 1913, la Primera Guerra Mundial y la crisis de posguerra tuvieron un efecto negativo sobre nuestro desempeño económico. Durante este período en Uruguay no se registró crecimiento por choques adversos.
[7] Por ser la fracción que, perteneciendo al por entonces “partido del Estado” (en alusión al Partido Colorado), ocupó un rol destacado en los elencos gobernantes de aquellos años, imprimiendo un sesgo definido a las políticas públicas, es un lugar común al que no escapamos el identificar el batllismo con el reformismo. Sin embargo, no se agotaba en él el campo reformista de entonces. Otras vertientes minoritarias y ciertamente marginales, aunque no insignificantes, del sistema político uruguayo revistaban en las filas de la reforma económica y social. Entre ellas, cabe señalar por lo menos tres: el socialismo liderado por Emilio Frugoni, el radicalismo blanco orientado por Lorenzo Carnelli y la Agrupación Democrática Social Nacionalista conducida por Carlos Quijano.
[8] En estos años el país acumuló una importante cantidad de divisas provenientes de estas aumentadas (en valor) exportaciones y hacia el final de la guerra (en 1918) sus gobernantes, en insólita reversión del crónico carácter deudor del Uruguay, se sintieron capaces de conceder créditos a nuestros principales compradores (Inglaterra y Francia) para asegurar la continuidad de nuestras exportaciones. Al respecto, puede consultarse el libro “Cuando fuimos ricos...”, que Benjamín Nahum dedicara al estudio específico de este peculiar suceso de nuestra historia económica (Nahum 1997) y el artículo de Luis Bértola “¿Cuán ricos fuimos cuando fuimos ricos?” (Bértola 2000).
[9] Es de destacar que estos trabajos son coincidentes en cuanto a las tendencias de largo plazo y las principales fluctuaciones. Las menciones que se hacen a lo largo de este trabajo sobre el PBI uruguayo provienen de la investigación realizada en el Instituto de Economía (Bertino-Tajam 1999).
[10] Aquí está una de las grandes diferencias entre el primer batllismo y el neobatllismo. En el segundo caso, se cuenta con un Estado que, con un nutrido conjunto de instituciones y reglamentaciones, puede regular la economía y reorientar la riqueza, el ingreso nacional, entre los distintos sectores de la economía y entre las distintas clases y fracciones de clases sociales. En definitiva, vemos dos “batllismos”, con grandes diferencias entre sí. Lo político estatal y lo institucional económico parecen estar en el centro de los diferentes resultados.
[11] También consideramos algunas series de población proporcionadas por Adela Pellegrino (Programa de Población, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República).
[12] Según Barrán y Nahum (1990:40) “La población de Montevideo en 1908 provenía en un 12,72 por ciento de la campaña”.
[13] El mismo es el resultado de aplicar a las variaciones del salario nominal, un índice del costo de vida o índice de precios al consumo (IPC). Es necesario señalar que los datos aquí manejados son parciales y constituyen el resultado de una ardua labor de relevamiento y compatibilización. Además, debe tenerse presente que se trata de salarios urbanos. La serie de salarios nominales se tomó de Bértola-Calicchio-Camou-Porcile (1999). El IPC es producto del empalme de las series de precios de Camou (1996), Calicchio (1996) y la Dirección General de Estadística y Censos (DGEC).
[14] Se considera crecimiento neto a una suba del salario real por encima de la máxima del período anterior. Hasta que no se supera esa máxima sólo puede hablarse de recuperación salarial.
[15] La Unión Soviética, cuya economía se hallaba fuera de la esfera de acción del capitalismo y embarcada en la estrategia stalinista del "socialismo en un solo país", no se vio afectada salvo en aspectos puntuales por la “gran depresión”. La Segunda Guerra Mundial sí tuvo un fuerte impacto en la URSS, aunque su triunfo sobre el nazismo en Europa Oriental le proporcionó un área de influencia propia en la posguerra.
[16] La decisión del presidente de los Estados Unidos, Herbert Clark Hoover, de incrementar fuertemente las tarifas aduaneras para preservar el mercado interno para las firmas locales y, además, superar el déficit de la balanza comercial, llevó a aprobar en ese año el arancel Smoot-Hawley, que elevó la protección en promedio entre un 30 y un 40%.
[17] La OECE y otras instituciones recién creadas permanecieron estimulando a la economía europea. Una de las más importantes de esas nuevas instituciones fue la Unión Europea de Pagos (UEP). Este ingenioso dispositivo permitió un comercio multilateral libre dentro de la OECE y disminuir su dependencia de los EE.UU. y de otros abastecedores de ultramar. Los resultados fueron espectaculares. En las dos décadas posteriores a la formación de la UEP el comercio mundial creció una media anual del 8%, la más alta del siglo. En 1961, la propia OECE se transforma en Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), a la que adhirieron EE.UU. y Canadá, y más tarde Japón y Australia.
