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sábado, 4 de julio de 2020

La Crisis de 1965: La regulación bancaria.


Regulación de la actividad bancaria ante la crisis de 1965: una respuesta tardía a insuficiencias previas. Fragmento.



El sistema bancario enfrentó lo que fue la primera gran crisis del siglo XX en el mes de abril de 1965 cuando el Banco Transatlántico entró en cesación de pagos. En los meses subsiguientes corrieron igual suerte los Bancos Rural, Atlántico, Uruguayo de Administración y Crédito, de Producción y Consumo; en 1966 el quebró Banco del Sur y en 1967 el Banco Americano Israelí. La inestabilidad del sector aún habría de prolongarse y se coronó en 1971 con otra estrepitosa quiebra: la del Banco Mercantil. Sin embargo, la fragilidad o los problemas en el sector ya venían manifestándose, pues en comparación con la calma de las dos décadas previas, las quiebras se habían vuelto moneda corriente hacía ya más de un lustro: en 1958 quebró el Banco Italiano, en 1962 hizo lo propio el Banco de Comercio Minorista y Agrario, a fines de 1963 le llegó el turno al Banco Industrial, y en abril de
1964 al Banco Regional (Trías, 1971).
En términos generales, el colapso de los bancos nombrados respondió a un problema de solvencia y a la realización de maniobras especulativas y colocaciones riesgosas derivadas, en parte, del descenso de la rentabilidad sufrido por las instituciones bancarias. Y sin embargo, los avatares seguidos por la banca no hicieron más que acompañar el derrotero de una economía en crisis que en su conjunto se caracterizó por la especulación y la alta inflación.
Si bien estás dificultades estaban presentes desde mediados de los años cincuenta, las mismas se agravaron seriamente sobre el final de esa década y principalmente en la siguiente. Ya se mencionó que la expansión económica iniciada en la década del cuarenta se detuvo a fines de los años cincuenta y que ese estancamiento estuvo asociado a picos inflacionarios cada vez más pronunciados, pues si en 1959 el aumento de precios llegó a más de un 40%, que se repetiría nuevamente en 1964, en 1968 ascendería a 135% (INE).
En 1958 el Partido Nacional ganó las elecciones nacionales por primera vez en el siglo XX y ante esa situación impulsó e instauró un importante cambio en el rumbo de la política económica. Para dar respuesta a los desequilibrios y al estancamiento económico el novel gobierno promulgó la ley de Reforma Cambiaria y Monetaria en diciembre de 1959. La misma, decidida a acabar con el dirigismo económico precedente, apostó a liberalizar las corrientes comerciales y financieras, y de ese modo modificó significativamente las reglas del juego económico vigentes hasta entonces y los instrumentos disponibles para la operativa bancaria
En su faceta Monetaria la Reforma redujo el contenido oro del peso uruguayo vigente desde el revalúo de 1938 en un 77%, y otorgó el uso de los excedentes monetarios así creados al Banco de la República para resarcirlo de las pérdidas ocasionadas por el déficit generado por las diferencias cambiaras del mercado controlado. Asimismo, introdujo modificaciones en el régimen emisor vigente pues puso fin a la emisión contra plata y contra el capital del BROU, y eliminó la posibilidad de redescontar documento bajo el régimen de la ley de 1948. A partir de entonces, y hasta las leyes especiales de 1963 y 1964,49 las operaciones de redescuentos habrían de limitarse a lo establecido en la ley de 1950.
En su faceta Cambiaria, que fue la más controvertida de la ley, la Reforma buscó solucionar los desequilibrios externos apostando a la liberalización económica, y para ello declaró la libertad de importaciones, desmanteló parcialmente la protección a la industria nacional y puso fin al sistema de cambios múltiples que en los hechos había regido desde la década del treinta. Sin embargo, también fijó detracciones sobre algunas exportaciones tradicionales y mantuvo recargos sobre cierto tipo de importaciones, y de este modo, aunque en forma muy moderada, la lógica propia de los cambios múltiples de gravar al sector exportador y proteger a la industria nacional siguió vigente (Díaz, 2003: 347).
