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miércoles, 12 de enero de 2011

Kant: Kuno Fischer



VIDA DE KANT

Kuno Fischer (1)


I


Parece necesario en la historia de la filosofía que en ciertas épocas se detengan los espíritus a contemplar las grandes figuras consagradas por los tiempos, como si por vez primera fueran descubiertas, y conquistar de esta suerte un punto común de partida. Entre todos los pensadores modernos que han precedido a Kant, acaso no exista uno que no haya ejercido esta especie de atracción entre ciertas tendencias contemporáneas. Quizá también ha llegado ya el momento de profundizar en Kant una filosofía que sólo muy pocos han sabido comprender.
Mas en lo que sigue no nos ocuparemos de la filosofía de Kant, sino de su persona, y de esta trazaremos el retrato por las particularidades de su vida y de su carácter, sirviéndonos de las poquísimas fuentes que para el efecto existen.
Entre todas estas, las más importantes son los cortos escritos que se publicaron el año en que murió Kant, redactados por personas que le conocían y hasta le trataron durante muchos años. Son, generalmente, de discípulos fieles, de los pocos que vivían en el mismo círculo que nuestro filósofo, y que fueron más tarde sus amigos íntimos. Uno de estos escritos tiene un valor especial. En 1792, uno de los discípulos más asiduos de Kant, Borowski, escribió un resumen biográfico de la vida de su maestro; él quiso leer este escrito en la Sociedad alemana de Koenisberg, y antes de hacerlo, se lo envió a Kant para obtener su consentimiento y para que hiciera las rectificaciones que creyera oportuno. Consintió Kant en examinarlo, pero le prohibió terminantemente que hiciera uso alguno de su escrito antes de su muerte, y suplicó al autor que evitase su lectura en la Sociedad alemana. Le remitió el trabajo con observaciones y notas de su propia mano, y en la carta con que se lo enviaba, le decía con tanta modestia como prudencia, que no le era agradable el honor que se le quería hacer, porque siempre había tenido una repugnancia natural a todo lo que tuviera visos de pompa, y porque, de ordinario, el elogio provoca la censura. Esto escribía Kant en una época en que ya estaba su gloria asegurada. Los apuntes biográficos que hizo Borowski alcanzan sólo al año 1792, son incompletos, pobres de detalles, y en la apreciación del filósofo hay estrechez, a pesar de las alabanzas que a manos llenas le tributa. Sin embargo, siempre tendrán mucha importancia por haber sido examinados y corregidos por Kant (2). Hay otros dos escritos que se publicaron en el mismo año y que sirven de complemento al trabajo anterior. Jachmann fue discípulo y amanuense de Kant en el período más glorioso de su vida, de 1784 a 1794, en el tiempo justamente en que Kant se ocupaba en perfeccionar y acabar el edificio de su doctrina. Las cartas que Jachmann publicó después de la muerte de Kant, más bien que una biografía, son una característica. Por último, los años posteriores de Kant nos han sido referidos por Wasianski, su discípulo en 1773, más tarde su amanuense, y desde 1790, amigo de la casa y el que cuidaba de los asuntos económicos del filósofo cuando los años imposibilitaron a este (3). Las noticias más completas sobre la vida de Kant las da Schubert en su biografía del filósofo.

II
Época de Kant

No tiene la vida de Kant brillo alguno exterior, excepción hecha de la gloria, que no buscaba, pero que por la importancia de su obra no podía evitar y que vio elevarse a su mayor esplendor. Tal vez no se ha visto nunca reputación tan extraordinaria unida a vida tan sencilla, tan modesta y silenciosa. La vida de Kant, por su calma uniforme, presenta cierto contraste con la inmensa extensión de su celebridad y con la altura a que su fama llegaba. Carece su vida por completo de esa grandiosidad que seduce a la imaginación del vulgo; no es grande en el exterior ni por su destino. Bajo este aspecto no deja de ser interesante compararla con la de sus predecesores. ¡Qué contraste entre Kant y Bacon! Las más altas dignidades del Estado, los honores y las riquezas las une ese primer fundador de la filosofía moderna a un amor desenfrenado por el fausto y la opulencia, que extravía al Lord Canciller, le arrastra a las acciones más vergonzosas y le atrae al fin una sentencia deshonrosa. Kant, que nunca quiso ser más que un profesor de universidad, siempre fue en ideas y conducta la misma simplicidad, la probidad personificada. Su vida no ofrece tampoco nada de los terribles contrastes que consumieron la juventud de Descartes; no necesitaba de aquella agitación exterior, de los deseos frenéticos de movimiento y de viajes, que tanto preocuparon al filósofo francés en la primera época de su vida y que no pocas le arrastraron a la extravagancia y las aventuras. Reconcentrada en sí misma la vida de Kant, avanza con paso lento y seguro, con completa regularidad y con un recogimiento siempre creciente. Este carácter parece, en todos sus rasgos, formado para solo encontrar su centro en sí propio, y ciertamente que tal debía ser el carácter de la filosofía del conocimiento de sí mismo. Y así como el espíritu en Kant constantemente se dirige hacia este punto único, que fuera de él no puede encontrar, así también su vida exterior, quiero decir, su vida local, obedece a la misma concentración. Está su vida adscrita, por decirlo así, a la gleba. En este respecto puede compararse a Kant con Sócrates, sujeto en Atenas por la absorción en que el estudio de sí mismo le sumía. Ha vivido Kant cerca de ochenta años y sólo salió de su provincia y pueblo natal durante el tiempo en que fue preceptor. Su vida, únicamente consagrada a la meditación filosófica, puede ser puesta al lado de la de Spinoza, aunque carece de las persecuciones violentas, y terribles que hicieron de la vida del filósofo judío una soledad, un desierto, que le ha dado para siempre el sello de una grandeza trágica. Es verdad que no estuvo la vida de Kant exenta de contrariedades ni de persecuciones; pero acaecieron tarde y fueron débiles, no obstante la maldad que las dictaba; nunca tampoco pudieron detener la ya cumplida obra ni causar a su autor peligros de importancia. Eso fue sólo un incidente enojoso, bien pronto alejado por circunstancias favorables y cuyas peores consecuencias recayeron sobre los que le habían originado. Por último, comparada esa vida con la del primer filósofo alemán de los que precedieron al fundador de la filosofía crítica, con Leibniz, no ofrece aquella la general y múltiple actividad que desplegaba Leibniz en todas las direcciones; nada de aquel brillo exterior, de esos honores mundanos que Leibniz amaba, y nada, en fin, de la ambición que los hace buscar.
La filosofía moderna, fruto del espíritu del protestantismo alemán, se naturalizó con Leibniz en Alemania. Leibniz la introdujo, por su persona, en aquel Estado cuyo poder y misión consistían, desde la paz de Westfalia, en proteger al protestantismo y fomentar su progreso. Bajo cierto aspecto permaneció Leibniz a ese mismo Estado. Él encontró, en efecto, en la corte del rey de Prusia un recibimiento hospitalario; la primera reina de Prusia le profesó gran amistad y tomó un gran interés por él y por sus lecciones; él fundó la Academia de Berlín. En una universidad prusiana enseñó Wolf su filosofía, la primera que se expresó en alemán. Fue Prusia el país en que esta filosofía obtuvo la doble dicha de ser expulsada por un rey y llamada por otro. Con Kant entró la filosofía alemana en el corazón de los Estados prusianos. La vejez de Leibniz pudo todavía templarse al sol naciente de la monarquía prusiana. Wolf tuvo su más brillante periodo cuando reinaba Federico Guillermo I, que le expulsó de Halle. Bajo Federico el Grande, que llamó al desterrado, palidece sucesivamente la estrella de esta filosofía. La vida de Kant se prolonga durante ochenta años de la historia prusiana; él presenció cuatro cambios de reinados, y esos gobiernos tan diversos ejercieron cada uno a su manera una influencia particular sobre la vida y la suerte de nuestra filósofo. Su juventud y su educación ocurren bajo Federico Guillermo I; ella también estaba impregnada de un espíritu severo de economía doméstica, que desde el trono se extendía a todas las clases de la sociedad. Aquel pietismo que expulsó a Wolf de Halle poseía en Koenisberg una escuela donde Kant fue educado. En el año del advenimiento de Federico II, tornó Wolf a Halle, y entró Kant en la universidad. Su carrera académica, el desenvolvimiento progresivo de su filosofía, su enseñanza y la aparición de la filosofía crítica pertenecen al siglo del gran rey y forman uno de los rasgos más importantes y gloriosos del cuadro de esta época. La guerra de los siete años es el primer obstáculo con que nuestro filósofo tropieza, y la paz que le sucede ve madurar los primeros frutos de la filosofía crítica. Al acabar el siglo de Federico, la obra está ya fundada sobre sólidas bases. Bajo el reinado siguiente, presa de los enemigos de las luces, sobreviene –¡signos del tiempo!– el ataque dirigido contra Kant, ataque que no puede ahogar la obra cumplida, pero que cae sobre su autor, encorvado por el honroso peso de setenta años. Y, empero, tuvo aún el anciano la ventura de respirar en los tiempos mejores de Federico Guillermo III.

III
Educación

1. Familia y escuela
Manuel Kant nació el 22 de Abril de 1724 en Koenisberg, siendo el cuarto hijo de una honrada familia de artesanos, de regular aunque insignificante fortuna. Eran sus padres oriundos de Escocia; de suerte que estaba Kant ligado por parentesco nacional con David Hume, de quien precisamente recibió el primer impulso para sus imperecederas elucubraciones filosóficas. Su padre, sillero, usaba todavía en su firma la ortografía escocesa, Cant. Nuestro filósofo cambió la primera letra para evitar una falsa pronunciación, Zant. Del mismo modo que en otros hombres célebres se ha observado que reciben principalmente de la madre las influencias que más persisten, así también Kant, que tenía por su madre el más vivo afecto, recibió de ella desde sus primeros años una influencia decisiva y parece que ella tuvo siempre por él una gran predilección. Hasta decía Kant haber heredado sus mismas facciones, y aún en sus últimos tiempos hablaba siempre de su excelente madre con el más profundo enternecimiento. «Nunca olvidaré a mi madre» –decía en el seno de la confianza– «ella es la que ha sembrado y fomentado en mi pecho el primer germen del bien; ella abrió mi corazón a las impresiones de la naturaleza; despertó mi inteligencia; la desarrolló, y sus enseñanzas han tenido sobre toda mi vida una influencia duradera y saludable.»
Los padres de Kant, y particularmente la madre, estaban entregados al pietismo que entonces imperaba y que tan poco se parece al que entre nosotros existe. Aun estando en contradicción con la creencia obstinada de la letra, buscaba aquel pietismo la salud del hombre, no en las exteriores manifestaciones, sino en la edificación interior, en la interior pureza y en la piedad del espíritu.
Esta dirección, que naturalmente no excluye la rigidez de la creencia, era la que propagaba en Koenisberg el Dr. Franz Albert Schultz, que vino a esta ciudad en 1731 de predicador y miembro del consistorio, que fue elegido profesor de teología al año siguiente, y que más tarde se encargó de la dirección del colegio de Federico (collegium Fridericianum).
Este hombre ejerció, de acuerdo con el sentido del príncipe reinante, una influencia duradera sobre todas las escuelas prusianas. En él puso la madre de Kant toda su confianza. Ella le consultaba para la educación de su hijo, y seguía con tanto más gusto sus consejos, como que Schultz indicaba la carrera teológica para él. Así, a los diez años, fue enviado Kant al colegio de Federico, dirigido por su protector, y donde imperaba desde su creación el espíritu del pietismo.
Una singular coincidencia ha confiado la educación de los innovadores de la filosofía moderna a poderes que más tarde han combatido ellos con la mayor energía. Bacon fue educado por escolásticos; Descartes por jesuitas; Spinoza por los rabinos, y Kant por los pietistas. Sin embargo, Kant no tuvo que sufrir la influencia de los pietistas; las estrechas miras de la intransigencia pietista le fueron completamente extrañas y no pudieron introducirse en el ánimo del escolar. Lo que tiene el pietismo de malsano y contrario a la razón y lo que a los espíritus débiles suele comunicar, no hallaba en Kant simpatía alguna. Pero en un aspecto ejerció el pietismo sincero cierta influencia saludable sobre su espíritu, a saber: en la severidad moral de sus sentimientos y en la rigidez de su conciencia, cosas que siempre pedía y que mismo practicaba. Tampoco ha negado el reconocimiento que al pietismo tenía por lo que toca a la energía moral. Porque la perfecta y rigurosa pureza de los sentimientos fueron siempre el último fin, el único y el más elevado de sus doctrinas filosóficas sobre la moral. Esa disposición al rigorismo moral que en Kant observamos, fue alimentada y desarrollada, sin duda alguna, por su educación pietista. El mismo Schultz reunía en su persona el espíritu estrecho del pietismo y un carácter severo, moral y generoso, éste rodeaba del mayor cuidado al discípulo que le confiaron, y era para Kant y sus padres, un padre, un bienhechor, Kant, hasta en la edad más avanzada, habló siempre de él con el más vivo reconocimiento, y su deseo predilecto era levantar al maestro y bienhechor de su juventud un monumento público.
Los siete años de escuela (1733-1740), no ofrecen nada de particular. Él era todo lo contrario de un genio precoz. No era la escuela el escenario donde podían manifestarse con brillo y lucimiento sus facilidades extraordinarias. De estructura débil y delicada, de pecho estrecho y hundido y de no muy bien hecha figura, debía Kant ante todo obtener por un esfuerzo enérgico de la voluntad el sentimiento de su propio valor y flexibilidad intelectual. Tenía principalmente que combatir con dos obstáculos físicos: la timidez y la falta de memoria, defectos que bastan para ocultar las mejores disposiciones de un niño. Kant no pudo, hasta cierto punto, libertarse nunca de esta timidez innata. Y es que además estaba  sostenida por su modestia. Al mismo tiempo se observaba en él desde muy temprana edad una rápida presencia de espíritu, que le servia de mucho en los pequeños peligros que existen en la vida de un joven. Era tímido, pero no miedoso. Ya se podría prever que tendría voluntad e inteligencia de sobra para vencer los enojosos obstáculos que la naturaleza había colocado en su camino. A medida que avanzaba en la carrera escolar, sus facultades se hacían más notorias, y demostraba mayor celo en el estudio. En cuanto a la enseñanza que se le daba, iba muy bien en los estudios clásicos, particularmente en el latín, que lo aprendía con Heidernich, y muy mal en matemáticas y filosofía. Hasta tal punto era mala esta última parte, que Kant se inclinó con grandísima predilección a los estudios clásicos, y nadie hubiera adivinado en él al futuro filósofo. Se entregó sobre todo a la lectura de los autores latinos, y esto constituía para él un ejercicio de estilo y de memoria. Aprendió a escribir correctamente el latín; hasta tal punto, que supo más tarde expresar en el latín escolástico las más arduas cuestiones de metafísica. Su memoria se llenó tanto de los escritos de los poetas romanos, que hasta en su vejez recitaba de memoria los trozos más escogidos, en particular el poema de Lucrecio. Entonces pensaba Kant dedicarse por completo a la filología. Ya se veía él hecho un filólogo futuro escribiendo libros en latín, con el nombre de Cantius en la portada. El celo por el estudio de los autores latinos, el proyecto de hacer de esto su única ocupación, lo compartía Kant con dos condiscípulos; uno de los cuales realizó en efecto, y con éxito, esos planes de la juventud: este fue David Ruhnken, de Stoepe, que en el mundo filológico ha hecho célebre el nombre de Ruhnkenius. El otro discípulo era Martin Kunde, de Koenisberg, cuyo talento ahogaron las necesidades materiales, y vivió siempre en muy triste situación hasta que al fin murió de rector en la escuela de Rastemburg. Los tres jóvenes rivalizaban en sus estudios filológicos; juntos leían a sus autores predilectos y en común formaban sus planes para el porvenir. Muchos años después, Ruhnken y Kant eran ya profesores célebres; el uno en Leyda, el otro en Koenisberg. En 1771, Ruhnken escribió a Kant una epístola clásica donde recordaba a su antiguo amigo los años de la juventud y el colegio. Federico Ruhnken sólo sabía entonces del filósofo Kant lo que oía decir y alguna que otra crítica sobre sus obras. Únicamente sabía que Kant se ocupaba de filosofía inglesa, a la cual estimaba en mucho. Encargaba a Kant que escribiera sus obras en latín para que los ingleses e irlandeses pudieran leerlas; que esto debía serle fácil al que en la escuela escribía, con tanto primor esta lengua. Es de creer que Kant fuera contado, cuando estaba en las clases superiores con Ruhnken, entre los mejores alumnos; este al menos es el recuerdo que en su amigo había dejado. Así le decía en esa carta: «Erat tum ea de ingenio tuo opinio, ut omnes predicarent, posse te, si studio nihil intermiso contenderes, ad id, quod in litteris summun est, pervenire.» Acaso haya exagerado un poco la retórica latina. Al comienzo de la carta, el primer recuerdo de la juventud está consagrado a los maestros pietistas, que parecen al filólogo clásico una mala aventura, de la cual los dos amigos han sacado el mejor partido posible: «anni triginta sunt lapsi, cum uterque tetrica illa quidem, sed utili nec poenitenda fanaticorum disciplina continebamur
Las ciencias filosóficas y matemáticas no contaban en la escuela con ningún Heydenreich, y el estudio de estos ramos fue infructuoso. Siempre que Kant recordaba aquellos estudios, decía a su amigo Kunde que sus antiguos profesores de filosofía, no solo no desarrollaban en él la llama de esta ciencia, sino que más bien estuvieron a punto de apagarla por completo.

2. Los estudios académicos
En la Universidad sucedió precisamente lo contrario. Aquellas ciencias que estaban más descuidadas en el colegio Federico, tenían en la universidad sus mejores representantes. Daba lecciones de filosofía y matemáticas el todavía joven e ilustre Martin Knutzen; de física, Gotfried Teske. Aquí entró nuestro Kant en un nuevo mundo, que en adelante había de ser su verdadera patria. La chispa que la escuela no pudo encender se convirtió aquí en brillante llama que con su fulgor iluminaría más tarde como reluciente astro al mundo del pensamiento. El que mayor influencia ejerció sobre Kant fue Knutzen, el cual le introdujo en el estudio de las matemáticas y de la filosofía, le hizo conocer las obras de Newton, le sirvió de amigo y de maestro y le ayudó con sus consejos.
Primeramente se inscribió Kant en la facultad de teología, y desde la escuela estaba destinado a hacer estos estudios. Con suma puntualidad y aplicación siguió sus cursos, especialmente los de dogmática de Schultz, el antiguo director del colegio, y predicó algunas veces en las iglesias comarcanas. había, pues, concluido sus estudios teológicos cuando abandonó por completo esta carrera. Por diferentes motivos debió tomar esa resolución. El más capital sin duda fue la preferencia que tuvo por las ciencias matemáticas y filosóficas; el segundo motivo que influyó contra la teología puede ser muy bien que lo hallara en esa misma ciencia, y sobre todo en el sentido pietista que tenía y que ahora en la universidad se revelaba mejor que en el colegio, y donde le parecía más refractaria como dogmática que lo que le era como moral y disciplina, manifestándose de esta suerte al futuro pastor como el yugo por el cual tendría que pasar para entrar en su carrera eclesiástica. Fácil es suponer cuán insoportable hubiera sido semejante imposición a un hombre como Kant, y con qué placer para evitar ese yugo renunciaría a la carrera teológica. Esperaba Kant siendo teólogo obtener en Koenisberg una plaza de sustituto; lo deseaba para permanecer en la ciudad universitaria y proseguir sus estudios científicos. Ese puesto era ordinariamente el primer paso en la carrera teológica, y el que precedía a todas las posiciones jerárquicas. No consiguió Kant el puesto y fue preferido para tan insignificante empleo un opositor aún más insignificante. Quizá fue este el último y decisivo motivo que para siempre le alejó de la carrera teológica.