[18] Las denominadas “rondas” del GATT se sucedieron a lo largo de los siguientes cincuenta años, incorporando un número mayor de países y abarcando –dificultosamente– compromisos más amplios, hasta la creación de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 1995.
[19] Las tasas de crecimiento en los países desarrollados variaron entre el 4,2% del Reino Unido y el 7,3% del Japón.
[20] Se denomina “comercio interindustrial” aquel en que se efectiviza el intercambio de bienes primarios por secundarios, dando por resultado una complementariedad productiva entre países con estructura económica distinta. Por patrón de “comercio intraindustrial” se define una forma de intercambio en que predominan los bienes provenientes del mismo sector productivo (especialmente la industria). Esto da por resultado un incremento del comercio entre países con estructuras económicas similares. El patrón de comercio interindustrial fomentó el intercambio norte-sur. El patrón intraindustrial diseñó flujos de intercambio norte-norte y sur-sur.
[21] Al hablar de precios relativos nos referimos a la relación de precios entre bienes producidos en el país y en el exterior o entre bienes producidos por distintos sectores de la economía nacional.
[22] Como ya señalamos, afirmar esto no quiere decir que a todos les fuese mal. Si bien en términos reales no hay crecimiento, los procesos inflacionarios vividos en dos de aquellas coyunturas permitieron que –en términos nominales– algunos se beneficiaran. En otras palabras, el aumento nominal de los precios de algunos productos permitió a quienes podían venderlos obtener importantes ganancias. A veces esto benefició a los productores agropecuarios y/o a los frigoríficos, otras veces a las ramas industriales que producían para el mercado interno. En cada caso un sector se apropiaba de las ganancias nominales en perjuicio de otro sector. Pero la economía en términos reales no crecía o, incluso, caía –en términos absolutos– en los niveles de actividad.
[23] El control de cambios, el contralor del comercio exterior y los impuestos a las ganancias extraordinarias no eran parte del arsenal de medidas de política económica al uso en la época. Sí lo serían en los años treinta.
[24] No es el caso de la política social. En ese aspecto, como veremos más adelante, el terrismo contrasta notoriamente tanto con el primer batllismo como con el neobatllismo.

[25] Pereira y Trajtenberg (1966) y los estudios de Adela Pellegrino, ya mencionados.

[26] Diferencia entre los salarios percibidos por diferentes categorías de asalariados.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El Ocaso de Julio Herrera y Obes

El ocaso de Julio Herrera y Obes


Tomado de la web:



"El ocaso de Julio Herrera
En Estampas del Montevideo Romántico
Edición de la Banda Oriental
Montevideo, 1968
Colección de bolsillo
Biblioteca Nacional: 12/28.206 - L.209.568
El ocaso de Julio Herrera
Allá, por los años 1908 a 1912, no era raro encontrar en las calles de la “ciudad vieja” de Montevideo, a una anciano de mediana estatura, un poco agobiado y vacilante en el andar, en cuya pulcra aunque vieja indumentaria se advertía un vago sello de dandysmo y cuyas señoriles maneras revelaban rara distinción. Aquel hombre caminaba generalmente ensimismado y como extraño al mundo exterior; cuando los accidentes de la calle o una actitud reverente le volvían a la realidad, parecía experimentar secreto azoramiento y apresuraba el paso, deseoso, tal vez, de no ser reconocido. Cuando hallaba damas en el camino jamás dejaba de cederles la vereda, y se daba el caso de que bajase la calzada para acentuar el homenaje; cuando alguien le saludaba, contestaba cortésmente, pero con reserva; cuando tropezaba con un amigo, ¡y cuán pocas veces sucedía esto!, solía detenerse y entonces, la reserva se convertía en afectuosa espontaneidad. Se le veía, a veces, en la Confitería del Telégrafo y podía advertirse la respetuosa actitud con que los dependientes le preparaban el cartucho de bombones, el mismo cartucho que durante años compró todos los días el ilustre cliente, y que ahora solamente adquiría de cuando en cuando. Otras veces se le hallaba en el tranvía, un poco encogido en el banco común, como si la falta de hábito le hiciese extraño aquel medio de locomoción.