Como contrapartida estableció un mercado de cambios libre y un tipo de cambio único que de acuerdo al texto de la ley iba a regirse por “el libre juego de la oferta y la demanda” (Ley n° 12.670, art. 1, 17/12/1959). La elevación del tipo de cambio oficial hasta la propia del mercado libre hizo que la cotización del peso pasara de 4,11 pesos por dólar a 11 pesos (Alonso y Demasi, 1986: 66). Además terminó con el monopolio del control de las divisas por parte del BROU, pues autorizó a los bancos privados a negociar las divisas provenientes de las exportaciones, en tanto, los importadores podían adquirir divisas en plaza o recurrir al crédito o a los fondos que tuvieran radicados en el exterior. Dicha liberalización del mercado cambiario permitió a los bancos privados participar en nuevas actividades, que con anterioridad mayormente habían sido monopolizadas por el BROU. Destaca entre ellas la compra y venta de divisas, así como la tramitación y el financiamiento del comercio exterior (IECON, 1969: 254).50 En uso de esas nuevas posibilidades operativas la banca privada se transformó en un bastión habilitante, cuando no promotor, de la actividad especulativa derivada de una economía estancada y falta de oportunidades de inversión productiva, así como también de la liberalización financiera. Junto a la banca actuaron las instituciones financieras parabancarias o financieras colaterales, que surgieron en esta época y fueron creadas o administradas por los directorios de los mismos bancos para realizar operaciones bancarias eludiendo los contralores legales y las cargas impositivas (Banda y Capellini, 1970: 130). Si bien las mismas aún no han sido estudiadas en profundidad y la carencia de información sobre su funcionamiento se señaló tempranamente, hacia 1970 se estimó que su actividad abarcaba un 25% de las operaciones financieras en el país (IECON, 1970: 84). En ese ambiente especulativo, los ganaderos retenían las exportaciones, esperando, e inclusive intentando inducir, una devaluación o una baja en las detracciones. En tanto, los importadores e industriales importaban más de lo necesario, contando con que una futura caída del valor del peso produjera un alza en los precios. Ambas prácticas eran posibles porque los bancos privados adelantaban los fondos necesarios para financiar estas actividades.
La liberalización del mercado cambiario y las expectativas de devaluación
también condujeron a la banca privada a comprar para sí moneda extranjera y a prestar a sus clientes para que la compraran, posibilitando de este modo la especulación futura con los movimientos cambiarios. Fue así que, en palabras de Cancela y Melgar, “La moneda extranjera se convirtió en el principal bien sobre el cual presionar, y el acceso a su tenencia se transformó en el canal más transitado para el desarrollo de tales acciones [especulativas]” (1986: 32). Dada la caída en estos años de los depósitos en moneda extranjera, los bancos recurrieron al endeudamiento con sus corresponsales en el exterior para fondear esta clase de operaciones(Banda y Capellini, 1970: 156). Estas prácticas especulativas se vieron potenciadas a partir de 1963, cuando las devaluaciones se sucedieron en cadena. Desde de la devaluación de 1959 y hasta 1962 el BROU intentó con éxito mantener el tipo de cambio estable aunque para sostener la moneda agotó sus reservas y debió endeudarse con el exterior. A partir de entonces, sin embargo, la situación fue empeorando porque el desequilibrio externo se mantuvo y el BROU, obligado a servir sus deudas externas, perdió el control sobre el mercado de cambios. Fue entonces que quedó el campo libre para la especulación cambiaria y las devaluaciones comenzaron a sucederse a un ritmo más intenso y de ese modo, el dólar pasó de $11en 1963, a $19,50 en 1964 y a $70 en 1965. La presión sobre el mercado de cambios se agravó además por la fuga de capitales que en esos años fue muy intensa,51 y que se vio favorecida por el fácil acceso a las divisas y por la actuación de las financieras parabancarias que utilizaron “variados procedimientos” para extraer la moneda extranjera del país y depositarla en las plazas de Suiza, Panamá y Bahamas Fue entonces la liberalización del comercio exterior y del mercado cambiario instaurada por la Reforma Cambiaria y Monetaria de 1959 la que amplió el abanico de los negocios bancarios y la que también abrió el campo para la especulación financiera. De este modo, y ante la ausencia de mecanismos de regulación bancaria más rigurosos, contribuyó a preparar el camino que condujo a la fragilidad que mostró el sistema bancario en 1965. Buena pauta de la importancia adquirida