3. La enseñanza privada
Kant no podía vivir en esta situación mucho tiempo en Koenisberg. Lo poquísimo que sacaba de algunas lecciones particulares y todo lo que en el porvenir pudiera sacar, no alcanzaba para cubrir las necesidades de su vida; y como con la muerte de su padre (1747) empeoró su situación económica, no quedaba a Kant otro recurso que salir de Koenisberg y asegurar su sustento entrando de profesor privado en el seno de alguna familia. En este puesto esperaba aprovechar en sus estudios científicos todo el tiempo que le quedara, y tal vez también ahorrar dinero suficiente para seguir más tarde su verdadera vocación. Su objeto era la carrera académica. Para empezar, además de la preparación científica, necesitaba Kant otra preparación económica que acaso le exigiría mayor tiempo que la primera. Brillantes trabajos habían probado ya su capacidad científica. En el momento en que termina Kant el período académico de su vida y en que se dispone a comenzar la del preceptorado, escribió su primera disertación: «Pensamientos sobre la verdadera evolución de las fuerzas vivas en la Naturaleza,» donde intentó resolver con sus propias fuerzas uno de los problemas más difíciles y profundos de la filosofía de la naturaleza. Imprimió a su costa este escrito, ayudado por un pariente materno. (Aquí sólo estudiamos la vida exterior del filósofo y ha de sernos permitido que no entremos en lo que al contenido de aquel escrito respecta.) Con aquel trabajo selló Kant el curso de su vida académica, y dio el primer paso en su nueva carrera.
Por espacio de nueve años (1746-1755) fue Kant preceptor de tres familias distintas. Primero en casa de un predicador reformador de los alrededores de Gumbinnen; después en casa del caballero de Hulsen, de Arensdorf, en Mohremgen; y por último, en casa del conde Kayserling, de Rautenburg, que pasaba en Koenisberg la mayor parte del año. Estos nueve años constituyen en la vida de Kant un período de calma, y carecemos de pormenores de ella. Kant mismo confesaba que valía mucho más su teoría pedagógica que la práctica, o, como en otros términos expresaba esta contradicción, que los mejores principios formaban los peores preceptores. Por lo demás, parece que supo tener gran tacto y habilidad en la difícil posición de preceptor en una casa particular, porque de sobra nos lo prueban el cariño y adhesión que se creo en el corazón de sus discípulos y el aprecio de sus padres. Con la familia Hulsen y Kayserling estuvo siempre relacionado, y con la última, en particular, mantuvo relaciones muy íntimas. Algún tiempo después le fue entregado como pensionista, en su casa, uno de los jóvenes Hulsen, y también se notó que el primer propietario prusiano que libró a sus aldeanos de la servidumbre, fue precisamente el discípulo de Kant.

IV
Los empleos académicos

1. Carrera y habilitación
En 1755 llegó por fin el momento de aspirar a los grados académicos, época por cierto desfavorable bajo el punto de vista científico, porque sobrevino esto un año antes de la guerra de los siete años. El 12 de Junio de 1755 fue Kant nombrado doctor después de una disertación sobre el fuego, que fue de la aprobación completa de su antiguo profesor Teske, y hecho privat docent de la universidad de Koenisberg, después de otra disertación publica hecha el 27 de Septiembre del mismo año sobre los principios de los conocimientos metafísicos. Con arreglo, a una real orden de 1749 no podía nadie ser admitido al profesorado extraordinario sin haber sostenido antes tres discusiones sobre una disertación impresa. Llenó Kant este requisito con una discusión sobre la monadología física. Estaban, pues, franqueados los primeros grados de la carrera académica. Hasta ahora había subido Kant merced a sus propios esfuerzos, y muy de prisa por cierto. Pero de hoy en adelante necesitaba el apoyo de la suerte y de las circunstancias, y éstas le fueron tan desfavorables que sólo adelantaba en su carrera con una extremada lentitud. Quince años estuvo Kant de privat docent antes de obtener la merced de entrar en la universidad como profesor ordinario.
Debemos indicar aquí los obstáculos que se interpusieron en su camino, y que tan lento hicieron el progreso de su carrera académica. Apenas terminó Kant su tercera disertación, se presentó para el profesorado extraordinario de matemáticas y filosofía. Con motivo de la muerte de su profesor Knutzen estaba esta clase vacante desde 1751. La guerra era inminente en estos momentos, y había decidido el gobierno prusiano no conceder ninguna cátedra extraordinaria. Su nombramiento fracasó esta vez. Dos años más tarde, en 1758, vacó también la cátedra ordinaria de lógica y metafísica, y era menester proveerla a pesar de la guerra. Pretendió Kant la clase con otro privat docent, llamado Buck. A principios del mismo año habían invadido los rusos la provincia de Prusia; el 22 de Enero entraron en Koenisberg. Toda la administración de la provincia, la civil y la militar y la distribución, por consiguiente, de los puestos académicos estaban en manos de un general ruso. Apoyaba la candidatura de Kant su antiguo profesor Schultz, cuya conducta en esta ocasión es bastante característica. La benevolencia que prestaba a su antiguo discípulo luchaba en su ánimo con las sospechas que le inspiraba el desertor de la teología. Era Schultz un wolfiano ortodoxo y en la tesis de recepción se había mostrado Kant contrario a Wolf en cuestiones muy capitales. Tenía, pues, Schultz más de una razón para permanecer indeciso. Pero quería convencerse ante todo en lo que toca a la fe. Hizo llamar a Kant, y apenas hubo entrado en su cuarto, le preguntó: «¿Tenéis en vuestro corazón el temor de Dios?»– Indudablemente tenía la pregunta más trascendencia que la que le supone Borowski creyendo que fue sencillamente un medio para hacer que callara Kant. No fue Kant más afortunado en esta ocasión. El general ruso le excluyó y dio la cátedra a su rival.
Al fin de la guerra fueron mejorando los tiempos. Pedro III subió al trono a principios de 1762; hízose la paz entre Prusia y Rusia; la hostilidad se convirtió en alianza; devolviéronse las provincias conquistadas, y volvió la universidad de Koenisberg a ser regida por la administración prusiana. Así por sus lecciones como por sus escritos, uno de los cuales acababa de ser premiado por la Academia de Berlín, se había atraído Kant la atención del gobierno prusiano. Se dijo que le darían la primera cátedra vacante. En Julio de 1762 vacó, en efecto, una clase; pero –nuevo contratiempo– la clase era de poesía. Kant no podía naturalmente pretender ese puesto, que entre otras funciones, imponía al propietario la obligación de juzgar todas las poesías de circunstancias, y de hacer las oficiales para las grandes solemnidades, navidad, coronaciones, natalicios, &c. La guerra había concluido, y era indispensable proveer la vacante el gobierno se fijó en Kant. El ministro encargado de la administración de las universidades escribió al curatorium de Koenisberg pidiéndole informes sobre cierto magister de aquel lugar, llamado Manuel Kant, que ya el gobierno conocía por algunos escritos suyos que demostraban un profundo saber, y preguntando si tenía las dotes necesarias y el deseo de ser profesor de poesía. No aceptó Kant el empleo, y se recomendó para otra ocasión. Respondió el ministro «que sería colocado el magister M. Kant tan pronto como hubiera una ocasión, para honor y utilidad de la Academia de Koenisberg.»
Se presentó esa ocasión al año siguiente, aunque sin ser todavía una cátedra, sino el modesto puesto de subbibliotecario del palacio real, con el sueldo no menos modesto de 62 thalers anuales. Por orden del gabinete, fecha 14 Febrero de 1766, fue otorgado este puesto «al hábil magister Kant, célebre por sus escritos científicos.» Este fue su primer empleo oficial. Tenía a la sazón 42 años.
Por último, después de quince años de esperar, después de tantos infructuosos esfuerzos, llegaba Kant al puesto que tan merecido tenía. En Noviembre de 1769 recibió el nombramiento para la universidad de Erlangen de profesor ordinario en la materia a que se había consagrado; en Enero del año siguiente le ofreció la misma clase la de Jena. Como no se le ofrecía nada en Koenisberg, se disponía ya a aceptar la proposición de Erlangen. Casi había cerrado sus compromisos, cuando se le ofreció en Koenisberg la perspectiva de la cátedra de matemáticas. Buck, aquel que obtuvo del general ruso la clase de lógica y metafísica, pasó a aquella cátedra y fue nombrado Kant profesor de la que dejaba vacante en Marzo de 1770, consiguiendo al fin la clase que en vano pretendió doce años atrás. El 20 de Agosto de 1770 inauguró su profesorado con la tesis: «de la forma y de los principios del mundo sensible e inteligible.» El que respondió en esta ocasión fue Marcus Herz, uno de sus más distinguidos discípulos. En esta disertación están contenidos los principios de la filosofía crítica. Kant había hallado ya su nuevo camino, y en este escrito penetraba en él defendiendo las bases de una filosofía completamente nueva. Así, el año de 1770 constituye en su vida un momento muy importante, y hace época, así por su vida exterior, como por el desenvolvimiento científico de su espíritu.
Sin ningún otro título honorífico ocupó Kant hasta su muerte esta cátedra, cuyos deberes cumplió con escrupulosa puntualidad todo el tiempo que le fue posible. En 1772 se desprendió del cargo de bibliotecario, que a más de serle molesto, le robaba un tiempo precioso, y se entregó por completo a sus lecciones y estudios. Durante esta docena de años estuvo constantemente preocupado con la gran idea de una transformación completa de la filosofía. Progresaba con gran lentitud en la facultad. Sólo los cuatro primeros miembros de ésta tenían asiento en el Senado académico. En 1780 alcanzó Kant el cuarto lugar en la facultad, y la entrada por consiguiente en el Senado. En el verano de 1786 fue por primera vez rector de la Universidad, y como tal tuvo que hablar en nombre de la Albertina (4) al rey Federico Guillermo II que acababa de subir al trono, y que se encontraba en Koenisberg para recibir el homenaje de esta ciudad. Apunta Borowski en su manuscrito que Kant fue muy distinguido en esta ocasión, especialmente por el ministro Herzberg. Nosotros, por nuestra parte, decimos que Kant, que no buscaba tales honores, borró esas líneas en el manuscrito. En el verano de 1788 fue rector por segunda vez, y antes de 1792 senior de toda la facultad y también de toda la Academia (5).

2. Profesorado
Hemos indicado las condiciones exteriores de su posición oficial. Debemos ahora tratar de cómo llenó sus funciones, de la extensión y naturaleza de sus lecciones académicas. En el invierno de 1755 al 56 dio Kant su primera clase. Borowski asistió a la apertura del curso. «Vivía entonces –nos dice este– con el profesor Kypke, en la ciudad nueva. Un número increíble de estudiantes ocupaba por completo la vasta sala que allí había, el vestíbulo, y se extendía hasta las escaleras. Esto parecía embarazarle. No teniendo el hábito de estas cosas, casi perdió el dominio de sí mismo, hablaba más bajo que de costumbre y se corregía frecuentemente. Pero esto hacía crecer nuestra admiración por aquel hombre que creíamos todos de un vastísimo saber, y que, sin temor verdadero, se presentaba ante nosotros con tan grande modestia. En las lecciones siguientes ya no sucedió lo mismo, y no solo fueron profundas sus explicaciones, sino también fáciles y amenas.» Todos los que le oyeron coinciden en decir que sus lecciones eran interesantísimas, de grandísima doctrina, y que cuando el objeto que trataba lo requería, les imprimía grandísimo vuelo y elevación. El fin que Kant seguía en sus explicaciones era el del profesor, y sobre todo del profesor de filosofía. Antes que propagar ideas propias, excitaba en sus discípulos el estímulo y los inclinaba al propio pensamiento. Mil veces dijo él, desde lo alto de su cátedra, que no se viniera allí a aprender filosofía, sino a filosofar. No era su objeto trasmitir resultados adquiridos, sino que delante de sus mismos oyentes procedía a la investigación, les hacía seguir la operación científica y brotar a sus ojos las concepciones justas, despertando de esta suerte en ellos la actividad del pensamiento, y a la vez encadenando la atención y el espíritu de los que le escuchaban. Es lógico que no sirvieran para todas las cabezas semejantes lecciones, que sólo se atrajeran las inteligencias algo elevadas y que se alejaran los espíritus mediocres, probablemente los más numerosos. Tampoco le gustaban los que escribían, y no quería oyentes que por completo se entregaran a su palabra. A causa del constante cuidado de provocar la meditación en sus oyentes, y de preferir que la verdad brotara del espíritu de los otros a publicarla él mismo, puede decirse que nunca fue Kant dogmático en su clase, ni aun como profesor de filosofía.
Hacía sus cursos, según costumbre, por manuales impresos, que, así a sus discípulos como a él, fueron muy útiles por el gran número de cursos que dio. No se sujetaba, sin embargo, al manual, ni se rebajó a convertir sus cursos en meras explicaciones de los párrafos impresos. Empleaba en él también aquella espontaneidad que quería surgiese en el ánimo de sus oyentes. Sin traba alguna, se entregaba por completo al libre curso de sus pensamientos, y cuando estos le arrastraban demasiado lejos del tema dado, cortaba de repente el hilo con un: «así sucesivamente», o «etcétera», y cogía de nuevo el asunto con un «in summa, señores.» Pero lo que sobre todo cautivaba a sus oyentes, aun a los más incapaces de pensar por sí mismos, era, además de aquella libertad en sus explicaciones y de sus maneras llenas de animación, las aplicaciones interesantes, graciosas y a veces poéticas que hacía cuando, para hacer más claras sus lecciones, buscaba ejemplos y comparaciones en los poetas, viajeros o historiadores. Dada esta manera de tratar las cuestiones, cualquier interrupción del cuidado que tenía que observar, le era en extremo desagradable. La cosa más insignificante, si no estaba habituado a ella, por ejemplo, una singularidad en el traje de un estudiante, bastaba para turbarle. Cuenta Jachmann un rasgo de este género, muy característico y a la vez muy cómico. Dice que tenía Kant costumbre de fijar sus ojos, parare recogerse en sí mismo cuando hablaba, en uno de sus oyentes más cercanos, como si a él fueran dirigidas todas sus demostraciones. Estaba un día cerca de él un estudiante a quien faltaba en la levita un botón: Kant advirtió este hueco. Sin cesar caía involuntariamente su mirada en el sitio del botón, como si contemplara algún defecto de la naturaleza; todo el curso de la lección se le notó excesivamente turbado.
El círculo obligado de su enseñanza comprendía las asignaturas que había profesado: matemáticas, física, lógica y metafísica, y además derecho natural, moral, teología natural, geografía física y antropología. Los manuales de que se se servía eran: en matemáticas y física, los de Wolf y Eberhard; en lógica, el de Baumeister, después el de Meier, y en metafísica, el de Baunister al principio, después el de Baumgarten.
Desde 1760 empezó a extender el campo de sus lecciones a fin de hacer más atractivos los estudios académicos y de propagar los adelantos de las ciencias. Para los teólogos daba el curso de filosofía de la religión o teología natural, para otros antropología y geografía física. Desde que publicó en 1763 y 1764 su disertación sobre «la única base posible para la demostración de la existencia de Dios» y sus observaciones sobre el sentimiento de lo bello y de lo sublime», entraron estas materias en sus explicaciones bajo el nombre de «Crítica de las pruebas de la existencia de Dios» y «Tratado de lo bello y de lo sublime.»
Con el más riguroso celo llenó Kant durante cuarenta años sus deberes académicos. después vinieron los obstáculos: primero, el conflicto que tuvo con el gobierno; segundo, su avanzada edad. En 1794 interrumpió su curso de teología racional, causa del conflicto con el gobierno. En el verano de 1795 suspendió todas sus lecciones particulares, y sólo continuó con las públicas de lógica y metafísica. Por último, en el otoño de 1797 terminó para siempre sus cursos académicos.
Hacía sus cursos en las horas diarias, rigurosamente determinadas, como en general acostumbraba en la distribución de su tiempo. Cuatro veces por semana daba sus lecciones, de siete a nueve de la mañana, dos veces, de ocho a diez, y además el sábado de siete a ocho las repeticiones. Tuvo siempre estas horas con la mayor puntualidad. Asegura Jachmann que en los nueve años que estuvo oyendo a Kant no se acuerda de una sola vez que faltara a sus clases, ni que se haya hecho esperar un cuarto de hora.
Bien se comprende que en el curso de cuarenta años poco a poco se fueran apagando sus fuerzas oratorias, mucho más si se recuerda que no le acompañaban las físicas, y sobre todo la débil edad de voz que siempre tuvo. Mientras influían en el ánimo de los oyentes, la vivacidad de las lecciones, el nombre del maestro y la novedad del asunto, parece como si la misma debilidad de aquel órgano fuera una causa más para atraerse la atención de aquellos oyentes. Con el tiempo era lógico que perdieran sus lecciones la vivacidad que antes tenían. En los primeros años podía Kant influir poderosamente, y hasta arrastrar a los más impresionables, sobre todo cuando valiéndose de Pope y Haller, sus poetas favoritos, se entregaba a los trasportes de su fantasía. Una de estas lecciones debió ser la que enamoró en tal grado a un oyente, que éste reprodujo todos los pensamientos en una composición poética, que al otro día por la mañana enviaron a Kant. Gustó tanto la poesía al filósofo, que no pudo dejar de leerla en la clase. El oyente poeta era Herder, que a la sazón (1762-1764) estudiaba en Koenisberg, y seguía los cursos de Kant. Recordando más tarde Herder en sus cartas sobre el progreso de la humanidad los tiempos de su juventud académica, trazó el retrato de su antiguo maestro con los más vivos y entusiastas colores. El pasaje que dedica a la memoria de Kant le hace más honor que la desentonada y errónea polémica que más tarde sostuvo contra la filosofía crítica. «Yo tuve la dicha –dice él– de conocer a un filósofo, que fue mi maestro. En los años más florecientes de su vida tenía la jovialidad de un mancebo y creo que siempre la tuvo hasta en su edad madura. Su ancha frente, que indicaba la fuerza del pensamiento, era morada de permanente jovialidad; salía de sus labios la palabra más abundante en pensamientos; disponía a su antojo del chiste, del humor y de la broma, de suerte que sus lecciones, a la par que científicas, eran el entretenimiento más agradable. Con el mismo interés examinaba a Leibniz, Wolf, Baunigarten, Crusius, Hume, estudiaba las leyes de Newton, de Keplero y otros físicos; daba entrada a los escritos de Rousseau, Emilio y la Eloisa, que entonces acababan de publicarse, así como también a cuantos descubrimientos científicos ocurrían, viniendo a parar siempre en el conocimiento imparcial de la naturaleza y en el valor moral del hombre. La historia de la humanidad, de los pueblos, de la naturaleza, de las ciencias naturales y la experiencia eran siempre las fuentes de que se valía para dar animación a sus explicaciones: nada digno de ser sabido le era indiferente; buscando siempre la verdad y su propagación, no conocía cábalas, ni sectas, ni prejuicios. Animaba y hasta obligaba a sus oyentes a pensar por propia cuenta. Ignoraba lo que era el despotismo. Ese hombre, que con el mayor respeto, que con el más vivo agradecimiento nombro, es Manuel Kant: tengo ante mis ojos su agradable imagen.» (6)
Treinta años más tarde vino Fichte a Koenisberg para oír a Kant. después de asistir a su clase escribió Fichte en su diario: «He oído a Kant y tampoco me ha satisfecho. Su explicación es soporífera.» había llegado Fichte a Koenisberg con una idea tan exagerada de Kant, que el Kant real no correspondía a ella. No es esto una censura para Kant, todo lo contrario. Podrá ser tan justo el juicio de Fichte como el de Herder. Las explicaciones que Herder oyó son treinta años anteriores a la que oyó Fichte.
Los cursos más concurridos de Kant eran los de antropología y de geografía física, dedicados a la generalidad de las gentes cultas.
En ellos quería Kant propagar este género de conocimientos útiles e importantes sobre el mundo y la naturaleza humana, que él poseía en gran cantidad. El estudio asiduo de los pueblos y de los hombres era para él una especie de recreo a la vez que le servía de complemento a sus investigaciones filosóficas. Mas desde todas partes se dirigía siempre su pensamiento hacia un objeto único, al cual afluían como a su punto céntrico: la naturaleza humana. Para conocer a la naturaleza humana como tal, anterior e independiente de toda experiencia, es necesario el sentido especulativo que la filosofía crítica ha creado. Para conocer a la naturaleza humana tal como la experiencia la presenta, como dentro del mundo aparece, es necesario un conocimiento profundo y extenso de la experiencia, del mundo. Kant, que nunca había viajado, no podía obtener ese conocimiento por propias observaciones. Así, reemplazó los viajes con la lectura asidua y detenida de las narraciones de viajeros. Al lado de una excelente memoria podía una gran fuerza de imaginación que le permitía representar las cosas en todos sus detalles y conservarlas con tal claridad que parecía tenerlas delante de sus ojos. Hablaba con tal exactitud e interés de las particularidades de un país o de una ciudad, que más de una vez se le hubiera tomado por un touriste. En una ocasión describía el puente de West-minster de Londres, su forma, dimensiones y medida con tanta claridad y vida, que un inglés que le estaba oyendo le tomó por un arquitecto que había vivido muchos años en Londres. Del mismo modo hablaba otra vez de Italia, como si hubiera conocido a ese país por larga y propia experiencia. De todo esto se comprende el interés que debían tener sus lecciones sobre geografía física, animadas por tal riqueza de conocimientos y por imaginación tan extraordinaria. Así, concurrían a estos cursos, no solo jóvenes estudiantes, sino también un gran número de personas de edad madura y de las más diversas profesiones. Y estaba tan extendida la reputación de estas lecciones, que desde puntos muy lejanos se mandaban a pedir los extractos. Entre estos lejanos lectores de Kant se encontraba el ministro prusiano von Zedlitz, que siguiendo a las inspiraciones del rey Federico favorecía el progreso, y particularmente la filosofía kantiana. Un año después de haber inaugurado Kant su profesorado ordinario, fue puesto von Zedlitz al frente del departamento eclesiástico y encargado de la alta inspección de la enseñanza prusiana. Tenía encargo de dejar el campo más libre a las opiniones, particularmente las científicas, y cuidar al mismo tiempo de que doctrinas rancias y manuales antiguos y fuera de uso, no perjudicaran a la instrucción pública. Animado de este espíritu escribió el ministro en Diciembre de 1775 a la universidad de Koenisberg, prohibiendo a los profesores hacer sus cursos y explicaciones sobre manuales anticuados. La enseñanza debía ser filosófica y no debía explicarse más la filosofía de Crusius. Entre honrosas excepciones se hacia especial mención de Kant y Reusch, a quienes se designaba como modelos para los otros profesores. Los crusianos intransigentes como Weymann y Wlochatius recibieron aviso de explicar sobre otros asuntos. Sin duda alguna en esta orden –muy oportuna desde luego– hay algo de imperativo, como de por sí lo producía el racionalismo ilustrado de la época: en ella se ordena a los profesores que cesen de ser estrechos en sus miras.
Zedlitz tenía de Kant altísima opinión. En 1778 le escribía: «estoy asistiendo ahora a vuestro curso de geografía, física, mi estimado profesor Kant, y lo menos que puedo hacer es enviaros mi agradecimiento. Esto tal vez os admire, efecto de las ochenta millas que nos separan; pero yo también debo confesaros que estoy en la situación del estudiante que o está muy lejos del profesor, o no está habituado a su pronunciación, porque el manuscrito que estoy leyendo está escrito de una manera muy incorrecta y confusa. Sin embargo, por lo que he logrado descifrar, se han aumentado extraordinariamente mis deseos de leer lo restante.»
Al quedar vacante en el mismo año la cátedra de filosofía en Halle por la muerte de Meier, ofreció el ministro a Kant la primera cátedra de filosofía de Prusia en las más brillantes condiciones. Ni el gran sueldo, ni la perspectiva de un mayor auditorio, ni el título que para él tenía dispuesto el ministro fueron bastante para alejarlo de su querido Koenisberg.