Parecía poseído de profunda y tenaz tristeza. Se presentía, al observarle, que sufría de aquel extraño mal moral que atacó a muchos hombres de su generación, a unos en la plenitud de la vida, y a otros ya en el ocaso, y que la literatura romántica bautizó con el nombre de “pasión de ánimo”. Era de tez pálida; la cabellera, que había sido castaña y profusa, flotaba todavía, aunque raleada y encanecida, sobre la ancha frente; los ojos, pardos y penetrantes, se encendían a intervalos con el fuego de los verdes años, y en los labios, plegados por un imperceptible dejo de dolorosa ironía, solía estereotiparse una vaga sonrisa que suavizaba la expresión adusta y melancólica de aquélla cabeza leonina. Cuando se le examinaba con atención se advertía cómo, el dandysmo que en él era innato, ocultaba penosas intimidades. La levita o el chaqué, aunque de corte impecable, eran anticuados y tenían larga historia; el inmaculado chaleco de piqué se rendía ya al tiempo; el cuello y la corbata recordaban a los lyons de 1890; el ceñido pantalón de fantasía revelaba la industria del ama de llaves; los botines de charol, de alto tacón, que calzaban el pequeño pie patricio, aunque limpios y brillantes como los del hidalgo pobre, denunciaban el largo uso y, a veces, ¡oh dolor!, comenzaban a quebrarse. Los lentes guarnecidos de oro, el junco de puño de marfil, los guantes grises de piel de Suecia, el alfiler de diamantes prendido en la corbata y la leopoldina cincelada recordaban que aquel hombre había conocido épocas de opulencia. La cruel pobreza no había, sin embargo, logrado estampar en él su estigma. Mantenía intacta la prestancia y, con sus viejas galas, podría haber paseado, sin desmedro, por Picadilly Street o Hyde Park en la época de Brummel o haberse asomado al “café Anglais” en los días en que Morny y Walewsky rivalizaban en elegancia y buen tono.
La muchedumbre pasaba indiferente a su lado, y sólo de cuando en cuando alguien, al reconocerlo, se volvía para mirarle con curiosidad. Unos sonreían, otros le contemplaban con tristeza, otros le seguían con la mirada, conmovidos por secreta admiración y afecto. Cuando se pronunciaba su nombre, todos, involuntariamente, evocaban el pasado próximo pero que, sin embargo, parecía remoto; despojaban a la ciudad de sus modernas galas, de su galopante progreso material, de sus nuevas costumbres sociales y políticas, de su población cosmopolita, de su reciente historia y se sumergían, sin quererlo, en el melancólico mundo de recuerdos.
* * *
Aquel hombre vivía, pobremente, en un pequeño primer piso de esquina de la “ciudad vieja”, cuyos balcones daban sobre la calle 25 de Mayo y la de Pérez Castellano. La casa tenía una salita alhajada con un sofá, dos butacas y un extraño mueble: una tarima de madera sobre la que reposaba un hermoso perro embalsamado. El noble animal, cuyo cuello ostentaba, a guisa de collar, una ancha cinta roja, cuyo claro pelaje comenzaba a ser injuriado por el tiempo, levantaba la inteligente cabeza, en actitud vigilante, como la había levantado en medio del fragor de las batallas. Aquel perro era “Coquimbo”, el fiel mastín que acompañó al general don Venancio Flores en sus campañas. La sala inmediata, ochavada sobre la esquina, era el estudio, pobre cuarto de trabajo, sin más muebles que una mesa que recibía la luz de la ventana, un viejo sillón, una silla y anaqueles de madera oscura llenos de libros, carpetas y legajos. En el testero pendía del muro un gran retrato al óleo, pintura de la época romántica, que representaba a un anciano, de pie, en quien se adivinaba, con sólo mirarlo, la alta prosapia. Junto al estudio estaba la humilde alcoba, pobre y desnuda como celda conventual y, en seguida, una diminuta sala comedor. El estrecho pasillo, las dependencias de servicio y la escalera completaban la espartan morada.
El señor de aquella casa se levantaba temprano y se sentaba a escribir. ¿Qué escribía con su letra irregular pero llena de carácter? Cuando la dura imposición del trabajo profesional o las terribles luchas para defender los últimos restos de su hacienda no le requerían el tiempo, llenaba carillas con prosa en la que se adivinaba el trato continuo con Taine, con Saint Víctor, con Macaulay, y la honda influencia de los pensadores, políticos, historiadores y poetas de la época romántica. Hacía filosofía fácil sobre hombres, cosas y acontecimientos, y escribía, sin proponérselo, historia pintoresca a la gran manera de Thierry. Todo ello se desarrollaba, serena y armoniosamente, sobre firmes cimientos apoyados en la roca madre de la filosofía cristiana y en conceptos de ética política y social que, no obstante su inflexible firmeza, le permitían comprender, explicar, justificar y hasta perdonar el error o el extravío cuando los reputaba sinceros. No había en él rencor ni amargura; no conservaba odio, ni aún para sus más encarnizados enemigos, fueran éstos hombres o ideas; no abrigaba sentimientos de venganza para quienes le habían abandonado o traicionado o para los que simplemente le injuriaban. Sus juicios, aún los más duros, terminaban siempre con una palabra de cordial benevolencia, de traviesa ironía o de compasivo desdén. Por lo demás, derrochaba el ingenio, la anécdota, los primores de la forma y lo imprevisto de la sensibilidad. Se parecía en esto a Juan Carlos Gómez, que fue un poco su maestro, y de quien, en los últimos años, había adoptado el continente melancólico y la actitud estoica.