en la época por de esta clase de operaciones especulativas puede observarse tanto en el crecimiento de las operaciones en moneda extranjera de la banca privada, como en la expansión de su red física a pesar de que la economía se encontraba estancada. A título de ejemplo puede decirse que hacia fines de los años cincuenta, los préstamos en moneda extranjera eran menores al 15% del total de los realizados por la banca privada, mientras que para 1965 habían aumentado al 40% (BROU, Suplemento Estadístico de la Revista Económica). Respecto al número de instituciones la banca experimentó una fuerte expansión, pues luego de que éstas se redujeran a mediados de los años cincuenta, pasaron de ser 72 instituciones en 1957 a 81 en 1965 (Moreira, 2011). Pero además de ese incremento, también se produjo un crecimiento aún más acentuado de la cantidad de las sucursales bancarias privadas, que entre 1957 y 1964 pasaron de ser 319 a ser 511 en todo el país. Contabilizando las oficinas en funcionamiento de la banca pública y de la banca privada, en 1961 Uruguay tenía una oficina bancaria cada 4500 habitantes, tres veces más en términos per cápita que las existentes en Argentina y Venezuela (CIDE, 1963: II238), y en 1964 tenía una cada 3600 habitantes (CIDE, 1965: Rf.35). Asimismo, y aunque en este caso la información es más difusa, se crearon 500 instituciones parabancarias en los siete años previos a la crisis de 1965 (Trías, 1971: 41). La realización de maniobras especulativas y de colocaciones riesgosas por parte de los bancos obedeció en buena medida al descenso de su rentabilidad agenciado desde el primer lustro de los años sesenta (Banda y Capellini, 1970: 167). Dentro de estas colocaciones riesgosas destacaron las vinculadas a la gestión inmobiliriaria, es decir, la compra, venta y administración de propiedades (IECON, 1969: 254). Buena parte de las ganancias del sector bancario se habían derivado del importante diferencial entre la tasa de interés que el Departamento de Emisión cobraba por redescontar documentos y la que los bancos cobraban a sus clientes por tales operaciones (Vaz, 1999: 63). Por consiguiente, cuando a comienzo de los años sesenta el Departamento de Emisión limitó los redescuentos de los bancos privados, las ganancias del sector también se redujeron. Por otra parte, el descenso de la rentabilidad obedeció al retiro de depósitos por parte de los ahorristas quienes, en vez de sufrir las pérdidas ocasionadas por la inflación, prefirieron comprar moneda extranjera para atesorarla, constituir depósitos en el exterior o en el sistema financiero parabancario que por fuera del marco legal pagaba tasas de interés más elevadas La crisis bancaria de 1965 fue el resultado de los problemas de solvencia enfrentado por algunos bancos que, tras abocarse a las actividades anteriormente mencionadas, en un contexto de alta inflación e inestabilidad del tipo de cambio, se expusieron a altos riesgos y no pudieron hacer frente a sus obligaciones. La corrida bancaria de 1965 tuvo lugar cuando el público se enteró de la posición insolvente de algunos bancos, lo cual llevó a varios años de inestabilidad en el sector bancario (Vaz, 1999). Al respecto es ilustrativo el caso del Transatlántico, banco que al colapsar desencadenó el peor momento de la crisis. Este banco había competido agresivamente por la captación de depósitos pagando tasas de interés extremadamente altas, para luego invertir esos fondos en un grupo de empresas que controlaba, en el mercado inmobiliario y hasta en una línea aérea. Estas compañías usaban los fondos prestados por el Transatlántico para comprar las acciones del propio banco. Al mismo tiempo, el banco se endeudó en dólares para participar en el mercado de cambios. Cuando los retornos esperados en algunas inversiones inmobiliarias no se materializaron, y cuando se hizo público que estaba vendiendo acciones a precios de liquidación, los bancos extranjeros se negaron a seguirle prestando. El banco se enfrentó a un problema de liquidez, que se agregaba a sus problemas de solvencia, y así comenzó la corrida bancaria que dio inicio a la crisis y a la intervención del BROU que tomó el control de la institución (Vaz, 1999). Previamente, sin embargo, el Transatlántico había sorteado dos inspecciones del República. La primera se dio a mediados de 1963, cuando el Departamento de Emisión comprobó que concentraba su cartera de créditos en pocas firmas pero no tomó medidas al respecto. La segunda correspondió a enero de 1965, y en ese entonces, en tanto se encontró desmesura en sus actividades extrabancarias, elevada deuda en dólares y falta de liquidez; el BROU socorrió