V
La nueva doctrina

1. Desarrollo de la Filosofía Crítica
Hallábase Kant a la sazón ocupado en la preparación de su obra capital. Lo que él ya había descubierto y presentado con completa claridad en su disertación inaugural, era el gérmen del nuevo sistema filosófico. Con lentitud y seguridad, como lo requería la dificultad del asunto y la profundidad de Kant, avanzaba hacia su término este grandioso trabajo intelectual. Era, además, tan vasto el campo de estás nuevas investigaciones que cada paso que le aproximaba hacia su fin, parecía más bien alejarlo. Kant por lo menos creyó terminar su trabajo mucho antes. Las cartas que en esta época escribía a Marcus Herz, de Berlín, nos dan algunos datos sobre los retrasos que su obra experimentaba. Al mismo tiempo son esas cartas las únicas que nos dan algunos detalles sobre la elaboración de la filosofía crítica.
La idea de una nueva filosofía estaba presente al espíritu de Kant con toda claridad desde 1770. Sabía que se necesitaba una crítica de la razón pura en su relación con los conocimientos teóricos y los prácticos. Ya en Febrero de 1772 escribía él a Herz: «Estoy haciendo una exposición, una crítica de la razón pura que contiene la naturaleza del conocimiento teórico y práctico (en tanto que es meramente intelectual), cuya primera parte, que contiene las fuentes de la metafísica, su método y límites, para fundar más tarde los principios puros de la moral, publicaré de aquí a tres meses» (7). La obra toda debía abarcar en sus dos partes lo que después apareció en las tres críticas separadas: de la razón pura, de la razón práctica y del juicio. Kant pensaba entonces poder concluir en tres meses la crítica de la razón pura y publicarla.
En Junio del mismo año escribía a Herz que en esos momentos estaba ocupado en una obra sobre los límites de la sensibilidad de la razón. Estas dos partes son, pues, las investigaciones que comprendía más tarde la crítica de la razón pura en sus doctrinas elementales (como estética y lógica trascendentales). Sin embargo, él observó bien pronto que no solo ha de estar fundado el conocimiento, sino que debe ser exactamente limitado, y que para la completa solución de la cuestión crítica era también necesario «una disciplina, un canon, una arquitectónica de la razón pura» en una palabra, lo que más tarde llamaba método la crítica de la razón pura. «No pienso»– escribía Kant en Noviembre de 1776– «concluir este trabajo antes de pascuas, y creo más bien que le dedicar una parte del verano próximo.» Al mismo tiempo se quejaba de su salud siempre quebrantada.
Sobre el sistema de la nueva filosofía y sobre la idea del todo, no tenía ya Kant duda alguna. Mas antes de toda deducción sistemática, era preciso producir las bases por medio de la misma indagación crítica. Esta crítica de la filosofía estaba llena de dificultades, sobre todo para la forma de exposición que debía ser conveniente y comprensible para todo el mundo. Así escribía Kant en Agosto de 1777 que esta crítica era como una piedra en medio del camino de su trabajo sistemático, que toda su ocupación consistía entonces en apartarla a un lado, y que para el invierno esperaba haberlo conseguido por completo. El trabajo avanzaba. Sin embargo, tampoco estuvo concluida en el verano del año siguiente. No estaba la dificultad en el número de pliegos, sino en el mismo asunto. «Yo espero» decía en una carta de este año, «que encontraréis justificada la causa de la tardanza en la naturaleza de la cosa y del proyecto mismo.» En otra carta de Agosto de 1778 habla él de su obra como de un «Manual de Metafísica» en que incesantemente trabaja. En ese mismo año tomaron también sus lecciones de metafísica otro carácter distinto. Hablando Kant en esa carta de las explicaciones, dice que se separan mucho de las anteriores y de las ideas generalmente admitidas.
Al fin, el 1º de Mayo de 1781 escribía Kant: «En estas ferias de pascua saldrá un libro mío con el título de Crítica de la razón pura. Se imprime en la casa de Hartknoch, de Halle. El libro contiene el resultado de las múltiples investigaciones que comenzaron por los conceptos que discutimos juntos bajo el nombre de mundi sensibilis et intelligibilis. Para mí tiene una gran importancia someter la suma de todos mis esfuerzos al juicio del hombre profundo que se dignaba interesarse por mis ideas y que las comprendía con tanta penetración.»
La aparición de esta obra constituye en la historia de la filosofía la época crítica. habían pasado diez años desde que Kant anunciaba publicarla a los tres meses, y sólo tres desde que decía que iba a contener sólo algunos pliegos. Pero estos pocos pliegos se convirtieron en un abultado volúmen. Esta obra es una de las más difíciles que se han publicado, y al mismo tiempo, lo que es todavía más raro, una de las más acabadas y meditadas. Pero al mismo tiempo que por esta obra se rejuvenece por completo la filosofía y se abre una nueva era para ella su autor, de cincuenta y siete años de edad, pone los pies en las puertas de la vejez. De naturaleza débil, de constitución enfermiza y de extremada sensibilidad necesitaba ahora de toda la fuerza de su voluntad y de todo el tiempo que le quedaba para educar aquel hijo tan retardado. Las nuevas bases están dadas, y sobre ellas hay que levantar la nueva doctrina. Kant consagra cada vez más sus fuerzas a esta obra, y la mira como objeto de su vida. Economiza el tiempo más que nunca, porque avanzan los años y le queda todavía mucho por hacer, siendo él quien únicamente puede hacerlo. Visita con menos frecuencia, escribe muy pocas cartas, a veces se pasa un año para contestarlas; todo su tiempo de trabajo lo absorben sus ocupaciones oficiales y filosóficas.

2. Las obras posteriores
En la Crítica de la razón pura se indicaban claramente los problemas que debían ser resueltos. Ante todo era necesario comprender bien la misma investigación kantiana, el espíritu de la filosofía crítica y su punto de vista completamente nuevo. El primer juicio que de la obra se publicó entonces y por persona competente, nos hace ver cuán lejos estaban de su justa interpretación las primeras inteligencias de la época. Garve, que se hallaba en los baños de Pyrmorit, recibió la Crítica de la razón Pura entre otros libros nuevos. Al poco tiempo daba cuenta de ella en los Anuncios científicos de Goettingen, y ponía la doctrina de Kant al lado del idealismo dogmático de Berkeley. Y cuenta que Kant había tomado un punto de vista tan alejado y distinto del idealismo como del realismo de la época dogmática y de toda dirección dogmática o escéptica. Se creyó, empero, que la Crítica estaba demasiado cerca del idealismo de Berkeley y del escepticismo de Hume.
Kant no podía tolerar una interpretación tan extraviada, y para hacer ver los puntos que principalmente debían hacerle distinguir de Berkeley y Hume, y facilitar al mismo tiempo la mejor interpretación de su obra, escribió en 1783 sus «Prolegómenos de toda metafísica futura.» Con este fin también modificó algunos puntos esenciales en la segunda edición de la Crítica de la Razón pura, y entre las dos ediciones ha establecido diferencias, cuya importancia para el carácter e inteligencia de la filosofía crítica hicieron observar, primero Jacobi y después Schopenhauer. Mas no nos ocuparemos aquí del desarrollo filosófico de Kant, sino en cuanto esto se relaciona con su vida exterior.
Las primeras cuestiones que la crítica prescrita se refieren al modo de fijar los principios para el conocimiento de los fenómenos sensibles, para la conducta moral, para el gusto y la consideración teleológica de las cosas en general. Se trataba en primer lugar de establecer las bases metafísicas de las ciencias naturales y de la moral. Kant resolvió este problema en los diez años de la crítica. En 1785 publicó las «Bases de la metafísica de las costumbres»; en 1786 los «Principios metafísicos de las ciencias físicas»; en 1788 la «Crítica de la razón práctica», y, por último, en 1790 quedó terminada en sus principales lineamientos toda la obra crítica, con la publicación de la «Crítica del Juicio.» Con esto quedó establecida toda la doctrina de la filosofía moderna, y el último decenio que resta de siglo fue también el último de actividad científica para nuestro filósofo.
Después de haber sido descubiertos la facultad y límites de la razón humana a la luz de la nueva filosofía crítica, y después de haber sido desarrollado todo lo que de la sola razón se deriva, faltaba todavía exponer a esta nueva ciencia de la razón en sus relaciones con todo lo que en nuestra vida espiritual no se deriva únicamente de la razón pura. Era necesario establecer una diferencia entre lo racional y lo positivo. Toda la claridad y exactitud que había puesto Kant en su arte crítica para lo racional, debía mostrarse también en su oposición con lo positivo. Esta oposición había sido concebida en la filosofía de Kant con mucha mayor profundidad que en la filosofía racionalista, pareciendo así aproximarse la futura conciliación. En el punto de vista completamente nuevo de Kant, y fundado en lo más íntimo de la naturaleza humana, pueden existir y ser aceptados elementos tales de las creencias positivas, que la filosofía anterior, que hizo exclusión de todas ellas, sólo supo negar. Pero eran, sin embargo, inevitables la lucha y la oposición. En primer lugar, encontró Kant delante de él, y en primera línea, a la fe bajo la forma de religión positiva; en segunda, al derecho bajo la forma del estado positivo, históricamente dado, y, por último, a las ciencias positivas, personificadas en lo que se llamaba Facultades superiores, por oposición a la facultad de filosofía. Su último hecho crítico fue exponer y conciliar esta lucha de facultades. Sus doctrinas sobre la religión y el Estado fueron la vanguardia que inició la batalla general. Y aquí, en el choque con la religión positiva, tropezó Kant, como era de esperar, con los más pertinaces enemigos que halló fuera de la ciencia.

VI
Kant y Woellner

1. Los decretos religiosos
Necesitamos remontarnos un poco para referir este desagradable y célebre conflicto. Existían las circunstancias exteriores de peor género que podían trasformar en persecución política una discusión teológica. Bajo el gobierno del gran rey y de su ilustre ministro jamás hubiera sucedido al filósofo de Koenisberg lo que en estos momentos era natural consecuencia de la nueva forma de gobierno.
Federico «El único» murió el año de 1786. Su sucesor Federico Guillermo II, muy diferente del gran rey, de fútil y voluble espíritu, y sin elevación alguna de pensamiento, no hubiera sido por sí mismo un peligro para nuestro filósofo. Por el contrario, al ocupar el trono le dio muestras de benevolencia y de respeto. Hizo que fuese Kiesewetter a Koenisberg para que estudiara en sus propias fuentes la filosofía kantiana. Se entregó en brazos del misticismo y de lo misterioso, más por su forma extraordinaria y extravagante que por pietismo. En una palabra, no le convencía el pietismo, pero le seducía. En verdad no podía costar mucho trabajo atraer a esa dirección a un hombre que sentía interés y hasta admiración por St. Germain y Cagliostro. Ya nadie ignora con qué medios y con qué facilidad supieron alucinar y conquistar al crédulo monarca.
La política prusiana tomó en este reinado el camino de la reacción, que se iba acentuando a medida que en Francia se desencadenaba la revolución y crecían sus impetuosos ataques a la Iglesia y el Estado. La revolución estaba aliada en Francia con el pensamiento libre. La monarquía en Prusia contraía alianzas con los enemigos más apasionados de las luces, y cayó en el error de buscar en el crecimiento del poder clerical una protección contra el deseo de las novedades políticas.
Dos años más tarde del cambio de trono, cayó el ministerio Zedlitz, y en su lugar fue colocado el 3 de Julio de 1788 un teólogo fanático y ambicioso, el antiguo predicador Juan Cristian Woellner. El general ayudante del rey, Bischofsverder, tenía sus mismas ideas. Desde estas regiones y con la fuerza de la autoridad superior, se organizó una verdadera campaña contra el racionalismo, con objeto de expulsarlo de todas sus posiciones ventajosas en la cátedra y en la literatura. Pocos días después del nombramiento del ministro, el 9 de Julio de 1788, se publicó un decreto que obligaba severamente a los profesores de religión a sujetarse a lo dispuesto como norma única y exclusiva, amenazándoles en caso contrario con la pérdida del empleo. Este es el memorable decreto de Woellner. Otro posterior del 19 de Diciembre del mismo año suprimía la libertad de la prensa, sometiendo a la censura las obras nacionales y sujetando a inspección las extranjeras. Para que se llevaran a cabo estas medidas se estableció en Abril de 1791 una autoridad especial encargada de la inspección y vigilancia en todas las cuestiones religiosas y de enseñanza. Constaba esta autoridad, especie de consejo supremo, de tres hombres, que se llamaban consejeros consistoriales, siendo en realidad los más serviles instrumentos de Woellner; sus nombres eran: Hermes, Woltersdorf e Hilmer. Tenían omnímodo poder sobre todos los empleos académicos y eclesiásticos; tenían en sus manos la promoción y el ascenso, la supresión y la facultad de disponer de todos ellos. Examinaban a todos los candidatos para los empleos académicos y religiosos, y recaía este examen en su fe y sus opiniones. Los predicadores y profesores existentes estaban rigurosamente vigilados y sometidos a la censura, que sólo atendía a sus ideas religiosas. Viajaban por todas las provincias, inspeccionaban los establecimientos públicos, decretaban sobre la enseñanza y los libros de texto, recomendando los que ellos mismos escribían o encomendándolos a los que pensaban bien. Aquel que no se acomodaba explícitamente a estas disposiciones, provocaba las sospechas de la autoridad inquisitorial, y se le señalaba como malpensado. A los sospechosos se les llamaba racionalistas, enemigos de toda religión y ateos. No se tardó mucho en llamarles también jacobinos y demócratas. En 1792 y 94 los decretos sobre religión y censura fueron más severos todavía. Se consideraba a todo racionalista como sedicioso, y todo profesor al tomar posesión de su cargo debía jurar sobre los libros simbólicos.