Como escribía hablaba, y aún lo hacía mejor, algunas veces, en las tardes que destinaba a recibir a los escasos amigos que le permanecían fieles y a los desconocidos que llegaban hasta su sala llevados por la curiosidad. Estas tertulias que él, ex – profeso, solía prolongar hasta entrada la noche, son inolvidables para quienes tuvimos la fortuna de escucharlo. Comenzaba a hablar, lentamente, con palabra pausada y un poco sorda. Al principio daba la sensación de cansancio y ausencia de sí mismo. Poco a poco la voz se coloreaba y tomaba entonación distinta y sonoro timbre; la máscara impasible del rostro se animaba, los ojos se encendían y los gestos se hacían amplios y expresivos. La admirable máquina cerebral entraba en plena actividad y, entonces, memoria, entendimiento, sensibilidad, pasión, sentimiento, elocuencia, daban plástica forma a las ideas, a los recuerdos, a las anécdotas, a los relatos, a los juicios, a la maravillosa
afluencia de la palabra. El magnífico espectáculo se mostraba en aquellos instantes en toda su plenitud y belleza.
Este hombre tan modesto, tan oscurecido, tan olvidado, tan aislado, no vivía solo. No; no hubo jamás en él soledad absoluta, y si la hubo, bendita soledad ésta que llenó constantemente su espíritu de fantasmas y movibles sombras. El mismo lo dijo, ya con un pie en el sepulcro, al despedir a uno de sus últimos amigos que había sido su comensal cotidiano durante veinticinco años: “Ya no volveremos a departir de mano a mano sobre nuestras esperanzas del porvenir, sobre nuestras angustias patrióticas, sobre nuestros ideales filosóficos y políticos, pláticas inagotables de sobremesa con que nos confortábamos recíprocamente en los días oscuros de infortunios nacionales. Pero el diálogo amistoso continuará mentalmente, en la soledad de mi recuerdo, donde el viejo amigo estará presente siempre, por esa comunicación misteriosa de las almas que es el lazo invisible que, a través de la infinidad del tiempo, ata lo transitorio humano con lo absoluto eterno”.
Estas evocaciones y estos diálogos llenaban la soledad de que se veía rodeado este hombre y así, su pequeña y pobre sala, a menudo, como por arte fáustico, se agrandaba y convertía en inmenso salón: los humildes muebles se transformaban en suntuosos decorados, las luces se encendían y multiplicaban, se abrían las puertas y penetraban por ellas los familiares fantasmas. Era allí el desfilar de figuras gesticulantes: medio siglo que se levantaba de la tumba y del olvido y que volvía con sus hombres, sus costumbres, sus ideas y su historia. Sombras de deudos y amigos, de compañeros y adversarios, de enemigos e indiferentes; lances trágicos o risueños, pasajes dramáticos o burlescos, días de felicidad o de infortunio; de todo había en aquel pandemonium. Ya la pequeña sala se convertía en el salón de la casa paterna, ya en el “mirador” de la calle Canelones, ya en el recinto del Parlamento, ya en la redacción de “El Siglo” o de “El Heraldo”, ya en la cubierta de la barca “Puig”, ya en la sala presidencial, ya en la pobre alcoba del desterrado.
Así vivía sus últimos años este hombre; así era su persona, así su indumentaria, así su casa, así sus costumbres, así su sociedad, así su filosofía, así la prosa de sus cuartillas, así la encantadora elocuencia de sus palabras, así sus monólogos espirituales.
* * *
Había en todo esto, no obstante la intimidad y pobreza del marco, un mágico poder de fascinación al que era difícil sustraerse. Lo había en la actitud espiritual del personaje, superior a la dureza de los tiempos y a la ingratitud de los hombres; en el estoicismo melancólico pero sonriente con que aceptaba el cambio de fortuna; en la fe y perseverancia con que defendía sus principios e ideas; en la serenidad con que contemplaba la vida; en la frescura del alma con que mantenía intactos sus sentimientos; en el culto romántico que seguía rindiendo a la mujer que había llenado de amor sus años juveniles y era el bálsamo y refugio de su solitaria vejez.
Hasta el olvido y el abandono que habían caído sobre él eran filtro que avivaba esta fuerza de fascinación. El poder y la grandeza de otro tiempo le habían dejado imborrable aureola. Aunque objetivamente desaparecidos hacía ya muchos años como escenografía de teatro, se creía verlos reaparecer, a veces, en la pobreza del cuadro de su ancianidad y transformar al personaje.
Este anciano que así vivía, que así vestía, que atravesaba la ciudad a pie y sólo tomaba el tranvía para hacer su cotidiana visita a la lejana casa del camino Suárez, donde habitaba la mujer amada; que había logrado asegurar su pobrísima mesa después de ignorar durante largo tiempo si tendría mantel con que tenderla; que ya no era nada
en su país, apenas una sombra, había morado antes en opulentas mansiones, había ocupado los más altos cargos del gobierno, sin excluir el de Jefe de Estado, había poseído el más rico y famoso guardarropa de su época, los más lujosos carruajes y arneses, el más brillante y animado salón, la mesa más rica y pródiga.