al Transatlántico financieramente, nombró un fiscalizador y lo respaldó públicamente. En el mes de abril reiteró su respaldo pero no pudo detener la corrida bancaria (Martínez, 1965: 126-127). En ese marco de irregularidades el Poder Ejecutivo le pidió la renuncia a los Directores del Banco de la República, quienes inicialmente se negaron, y nombró un Directorio interventor a fines de mayo de 1965 (Trías, 1968: 14). La regulación y fiscalización de la actividad bancaria evidentemente presentaron fisuras y no sólo fueron incapaces de anticipar los problemas, sino que carecieron de la agilidad necesaria para dar una respuesta certera y a tiempo. En ese sentido llama la atención el hecho de que los hacedores de política previamente mostraron una suerte de conciencia sobre las carencias de la legislación vigente, que se manifestó tanto en la generación de proyectos de ley para reformarla, como en la aprobación de algunas leyes tendientes a subsanarla. Tal como ya fue establecido, la ley de 1938 continuaba operando como la ley madre que pautaba el funcionamiento de la banca privada, y si bien tuvieron lugar las otras disposiciones legislativas analizadas, las ideas rectoras de la regulación continuaban siendo las mismas. Ya hacia fines de los años cuarenta, cuando se discutía la elevación de los encajes, los cambios sobre el mecanismo del redescuento y el principio del control selectivo del crédito, entre los hacedores de política se manifestaba la necesidad de reformar la legislación en materia bancaria. A lo largo de los años cincuenta estas ideas continuaron profundizándose en dos sentidos principales, que si bien se trataron en conjunto, corrieron derroteros diferentes. Por un lado se trató la reforma del régimen bancario privado, que no se llevó a cabo; y por otro se abordó su contralor y fiscalización dando lugar a la reforma de la Carta Orgánica del BROU en 1964.
La corrida bancaria, que había empeorado en los primeros meses de 1965, se generalizó en abril de ese año. La ley que puso fin a la corrida y a la crisis (Ley nº13.330, 30/04/1965) fue promulgada en medio de un feriado bancario, con algunas instituciones bancarias intervenidas por el BROU y bajo una huelga de los trabajadores bancarios que dio tiempo al trámite legislativo y evitó el colapso del sector (Vaz, 1999: 73). La misma fue conceptuada como una salida rápida que constituía “un paliativo para una situación de emergencia” y no como “la solución completa e integral de todos los problemas que están en juego”; y sin embargo, los senadores miembros de la Comisión Especial que redactó el texto de la ley, entendieron que establecía “un circuito de disposiciones” que cubría “todos los extremos de la situación dramática y difícil que el país vive en virtud del colapso bancario” (DSCS, tomo 249, 28/04/1965: 768, 774). Con dicha ley se apostaba, por un lado, a generar nuevamente confianza, y por otro, a introducir nuevas reglas en el sistema bancario que previnieran y lo pusieran a resguardo de situaciones similares. En línea con el primer objetivo se establecieron Garantías de Ahorros y Depósitos y se conformó un Fondo de Garantías; en línea con el segundo se redactaron directrices sobre la Selectividad del Crédito; en tanto, y en pos de ambos, se establecieron nuevas normas para el Contralor y medidas cautelares. La ley dispuso que todo depósito en el sistema bancario, en moneda nacional y hasta la suma de 50.000 pesos, sería garantizado por el Estado y pagado a través de la apertura de una caja de ahorro en el BROU. Este régimen se aplicaría en caso de moratoria, concordato o liquidación de los Bancos o Cajas Populares. Asimismo, para dar cumplimiento a la disposición anterior y para garantizar los depósitos constituidos en la banca privada, la ley dispuso la creación de un Fondo de Garantías que se nutriría de recursos provenientes de la actividad bancaria, tales como impuestos a las operaciones de redescuento, una prima trimestral obligatoria para los depósitos en moneda nacional, y del producido de las colocaciones del propio Fondo. Disponía además que para atender la devolución de los depósitos garantidos, el BROU podría adelantar hasta 100 millones de pesos que luego le serían reintegrados con los recursos del Fondo; y en caso de que éste resultara insuficiente se autorizaba al Departamento de Emisión a realizar una emisión extraordinaria. La misma sería respaldada con el patrimonio y el activo líquido de los bancos asistidos, y sería retirada a medida que el fondo o la realización de los bienes gravados de los bancos asistidos reintegraran los recursos.
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