2. La doctrina religiosa de Kant
En estos momentos precisamente sobrevinieron las investigaciones críticas de Kant sobre política y religión. La Crítica de la Razón práctica, que ya contiene el elemento fundamental de la doctrina religiosa de Kant, se publicó en el mismo año en que Woellner subió al poder. La filosofía crítica y con ella un nuevo racionalismo mejor fundado, se habían extendido a las más lejanas regiones del mundo científico, y se encontraban en el momento más propicio para conquistar las cátedras de las Universidades alemanas. Su íntima naturaleza era totalmente opuesta al espíritu con que gobernaba en la enseñanza el ministerio de Federico Guillermo, y que amenazaba a la libertad del pensamiento y de conciencia, no en sus extravíos y exageraciones, sino en sus mismas raíces. Una figura de tanta influencia como la de Kant y una filosofía tan poderosa como la suya debían provocar muy pronto en el campo enemigo rudos ataques y disposiciones hostiles. Una carta de Kiesewetter que fue encontrada entre los manuscritos de Kant demuestra que desde el primer día en que Wolterdorff ejerció sus funciones, había ya propuesto al rey que se prohibiera al filósofo Kant explicar cosa alguna (8). Pero el ataque que se dirigió contra Kant no se hizo de esa manera que tanto agradaba a Wolterdorff.
Kant mismo ofreció esta ocasión al fanatismo de Berlín. Había enviado para su publicación en 1792 a la Revista Mensual de Berlín, inspirada por el racionalismo de aquella época, un trabajo sobre el «mal absoluto». Se hacía la impresión de la Revista en Jena; pero con objeto de evitar todo lo que pudiera sugerir el pensamiento de que se había querido evitar la censura y hacer una especie de fraude literario, encargó Kant explícitamente que se sometiera su artículo a la censura de Berlín. Dio Hilmer la autorización para que se imprimiera, añadiendo sin embargo para su completa tranquilidad que lo hacía «en vista de que los artículos de Kant sólo son leídos por los científicos muy profundos.» Se publicó el artículo en Abril de 1792. Poco después envió Kant al mismo periódico y con la misma recomendación su segundo trabajo sobre «La lucha del bien y del mal.» Como asunto concerniente a la teología bíblica, pasó este escrito a la censura común de Hilmer y Hermes. Negó este último el imprimatur. Apoyó Hilmer a su colega y comunicó por escrito esta resolución al director de la Revista. A las observaciones de este se replicó sencillamente «que los censores no tenían otro criterio que el decreto sobre religión y que no podían dar explicaciones de ningún género.» Esto imposibilitó desde luego la publicación del artículo en la Revista Berlinesa. Pero Kant, que había publicado ya la primera disertación, deseaba vivamente hacer lo mismo con las tres siguientes que se hallaban enlazadas con la primera de un modo íntimo y directo. No había otro camino posible que dar este escrito a una facultad teológica para que lo examinara y diera el necesario permiso.
No se dirigió a Goettingen, por ser Universidad extranjera; tampoco podía dirigirse a Hallo, que había prohibido se publicara el escrito de Fichte, «Crítica de toda revelación». Adoptó el camino más corto y sometió sus disertaciones a la censura de la facultad teológica de Koenisberg. Esta votó por unanimidad la autorización, y poco tiempo después fueron publicados los cuatro estudios como obra completa y formando un solo volumen con este título: «La religión en los límites de la razón», obra que fue impresa en 1793 en la casa de Nicolovius en Koenisberg. Causó tanta sensación esta obra de Kant, que al año siguiente era ya de todo punto necesaria una segunda edición. Pero el tribunal clerical de Berlín no podía ver esto con calma, y aprovechó la ocasión por tanto tiempo deseada de tomar alguna medida contra nuestro filósofo.
El 12 de Octubre de 1794 recibió Kant esta extraordinaria orden: «Federico Guillermo, rey de Prusia por la gracia de Dios, &c., a nuestro fiel e ilustre súbdito, salud. Nuestra elevadísima persona ha visto desde algún tiempo con sumo disgusto cómo habéis abusado de vuestra filosofía para relajar y desnaturalizar muchas de las doctrinas fundamentales de la Santa Escritura y del cristianismo, particularmente en vuestro libro sobre la Religión en los límites de la Razón y en otros escritos menores. Nos esperábamos algo mejor de vos, y debéis también comprender hasta qué punto faltáis a vuestros deberes como maestro de la juventud y a mis paternales prescripciones en bien del país. Esperamos de vuestra parte en el menor plazo posible una justificación completa, y os advertimos que si no queréis caer en desgracia con nos, no incurráis de nuevo en las faltas cometidas, aplicando por el contrario todo vuestro celo y autoridad, como es deber vuestro, a que se lleven a cabo con mejor éxito nuestras paternales intenciones. En caso contrario, os atendréis necesariamente a las dolorosas consecuencias que os sobrevinieren. Haceos acreedor a nuestra alta gracia. Berlín 1º de Octubre de 1794. Por orden especial de S. M., Woellner.»
Al propio tiempo todos los profesores de filosofía y de teología de Koenisberg tuvieron que comprometerse por escrito a no dedicar cursos a la filosofía religiosa de Kant.
En esta época se hallaba nuestro filósofo en la cima de sus años y de la gloria: tenía setenta años de edad, y el mundo entero glorificaba su nombre. Con ocasión de la medida de que acababa de ser víctima obró con la mayor prudencia. La guardó para sí mismo y con tanto secreto, que excepción hecha de un solo amigo, nadie tuvo conocimiento del hecho hasta que él lo propagó después de la muerte del rey. El cambio de ideas que se le pedía, era absolutamente imposible; la resistencia abierta era inútil y contraria a sus sentimientos. El único partido que le quedaba era el silencio. Sobre un pedacito de papel que se encontró entre otros después de su muerte, escribió las siguientes palabras que expresan su situación y sus pensamientos como en un monólogo: «Abdicar y desmentir una convicción interior es una bajeza, pero callar en un caso como el presente, es el deber de un súbdito; y si todo lo que se dice debe ser verdadero, no por eso es un deber decir públicamente toda la verdad.»
En este sentido respondió Kant a la carta real justificándose de los cargos que se le hacían y demostrando que eran infundados. En cuanto a la recomendación que se le hizo de emplear mejor su talento, la cumplió condenándose al silencio. Se resignó a no dar curso alguno sobre asuntos de religión. «Para evitar la última sospecha –dice al final de la carta– aseguro solemnemente y declaro, como muy fiel vasallo de Vuestra Real Majestad, que en lo futuro, así en mis escritos como en mis clases, me abstendré por completo de todo lo que se refiera a la religión, así a la natural como a la revelada.» Estas palabras, «como muy fiel vasallo de Vuestra Majestad», contienen una reserva mental muy prudente y que tal vez podrá parecer a algunos demasiado prudente. Se comprometía a callar mientras el rey viviera, y adoptó este giro con el pensamiento de que en caso de que el rey muriera antes que él, como seria entonces súbdito del sucesor, recobraría de nuevo su libertad de pensamiento. –Explícitamente lo dice él mismo en otra parte.
Los hechos, en efecto, justificaron la previsión. Kant tuvo la satisfacción de recobrar su libertad de pensar, al ocupar el trono Federico Guillermo III, con el cual reapareció en Prusia el verdadero espíritu de tolerancia. La lucha entre la razón y la fe, entre lo racional y lo positivo, crítica y precepto o como quiera llamarse, dieron lugar, de parte de los teólogos, a ataques muy sensibles e injustificados contra nuestro filósofo. A él le importaba que esta cuestión se siguiera lealmente y en conformidad con lo que se debía buscar, que no era la derrota del adversario, sino el progreso de la ciencia. No era aquello un mero proceso entre la teología y la filosofía, pues bien considerada en su generalidad, la discusión alcanzaba a las relaciones de las ciencias filosóficas con las positivas, que se diferenciaban entre sí en la Universidad, según los diferentes miembros que la componían. fue tal esta lucha entre los individuos de las facultades, que casi tomaron aspecto de derecha e izquierda de Parlamento. En esta discusión intervino Kant con su escrito «La disputa de las facultades» poniendo término a aquellas divisiones de la ciencia y señalando a cada parte los límites en que podía desenvolverse. En el prefacio daba cuenta de lo que le había acontecido durante el ministerio Woellner. Tal fue el último escrito digno de su talento.



VII
Últimos años de Kant

El extraordinario genio de este hombre, fortalecido por una inquebrantable fuerza de voluntad, excitado siempre por trabajos nuevos y a cual más difíciles, se conservó siempre activo y diligente en lo posible para un cuerpo enfermizo y agobiado por los años. Pero estaba este cuerpo agotado, y las fuerzas corporales se fueron debilitando rápidamente. Apercibiéndose Kant de su propia caducidad, se había retirado, desde 1797, de su cátedra, y fue poco a poco suspendiendo todas sus relaciones con la sociedad. Desde 1798 no acudió ya a ninguna de las invitaciones que tanto le halagaban antes, encerrándose en un pequeño círculo de amigos. De día en día se limitaba más la esfera de su vida y aumentaba el peso de sus años. Sin embargo, se ocupaba todavía de un trabajo original que designaba, frecuentemente, como su obra maestra, con esa preferencia que demuestra siempre el anciano por el último hijo que tiene. Debía exponer esa obra la transición de la metafísica a la física, y él mismo la titulaba Sistema de la filosofía en su totalidad. Hasta los últimos meses antes de morir escribió en ella con toda la asiduidad posible. Es lícito dudar del valor de esta obra, de sus nuevos pensamientos, del orden y método que en ella existe, aun sin haberla leído, al considerar el estado de debilidad en que su autor se encontraba y al pensar en las conclusiones a que él podía haber llevado su filosofía. No puede comprenderse qué pensamientos nuevos podían traerse dentro de una filosofía como la suya. Hombres competentes que han leído su extenso manuscrito aseguran que sólo es la repetición de sus obras anteriores con el sello de la debilidad senil. Ese manuscrito se perdió, pero ha sido hallado de nuevo. Se ha pensado en su publicación y las noticias que de él se dan confirman todo lo que se decía. (9)
Lo que verdaderamente iba destruyendo a Kant no era una enfermedad especial, sino el marasmo con todos sus achaques. Extinguíase su memoria, aletargábanse sus miembros, vacilaban sus pasos; a consecuencia de esto disminuyó sus paseos, hasta que al fin los suprimió por completo. A lo último apenas podía tenerse en pie y necesitaba del apoyo y cuidado de los otros. A todo esto se unía una constante pesadez de cabeza que excéntricamente atribuía él a la electricidad del aire, para hacer que sus sufrimientos fuesen producto de circunstancias, y no de su propia debilidad. Los sentidos fueron debilitándose, especialmente el de la vista; perdió el apetito y se puso tan débil, que no pudo ocuparse ya de sus asuntos, ni contar dinero, ni certificar sus cuentas. En su antiguo discípulo Wasianski halló por fortuna un amigo decidido que generosamente se encargó del cuidado de su casa. Kant experimentó todos los achaques propios de la senectud. El 24 de Abril de 1803 cuando ya había cumplido setenta y nueve años, escribió estas palabras bíblicas que pocos como él pueden hacer suyas: «Según la Biblia, dura nuestra vida setenta años, y cuando pasa, llega a los ochenta, y si tiene algún valor, sólo es el de la pena y el trabajo.»
No debía él cumplir los ochenta años. después de un ataque agudo en Octubre de 1803 se repuso todavía por algunos meses. Las fuerzas le abandonaban cada vez más. Ya no podía escribir su nombre y olvidaba lo escrito. Las imágenes se borraban de su espíritu; las palabras más usuales faltaban a sus labios; no conocía ya a sus más íntimos amigos, y su cuerpo, que él en broma solía llamar su «Pobreza» estaba seco como una momia. Estaba completamente harto y cansado de la vida. Al fin vino la muerte a sacarle de tan lastimoso estado, a 12 de Febrero de 1804. Si él hubiera vivido hasta el año siguiente, habría podido celebrar como docent de la Universidad de Koenisberg su quincuagésimo aniversario. Fue contemporáneo y súbdito de Federico el Grande, y sentíase con razón por su espíritu hijo legítimo de esa época. El primer escrito que publicó al entrar en la carrera académica, «Historia natural del cielo», lo dedicó al gran rey. Su obra más importante, la Crítica de la Razón pura, la dedicó al ministro Zedlitz. Entre las grandes figuras científicas de la época de Federico, es él la primera y la que con mejor derecho está al lado del mariscal en el monumento de Federico en Berlín.
En el espacio de su carrera académica ¡cuántas variaciones extraordinarias en la historia del mundo! La guerra de siete años y sus gloriosos resultados, que elevaron a la Prusia al rango de las primeras potencias de Europa; la guerra de la independencia americana; las sacudidas de la revolución francesa, que en el último año de nuestro filósofo termina su primer período después de tantas trasformaciones y pasa de su última forma republicana bajo el consulado, al absolutismo del imperio. No fue Kant un espectador ocioso de todos estos acontecimientos. Después de sus estudios filosóficos, nada le interesaba tanto como la historia política del mundo. Seguía su curso con el más vivo interés. Abrazó la causa de América contra Inglaterra con la más viva simpatía, y aun con más calor se interesó por la revolución francesa. La estrella de Federico el Grande se elevaba cuando Kant comenzó sus estudios académicos, y terminaba su brillante carrera cuando Kant comenzó sus trabajos académicos, cuando Kant comenzaba la que había de recorrer. Los últimos años de nuestro filósofo vieron también levantarse la de Napoleón.
Murió antes de que la dominación extranjera cayese sobre el suelo alemán y de la guerra de la independencia. Pero el espíritu de su filosofía estaba con la causa alemana, y Kant, que con tanto interés había visto fundarse la independencia de otras naciones extrañas, hubiera sido sin duda alguna uno de los primeros en defender la libertad de su propia patria contra el humillante yugo del extranjero.
Kant tenía una antipatía decidida a la guerra como tal, y lo que particularmente excitaba su interés eran las reformas de los Estados y de sus Constituciones, hechas y basadas en ideas de justicia. Sus opiniones políticas particulares fueron determinadas en parte por los acontecimientos que él presenció, y no se interpretarán en sujeción a su particular matiz ni en sus características contradicciones si no se tiene presente la gran influencia que ejercían aquellos acontecimientos y la excesiva sensibilidad de Kant para todas estas cosas. El gobierno prusiano bajo Federico el Grande, la independencia americana, conquistada y fundada por Washington, y la Francia de 1789 ejercieron gran influjo e las ideas políticas de nuestro filósofo. Sus mayores simpatías eran para el Estado de Federico, y sus antipatías para Inglaterra. Defendía con entusiasmo la idea primitiva de justicia de la revolución francesa y esta fue durante largo tiempo el lema favorito de sus conversaciones. Toda la tolerancia que tenía siempre con las opiniones opuestas a las suyas, desaparecía al tratar este último punto. La mejor Constitución para él, era aquella que a la mayor libertad uniera la legalidad mayor, pues entendía que sin esta condición no es posible justicia alguna. La revolución francesa le atraía grandemente por la idea de derecho que contenía, pero no podía menos de rechazarla por la anarquía inseparable del comienzo de una revolución.

VIII
Personalidad de Kant

Los dos rasgos fundamentales del carácter de Kant que se señalan hasta en las más pequeñas particularidades y que en él se unen y completan de una manera extraordinaria, son el sentimiento de la independencia personal y el de la puntualidad más rigurosa. Añadamos a esto la penetración del pensador y advertiremos que la filosofía crítica no podía hallar otro carácter que mejor conviniera a su fundador. Aquellos dos rasgos son las virtudes cardinales del carácter de Kant que constantemente se manifiestan, así en las cosas glandes como en las insignificantes, hasta un grado tal, que como no podía menos de suceder en semejante naturaleza, pasan de los límites habituales. Por espíritu de independencia pudo llegar a ser rigorista y por el de la regularidad, pedante. Procedía siempre consigo mismo bajo el punto de vista racional y ordenaba y regularizaba su vida como si se tratase de la misma razón pura.
Como filósofo, investiga las últimas condiciones del conocimiento humano y saca de aquí los principios que fundan y limitan nuestro saber. Como hombre, pone siempre su vida bajo el imperio de principios que ha establecido rigurosamente. El verdadero fin de la filosofía kantiana es someter todo acto del entendimiento a principios sabidos con toda claridad y acompañar todo juicio con la conciencia perfecta de su posibilidad y necesidad. Del mismo modo la regla y plan de su vida es someterá principios claros y sabidos todos los actos de la vida y acompañar cada uno de ellos con la conciencia perfecta de su justicia. No hacer nada que sea contrario a su fin, determinar toda acción según su finalidad y con la conciencia de esta, realizarla es para él una necesidad tan natural como moral, que no puede menos de satisfacer en todos sus puntos siempre y en todas partes. En su filosofía y en la vida práctica es siempre el hombre de principios. Jamás hubiera sido el filósofo que fue, si también no hubiera sido, aun en todas las pequeñeces de la vida, el hombre que supo ser. En esto consiste la independencia y regularidad de su vida. Es independiente porque se apoya en sus propios principios, y metódico porque obra con arreglo a ellos.
La independencia personal, en el verdadero sentido de la palabra, no pudo adquirirla muy fácilmente nuestro filósofo, y tuvo necesidad de largos y constantes esfuerzos. El grado a que logró llevarla nos da una idea de toda la fuerza de su carácter. De quebrantada salud, que había de ser causa frecuente de perturbaciones en sus trabajos, de pequeñísima fortuna, que no le permitía, en manera alguna, una vida independiente, hállase Kant, desde el primer momento, en la necesidad de depender de otros por esos dos lados. Ante todo, pues, tenía que adquirir bienestar físico y económico para asegurar su independencia y la libertad de su espíritu.

1. Independencia económica
Kant sacrificó su deseo predilecto de vivir en Koenisberg para poder vivir de sí mismo, y no del auxilio de otros. Se hizo preceptor y lo fue durante nueve años hasta que estuvo en disposición de entrar en la carrera académica. Lo que ganaba de sus lecciones públicas y privadas no era gran cosa; pero lo que las circunstancias le negaban supo él conseguirlo por un trabajo constante y principalmente por su orden económico. Aquel principio suyo de no hacer nada contrario a su fin, lo practicaba en la vida privada, no gastando nada inútilmente, y lo seguía con tanta puntualidad, que puede decirse que literalmente no malgastaba nada. Su economía era una verdadera virtud, que estaba tan distante, según la ética de Aristóteles de la prodigalidad como de la avaricia. Esa virtud la tenía él como necesidad de su independencia. Nunca aceptaba nada de nadie, no se hacia servir gratuitamente ni debió nada. Jamás tuvo un acreedor, y en su vejez repetía esto con justo orgullo. De esta suerte consiguió al fin llegar del mejor modo posible a la comodidad. Sostenía a sus parientes pobres, y no por medio de limosnas fortuitas, sino por asistencias anuales de alguna consideración, dejándoles al morir una fortuna de bastante importancia en aquella época. Jachmann dice de él: «Este grande hombre aspiró desde su juventud a librarse de toda dependencia a fin de poder vivir para sí y para su deber. Hallaba en esta independencia la base de toda la felicidad de su vida, y ya en edad avanzada, aseguraba que había sido mucho más feliz privándose de una cosa que gozándola a expensas de otro. Cuando era profesor, estaba tan gastado su único traje, que algunos amigos creyeron que debían someter a su juicio, con la mayor discreción posible, el deseo que tenían de comprarle uno nuevo. Kant se regocijaba todavía en su vejez, al recordar la fuerza con que rehusó aquel ofrecimiento y que había llevado una levita vieja, aunque limpia, por no soportar el peso de una deuda. Consideraba como uno de los mayores bienes de su vida no haber debido un cuarto a nadie. «Siempre pude, con pecho tranquilo y sereno, responder: ¡Adelante! cuando llamaban a mi puerta –decía frecuentemente este grande hombre– porque estaba seguro de no ver nunca delante de mí a un acreedor.»