¿Quién no conoció la suntuosa casa de la calle Sarandí o la mansión de la calle Canelones, con sus dos plantas y su célebre “mirador”, donde el Presidente de la República se encerraba, solo o con sus amigos íntimos, para abandonar los salones a la multitud palaciega? Su casa estaba siempre abierta y todos tenían acceso a ella, fueran magnates o modestos ciudadanos. ¿Quién no recuerda gabanes guarnecidos y forrados de piel de lobo, sus fraques impecables, sus elegantes levitas, sus chaqués ingleses, sus lustrosas chisteras, su colección de bastones, y toda aquella inolvidable indumentaria de la época del jopo, del palco del Politeama, de las Tombas y de la bandera al tope? El gabinete de las pelucas de Versalles era pequeño a su guardarropa. Era éste una sala cuyos muros estaban cubiertos por dos órdenes de armarios con galería, a la que ascendía por una escalera de madera. La cuenta de su sastre, M. Lamolle, llegó a sumar ocho mil pesos. El sastre no se inmutaba: “Le fiaría otro tanto, decía. Yo vestí a su padre desde la Guerra Grande”. ¿Quién no recuerda los carruajes, y los áureos arneses, y los briosos troncos, cuyo trote estilizado fue gloria de los desfiles de la calle Agraciada y del camino Suárez en los últimos años del siglo pasado? El trote de sus troncos de caballos rusos era reconocido a la distancia. Se recuerda, como en sueños, el vertiginoso pasaje del cupé: los caballos sudorosos con sus arneses escarchados de espuma, el cochero erguido, ostentando en la galera de hule la escarapela oficial y, detrás de los cristales, como una visión fugitiva, la figura del prócer: el pálido rostro iluminado por los ardientes ojos, la noble cabeza tocada por la brillante chistera, impecables la negra levita con vueltas de seda y el solemne plastrón prendido con el alfiler cincelado cubierto de diamantes.
Su salón se describirá algún día, con el mismo color con que ha sido evocado el del conde Waleski, cuando el hijo de Napoleón reunía al mundo político y literario del segundo imperio bajo los artesonados del Palacio Borbón. En la calle Canelones se reunía también una sociedad brillante y pintoresca. Era la época, un poco barroca, en que los muebleros hamburgueses bastardeaban la nobleza de los estilos del Renacimiento con el gusto solemne y teatral de la moda napoleónica y las reminiscencias de los palacios orientales. Los techos se decoraban con suntuosas esculturas policromadas, las paredes se cubrían con estucos y papeles que parecían ricas estofas y las puertas y ventanas con pesadas cortinas de tapicería. Los reflejos de los mecheros de gas se multiplicaban en los caireles de las arañas de cristal de roca, en los espejos de Venecia de las consolas, en las esculturas doradas de los majestuosos sofaes y sillones.
¿Quién no concurrió alguna vez a los tés de la calle Canelones? Allí se codeaban los ministros con los banqueros, los diplomáticos con los periodistas, los legisladores con los magistrados, los funcionarios con los hombres de negocios; allí pululaban los candidatos sin destino, los debutantes políticos, los hombres de mundo, los simples ociosos. Allí se vieron a todas las notabilidades de la época y todo lo que tenía Montevideo de característico o simplemente pintoresco. Allí se tropezaba con “principistas” del 73 y con “candomberos” del 75; con veteranos de la Defensa y de Caseros y con dandys de 1890; con “ “conservadores” de 1855 y con lliberales del Ateneo; con desterrados de la barca “Puig” y con ministros del “año terrible”; con literatos debutantes y con viejos poetas de la Lira Americana. Allí se oyó cantar el Spirito gentil al tenor Oxilia, ejecutar al piano, a Dalmiro Costa, sus “Fosforescencias” y “Nubes que pasan”, improvisar a Irigoyen sus pot-pourris; allí se realizó la primera
demostración del fonógrafo de Edison, y se vio al conde Patricio adivinar el pensamiento a solemnes padres de la patria. La austeridad de los viejos políticos principistas, reflejada en las levitas puritanas, no se alarmaba ante la cortesía florentina de Angel Brian, ni ante los agudos dicharachos criollos de Tulio Freire, ni ante los entorchados de los generales del 75, ni ante el desfile de los parlamentarios que formaban la guardia noble del Jefe de Estado.
A la mesa de la calle Canelones se llegaba a cualquier hora y por cualquier puerta. A nadie se le preguntaba el nombre ni nadie se preocupaba de interrogar al vecino. Los criados servían los exquisitos manjares, preparados bajo la dirección del chef Pascal, y escanciaban los vinos generosos de etiqueta francesa. Y aquello se repetía a mediodía, y a la noche, sin investigar el número de comensales. El anfitrión llegó a deber a su cocinero, que era también su proveedor, sumas inauditas. Pero éste le era más fiel que nunca. A veces le entregaba dos o tres mil pesos. Cuando no cobraba, Pascal repetía: “No importa. Don Julio es así”.
Era realmente así. No tenía noción del dinero. A alguien que fue a cobrarle una cuenta le entregó una bolsa de cóndores, que extrajo de un cajón de su escritorio, para que de ella tomara lo necesario para el pago. A un amigo que había perdido en el juego le regaló las acciones del Ferrocarril del Norte que era lo último que le quedaba.
De aquella casa se le había visto partir, ¡cuántas veces!, en el landó presidencial de gala; impacientes los caballos de raza, blancos y dorados los arneses, hieráticos el cochero y el lacayo dentro de sus libreas impecables, tocados con altos sombreros de hule blanco guarnecidos con la escarapela nacional y, alrededor y detrás del carruaje, la escolta militar: kepies y uniformes del segundo imperio, charreteras y entorchados rutilantes, entallados dolmanes, alzapones rojos, espejadas botas granaderas, todo lanzado a escape, calle abajo, brillando al sol y haciendo resonar las piedras de la calzada con los cascos de los corceles, e incendiando el aire con el flamear de los banderines rojos y el brillo de las doradas lanzas.
Otras veces, las más, se le había visto salir en su cupé, solo o sin la escolta que un sargento de ordenes en el pescante, a guisa de lacayo, y, a veces, también a pie, con su edecán o sin más compañía que su bastón de mando.
De allí partió en 1897 para el desierto. La casa de la calle Canelones quedó desierta: levantada apresuradamente la mesa del último banquete, cerrados los postigos y corridas las persianas, echadas las cortinas de los salones, mudo el patio y las galerías, sellado el “mirador”. Sobre todo ello comenzó el tiempo a derramar su impalpable lluvia de polvo, y, las arañas, silenciosas señoras de la soledad, a tender sus telarañas.
* * *
La casa de la calle Canelones quedó como un símbolo. Arcea sellada, parecía guardar en su misterio la fantasmagoría de esa etapa social y política que comprende los últimos lampos de la dictadura de Latorre, el gobierno del general Santos, el período que se designa gráficamente con el nombre: “época de Reus”, el desastre sin ejemplo que le puso término y los años que se sucedieron hasta casi finalizar el siglo pasado.
¡Etapa singular! La tocamos con la mano, pues es casi de ayer, y sin embargo, está ya sublimada por la poesía del recuerdo. Cuando se piensa en ese período de nuestra historia, nos parece que vamos a escuchar el rumor de los siniestros conciliábulos y conspiraciones: ruidos de espuelas, taconeo de botas, sonar de trágicos grilletes, batir de los martillos del taller de adoquines. A ello se unen las resonancias de los fastuosos banquetes, los estallidos de las botellas de champagne al ser descorchadas, las estridencias de las charangas, el redoblar de tambores, el isócrono golpear de las
marchas de las paradas militares, el apagado eco de las descargas del Quebracho, del tiro de Ortiz y de las aclamaciones de la Conciliación. Luego creemos percibir el rumor del trabajo: jadear de máquinas, usinas y talleres. A ello se une el sonido de las monedas de oro al caer de las talegas sobre los mostradores de los bancos, los nerviosos gritos de las pujas en la corbeille de la antigua Bolsa de la calle Zabala, el crujir de las faldas de seda al deslizarse sobre las mullidas alfombras o ascender las escaleras de mármol, el rumor de los carruajes arrastrados por piafadoras yuntas de caballos rusos. Nos parece que vemos también los reflejos de las encendidas lámparas de caireles, los destellos de las piedras preciosas engarzadas en fabulosas joyas, las fugitivas siluetas de grandes señores, de gabán y chistera, y de lujosas damas ataviadas a la manera de las fotografías antiguas. Con ello nos llegan ecos de la voz de la Patti y de Massini, de Stagno y la Pantaleón, murmullos de saraos y de fiestas, cosas atisbadas desde un palco del viejo San Felipe, desde una tertulia Cibils, desde el parterre del antiguo Politeama, desde el puente de los suspiros del Club Uruguay. Recordamos, como se recuerdan las viñetas de un viejo libro que hojeamos en la infancia, o como páginas de una novela leída hace mucho tiempo, la mitad realidad, mitad ficción, a don Aurelio Berro construyendo su gótico alcázar del camino Agraciada, a don Mateo Victorica renovado en su quinta del Paso Molino las esplendideces del banquero Salamanca, a don Pedro Piñeyrúa congregando en la suya las más sonadas libreas y trenes de la época, a don Carlos de Castro haciendo de su mansión señorial del Miguelete un pequeño Versalles, a don Pedro Fariní remedando en la suya las fantasías de Buschental. Ya no existía la antigua Confitería Oriental; pero se había abierto la Rotisserie Charpentier; habían terminado las noches del Alcázar Lírico y los bailes del Club Libertad; pero se asistía a los conciertos de La Lira y se oía a Teófilo Díaz y a Nicolás Granada decir frases ingeniosas en los bailes de máscaras del Club Uruguay; había muerto Juan Carlos Gómez; pero los jóvenes se consolaban contemplando la romántica figura de Juan Carlos Blanco; había desaparecido “La Tribuna” de Cándido Bustamante y “El Ferrocarril” de Rosete; pero quedaba “El Siglo” con don Miguel Alvarez aunque sin los Ramírez; ya se había ido el Barón de Maúa con sus empresas y su Banco; pero Emilio Reus había fundado el suyo y había hecho perder la cabeza a Montevideo; el Gobierno del doctor Ellauri era ya solamente un hecho del pasado; pero un General, al ascender a la Presidencia de la República, confesaba que le pesaban las charreteras y nuevamente se preparaba un gobierno civilista; el asesinato del General Flores era ya un simple episodio histórico; pero las calles de Montevideo se volvían a teñir con la sangre de otro Presidente, y, sobre ella, se asentaba otra vez la dictadura.