2. El cuidado de su salud
El celo y cuidado críticos que tuvo para sus asuntos económicos, los aplicó con no menos éxito a su propia salud. Sin medios de fortuna llegó a conseguir una posición desahogada y pudo vanagloriarse de no haber tenido un solo acreedor, únicamente a fuerza de economía constante y racional. De naturaleza débil y hasta enfermiza, alcanzó sin embargo una avanzadísima edad en el pleno uso de todas sus fuerzas espirituales, y pudiendo también decir que ni un solo día se había sentido enfermo, ni necesitado los auxilios de un médico.– Así, este bienestar del cuerpo, como el de sus negocios privados, eran simplemente productos de su gran tacto y prudencia, que se acrecentaron en lo posible, más en el cuidado de su cuerpo, que en el gobierno de su hacienda. Mas si en esta no era su celo el de un avaro o un ambicioso, no eran tampoco sus precauciones en la primera las debilidades del que se encuentra dominado por la molicie y el egoísmo, antes bien, el orden que en su vida tenía estaba fundado en reglas higiénicas que a su vez había sacado de la observación constante y atenta de su naturaleza física. Estudió su propia constitución del mismo modo que en filosofía había estudiado la razón humana. Puede decirse que observaba su cuerpo como observa al tiempo el más escrupuloso meteorólogo. Entre sus reglas higiénicas era la más capital la actividad del cuerpo, la sobriedad, el sustine y abstine. Entendía que la fuerza moral de la voluntad era el mejor régimen y en ciertos casos la mejor medicina. Puede decirse que empleaba a la vez la razón pura como higiene y como terapéutica. Era su método una dietética de la razón pura fundada para conservar la vida humana, prolongarla, librarla de enfermedades y libertarla también de ciertas perturbaciones físicas. Así fue, que abundando en este sentido, dedicó a Hufeland, el autor de la Macrobiótica, el trabajo que se titula: «Del poder que tiene el espíritu para dominar sus impresiones enfermizas por medio de la voluntad» (10); escrito que incluyó después en su «Disputa de las facultades.»
La fuerza saludable de la voluntad que él recomendaba, la había estudiado y practicado en sí mismo. Su constitución física le hubiera llevado fácilmente a la hipocondría; a causa de su estrecho y comprimido pecho, sufría con frecuencia palpitaciones y una opresión constante que nada exterior o mecánico podía aliviar, y de la cual nunca se vio completamente libre, llegando un momento en que sus sufrimientos le volvieron melancólico y le hicieron la vida insoportable. Como carecía de medios, se dio cuenta exacta de sus disposiciones y tomó la resolución de no ocuparse en una cosa que sólo podría empeorarle preocupándose constantemente con ella. Pero aquí era donde sobre todo radicaba el peligro de la hipocondría. Con la sola resolución de no ceder en nada pudo sin embargo conjurar este peligro. La compresión de su pecho era un estado mecánico que él no podía remediar con facilidad; mas hizo dominar en su espíritu la calma y la serenidad, y a pesar del estado de su cuerpo, siempre conservó libre su pensamiento y un carácter franco y muy buen humor en sus relaciones de sociedad. Aun en otras sensaciones más desagradables, supo también triunfar de su perturbadora influencia, llevando con energía su atención a otra parte hasta el momento en que dejó de sentirse afectado. De esta suerte consiguió también dominar los padecimientos de la gota que en sus últimos anos llegaban a quitarle el sueño. Eligiendo un asunto cualquiera de reflexión y que no fuera muy excitante, daba a su espíritu otra dirección que cuidadosamente seguía hasta que era sorprendido por el sueño. Este método terapéutico lo empleaba también con bastante éxito en las toses y fluxiones. Se decidía a respirar con los labios cerrados todo lo posible, hasta hacer que entrara el aire libremente por los conductos interceptados. Del mismo modo se proponía no preocuparse de la irritación que la tos produce, y conseguía dominarla con ese enérgico esfuerzo de su voluntad. Así, en las cosas más insignificantes, iba siempre aplicando su método higiénico. De ordinario solía pasearse solo a fin de que no le obligase a hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que respirar con los labios abiertos, aspirando de esta suerte a librarse de las afecciones reumáticas. Por esta razón le ocasionaba un verdadero disgusto el encuentro de un amigo en sus paseos. Cuando trabajaba en su gabinete tenía la inquebrantable costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, con el objeto de levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer mucho tiempo inmóvil en su asiento. Su higiene, toda estaba también establecida en reglas no menos rigurosas y profundamente estudiadas la medida y la naturaleza de las comidas y bebidas, la duración del sueño, la manera de hacer la cama, y por fin, hasta el modo de arroparse. De suerte que se había convertido en su propio médico e independizado de la medicina profesional. Casi todas las medicinas le eran refractarias, aunque deban exceptuarse las píldoras de su antiguo amigo Trummer. Prestaba empero grandísima atención a los diferentes descubrimientos y métodos terapéuticos de esa ciencia; aprobaba el sistema de Brown; el de Jenner, en cambio, y su método de vacuna le parecía ser la inoculación de la bestialidad.» Pero lo que sobremanera le cautivaba era la química aplicada a la medicina (11).
Por pueriles que parezcan estos cuidados, no se debe juzgar, sin embargo a nuestro filósofo de un modo inconveniente. Estaba muy lejos de amar demasiado a la vida y de temer a la muerte. Cuidaba de su cuerpo como se cuida a un instrumento que se desea mantener el mayor tiempo posible en buen estado de servicio. Poco había hecho la Naturaleza por su salud; pero él la hizo su obra predilecta, y no hay que extrañar que sintiera por ella el afecto del autor, que no la olvidara un solo momento, que fuera frecuentemente su tema de conversación, y que gozara lleno de satisfacción al ver sus cuidados coronados por el éxito. Su salud era para él un experimento. Y todo el celo con que la atendía es el que se aplica siempre a toda experiencia que se quiere lograr. Pensaba hasta en la duración de su vida, según las mayores probabilidades, y leía minuciosamente la estadística de la mortandad de Koenisberg, que pedía al Jefe de policía.

3. Molestias y obstáculos
Quería Kant en sus trabajos, que tanto recogimiento exigían, no ser molestado de modo alguno. Se alejaba así cuidadosamente de todo lo que pudiera interrumpirle. De suerte, que además de la independencia personal que había menester, necesitaba también una gran tranquilidad . Para que la habitación le fuera agradable, había de ser lo más silenciosa posible. Mas como esta condición era difícil satisfacerla en una ciudad como Koenisberg, cambiaba frecuentemente de casa. La que tomó en las proximidades del Pregel estaba expuesta al bullicio de los buques y de las carretas polacas. Una vez se mudó de casa porque cantaba demasiado el gallo de un vecino; intentó primero comprárselo, y no consiguiéndolo, tuvo que abandonar su habitación. Por último, compro una casa modesta cerca de los fosos del castillo. Pero aquí tampoco se vio libre de molestias desagradables. Próxima a su casa, estaba la prisión de la ciudad, en donde hacían cantar a los presos ritos religiosos a fin de mejorarlos y corregirlos, y que iban a parar cuando abrían las ventanas a los mismos oídos de Kant. Contrariado en extremo por estas interrupciones, que él llamaba «un desorden, una manifestación piadosa del aburrimiento, escribió a su amigo Hippel, alcalde primero de a ciudad y al propio tiempo inspector de la prisión, la carta siguiente que textualmente reproducimos y que expresa como nada el estado de ánimo de nuestro filósofo en esos momentos: «Os suplicamos encarecidamente que libertéis a los moradores de esta vecindad de las oraciones estentóreas que hipócritamente entonan los que en la prisión se encuentran. No digo yo que carezcan de motivo y de causa para quejarse como si la salud de su alma corriera peligro al cantar un poco más bajo, y que no pudieran oírse ellos mismos, teniendo las ventanas cerradas. Si lo que buscan es un certificado del carcelero, en que conste que son gentes temerosas de Dios, no creo que necesiten armar ese escándalo para que no deje de oírlos él, pues si bien se mira, podrían rezar en el mismo tono con que rezan en su casa los que son verdaderamente religiosos. Una palabra vuestra al carcelero, si os dignáis darle como regla lo que acabo de deciros, pondría para siempre término a este desorden y aliviaría de una gran molestia a aquel por cuya tranquilidad os habéis incomodado tantas veces. –Manuel Kant (12).» Mas no fue tan solo el canto de la prisión lo que interrumpía su tranquilidad. Oíanse frecuentemente en la vecindad músicas de baile que hacían perder a nuestro filósofo el tiempo y el buen humor, lo que tal vez contribuyó no poco a producirle la aversión que por la música sentía y que llegara a llamarla «un arte importuno.» Hasta en su Estética conservó aún el mal efecto que estas perturbaciones le produjeron.
Todo lo que interrumpía el círculo habitual de su vida le era desagradable. A la hora del crepúsculo acostumbraba con toda regularidad entregarse a la meditación y como tenía el hábito de fijar los ojos en algún objeto cuando se entregaba a sus reflexiones, tendía su vista en esta hora meditativa por fuera de la ventana de su cuarto, e iba a fijarla en la torre de Loebenicht, que estaba enfrente. No hallaba él términos con qué expresar la satisfacción que sentía, –según Wasianski– al hallar un objeto tan adecuado a lo que él apetecía y a distancia tan conveniente. Pero más tarde empezaron a crecer entre Kant y la torre los álamos de un vecino, que al fin concluyeron por ocultarla a su vista. fue tan sensible a Kant el verse privado de su acostumbrado espectáculo, que no paró hasta conseguir de la generosidad del vecino el sacrificio de las copas de sus árboles. Toda modificación en las costumbres de su casa y en el orden de su vida le desagradaba, y se defendía contra la más pequeña todo el tiempo posible. Parecía que su carácter y el orden de su vida y de su casa se habían formado al mismo tiempo. Cuando le invadieron los años y la vejez, necesitó, sin embargo, aceptar algunas modificaciones y el auxilio de otras personas. Con la mayor repugnancia se resignó a esta necesidad. Sólo después de grandes luchas interiores pudo una vez despedir a un antiguo criado que había tenido durante cuarenta años, y que no solo era completamente inútil sino de conducta en extremo indigna.
Pasábase el día entero reflexionando sobre el caso, y parecíale tan difícil desprenderse de aquel hombre, que necesitó de toda su energía y de un esfuerzo extraordinario para no seguir pensando en él. Para tener más presente su resolución, escribió en uno de los cuadernos que más usaba, para facilidad de su memoria, las frases siguientes: «Es preciso olvidar a Lampe (13).» Así se llamaba el criado.

4. Orden económico de su vida
Su manera toda de vivir estaba arreglada según principios exactos y costumbres que tenían el carácter de una regularidad matemática. Tenía distribuido el día con la mayor exactitud y el uno era completamente igual al que le precedió. El tiempo era la principal fortuna de Kant y lo administraba como su dinero, con la mayor economía. El sueño no debía durar más de cinco horas. A las diez en punto se acostaba y a las cinco de la mañana se levantaba. Tenía su criado orden de despertarle y de no permitirle, de ningún modo, dormir más tiempo. Gustaba Kant oír decir a su criado que por espacio de treinta años no había dejado nunca de levantarse a la hora precisa. Dedicaba la mayor parte de la mañana a las lecciones. A las siete en punto salía de su cuarto de estudio y marchaba a su clase. A eso de las nueve, hora en que de ordinario terminaban sus lecciones, regresaba a su casa, entraba en su cuarto de estudio, donde se ocupaba en sus trabajos científicos y en lo que destinaba a la estampa. Trabajaba sin descanso hasta la una, hora en que salía a comer y momento de descanso el más agradable y fecundo para él. Gustábanle los placeres de la mesa, y de todos los sensuales, eran los únicos que prefería y de que cuidaba un tanto. Pero no por esto debe creerse que fuera este hombre tan sencillo un gastrónomo refinado, pues no tenía en su mesa mayor refinamiento que en lo restante de su vida. Mas en el modesto límite de la vida común, gustaba de una buena mesa, y la consagraba no poco tiempo. En el caenam ducere, seguía con gusto el ejemplo de los antiguos epicúreos. No empleaba, por supuesto, en comer todo el tiempo que dedicaba a la mesa, tres horas, por lo regular, y a veces cinco, sino a la sociedad que nunca le fue tan agradable, como en estas horas. En esos momentos se volvía Kant conversador y comunicativo. Poseía el don de una conversación variada, interesante e instructiva, y era en su casa tan buen anfitrión como bien venido huésped en la ajena. Nadie hubiera descubierto en tan alegre compañero de mesa, que hablaba con cada uno de lo que más le interesaba, y con las mujeres del arte culinario, al pensador más profundo de su época. Hasta sus sesenta y tres años comió Kant en un hotel; más tarde, cuando tuvo una casa propia, convidaba diariamente a su mesa a algunos de sus buenos amigos, los que seguramente tuvieron no poca influencia en su vida. Aun con sus mismos convidados practicaba el celo crítico y el orden sistemático que a todo aplicaba. Todo lo examinaba; todo estaba pensado y arreglado a la general armonía; la elección de platos, la de los invitados y su número; el tema para la conversación y hasta la forma y el momento de las invitaciones. Los convidados no debían ser menos de tres, ni más de nueve; «su sociedad no había de ser mayor que el número de las Musas, ni menor que el de las Gracias.» Después de la comida, y de un ligero reposo, venía siempre el paseo, que duraba ordinariamente una hora, y aún más, si el tiempo era hermoso. Generalmente paseaba por un camino que se llamó después el paseo del filósofo. Las más veces paseaba solo y despacio; ambas cosas por razones higiénicas. Dedicaba las horas de la tarde a la lectura en su cuarto, y las horas del crepúsculo a la meditación. A las diez estaba terminado su día. No era fácil hacerle salir de este orden regular diario, y si, por casualidad, y contra su voluntad, tenía que infringir en algo su plan, se prevenía para la segunda vez e inscribía entre sus máximas el evitar para lo futuro un caso semejante. No importaba la pequeñez del caso para hacerle quebrantar su propósito y hacer una excepción, hasta tal punto, que no pocas veces había una contradicción cómica entre el rigorismo de la máxima y la nimiedad de su aplicación. Cuenta Jachmann un ejemplo muy elocuente. «Una vez volvía Kant de su paseo habitual, y al momento de entrar en su calle, encontró al conde *** que iba en un coche por la misma calle. El conde, hombre muy atento, detuvo al punto su carruaje, bajóse de él, y suplicó a nuestro filósofo que diera un paseo con él. Kant, sin reflexionar y cediendo al primer impulso de la urbanidad, aceptó y subió al coche. Los briosos movimientos del fogoso corcel y las voces del conde le hicieron bien pronto recelarse, no obstante las seguridades que el conde le daba de sus conocimientos en el asunto. Fueron primero a visitar algunas propiedades inmediatas a la ciudad; propuso después el conde una visita a un amigo, distante no más que una milla, y Kant, por cortesía, no tuvo otro remedio que acceder a todo. Por último, contra todas sus costumbres sólo pudo llegar a su casa a las diez, incómodo y disgustado. Con este motivo tomó por máxima no subir jamás a un coche que él mismo no hubiera alquilado y del cual pudiera disponer a su antojo, así como no dejarse convidar nunca por nadie. Bastábale haber establecido una máxima para que formara parte de él; sabía ya cómo debía conducirse en otro caso semejante, y nada en el mundo era capaz de hacerle desistir.»
Así fue como pasó la vida de Kant, siempre lo mismo, como el más regular de todos los verbos. Todo estaba meditado, pensado, determinado según reglas y máximas, en todos los detalles, hasta la comida de cada día y el color de cada prenda de vestir. Vivía en todas sus partes como el filósofo crítico, de quien decía en broma Hippel que así hubiera podido escribir una crítica del arte culinario como la de la Razón pura.

5. Celibato
En esta organización de su vida, que formaba un sistema completo y acabado, exactamente dividido y detallado como un libro kantiano; en este orden estereotipado que tenía en todas sus esferas la independencia personal del filósofo, se comprende muy bien que Kant se bastaba a sí propio en el interior de su casa, y que no había de tener inclinación a la vida entre dos. Realmente, el círculo uniforme de su vida no podía tener otro centro que él. He aquí la razón de que permaneciera célibe. El matrimonio no podía penetrar en el orden de su vida. Su amor exclusivo a la independencia le retenía célibe. Además, las inclinaciones que impulsan al matrimonio no fueron tan vivas en él que causaran a su estado célibe grandes privaciones. No había en su vida hueco alguno que el matrimonio pudiera llenar. Y a medida que avanzaba en edad se arraigaban más sus costumbres, y el sistema de vida que había seguido era incompatible con la vida conyugal. Pretenden sus biógrafos que aun en edad bien avanzada estuvo dos veces a punto de casarse; pero que faltó en el momento oportuno; esto prueba que no había tomado en serio la cosa. Estaba conforme con San Pablo sobre el matrimonio: casarse es bueno; no casarse mejor, y hacía además referencia al juicio de una mujer muy inteligente que le había repetido muy a menudo: «Si te va bien, quédate así.» Mas no debe por esto creerse que fuera insensible o contrario a las mujeres, porque no era ni lo uno ni lo otro, antes bien, gustaba en extremo de su trato y dícese que se mostraba con ellas sumamente amable y atento. Eso sí, no habían de ser eruditas, ni debía versar la conversación sobre puntos que traspasaran los límites prescritos en la buena sociedad. Le impresionaban vivamente las gracias y encantos que da a la sociedad la mujer, pero también es verdad que no sintió mucho que le fuera indispensable en su vida íntima esta bella mitad del género humano. Su falta no le causó tampoco enojo alguno. No dejaron de hablarle de ello sus amigos y hasta de aconsejarle; pero siempre permaneció sordo a sus deseos, aunque los recibiera con benevolencia. Aun teniendo sesenta y nueve años, un pastor de Koenisberg le instó a que se casara y hasta le llevó en hora no acostumbrada un escrito que con este objeto había publicado: «Rafael y Tobías, o el diálogo de dos amigos sobre el matrimonio agradable a Dios.» Kant indemnizó a este buen hombre de los gastos que había hecho, y refería frecuentemente de muy buen humor esta edificante conversación.
El matrimonio es una de esas condiciones que sólo pueden ser conocidas practicándolas, y como Kant no se sometió nunca a ese régimen, permaneció oculta para él la dicha y la dulzura que en esta vida común existen. Él lo consideraba como una relación externa de derecho, en la cual los contrayentes no son el uno para el otro más que un medio y no un fin; y lo que es todavía más característico para su manera de considerar esto, hallaba la parte útil del matrimonio en condiciones económicas, es decir, en el concurso que una mujer rica da a la independencia de su marido. Asegurada esta relación económica y la mutua benevolencia, parecíale el matrimonio realmente feliz y racional por la sencilla causa de que estaba fundado en principios sólidos de la razón. Estos matrimonios de razón eran los que frecuentemente aconsejaba a sus amigos jóvenes, y a veces los instaba vivamente, llegando el caso de disgustarse si notaba que la pasión tenía entrada en sus propósitos. No es posible pensar nada más prosaico, vulgar, común, y en el sentir de algunos hombres, más práctico sobre el matrimonio que lo que pensaba Kant, quien carecía por completo de sentido para comprender su parte poética y sentimental. Falta es esta que sólo podemos perdonar al filósofo achacándosela al solterón. En algunos de sus héroes, parece que es la filosofía poco favorable al matrimonio. Descartes y Hobbes, Spinoza y Leibniz, fueron también célibes.

IX
Los principios

El mismo orden y puntualidad que Kant tenía en todo, se muestran también en sus trabajos. Formaba su plan en la meditación silenciosa; reflexionaba sobre el asunto que quería tratar la mayor parte de las veces durante sus paseos solitarios, tomaba después notas en hojas volantes, las estudiaba más tarde en sus detalles, y cuando quería dar algo a la estampa, era menester que estuviera antes acabado el manuscrito en todas sus partes. Esta es la razón de que tengan todos sus escritos la madurez y el carácter que los distingue y que le aseguran en la historia de la filosofía un lugar tan eminente, el primero sin duda alguna en la filosofía alemana.
Frecuentemente se ha comparado a Kant, en su obra filosófica, a un comerciante que en todos los negocios que trata, cuenta exactamente su capital, conoce perfectamente los límites de su capacidad financiera y nunca se sale de ellos. Analizó, tanto como pudo y con el mayor celo todo el capital de los conocimientos humanos; y si pueden ser comparados los conocimientos que se adquieren con las mercancías que se expenden, Kant ha separado las buenas mercancías de las legítimas, para vender solamente, como hombre honrado, las buenas y legítimas. Ha verificado el inventario de la filosofía según lo que realmente posee, lo que puede todavía adquirir, lo que falsamente cree haber adquirido y enseña a los otros como si realmente lo poseyera. Aún puede extenderse esta comparación de Kant con el comerciante a su propia persona. Su carácter tiene algo del comerciante honrado, y sus mismas amistades hablan de esta semejanza. Hombre completamente libre de prejuicios y sóbrio, de una moralidad sencilla e inquebrantable que por instinto rechaza lo que es simple apariencia y tiende hacia lo verdadero, es Kant uno de los pocos que viviendo en este mundo de apariencias, no les dan valor. De aquí que el rasgo más enérgico de su carácter, el más grande y general sea ese sentimiento incondicional de la verdad, que tanto ha menester la ciencia, y que en medio de las ilusiones que llenan al mundo, es tan difícil encontrar para que disipen las tinieblas que lo rodean. No basta para el sentido de la verdad el desearla. Muchos hombres tienen buena voluntad, y también la convicción sincera de su amor a la verdad, y son, sin embargo, incapaces de concepciones verdaderas, porque sus ojos sólo ven apariencias y en sus cabezas sólo hay ilusiones engañosas. Ese sentimiento de Kant era primitivo en él, con él nació, y poderoso por naturaleza formaba el centro y el núcleo, de su carácter. Jamás se dejó deslumbrar por las apariencias, por las locas ilusiones, ni por la imaginación, enemigos los más funestos de la verdad. Mas los verdaderos motores de la verdad, si así puede decirse, la constante aplicación, la infatigable actividad y el continuo examen de sí mismo jamás le abandonaron.
En moral, este amor a la verdad es el amor a la justicia. Kant acudía al juicio recto sobre todas las cosas, así en la vida como en la ciencia; quería juzgar justa y fundamentalmente, sin adornos retóricos ni palabras altisonantes. Toleraba la sátira, pues llegaba a ella con su juicio punzante, despreocupado y su modo de poner en desnudez todas las cosas; pero no la retórica que sacrifica la verdad y la justicia de las cosas a las antítesis, a los juegos ingeniosos y a las frases elocuentes y de efecto. El amor sincero a la verdad de Lessing cayó a veces en paradojas por someter, con una contradicción aventurada, la cuestión a una prueba inesperada e iluminarla también con un rayo repentino de luz. En esto era Kant mucho más severo, pues jamás quiso sorprender, sino convencer. Su mismo estilo se adapta perfectamente a esta manera austera de pensar; nunca es deslumbrador, siempre profundo, por cuya razón es también con frecuencia pesado, cosa que nunca le sucedió a Lessing. Para ser perfectamente justo, Kant se creía en el caso de decir todo cuanto se refiere al objeto que trataba. Así, el peso de su período es a veces demasiado, y necesitaba los paréntesis para que todo pudiera marchar en el mismo período. Esos períodos de Kant marchan lentamente, parecen carros cargados; es menester leerlos y volverlos a leer, coger separadamente cada proposición y reunirlas todas después; en una palabra, es necesario deshacerlos materialmente si se quiere comprenderlos bien. Esta pesadez de estilo no es falta del autor, porque Kant escribía en estilo fácil y ligero cuando el objeto se lo permitía; es debido a la profundidad, al amor a la verdad del pensador concienzudo que no quiere omitir nada en su juicio de lo que puede darle forma más completa y acabada.
Todos los rasgos característicos de Kant, que con el mayor cuidado hemos seguido hasta en sus pequeñeces, convergen hacia una común conformidad, rara y verdaderamente clásica: el pensador profundo y el hombre sencillo y recto. Siempre exacto y puntual en todo, económico en las pequeñeces, generoso hasta el sacrificio, cuando era menester, siempre reflexionando, completamente independiente en sus juicios, y siempre la lealtad, la probidad y la rectitud personificadas, es Kant, en la mejor acepción de la palabra, un burgués (buerguerlich) alemán de aquella gran época de que nuestros abuelos nos han hablado. Para nosotros es un tipo admirable, ideal, bienhechor, un tipo nacional.
«Si se quiere determinar, dice Guillermo de Humboldt, la gloria que Kant ha dado a su patria y sus servicios al pensamiento especulativo, hay que considerar necesariamente tres cosas: 1º que lo que ha destruido, nunca volverá a levantarse; 2º que lo que ha fundado nunca perecerá, y 3º y lo más capital, que ha establecido una reforma a que muy pocas se asemejan en toda la historia de la filosofía.»

Notas
(1) Kuno Fischer, autor de este trabajo, es una de las figuras más distinguidas y más simpáticas, que se destacan en la moderna Alemania. Nació en 1824, es hoy profesor y rector de la Universidad de Heidelberg. Además de este trabajo contamos con otros de no menos importancia y valor.
(2) Darstellung des Lebens und Characters Inmanuel Kant's von L. C. Borowski, 1804.
(3) Inmanuel Kant geschildert in Briefen an einen Freund. J. B. Jachmann, 1804. Inmanuel Kant von Wasianski, 1804.
(4) Nombre de la universidad de Koenisberg.
(5) Para saber el estado de su posición económica basta el hecho de que al advenimiento de Federico Guillermo II recibió el aumento de 220 thalers y que tuvo desde entonces 620 thalers anuales.
(6) Herder's, Werke Philosophie und Geschichte, bd. XIV.
(7) I. Kant's Briefe, herausgegeben von Schubert, Saemtliche Werke XI, Abth. I, j. 2S.
(8) Schubert, Kant's Biographie, f. 130.
(9) Dice Wasianski, que según el juicio de Schulze, a quien Kant enseñó el manuscrito, era ese trabajo el comienzo de una obra que no podía redactar. Últimamente han discutido sobre el asunto las Neuen-Preussischen, Provincial-Blaetter y los Preussischen-jahrbuecher. En fin, el que con más atención se ha ocupado de ese manuscrito y ha dado más noticias es Rudolf Reicke; según este, consta de cien pliegos, y respecto a su contenido están todos conformes.
(10) Sin contar las repetidas ediciones que este escrito de Kant ha tenido en Alemania así como sus obras restantes, este estudio en particular ha sido publicado por un médico, habiendo obtenido un sin número de ediciones desde la reciente fecha en que se tiró la primera.
(11) Borowski, Obra cit., pág. 113.
(12) La carta está fechada el 9 de Julio de 1784.
(13) 1º de Febrero de 1802.

HISPANIA NOVA Revista de Historia Contemporanea - Articulos

HISPANIA NOVA Revista de Historia Contemporanea - Articulos
JAVIER MAESTROJUÁN CATALÁN, Universidad de Navarra, Pamplona.
Bibliografía de la Guerra de la Independencia española.

www7a.biglobe.ne.jp/~hirotate/hiro-es/art-hiro/Mediterranean World XIX =Tateishi.pdf

La Constitución de Cádiz de 1812 y los conceptos de
Nación/Ciudadano
Hirotaka Tat e i s h Tomado de la WEB:
www7a.biglobe.ne.jp/~hirotate/hiro-es/art-hiro/Mediterranean World XIX =Tateishi.pdf

martes, 11 de enero de 2011

V Jornadas Historia y Cultura de América.Área temática I: Los cambios en España y América en la primera década del siglo XIX ¿Independencia o disgregación? La reconfiguración del espacio hispano-americano a partir de 1808 J. Ramiro Podetti, Universidad de Montevideo.

Área temática I: Los cambios en España y América en la primera década del siglo XIX

¿Independencia o disgregación? La reconfiguración del espacio hispano-americano a partir de 1808

J. Ramiro Podetti, Universidad de Montevideo

Resumen: Se analiza el proceso iniciado en 1808 tomando en cuenta los impactos de la revolución industrial en marcha en Inglaterra y Francia. Desde esta perspectiva, el surgimiento de la idea de la “independencia” se produce bajo la gravitación de dos posibilidades contrapuestas: mantener o recrear un espacio común entre todos los nuevos estados (con o sin España) o ligarse, por separado, a las potencias mencionadas, en los términos de una división internacional del trabajo.

La primera pregunta que a mi juicio debería formularse, al encarar el tema del bicentenario de la Emancipación, es cómo aprovechar la oportunidad para actualizar su percepción pública. Porque resultaría inadmisible que las celebraciones 1) no asuman aquellas revisiones ya razonablemente consensuadas, 2) no sean capaces de contemplar aquellos hechos desde la actualidad de los procesos de integración y 3) no encararan todo lo que la celebración debe tener de proyección de futuro. Y como Uruguay tiene el raro privilegio de estar en el comienzo de la conmemoración, podría decirse asimismo que tiene la oportunidad de colocar desde el principio aportes para este objetivo.


1. Independencia, sí, pero en dónde

El DRAE define independencia como “libertad, especialmente la de un Estado que no es tributario ni depende de otro”, y autonomía como “potestad que dentro de un Estado tienen municipios, provincias, regiones u otras entidades, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios”, aunque en segundo lugar admite también “condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie”, es decir, un sinónimo de independencia. La referencia viene a título de que la “independencia”, entendida en términos políticos, es un concepto relativo, y que requiere por lo tanto de que sea establecido su contexto para conocer la medida de este alcance relativo. Llevada al presente, la noción tradicional de independencia de los Estados –cuanto más su ejercicio- es casi un contrasentido, y su culto civil una hipocresía que contribuye a la crisis general de la política. Aunque no es directamente atinente al tema propuesto, porque se trata de reflexionar sobre la independencia tal como fue entendida en las primeras décadas del siglo XIX, no puede omitirse tampoco la referencia, porque las celebraciones están ocurriendo en el presente. 

1.1 Los intentos de reconfigurar el Imperio español como sistema de autonomías
Más allá de sus antecedentes, que para presentarlos exhaustivamente habría que retroceder al siglo XVI, interesa recordar aquí la aparición de la idea de la independencia de las Indias en dos documentos en los que se propicia la creación de monarquías autónomas americanas, de 1781 y 1783. Me refiero a la Representación a Carlos III del Intendente de Venezuela, José de Ábalos, fechada en Caracas el 24 de septiembre de 1781, y al más conocido “Dictamen reservado”, atribuido al Conde de Aranda, y presumiblemente escrito a poco de la firma del Tratado de París del 3 de septiembre de 1783.

Ábalos considera “precisa e indispensable una oportuna y cuerda división en algunas monarquías que respectivamente se gobiernen por sí mismas, porque de otra forma en el orden natural se hace imposible su conservación íntegra”.[1] Luego de reflexionar sobre la rebelión de Túpac Amaru y sugerir su conexión con los comuneros del Socorro, el Intendente de Venezuela atribuye los hechos, más allá de errores cometidos por España, a “la desafección de estos naturales a la España y al vehemente deseo de independencia”, y más tarde habla del “espíritu de independencia que han descubierto”. Finalmente, se definen los alcances económicos de este proyecto de reconfiguración del Imperio Español en los siguientes términos:

Estipulándose precisamente como principios fundamentales de la cesión o desmembración, que se hagan para el objeto unos tratados de amistad y alianza perpetua con los nuevos soberanos y una exclusión, cuando no en el todo en parte, de las demás potencias en el comercio y giro de aquellos reinos. [PI, p. 68]

Una última observación de interés: Ábalos sostiene que la “desmembración” quitaría a los enemigos de España “la esperanza de la independencia de aquellos vasallos”, en donde aparece, como se verá también claramente en el otro documento, la cuestión del marco en el que se desenvolvería la independencia de las Indias si no era concebida y conducida desde España.

Aranda casi repite la argumentación básica de Ábalos, para concluir:

Todas estas circunstancias, si bien se mira, contribuyen a que aquellos naturales no estén contentos y que aspiren a la independencia, siempre que se les presente ocasión favorable. [PI, p. 77]

Su propuesta consistía en establecer tres reinos (México, Perú y Nueva Granada), cuyos respectivos soberanos y sus sucesores reconocerían al de España como “suprema cabeza de la familia”. De modo similar al plan de Ábalos, se estipulaba en lo económico

Que las cuatro naciones se consideren como una en cuanto a comercio recíproco, subsistiendo perpetuamente entre ellas la más estrecha alianza ofensiva y defensiva para su conservación y fomento. [PI, p. 83]

Es importante atender a la idea implicada en la expresión “cuatro naciones” para medir el alcance del concepto federativo implícito. Aranda explica su idea en función del reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos, y concluye que

establecidos y unidos estrechamente estos tres reinos, bajo las bases que he indicado, no habrá fuerzas en Europa que puedan contrarrestar su poder en aquellas regiones, ni tampoco el de España y Francia en este continente; que además, se hallarán en disposición de contener el engrandecimiento de las colonias americanas o de cualquier nueva potencia que quiera erigirse en aquella parte del mundo. [PI, p. 83]

1.2 Los intentos de preservar la unidad del sector americano del Imperio
Cuando el proceso de la Independencia llevaba una década de desarrollo, el 7 de octubre de 1820, el Vicepresidente de la Gran Colombia Francisco Antonio Zea presentó al Duque de Frías, embajador español en Londres, un “Plan de Reconciliación entre la España y la América por medio de una íntima confederación que identifique sus intereses y relaciones y conserve la unidad de la Nación y la de su poder y dignidad”. Su parte sustantiva era un “Proyecto de Decreto sobre la emancipación de la América y su confederación con España, formando un gran Imperio federal”,[2] de acuerdo al cual Colombia, las repúblicas de Chile y Buenos Aires, y los virreinatos subsistentes por entonces, integrarían con España una Confederación, cuya “ley fundamental”, parlamento y nombre serían establecidos posteriormente, y con estipulaciones económicas similares a las de los proyectos anteriores.

Traigo esta referencia, análoga a la que los diputados americanos, liderados por Lucas Alamán, presentarán al año siguiente en las Cortes, para mostrar que la idea de la reconfiguración del Imperio español en un sistema amplio de autonomías existió por lo menos a lo largo de casi cuarenta años,[3] y que sus distintas iniciativas partieron tanto de España como de América. Baste el propio testimonio de Alamán, que al recordar la iniciativa de 1821 en las Cortes diría de la misma que

reducíase a ejecutar sin nombre de independencia y bajo la forma representativa, el proyecto del conde de Aranda, de distribuir el continente de América en tres grandes secciones con otros tantos delegados que ejerciesen el poder ejecutivo, pudiéndose confiar este encargo a los infantes de España. Los delegados habrían de ser responsables, no solo a la sección de Cortes de cada una de estas grandes divisiones, sino también al rey y a las Cortes generales... [las secciones] quedaban enteramente independientes para todo lo relativo a su gobierno interior, pero sin facultad de declarar la guerra ni hacer la paz, lo que venía a formar una grande confederación, teniendo al rey de España a su cabeza.[4]

La negativa de Fernando VII a considerar la propuesta de Zea y la airada repulsa de las Cortes a tratar el proyecto de los diputados americanos cerró definitivamente las posibilidades de reconfigurar el Imperio español como sistema amplio de autonomías, de modo de preservarlo como un “gran espacio”. Sin embargo los intentos de mantener la unidad de la parte americana continuaron todavía unos cuantos años. No me refiero solamente a los proyectos de Bolívar, San Martín y Artigas, sino a los esfuerzos diplomáticos por crear el espacio económico que sustentara esa unidad, a los que la historiografía tradicional no ha concedido la importancia que tienen, y que se debieron fundamentalmente a la inspiración de Lucas Alamán y Andrés Bello, y cuyo último instrumento es de 1832.[5]
Cuando finalmente estos intentos también fracasan, la independencia cambia sutilmente de significado: de ser la autonomía dentro de un gran espacio hispanoamericano –con inclusión de España o no- pasó a ser autonomía en soledad, dentro del espacio atlántico reconfigurado tras la derrota de Napoleón.


2. La reconfiguración del espacio atlántico

Si la invasión napoleónica marca el desplome del Imperio español y por tanto el comienzo formal del proceso de reconfiguración hispanoamericana, es la derrota de Napoleón la que señala el comienzo del proceso mayor, dentro del que está inserto el anterior, que es la reconfiguración del espacio euratlántico. Quiero aludir brevemente a esto dando dos referencias, una política y otra económica, pero ambas de carácter revolucionario.

Arturo Ardao ha señalado, a partir de un conjunto de fuentes relevantes de las primeras décadas del siglo XIX –entre ellas, Hegel, los hermanos Humboldt, Alexis de Tocqueville, el saintsimoniano Michel Chevalier- la aparición de un cambio en la manera de concebir la dinámica principal de la historia europea, que desde la caída del Imperio Romano de Occidente había estado marcada por la dicotomía romano-germana.[6] En efecto, la derrota de Napoleón terminó de poner de manifiesto la definitiva irrupción de otros dos polos en la dinámica europea, el anglosajón y el eslavo. El hecho es importante porque el fracaso en el intento de preservar la unidad hispánica coincide con el triunfo del predominio anglosajón en el espacio atlántico. En más de un sentido podría decirse que si 1808 desencadenó el colapso del Imperio español, 1815 disminuyó las posibilidades de mantener la unidad hispanoamericana.