Todos esos recuerdos y otros parecían haberse refugiado en la casa de la calle Canelones. Allí estaban los libros, los papeles, los objetos familiares de quien había desafiado a los gobiernos de Latorre y de Santos con la palabra, con la pluma y con la acción personal; allí estaba la mesa de trabajo que era su cátedra cotidiana; allí estaban las carpetas que contenían los proyectos del hombre de Estado, del financista, del Ministro y del Presidente que creyó lograr para su país días de deslumbrante prosperidad; allí estaban los suntuosos muebles, las magníficas obras de arte, las cosas que fueron testigos de sus sueños optimistas, de sus prodigalidades sin tasa, de su rasgos de gran señor, de su desvaríos románticos, de su mentida opulencia.
El tifón económico y financiero procedente de la “época de Reus” conmovió hasta sus cimientos la casa de la calle Canelones. Nadie sufrió más que su dueño las consecuencias del desastre. El también había participado en el engañoso miraje en momentos en que se preparaba a asumir la dirección del gobierno. Jamás se vio locura igual. El desastre fue súbito como el encantamiento. El pánico que se apoderó de Montevideo el día en que el Banco Nacional cerró sus puertas es sólo comparable al
terror del black Friday de 1866 en Londres. En breves días se derrumbó la fantástica riqueza creada por la especulación y el desorden; en horas los valores ficticios se esfumaron sin dejar más huella de su existencia que los papeles impresos y los fabulosos quebrantos de las liquidaciones. La Bolsa fue un campo de batalla donde cayeron uno a uno todos los combatientes. Cuando terminó la lucha pudo apreciarse la magnitud del desastre: bancos y compañías quebradas, fortunas destruídas, industrias aniquiladas, empresas desvanecidas, ruidosas bancarrotas, escombros y ruinas por todas partes, y, como despojos del terrible naufragio, aquí y allá, barrios surgidos de la nada, edificios monumentales a medio construir, rutilantes palacios, trenes y atalajes, joyas y objetos de arte, entregado todo a la ignominia de la usura y la almoneda.
El desenlace del drama se produjo fulminantemente y sin remedio en momentos en que, ungido Presidente de la República; iniciaba su obra de gobierno y soñaba con la realización de un vasto programa de resurgimiento y transformación nacional. No pudo ser. Casi todo se perdió en el turbio remolino de las liquidaciones de la riqueza pública y privada. Lo que debió ser época de grandeza y progreso se transformó en días de estrechez y zozobra. Hasta la Naturaleza se volvió en su contra. Pestes y sequía asolaron los campos y afectaron también la riqueza pública y privada. El país hizo responsable de todas sus desventuras al Presidente. El brillo literario que éste dio a su labor de gobernante, y el fausto externo de que rodeó su vida fueron, apenas, especie de alibi, sumersión en el agua de Leteo, piadoso engaño a sí mismo y a los demás, casi confesión de impotencia para realizar la obra promtida.
La casa de la calle Canelones sobrevivió, como uno de esos barcos náufragos que quedan, sobre el arrecife, a merced de las olas y de los filibusteros. Su dueño tuvo que partir hacia el destierro y sobre ella se cebó la adversidad. Muebles, cortinados, alfombras, tapices, cuadros, bronces, todo lo que tenía un valor venal fue cayendo en sucesivas subastas. Hasta las arañas de luz fueron desprendidas de artesonados y plafones . En eso paró tanta gloria, tanto brillo, tanta opulencia, tanta aventura, tanto romanticismo, tanta engañosa ilusión y tanta dolorosa realidad.
Cuando muchos años después el proscripto regresó del destirerro, debió sentirse extraño en la casa inhospitalaria. Se refugió, espartanamente, en el fondo de la planta baja, en una estrecha habitación donde reunió los últimos muebles que le quedaban. Alguna vez, recorriendo con él, al morir la tarde, las salas vacías y oscuras, a través de cuyas puertas veíase arder, en el último aposento, la pequeña lámpara de petróleo que velaba las vigilias del prócer, le oí terminar la amarga reflexión que le inspiraba la soledad de su retiro con este alejandrino:
La solitude est douce â qui les mechants.