Pero el acontecimiento decisivo de este proceso fue la revolución industrial, desarrollada desde las últimas décadas del siglo XVIII, por las nuevas condiciones económicas que crea: la principal de las cuales, a los efectos de este análisis, es la tendencia a establecer una fuerte división internacional del trabajo, entre sociedades industriales cuyo trabajo genera alto valor agregado y sociedades productoras de materias primas cuyo trabajo genera bajo valor agregado. Desde este punto de vista, el debate central para los nuevos Estados que aspiraban a la autonomía, era con qué rol predominante se insertarían en la economía global, como lo acreditan en Estados Unidos las posiciones contrapuestas de Alexander Hamilton y Thomas Jefferson. En efecto, la imposición de políticas que harían de los Estados Unidos una potencia industrial, que se iniciaron con el Reporte sobre las Manufacturas de Hamilton en 1791, no se lograría sin arduos debates y conflictos, para saldarse definitivamente con el desenlace de la guerra civil en 1865. Desde la exclusiva consideración del debate entre el modelo industrial y el modelo agromineroexportador, la diferencia entre los Estados Unidos y las repúblicas hispanoamericanas fue que los defensores del primer modelo consiguieron imponerse en EEUU y los defensores del segundo modelo consiguieron imponerse en Hispanoamérica.

La cuestión es relevante, porque el triunfo del segundo modelo influyó en que la reconfiguración del espacio hispano-americano a partir de 1808 terminara no solo en la separación de España sino en la segregación hispanoamericana, simétricamente inversa a los Estados Unidos: mientras que allí trece colonias terminarán constituyendo un solo Estado de dimensiones continentales, en el otro caso cuatro virreinatos de dimensiones cuasi continentales terminarán constituyendo 19 estados. Es decir, al proyecto de confederación continental y unión aduanera le sustituirá la asociación por separado de los distintos países con la principal potencia industrial de la época.


3. Conclusión

La evolución comparada de las capacidades de creación de riqueza de las sociedades industriales y las sociedades productoras muestra dos curvas que se alejan proporcionalmente a sus diferentes capacidades de agregación de valor; el espacio creciente entre esas dos curvas es lo que hoy se llama habitualmente la brecha entre países ricos y países pobres. Si las sociedades productoras desplazaron históricamente a las sociedades predadoras cuando la revolución de la agricultura, las sociedades industriales muestran un proceso similar en los dos últimos siglos con relación a las sociedades productoras, cuyo destino es adaptarse a ese cambio o desaparecer paulatinamente.

La reflexión es necesaria para ofrecer una conclusión del asunto expuesto, porque la disgregación hispanoamericana fue en parte un resultado geográfico, en parte un resultado de incapacidad de las élites, pero también resultado de una elección conciente, aunque diluida en numerosas decisiones encadenadas a lo largo de varias décadas: la de asociarse a una potencia industrial como proveedor de materias primas. Para ello no era necesario mantener el propósito confederativo, sino más bien al contrario. Su resultado es conocido: haber creado sociedades que se han dado la espalda durante siglo y medio. Un solo dato bastaría para poner de relieve sus consecuencias: hasta la creación del Mercosur, la proporción del comercio intrasudamericano dentro del comercio total sudamericano no alcanzaba al 13%, a pesar de la excentricidad de Sudamérica en las rutas globales del comercio.

Pero la debilidad económica relativa creciente que supuso la decisión de incorporarse a la economía global como proveedores de materias primas, sumada a la segregación territorial, implicó una gran debilidad política dentro del espacio atlántico reconfigurado a partir de 1815. La paradoja entonces fue que el cambio sutil, ya aludido, del sentido de la independencia, que de pensarse como autonomía dentro de un gran espacio pasó a entenderse como independencia en abstracto, terminó diluyendo su valor real. Como afirmó ya entonces Francisco Antonio Zea, en la primera parte de su plan, “sería una prueba de cortas miras y ningún conocimiento de la marcha de las naciones dividir en pequeñas y débiles Repúblicas, incapaces de seguir el movimiento político del mundo, pueblos que estrechamente unidos formarán un fuerte y opulento Estado, cuya grandeza refluirá sobre todos ellos”.
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Bibliografía
Lucena Giraldo, M.: Premoniciones de la independencia de Iberoamérica. Madrid, Doce Calles-Mapfre, 2003.
Navas Sierra, J.A.: Utopía y atopía de la Hispanidad. El proyecto de Confederación Hispánica de Francisco Antonio Zea. Madrid, Encuentro, 2000.
Alamán, L.: Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año 1808 hasta la época presente. México, Jus, tomo V, 1990.
Podetti, J. R.: “Lucas Alamán y su proyecto hispanoamericano”, inédito, 2004.



[1] Lucena Giraldo, M.: Premoniciones de la independencia de Iberoamérica. Madrid, Doce Calles-Mapfre, 2003, p. 55. En lo sucesivo PI.
[2] Ver Navas Sierra, J.A.: Utopía y atopía de la Hispanidad. El proyecto de Confederación Hispánica de Francisco Antonio Zea. Madrid, Encuentro, 2000.
[3] Otras referencias: Los “Apuntes para una reforma de España sin trastorno del gobierno monárquico ni de la religión” por el fiscal de la Audiencia de Charcas Victorián de Villaba (Charcas, 1797) introducen la idea de otorgar carácter de gobierno representativo y autónomo, en sus respectivos territorios, a las audiencias; la Constitución de Cundinamarca (Bogotá, 1811) introduce la idea de una monarquía federal basada en que los territorios y reinos que la constituyeran adoptaran el sistema de gobierno representativo; la Constitución del Estado de Quito (1812) sigue la idea de una monarquía federal, al constitucionalizar el antiguo Reino de Quito pero reconociendo como monarca a Fernando VII y reservando la decisión sobre todo lo que tenga que ver con el interés público de América al “Congreso General de los Estados que quieran confederarse”; el Plan de Iguala (México, 1821) preveía la comparecencia de Fernando VII en México para los recíprocos juramentos.
[4] Alamán, L.: Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año 1808 hasta la época presente. México, Jus, tomo V, 1990, p. 351.
[5] Podetti, J. R.: “Lucas Alamán y su proyecto hispanoamericano”, inédito, 2004. Estos tratados establecían las condiciones para una unión aduanera hispanoamericana o, ante el avance similar de la diplomacia británica en obtener la cláusula de nación más favorecida, salvaguardaban de su cumplimiento a los países hispanoamericanos: Tratado de Liga, Confederación y Unión Perpetua entre Colombia y el Perú (Lima, 1822); Tratado entre Colombia y el Perú, adicional al precedente; Tratado de Unión, Liga y Confederación entre Colombia y Chile (Santiago de Chile, 1822); Tratado de auxilio entre Chile y Perú (Santiago de Chile, 1823); Tratado de Amistad, Unión, Liga y Confederación entre Colombia y Méjico (México, 1823); Tratado de Comercio y Navegación entre México y Colombia (México, 1823); Tratado de Unión, Liga y Confederación entre Colombia y la Federación Centroamericana (1825); Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre México y el Reino Unido (no ratificado por el Reino Unido, México, 1825. Se incluye, pese a ser un tratado con una nación no americana, por incluir una excepción al trato de nación más favorecida para los países hispanoamericanos);  Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre México y Chile (México, 1831); Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Chile y Estados Unidos (Santiago de Chile, 1832. Inspirado, negociado y firmado por Andrés Bello, se incluye porque introduce la misma salvaguarda que Alamán sobre los países hispanoamericanos en cuanto al alcance de la cláusula de nación más favorecida); Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre México y Perú (México, 1832).
[6] En Romania y América Latina. Montevideo, Biblioteca de Marcha-Udelar, 1991. También ha tratado el tema en España en el origen del nombre América Latina. Montevideo, Biblioteca de Marcha-Udelar, 1992, Genésis de la idea y el nombre de América Latina (Caracas, 1980) y Nuestra América Latina (Montevideo, EBO, 1986). 

Cecilia Klein Leal(FHCE, UDELAR, Uruguay) La Crisis del 90 en las páginas de la prensa inglesa.

La crisis del 90' en las páginas
de la prensa inglesa
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Cecilia Klein Leal  


Al finalizar la década del 1880, varios periódicos de Montevideo enaltecían la situación favorable por la que atravesaba el Uruguay. Era posible distinguir los grandes cambios y el progreso -como lo señalaba el “South American Journal”, órgano oficial de los intereses británicos en América Latina- que había vivido tanto el país como la administración política durante ese período.

Para la década de 1880 el valor de la tierra podía ser considerado otro índice del progreso experimentado por el país, y a partir de 1886 se duplicaron y triplicaron los valores inmobiliarios tanto en Montevideo como en el interior.  El “South American Journal” mencionaba: “Hasta hace poco, el dueño de una gran propiedad era mirado como el más infortunado ciudadano. No podía venderla ni obtener el suficiente beneficio como para disfrutar una existencia decorosa. (...) ¡Cómo ha cambiado todo ahora! Ser dueño de tierras o propietario de alguna casa en Montevideo significa ser un hombre rico y próspero.” (“South  American Journal”, 1889: 1)[1]

Vale analizar los factores que produjeron este cambio según lo señalado por dicho periódico. En primer punto, resaltaba la importancia del alambrado, como freno para las revoluciones y los robos de ganado. En segundo lugar, concedía gran mérito a las vías férreas, con las cuales se había logrado penetrar en el interior, y a la electricidad, que había hecho posible que por medio del telégrafo se uniera toda la República, permitiendo la comunicación de los pequeños pueblos con las grandes ciudades y de éstas con la capital.

En tercer término, se destaca que la introducción de modernos instrumentos de guerra -como por ejemplo las armas “Remingtone”- habían provocado importantes beneficios en el país en cuanto a la autoridad y el orden. Por último, señalaba como principal factor del progreso en el Uruguay, el cambio en el sistema de gobierno. “Nuevos hombres, con nuevas ideas, han tomado posesión del poder. La Cámara de Representantes no está integrada por un partido, sino que todos están representados. (...) aprecian la ventaja de los negocios legítimos y se preocupan por el avance del país.” (“South  American Journal”, 1889: 1)[2]

Todo el progreso que había experimentado Uruguay en general y Montevideo en particular trajo aparejado lo que se llamó crisis de prosperidad. Debido al crecimiento demasiado rápido de Montevideo en relación con sus posibilidades, carecía de suficientes casas, carruajes, sirvientes, mano de obra industrial, comida, materiales de construcción, etc.  Al mismo tiempo, la falta de oferta provocaba inflación en los productos alimenticios, convirtiéndose las papas, la leche, la manteca y las aves en artículos de lujo.

El elevado costo de los alimentos ya era señalado por otro diario de habla inglesa, “The Express”,[3] más de un año antes. En un artículo titulado “Precios altos” resaltaba como sorprendía a los viajeros, ya fueran de Europa o de Estados Unidos, los altos precios fijados a casi todos los géneros y el alto costo de vida, tanto en la Argentina como en Uruguay, y principalmente en las capitales de estas dos naciones. La disconformidad del periódico aumentaba al observar que los altos precios no sólo eran aplicados a las mercaderías importados sino que “se extienden de igual manera, y con menor muestra de razón, a los productos del hogar, como carne, frutas, etc., que teniendo en cuenta su abundancia deberían ser mucho más baratos de lo que son.” (“The Express”, 1888: 1)[4]

Sin duda la inflación vivida en los últimos años de la década de 1880 era producto de la especulación reinante. En julio de 1888, “The Express” criticaba la exagerada atención que se otorgaba en las dos capitales del Río de la Plata a sus respectivas Bolsas o Stock Exchanges. En dicho mes, tanto en Buenos Aires como en Montevideo, la liquidación constituyó una de las más desastrosas conocidas por largo tiempo.

Como consecuencia de la caída de los valores del Banco Nacional en Montevideo y del Banco Constructor en Buenos Aires tuvo lugar un colapso general en el mercado, provocando inmensas perdidas y haciendo que gran número de especuladores no pudieran enfrentar sus compromisos. “The Express” hacía una clara diferenciación de los afectados por el colapso: “De estos desafortunados, algunos han tenido que sacrificar todas sus pertenencias en el honorable empeño para pagar sus deudas; otros, habiendo especulado más allá de sus recursos, tuvieron que declararse en bancarrota; (...) y otros, careciendo del coraje o los medios para afrontar las consecuencias de su malversada especulación han cortado el nudo gordiano a través del ignominio y deshonroso vuelo.” (“The Express”, 1888: 1)[5]

“The Express” consideraba que las fallas de la Bolsa radicaban en el natural pero deshonesto deseo de obtener dinero sin esfuerzo alguno, y describía a los especuladores diciendo que “producen nada, hacen nada, sirven ningún propósito útil... ellos responden exactamente a la descripción de “parásito”, y viven de las pérdidas o ganancias de otros; en una palabra son los vampiros de nuestro sistema social.” (“The Express”, 1888: 1)[6]

Para 1889 la especulación constituía un problema mayor, que permitía anunciar un final terrible para las finanzas del Uruguay y también de Argentina. Según “The Express”, para marzo de 1889 la quiebra era eminente, cuya devastación iba ser nacional;  y agregaba que: “…Negocios -el antiguo monótono método de hacer dinero como ha sido llamado- es una cosa del pasado. Nosotros jugamos con exceso, con trampas. /.../ Millones de pesetas vuelan al regazo de un promotor desconocido quien dice que va hacer fortuna por nosotros en Timbuctoo o en el Polo Norte.”(“The Express”, 1889: 1)[7]

Pocos números después, el mismo periódico hacía un claro llamado de atención a los residentes de habla inglesa en el Uruguay, teniendo en cuenta la riesgosa situación que se estaba viviendo y los efectos catastróficos que se profetizaban. “The Express” los incentivaba a “usar su influencia, que es mayor de lo que ellos piensan, para impedir cualquier catástrofe política, que pueda o no ser eminente, pero que si ocurre seguramente dañará las perspectivas presentes y futuras de sus inversiones o negocios...” (“The Express, 1889: 1)[8]

Una cuestión económica, que incluso dividía a la sociedad, era el enfrentamiento entre el oro y el papel moneda. Para fines de la década de 80’ se estaba produciendo en la Argentina un continuo crecimiento de la remuneración del oro y, simultáneamente la caída del valor del papel moneda, lo cual en términos económicos se conoce como devaluación. Al respecto, “The River Plate Times”,[9] un tercer periódico de habla inglesa, señalaba que, “En la República Argentina el oro parece destinado a llevar al papel al suelo y, esto ciertamente lo hará a menos que algunas medidas efectivas sean rápidamente tomadas para prevenir esto, a través del incremento del valor del papel...” (“The River Plate Times”, 1889: 1)[10]

Esta situación en la vecina orilla llamó la atención de todos aquellos ciudadanos involucrados en la economía uruguaya, aunque -según “The River Plate Times- esto no afectó en ningún momento el espíritu de empresa de Uruguay, producto -para este periódico- de la buena opinión pública de la que gozaba el nuevo gobierno. “El inmenso número de nuevos proyectos, nuevas compañías, nuevas asociaciones que han sido formadas, los estatutos que son publicados día tras día, claramente muestran, cualquiera sea el estado de entorpecimiento de la crisis monetaria que ha reducido a nuestro vecino de la República Argentina, que aquí en Uruguay, aquí en Montevideo, el gran espíritu de empresa que ha despertado con la entrada del presente gobierno en el poder, no está muerto, pero, por el contrario, está más activo que nunca..” (“The River Plate Times”, 1889: 1)[11]

Teniendo en cuenta la situación económica del Uruguay, “The River Plate Times” atacaba muy fuertemente a los llamados “alarmistas”, de gran número en Montevideo con la crisis que estaba viviendo Argentina, de la siguiente manera: “Estos terribles alarmistas han llevado sus advertencias a una tan absurda longitud, que bueno y malo se mezclan en una desesperanzadora confusión y el peligro cercano es visto en todo.” (“The River Plate Times”, 1889: 1)[12]

Dicho diario no consideraba válida la advertencia de los alarmistas, que basaban sus pronósticos en la crisis que estaba viviendo nuestro adelantado vecino -como irónicamente dice este periódico que los alarmistas llamaban a la Argentina-, olvidándose de las diferencias materiales que existían en el sistema político, económico, monetario, comercial e industrial de las dos naciones.

A pesar del optimismo descrito anteriormente por “The River Plate Times”, no podía negar la existencia de “oscuras manchas” en la economía. Estas oscuras manchas consistían en la especulación, señalada por “The Express” varios meses antes, y en la creencia excesiva en la suerte -y no en el trabajo- a la hora de querer triunfar, “dos enfermedades que desafortunadamente afectan a una gran proporción de la comunidad, cuyo patio de recreo es el clásico cercamiento de la Bolsa.” (“The River Plate Times”, 1889: 1)[13]

La Bolsa era considerado el lugar donde el esfuerzo y el trabajo de tantos años anteriores eran lanzados por la borda. En enero de 1890 se produjo una baja de los precios de las acciones de la Bolsa, consecuencia -para “The River Plate Times”-  de la crisis argentina, la cercanía de las elecciones presidenciales en Uruguay y la demora en el permiso del Estado de las garantías a las cédulas hipotecarias. Aunque, según dicho periódico, “la importancia de todas estas causas ha sido exagerada en la más inimaginable extensión” (“The River Plate Times”, 1890: 1),[14] lanzando nuevamente una acusación a los alarmistas que sólo intentaban inspirar miedo a través de la exageración.

Debe aclararse que a pesar de la insistencia de este periódico inglés de que la situación era favorable, para 1890 la mayoría de los entendidos de la economía no podían negar -como señalaba “The Express”- que “el mal estado de circulación de moneda en la República Argentina afecta mucho los intereses en la República del Uruguay.” (“The Express”, 1890: 1)[15]

El 5 de julio de 1890 se producía la suspensión de la conversión de los billetes a oro por el Banco Nacional, lo cual provocó gran alarma en el mercado, y la crisis económica se convirtió en una realidad latente. Sin embargo, “The River Plate Times” mantiene la calma, estado que modifica paulatinamente con el transcurrir de los hechos. En su opinión, “la situación es seria, lo cual sería en vano negarlo; por el momento ha despertado graves inconvenientes. Pero por otro lado no hay dificultad que no pueda ser solucionada con un poco de paciente buen sentido y fe en la decisión de los poderes.” (“The River Plate Times”, 1890: 1)[16] Como el editor aclaraba, ellos prefirieron tomar una esperanzadora visión en ese primer instante de la crisis, cuya base estaba en la confianza, en la sabiduría y la moderación del Presidente y sus Ministros. Esta opinión también cambió con el paso de los meses.

La inconvertibilidad de las notas del Banco Nacional afectó gravemente a gran parte de la población, como señalaba “The River Plate Times”: “el destino financiero, no vamos a decir de la República, pero ciertamente del público en general, está en gran medida dependiendo de este Banco.” (“The River Plate Times”, 1890: 1)[17] Esta situación afectó, sobre todo, a los círculos menores, como los pequeños comerciantes al por menor, pequeños propietarios de negocios en general, los trabajadores, etc. 