Si no dulce, al menos la soledad fue amiga para aquel hombre que supo darle pródigo hospedaje en su desierta mansión. ¿Qué importaban las paredes desnudas, los salones vacíos, los patios solitarios, la oscuridad que penetraba en ellos cuando caía la noche? Si la melancolía le atenaceaba el alma, su ingenio, en la intimidad de los últimos amigos fieles, seguía moviendo imágenes, evocando anécdotas y recuerdos y haciendo, con frase ligera e incisiva, la filosofía de la época en que le tocó vivir.
Cuando llegó el momento de abandonar la casa de la calle Canelones, en procura de más modesto refugio, se fue silenciosamente, después de recorrer toda la casa, como si buscara, en la soledad de las vastas salas, los fantasmas de su antigua grandeza para darles el adiós.
Así penetró en el crepúsculo de su vida Julio Herrera y Obes."

La Influencia Directriz- Julio Herrera y Obes 1893

La Cúpula o las Bases.

Julio Herrera y Obes(1841-1912) , fue  político y presidente constitucional  del Uruguay entre los años 1890 y 1894.
Acompañó a Venancio Flores, como secretario, en la Guerra de la Triple Alianza. Fue Ministro de Relaciones Exteriores, diputado en las denominadas“cámaras bizantinas”, fue deportado en la barca Puig y participó en la “Revolución Tricolor”. Reorganizó el Partido Colorado apoyándose en el diarioEl Heraldo. Ministro de Gobierno de transición del Gral. Tajes, dirigió la transición a la democracia y en 1890 fue electo presidente civil, una vez terminada la etapa militarista. Enfrentó una crisis financiera y sostuvo la "influencia directriz" Como Senador, se opuso al Pacto de la Cruz de 1897 y fue expatriado. Regresó en 1903. Pese a su pobreza, rechazó  una pensión graciable del gobierno de Claudio Williman. José Batlle y Ordóñez le negó las honras fúnebres que le correspondían como ex jefe de estado.

La Influencia Directriz


"Es indudable que el Gobierno tiene y tendrá siempre, y es necesario y conveniente que la tenga, una poderosa y  legitima influencia en la designación de los candidatos del partido gobernante, y entonces de lo que puede acusársele es del buen o mal uso que haga de esa influencia directriz, pero no de que la ejerza..."Mensaje del presidente Julio Herrera y Obes a la Asamblea General, Diario de sesiones de la Asamblea General, t.VII, pp 157-173. Sesión de apertura del tercer periodo de la 17 legislatura, 15 de febrero de 1893.



José Enrique Rodó señaló sobre el Dr. Herrera y Obes que "administró con alta honestidad la hacienda pública; y obligado a afrontar una de las más críticas y angustiosas situaciones de que haya ejemplo en el desenvolvimiento económico del país, supo sacrificar las transitorias conveniencias de su gestión gubernativa y de su lucimiento personal a los grandes y permanentes intereses de nuestro porvenir y nuestro crédito"(Washington Reyes Abadie: Julio Herrera y Obes. El Primer Jefe Civil. EBO.1977.Pp 140). Otros detractores han criticado su concepción aristocratizante de la política resaltando la existencia de fraudes electorales, el exclusivismo, la coparticipación y el faltar a las promesas electorales de llevarla adelante. Según Juan E. Pivel Devoto " La Influencia directriz que el Dr. Julio Herrera y Obes utilizó  durante su gobierno como norma de conducta política, era una arma de doble filo. Empleada por un gobernante sin escrúpulos podía servir para formar en torno de si un núcleo de incondicionales políticos, dóciles instrumentos de poder. Pero Herrera y Obes la utilizó con convicción y con pureza de intenciones. No creyendo en la capacidad electoral del pueblo; convencido por lo tanto de que este necesita una provisoria tutela antes del goce absoluto de sus derechos civicos, no vaciló en proclamar y hacer efectiva la necesidad de la intervención gubernamental en los actos electorales. Pero no utilizó esa influencia directriz para favorecer amigos ni para buscarse puntos de apoyo que facilitaran su gestión de gobernante"(Pivel Devoto, Historia de los partidos y las ideas políticas..."T.II P.449) Su figura tuvo gran importancia en la política nacional en el último tercio del siglo XIX, su rivalidad política con José Batlle y Ordóñez y su diferente enfoque sobre la legitimidad del poder lo llevaran a un enfrentamiento muy fuerte con Don Pepe,  lentamente va quedando en el olvido y morirá pobre en Montevideo el 6 de agosto de 1912. En forma contemporánea y como respuesta a los planteos políticos de Herrera y Obes, el joven Batlle precisaba que el futuro político esta en las bases partidarias, en los clubes políticos y en la reorganización del Partido Colorado. Argumentaba que para el crecimiento de esas bases era imprescindible la nacionalización  e introducción a la ciudadanía a los inmigrantes: " Nosotros queremos que venga el elemento extranjero a la vida política, precisamente porque lo necesitamos..."( José Batlle y Ordóñez, 1892) La cúpula o las bases ese era( y es) el debate.

Ver: Antología del Discurso Político en el Uruguay. Gerardo Caetano. Taurus, 2000, Pp.381