En noviembre de 1890, “The River Plate Times” daba la noticia de la suspensión de pago hecha por los agentes financieros Baring Brothers. Dicho periódico establecía como causa del hecho, el amplio vínculo existente entre Baring Brothers y las finanzas del Río de la Plata, cuyo estado de crisis y depresión general de sus valores, sin lugar a dudas, repercutió hondamente en los mencionados agentes financieros.

Desde hacía tiempo atrás, habían existido rumores acerca de la estabilidad de la Casa Baring, los cuales habían ganado gran fuerza en los primeros días de noviembre. Era claro que la suspensión de pagos por Baring Brothers iba a producir serias alteraciones en el estado de los negocios del Río de la Plata pero -según “The River Plate Times”- era “imposible profetizar cuán lejos esto afectará exactamente al Uruguay en el presente.” (“The River Plate Times”, 1890: 1)[18]

Hacia fines de noviembre de 1890, momento en que se produce el cambio de nombre del periódico inglés “The River Plate Times” a “The Montevideo Times”,[19] el optimismo, que hasta entonces había caracterizado a dicho diario, se estaba desmoronando. En el primer número con el nuevo nombre, se señalaba la dificultad para rescatar algún aspecto positivo de la situación por la que atravesaba la República, y agregaba: “La presencia de la crisis y la terrible condición depresiva de todas las finanzas y negocios son demasiado notorias como para requerir más ilustración y uno se cansa de enjaular eternamente observaciones pesimistas en su cabeza...”(“The Montevideo Times”, 1890: 1)[20]

“The Montevideo Times” consideró como factores de la crisis: la especulación, la inflación, el sistema de tasaciones e impuestos uruguayos, el cual era muy pesado, el alto costo del Estado, lo que provocaba déficit fiscal (para este punto, señalaba como solución la adquisición de un préstamo), y en último lugar, los efectos de la crisis argentina. Este medio de prensa se opuso a la opinión realizada por "varios órganos partidarios de influencia" de que esa crisis era principalmente debido al gobierno de turno. Indicaban que “aunque serios pueden ser los pecados de omisión y comisión cometidos por el Gobierno, nosotros haremos justicia absolviéndolo de tal cargo.” (“The Montevideo Times”, 1890: 1)[21] Agregaba que el origen de esta crisis era bastante anterior al ascenso de este gobierno, y ya era visible en 1889 cuando el llamado "boom" económico estaba en el punto más alto.

La crisis de 1890 puede ser dividida -según “The Montevideo Times”- en dos ramas: económica, aplicada al Gobierno, y financiera, aplicada al comercio y a los negocios en general. Así este periódico resolvía la interrogante de sí esta crisis fue económica o sólo financiera.

Desde enero de 1891, “The Montevideo Times” redactaba varios artículos donde defendía la posición del Banco Nacional, en contraste con la oposición que consideraba a este Banco como la causa de la crisis. Si bien la suspensión de pagos en el Banco Nacional fue el hecho que hizo a la crisis visible, para este diario ese suceso fue más un incidente que un factor, y agregaba que, “el Banco Nacional sólo no pudo haber producido esta crisis, e incluso si el Banco no hubiera existido (...), la crisis hubiera venido de igual manera.” (“The River Plate Times”, 1891: 1)[22]

Existía una clara oposición -en dicho periódico- a la liquidación del Banco Nacional que determinados políticos querían llevar a cabo. Pero, al mismo tiempo, recalcaba la absoluta necesidad de que se produjera una reorganización del banco sobre la base de la separación de la interferencia estatal. “Estamos comenzando a reconocer que queremos (...) un Banco Nacional, que sea meramente una institución bancaria genuinamente representativa, y no un arma política, o una tesorería general para llenar los bolsillos oficiales y asistir a aventureros políticos y financieros. Igualmente, estamos comenzando a reconocer que NO queremos un Banco estatal, continuamente sujeto a la interferencia gubernamental...” “The Montevideo Times, 1891; 1)[23]

El 1º de julio se recibió una noticia que despertó las esperanzas de la población uruguaya. El Banco Nacional reanudaba la conversión de sus notas, lo cual estaba suspendido desde julio de 1890. “Es un triunfo, podríamos decir casi el primer triunfo para el presente Gobierno...” (“The Montevideo Times”, 1891: 1),[24] señalaba “The Montevideo Times”. Este retorno a la conversión pudo lograrse enteramente por la adquisición de un préstamo brasileño.

Pero las buenas noticias no duraron mucho, ya que veinte días después, el mismo diario publicaba la noticia acerca de la suspensión de pagos por el Banco Inglés del Río de la Plata, lo cual llegó “como un fresco y formidable desastre para intensificar y prolongar la crisis que el Río de la Plata ha estado sufriendo por algún tiempo.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[25] Lo más preocupante, de esta suspensión, era el golpe que provocaría sobre el crédito general de los bancos ingleses en el Río de la Plata.

Si bien para agosto de 1891 no desapareció el apoyo del periódico inglés al gobierno, cuya oposición era cada vez más fuerte beneficiada por la crisis, le hacía un importante reclamo. “A nosotros nos parece que uno de sus peores defectos, y uno que de ningún modo es difícil de remediar, es la absoluta carencia de un programa definitivo.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[26]

“The Montevideo Times” proponía como medidas para superar la crisis de manera definitiva: recortar todo lo que fuera ornamental e innecesario en el presupuesto; insistir en la moralidad y honestidad en todos los departamentos; apelar al patriotismo de los senadores y diputados y reducir sus salarios en un 30 o 40% (para este periódico “todavía estarían bien pagos”);  mantener el crédito exterior, cubriendo las obligaciones como los servicios de deudas y las garantías de los ferrocarriles; tan pronto como fuera posible abolir los impuestos a las exportaciones; y reducir las tarifas más opresivas sobre la industria; otorgar a los residentes extranjeros en el país derecho político; colocar en las Cámaras hombres de negocios aptos para discutir cuestiones económicas, entre otras medidas.

Este diario realizaba una importante y fuerte crítica contra parte de los políticos uruguayos en cuanto a su posición frente a las obligaciones extranjeras como los servicios de deuda y las garantías de ferrocarriles. Mientras que en todo el mundo las obligaciones extranjeras eran consideradas sagradas, las cuales era deshonroso violar, “The Montevideo Times” daba cuenta de que existían en Uruguay no pocas personas, incluso de alta posición, que consideraban dichas obligaciones como algo tedioso que se podían cumplir o no, de acuerdo con la sinceridad y posición del deudor.  En este sentido, resaltaba como en las Cámaras se sostenía que “el interés de la Deuda debería ser reducido del monto originalmente prometido a otro monto menor, o incluso que los acreedores deberían ser hechos esperar o deberían renunciar enteramente a sus reclamos.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[27]

Según “The Montevideo Times”, estas irresponsables opiniones podían afectar gravemente futuras negociaciones financieras. Indicaba que “si el partido en  poder desea colocar a la República fuera de la esfera de las naciones honestas, pagando lo que ellos desean y cuando ellos desean, de acuerdo a su conveniencia, pero no de acuerdo a los derechos de sus acreedores, permitámosles decirlo abiertamente. Los acreedores por lo menos tendrán la ventaja de saber que esperar y con qué clase de persona deben lidiar.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[28] Se puede observar que la buena opinión de la que gozaba el gobierno por parte de este periódico ya había desaparecido.

En un artículo llamado “Una pertinente interrogante”, se puede observar como realmente se consideraba a las naciones del Río de la Plata parte del imperio informal británico. Este periódico mencionaba que si bien no querían que Inglaterra asumiera el control del país, pretendían que “algún poder superior interfiera para poner la dirección de estos países, que debería ser tan próspera, en manos más competentes y merecedoras, como aquellas de los residentes extranjeros.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[29]

“The Montevideo Times” consideraba que el gobierno de un país puede ser respetado siempre y cuando los intereses ajenos no fueran ofendidos. Señalaba que estos jóvenes países habían demostrado, debido a la corrupción, el desorden y la incompetencia, ser incapaces de autogobernarse. Entonces, este periódico se cuestionaba: “¿Qué tan lejos una nación puede abusar de la confianza de sus acreedores antes que la intervención extranjera pueda ser considerada como justificable?” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[30]

Al mismo tiempo que se producía el debate parlamentario acerca del plan de Conversión, con el cual se pretendía paliar la crisis, “The Montevideo Times”, encabezado por su fundador W. H. Denstone, comenzaba una intensa campaña de investigación y difusión sobre la misión Ellauri. Este periodista desconfiaba del Gobierno y de la escasa información que éste brindaba sobre las negociaciones de suma importancia que se desarrollaban en Londres. Sus contactos en la City así como el acceso a una amplia gama de periódicos de Inglaterra, incluyendo los especializados en el área rioplatense y en temas económicos-financieros, le proporcionaron una visión menos favorable pero más acertada de lo que estaba ocurriendo.

Este diario resaltaba que fue el único periódico local que había discutido el asunto desde el punto de vista de los tenedores de títulos y que había mantenido informada a la población, por lo menos a aquellos capaces de leer en inglés, del verdadero estado de las negociaciones en la capital inglesa, mientras el resto de los medios de prensa se habían dedicado a repetir las falsedades semi-oficialistas sobre el tema en cuestión. “Poco a poco, la historia secreta del actual plan de conversión se ha ido descubriendo, hasta aparecer ahora relativamente clara y abierta”, mencionaba “The Montevideo Times”. (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[31]

Para diciembre de 1891 se tenía conocimiento de que el plan de conversión no había sido propuesto por el Gobierno uruguayo -como oficialmente se había declarado en las Cámaras- ni tampoco por los tenedores de títulos en Europa, como aseguraba la oposición al mismo. Este plan de conversión fue -según decía “The Montevideo Times”- “pergeñado, apadrinado y empujado por algunos pocos financistas o especuladores principalmente interesados en el blanqueo del sospechoso asunto del Ferrocarril Oeste, y quizás también deseosos de ayudar a Baring a descargarse de sus últimos empréstitos especulativos que el público británico no fue tan tonto como para tragarse.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[32]

Más allá de las críticas al plan de conversión en general, era claro que los arreglos financieros estaban permitiendo -aunque levemente- una mejora en todo el mercado, tanto en los valores de la Bolsa como en los negocios, y proporcionó esperanzas serias de una reactivación general desde la terrible crisis. “La liquidación del Banco Nacional, el establecimiento de un Banco Hipotecario independiente y la fundación de un nuevo Banco Nacional con capital fresco y libre de la perniciosa influencia de la interferencia estatal son todas necesidades manifestadas y han sido reclamadas por tanto tiempo que su anuncio es seguro de ser bien recibido.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[33]

Mientras que antes consideraba la situación del Banco Nacional más un incidente de la crisis que una causa, el 19 de diciembre de 1891 indicaba que ese Banco había sido uno de los factores principales de la crisis, “el elemento disturbador en las circulaciones, uno de las principales causas de la carencia prevaleciente de confianza y el principal obstáculo para cualquier proyecto de regeneración. (...) su liquidación tendría que haber sido el primer paso en todos los casos.” (“The Montevideo Times”, 1891: 1)[34]

Para mayo de 1892, la gran resistencia que había existido hacia el Plan de Conversión había culminado. La confiscación había terminado, y “The Montevideo Times” señalaba que “el rencor que acompaño la pelea se ha convertido en doloroso pero duradero resentimiento.” (“The Montevideo Times”, 1892: 1)[35]

Las principales objeciones de “The Montevideo Times” hacia el arreglo financiero eran las siguientes: redujo los intereses permanentemente, siendo que debería solamente ser temporal; ignoró reclamos prioritarios y confiscó garantías solemnes sin ofrecer nada a cambio; y aumentó la ya muy pesada deuda por una "monstruosa" suma de medio millón en bonos como comisión para algún misterioso y desconocido partido en Londres. Resumiendo, agregaba, “ encontramos que el plan de Confiscación fue un negocio infeliz (...) que ha dañado materialmente el crédito de la República...” (“The Montevideo Times”, 1892: 1)[36]

En cuanto a los verdaderos objetivos perseguidos por el Plan de Confiscación, para “The Montevideo Times” fueron dos, expuestos a continuación: asegurar algún tipo de arreglo al "turbio" negocio del Ferrocarril Oeste, en el que ciertos prominentes miembros del Gobierno estaban amplia y personalmente interesados, y asegurar la fundación de un Banco en el que el Gobierno pudiera preservar “esa influencia impropia que benefició a sus amigos pero arruinó a los accionistas en el caso del antiguo Banco Nacional.” (“The Montevideo Times”,1892: 1)[37]

De todos modos, tras la aprobación del proyecto, la situación no había mejorado. En junio de 1892,  “The Montevideo Times” describía la situación del momento como anárquica, llena de contradicciones. “Todo es niebla y arena movediza, nada definitivo, nada confiable, nada sólido.” (“The Montevideo Times”, 1892: 1)[38] Esto se agravaba con un gobierno que continuamente aclamaba por confianza “sin incluso intentar (...) aclarar los escándalos en que fue asociado.” (“The Montevideo Times”, 1892: 1)[39]

La mejora parcial de la situación llegó tres años después con el aumento de los precios internacionales, permitiendo al Uruguay obtener condiciones más favorables en el mercado mundial. Sin embargo, los problemas estructurales no fueron atacados, viviendo el Uruguay diversas crisis a lo largo del siglo XX En cuanto a los intereses británicos, se inicia una nueva etapa del ciclo inversor en 1890, caracterizada por la retracción en un principio y de cautelosas inversiones en un segundo momento. Pero en el siglo XX los capitales ingleses debieron enfrentar algo más que una crisis, debilitándose su supremacía frente a la competencia estadounidense.

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Fuentes

“The Express”, Montevideo, de marzo de 1888 a marzo de 1890.

“The River Plate Times”, Montevideo, de enero de 1889 a noviembre de 1890.

“The Montevideo Times”, Montevideo, de noviembre de 1890 a julio de 1892.

“South American Journal”, Londres, julio de 1889.

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Notas

1. Progreso en el Uruguay en: “South American Journal”, Londres, 13 de julio de 1889, p. 1.

2. Progreso en el Uruguay en: “South American Journal”, Londres, 13 de julio de 1889, p. 1.

3. Aparecía el 7 de marzo de 1888, fundado por Melville Hora. Su director era Charles Gurney. Fue el primer periódico en lengua inglesa que se publicó diariamente en el Uruguay. Tuvo una vida de tres años, desapareciendo el 31 de marzo de 1890.

4. Precios altos en: “The Express”, Montevideo, 4 de abril de 1888, p. 1.

5. La Bolsa apostando en: “The Express”, Montevideo, 3 de julio de 1888, p. 1.

6. La Bolsa apostando en: “The Express”, Montevideo, 3 de julio de 1888, p. 1.

7. Especulación en: “The Express”, Montevideo, vol. III, Nº307, 23 de marzo de 1889, p. 1.

8. Crédito uruguayo en Londres en: “The Express”, Montevideo, vol. III, Nº327,17 de abril de 1889, p. 1.

9. El 1º de Marzo de 1886 empezó a publicarse “The River Plate Times”, fundado por Henry Castle Ayre. Se publicaba una vez por semana, ocupándose fundamentalmente de problemas comerciales y financieros. Su título se justificaba pues prestaba atención no sólo a los asuntos uruguayos sino también a los sucesos que ocurrían en la otra orilla del Río. El periódico apuntaba más a informar a los lectores europeos que a los locales. En 1889 comenzó a aparecer bisemanal. El 12 de julio de 1889 Eduardo Casey compró “The River Plate Times” fusionándolo con el “Montevideo Independent” en un gran diario que conservó el nombre del primero. Su director era Henry Castle Ayre y el subdirector Denstone. Además de su número diario,  “The River Plate Times” publicaba un suplemento semanal. Al desaparecer “The Express”, “The River Plate Times” pasó a ser el único periódico inglés de Uruguay.

10. Oro y papel en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. II, Nº23, 8 de agosto de 1889, p. 1.

11. El espíritu de empresa en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. II, Nº60, 21 de septiembre de 1889, p. 1.

12. Alarmistas en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. II, Nº71, 5 de octubre de 1889, p. 1.

13. Industria versus especulación en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. II, Nº97, 6 de noviembre de 1889, p. 1.

14. La pizarra de la Bolsa en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. III, Nº153, 15 de enero de 1890, p. 1.

15. Finanzas en: “The Express”, Montevideo, vol. V, Nº591, 23 de marzo de 1890, p. 1.

16. La situación en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. III, Nº293, 8 de julio de 1890, p. 1.

17. Un día crítico en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. III, Nº317, 6 de agosto de 1890, p. 1.

18. Las fallas de la Baring Brothers en: “The River Plate Times”, Montevideo, vol. III, Nº402, 18 de noviembre de 1890, p. 1.

19. Tras el abandono por parte de Eduardo Casey de “The River Plate Times”, Denstone adquirió todos los derechos el 1º de octubre de 1890. Poco después, al plantearse un pleito por el nombre del diario, Denstone le cambió el título. Desde el 25 de noviembre de 1890 comenzó a llamarse “The Montevideo Times”. Poco después dejó de publicarse su suplemento semanal.

20. Pasando notas en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. III, Nº412, 29 de noviembre de 1890, p. 1.

21. Factores de la crisis en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. IV, Nº450, 17 de enero de 1891, p. 1.

22. El Banco Nacional y la crisis en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. IV, Nº453, 21 de enero de 1891, p. 1.

23. El Banco Nacional en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. IV, Nº549, 23 de mayo de 1891, p. 1.

24. Conversión en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº580, 2 de julio de 1891, p. 1.

25. Más desastre en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº595, 22 de julio de 1891, p. 1.

26. Buscado! –Un programa en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº611, 19 de septiembre de 1891, p. 1.

27. Extrañas ideas en “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº647, 23 de septiembre de 1891, p. 1.

28. Más ideas extrañas en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V. Nº648, 25 de septiembre de 1891, p. 1.

29. Una pertinente interrogante en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº682, 4 de noviembre de 1891, p. 1.

30. Una pertinente interrogante en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº682, 4 de noviembre de 1891, p. 1.

31. El plan de conversión en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº715, 13 de diciembre de 1891, p. 1.

32. El plan de conversión en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº715, 13 de diciembre de 1891, p. 1.

33. Los arreglos financieros en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº718, 17 de diciembre de 1891, p. 1.

34. Los arreglos financieros en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. V, Nº720, 19 de diciembre de 1891, p. 1.

35. Después de la batalla: La última palabra sobre el plan de Confiscación en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. VI, Nº834, 10 de mayo de 1892, p. 1.

36. Después de la batalla: La última palabra sobre el plan de Confiscación en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. VI, Nº834, 10 de mayo de 1892, p. 1.

37. El embrollo en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. VI, Nº870, 23 de junio de 1892, p. 1.

38. Caos financiero en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. VI, Nº858, 9 de junio de 1892, p. 1.

39. Caos financiero en: “The Montevideo Times”, Montevideo, vol. VI, Nº858, 9 de junio de 1892, p. 1.


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